Ladrones Vida del Buscón, por
Francisco Quevedo
Rascándose
pulcramente una oreja, el viejito empezó a
bajar por las escaleras, sin apurarse
demasiado. Tres policías lo siguieron hasta la
acera, atravesada por casi nadie en este
desértico 1º de mayo; el barrio de San Telmo,
al sur de Buenos Aires, estaba sumergido
todavía en la lechosa respiración del
amanecer. El viejo no dejaba de sonreír. A
sus espaldas, en un aséptico cuarto del tercer
piso, empezaban a llenarse de polvo las
pequeñas armas de que se había valido para
amontonar cárceles y dinero, comprarse
juiciosamente —si hay que creer a los informes
policiales— tres aviones, un automóvil, casas
en Buenos Aires, Bernal, Rosario, Córdoba y
Mendoza, más una estancia en Laboulaye, que le
servía de aeropuerto privado. Pero esas armas
no eran muchas: apenas un medio centenar de
libros sobre criminología, un Tratado moderno
de soldadura, maniáticamente leído "para estar
al día", un enorme fichero con datos sobre los
robos de alto nivel ocurridos en el mundo y,
en fin, ganzúas, sopletes y linternas. Entre
el tumulto se desperezaba también un frasquito
de pastillas ("mi excitante homeopático", como
él dijo), ávidamente devorado por este
rubicundo anacoreta de 73 años para "seguir
enamorando a las mujeres". "Ellos (los
policías) han hecho una novela de mí", dijo
compungido el viejito, una semana después de
su arresto, al redactor de PRIMERA PLANA que
fue a verlo en la prisión de Villa Devoto.
Pero, ciertamente, es él quien parece haber
fomentado esa novela, su mito de ser indefenso
y pacífico; cuando fue arrastrado hasta el
automóvil policial, aquella madrugada de su
captura, la soñolienta portera de la casa, con
la cabeza todavía abrumada de bigudíes, gritó
hoscamente: "¡No lo lleven! ¡Es un hombre
bueno!" El hombre bueno se llama Juan
Francisco Quevedo, y desde 1901, cuando tenía
diez años y se había resuelto a no ser "un
pobre huérfano", vivía del robo ejecutado con
precisión y sin violencia, como quien concibe
una operación matemática. Poco a poco,
aprendió a conocer cerraduras y llaves por el
ruido que hacían: adivinaba sin equivocarse
dónde estaban melladas y por qué; sabía a qué
temperatura cede cada metal; conocía de
memoria qué penas corresponden exactamente a
cada delito, aun los más extravagantes. Era un
erudito, ciertamente, y hasta la propia
policía tuvo que admitirlo. "Con casos como el
de Quevedo, uno aprende mucho", dijo el
comisario Pedro Luis Petronio, la mañana en
que lo apresaron.
Un mentido derrumbe
La historia de su caída comenzó hace 15 meses,
a mitad de diciembre de 1962: cierto sábado, a
la oración, un hombre entró en la sucursal que
el Banco Nación tiene en la esquina de Santa
Fe y Azcuénaga, trabajó toda la noche, dándose
tregua sólo para descansar de una atmósfera
saturada de acetileno, y a las 5 de la mañana
siguiente, sin que nadie lo viera, escapó de
allí con 38 millones de pesos. Hace dos
semanas, los partes policiales indicaron que
era Quevedo el responsable, alimentaron con
ese dato su mito de genio maligno —a imagen y
semejanza de las tiras cómicas— y sugirieron
que había sido delatado por Raúl Atilio
Álvarez, "una rata de los bajos fondos"; algún
oficial de la seccional 6' memoró entonces que
era Álvarez quien ayudó al viejito, en 1959, a
falsificar una orden de libertad, cuando los
dos estaban encerrados por estafadores en la
cárcel de Río de Janeiro. Una tempestad
folletinesca empezó a descargarse entonces
sobre los periódicos de Buenos Aires, quienes
describieron a Quevedo como un maestro del
robo caballeresco, un Raffles de tono menor,
atribuyéndole, inclusive, una concepción del
mundo plagiada de Gandhi, una voluntad de no
ser violento. Pero Quevedo, a solas en el
locutorio de Villa Devoto, arqueó las cejas y
delató una franca ignorancia cuando, la semana
pasada, PRIMERA PLANA le inquirió más datos
sobre Lanza del Vasto o el maestro hindú:
jamás había oído ninguno de sus nombres.
Ya el viernes 8, un funcionario de la justicia
confió a sus amigos que toda la historia
reciente de Quevedo parecía falsa. Al menos,
el viejo juró que no había asaltado la
sucursal bancaria, atribuyó a la imaginación
policial todos los prolijos detalles de ese
robo. Tuvo que callarse, sin embargo, cuando
le leyeron parsimoniosamente la historia de
sus antiguos delitos, que se remontan a la
época del Centenario. Vencido, abrumado por
una larga incomunicación, Quevedo ya no le
parece a nadie tan "ingenioso y brillante",
como lo retrató la prensa argentina; el mito
de su magnanimidad para con los cómplices
quedó reducido a una pequeña anécdota según la
cual era "hasta capaz de prestarles diez mil
pesos a sus compañeros en desgracia"; el
fantasma de su erudición se disipó apenas pudo
saberse que no había leído más de tres libros
en su vida, sobre soldaduras o cerrajerías o,
cuanto más, algunos ejemplares de Selecciones.
Es lo que también dijo de él el abogado que va
a defenderlo, Heriberto Altinier (entrerriano,
de 47 años), para quien no hay dudas de que el
viejito apacible quedará en libertad.
Los pequeños negocios Sin embargo, nada
como el contacto personal con Quevedo da esa
impresión de opacidad; alicaído en su
locutorio de Devoto, sin dejar de agitar los
pies y las manos, como un chico acorralado,
insistió en que no es él quien entró al Banco
de Santa Fe y Azcuénaga, en que el dato es un
"invento del batallón de corsarios" que se
queda en la seccional cuando se aleja, por la
noche, el comisario Petronio. —Entonces,
¿lo han golpeado? —se le pregunta. —Sí,
señor —dice él—. Puñetazos, de todo...
—¿Tiene marcas? —No. Los corsarios se
cuidan mucho de dejar marcas. En voz más
baja, y quizá también un poco más trémula, se
acuerda de que su última condena lo sumergió
en prisión por 6 años, a partir de 1948, sólo
"por un negocito, nada del otro mundo, apenas
35 mil pesos". Pero se encrespa cuando le
inquieren de qué vivió a partir de su
liberación; atina a decir que "tenía mis
negocios en Brasil, pero gastaba aquí el
dinero ganado". Después, más despaciosamente,
cuenta que, ciertamente, no recurrió jamás a
la violencia, aunque iba protegido por un
revólver calibre 38 corto. —¿Por qué, si
usted no tenía la intención de atacar? El
viejo lo piensa un rato antes de musitar, sin
un dejo de malicia siquiera: —Y..., tengo
que protegerme..., no sería la primera vez que
lo asaltan a uno por la calle. De repente,
se muerde los labios, enmudece, se arrepiente
de haber dicho todo lo que dijo: "Mi hija
tiene 13 años y va a la escuela. Ya le han
hablado demasiado mal de mí. No quiero que
también en los diarios lea cosas terribles."
Treinta años de encierro son sobrados para
hostigar a un hombre, para darle un aire de
acorralamiento. De ahí que este Quevedo
falsamente mitificado no se parezca a un
personaje de la picaresca, al Buscón que creó
su casi homónimo, el español Francisco de
Quevedo y Villegas, hace 4 siglos: apenas un
ser desmoronado, un anciano que quizá esté
remordiéndose ahora por no haber hecho nada
para sí mismo. Salvo lo peor.
PRIMERA
PLANA - Página 20 12 de mayo de 1964
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