Es natural que todo el mundo se pregunte: si los
factores de poder que acosan al gobierno no tienen ejércitos
visibles, ¿se apoyan entonces en los mismos militares argentinos? De
ser cierto, ¿acaso estaría a punto de quebrarse la unidad de las
Fuerzas Armadas, columna vertebral del sistema? Hay un mar de
respuestas contradictorias, pero lo real es que los observadores
políticos están persuadidos de que se ha desatado una lucha por el
dominio del Estado, donde elementos por ahora sin silueta procuran
torcer el rumbo gubernamental o, en el mejor de los casos,
constreñir al primer mandatario a fijar el plazo revolucionario y
convocar a elecciones. Puede que la tremolina se disipe. Con
todo, ya es evidente que la Argentina recorre el borde de un
precipicio; van por lo menos quince años de fracasos, de idas y
vueltas para encontrar una salida política que supere la instancia
peronista, que arranque al país del estancamiento económico y que
disminuya los peligros del conflicto social. Arduo desenlace: la
clase dirigente se ha obstinado en no querer ver de dónde nace la
tormenta, mientras los ideólogos y los simplificadores agotaban el
arsenal de paliativos para diferir los antagonismos de fondo. Hay
quienes afirman, y no les falta razón, que la contienda por el poder
tomó aceleración en octubre de 1960, cuando Arturo Frondizi comenzó
a tropezar con los tobillos de los peronistas y los liberales:
aquéllos lo acusaban de favorecer a los monopolios imperialistas y
de quebrar el pacto de integración popular, en tanto éstos
aseguraban que el presidente pretendía "sumergir a la Nación en la
inmoralidad oportunista, en tácito complot con los agentes
soviéticos". Sea como fuere, ya por entonces estaba pulverizado
el acuerdo integracionista que había llevado a Frondizi a la Casa de
Gobierno. Era grave: la sutil amalgama de intereses tejida por el
frondizismo —sindicatos y empresarios, curas y militares,
izquierdistas y derechistas— se incendiaba por los cuatro costados y
la quemazón dejaba ver a una raquítica estructura política con
generales, almirantes y brigadieres al acecho. Algo más importaba:
si el desarrollo económico era una de las metas del gobierno, los
expertos no se ponían de acuerdo sobre el diagnóstico de la
enfermedad que detenía el progreso del país. Así, mientras algunos
tecnócratas deseaban despertar al pueblo del sueño inflacionista,
otros eran partidarios de continuar con el funcionamiento de las
máquinas de hacer dinero y de acentuar la influencia del Estado en
las áreas básicas de la economía. Ambos bandos se acusaban de
reaccionarios, de perturbadores del orden institucional. Las
disidencias facilitaron lo que se vislumbraba inevitable: que los
militares dieran varios pasos al frente y se situaran a centímetros
de los talones civiles, que arreciaran las versiones sobre planteos
castrenses y las críticas a los políticos de comité. Obvio, las
Fuerzas Armadas se iban trasformando en policías ideológicas del
gobierno, con un mentor que se agrandaba día a día: el general
Carlos Severo Toranzo Montero. Para complicar aún más las cosas,
a principios de 1961 la administración frondizista fue sacudida por
un colapso electoral: Alfredo Palacios, un romántico de la
izquierda, ganaba su banca de senador por la Capital apoyado por el
partido Socialista Argentino, el comunismo ortodoxo, el izquierdismo
castrista y el peronismo disconforme. La opinión moderada se
encrespó. Por de pronto acusó al ministro del Interior, Alfredo
Roque Vítolo, de fallar en los cálculos previos a los comicios, un
sofisma peligroso en la medida en que los acusadores ya habían
tomado las armas en las trincheras opositoras. Otro agravio de los
derechistas liberales tenía más fundamento: sostenían la hipótesis
de que el triunfo de Palacios podía generar la formación del frente
popular instrumentado por los marxistas, a pesar de que las fuerzas
de centro habían vencido en los comicios de Mendoza y Catamarca,
contemporáneos al de la Capital. Claro, el supuesto terror burgués
había sido alentado por los mismos partidarios del anciano senador
socialista. En la campaña electoral habían reclamado: "Frondizi al
paredón".
TIEMPO DE BATALLAS. Pero no todos los moderados
estaban en el juego de tumbar al gobierno. Así, había quienes
advertían el fracaso de la vieja derecha como factor de nivelación
política, falla que para el caso quedaba evidenciada al no aceptarse
que Frondizi, surgido de la izquierda, se inclinaba cada vez más
hacia las antípodas. Con todo, para los liberales, el problema
político se reducía a la ecuación blanco-negro; es decir, que sólo
cabía esperar la dictadura militar o la instauración del marxismo.
Se justificaban: el presidente y su amigo Rogelio Frigerio generaban
conflictos, de manera que ellos eran los cabecillas del golpismo.
En la primavera de 1961 se agravó la crisis. La posición
neutralista, sustentada por la cancillería argentina en la reunión
de Punta del Este, llevó a la oposición a aseverar que Frondizi se
había aliado a Fidel Castro. Los militares comenzaron a moverse al
tiempo que los políticos golpistas, ya sin reserva, clamaban: "Nadie
quiere obedecer, alguien tiene que mandar". El presidente, un
hombre sagaz, acusó el impacto y no tuvo más remedio que ceder:
llamó a Miguel Ángel Cárcano —un oligarca elegante para los
populistas— y le ofreció el Ministerio de Relaciones Exteriores.
Cárcano juró como canciller el miércoles 13 de septiembre y, para
satisfacer a la oposición y apagar los fuegos, dijo "que el Poder
Ejecutivo estaba dispuesto a combatir al comunismo internacional y a
todas las ideas perturbadoras ajenas a América". Afirmando esa
política, diez días después Frondizi volaba hacia Washington para
entrevistarse con John F. Kennedy, su ídolo; el martes 26 ambos
presidentes hacían conocer un documento de coincidencias
fundamentales, por el cual los norteamericanos se comprometían a
cooperar con el progreso argentino. Pero no alcanzaba para
atemperar a los liberales. El sábado 30, desde Buenos Aires,
Frondizi recibe un proyectil de grueso calibre: La Prensa publica un
manojo de documentos sustraídos de la embajada cubana en la
Argentina, según los cuales Castro y Guevara se proponían adueñarse
del país ante la pasividad del gobierno. Frondizi rehúsa comentar la
noticia. A fines de octubre, cuando Vítolo insistía ante el
Congreso para que se votase el proyecto de reforma electoral
tendiente a implantar el sistema proporcional, el gremio ferroviario
—punta de lanza de la oposición, irritado por los planes de
reestructuración de los ferrocarriles— se rebeló contra el gobierno.
Las trifulcas se prolongaron durante dos meses: la jerarquía
eclesiástica, representada por Antonio Caggiano y Antonio Plaza,
medió ante el gremio, en tanto Frondizi rendía homenaje a Tagore en
Calcuta, saludaba al rey Phumiphol y a la reina Sirikit de Tailandia
y admiraba el progreso japonés. El presidente se excusó: "No
supliqué ayuda". Toranzo Montero tenía otro tema: "El país vive una
guerra revolucionaria". Vítolo prometía a los militares: "Los
peronistas no ganarán en la provincia de Buenos Aires, aunque Andrés
Framini sea el candidato". El último día de enero de 1962 los
aviadores mostraron los dientes al gobierno. En una suerte de
proclama sostenían "que la lucha contra el comunismo es un principio
de defensa y no de política pura", y por ello exigían la ruptura con
el régimen de La Habana, el reemplazo del canciller Cárcano y la
cesantía de todos los elementos frigeristas del área diplomática. El
sábado 3 de febrero, horas después de haber mantenido una reunión
con los altos mandos militares, Frondizi arriesga la réplica desde
Paraná, Entre Ríos. Casi con furia denuncia una conspiración de los
políticos aliados a los sectores reaccionarios, a los monopolios
norteamericanos y a ciertos órganos de opinión "que, bajo un comando
unificado, quieren sumirnos en el caos, el atraso y el
subdesarrollo". Y advirtió que no estaba dispuesto a presidir un
gobierno títere y que moriría en defensa de la dignidad nacional.
Pero, sin someterse, el presidente tornó a retroceder: el jueves 8
de febrero se anunciaba la ruptura con Cuba. La embajada cubana en
Buenos Aires derramó vinagre sobre las heridas de Frondizi: "El
pueblo argentino no ha roto ni romperá con el pueblo cubano".
FRAMINI A LA VISTA. En los primeros días de marzo, cuando el
gobierno había intentado sofocar la rebelión obrera con una donación
de 5 millones de pesos para normalizar la contabilidad cegetista,
Frondizi cita a Andrés Framini a la residencia de Olivos. El
presidente le avisa al inevitable triunfador de los comicios
bonaerenses que, de persistir la virulenta campaña proselitista del
peronismo, no tendrá otra salida que la proscripción. Framini se
encoge de hombros y entonces Frondizi denuncia por radio y
televisión el complot de los dos extremismos: el peronista y el
antiperonista. Pero ya es tarde. El domingo 18 de marzo, con
1.197.075 votos, la fórmula populista Framini-Anglada derrota a la
UCRI y a la UCRP en las elecciones bonaerenses. Los militares
entienden que Vítolo volvió a equivocarse y que Frondizi preparó una
treta con los marxistas. El resultado de la ofensiva castrense no
podía ser otro: al día siguiente el gobierno central anuló las
elecciones en los distritos donde habían vencido los peronistas,
esto es, Buenos Aires, Chaco, Río Negro, Santiago del Estero y
Tucumán, en tanto se anunciaba la intervención a esas provincias y
la renuncia de Vítolo. La llegada de Felipe de Edimburgo, el
jueves 22 de marzo, no frenó la escalada antifrondizista. Tampoco el
viaje de Rogelio Frigerio al exterior. El domingo 25 habla Pedro
Eugenio Aramburu por radio y televisión para pedir "una tregua,
reflexión y sacrificio". El ex presidente provisional procura
constituir un gobierno de coalición que respete a Frondizi, pero a
las pocas horas, con el desaliento del fracaso, le sugiere al primer
mandatario que "renuncie para que asuman el poder los funcionarios
que determina la ley". El miércoles 28 los comandantes en Jefe de
las tres armas, solidarios con Aramburu, le piden la renuncia al
presidente, quien se resiste. La CGT se hace oír: arguye "que no
puede existir estabilidad institucional si no se respeta la voluntad
democrática". En la noche de ese miércoles, una columna motorizada
del 3 de Infantería avanza sobre la Casa de Gobierno. La comanda el
teniente coronel Amicarelli y respeta las luces de tránsito de la
avenida Santa Fe. Quizá no pensaba que le estaba pegando un puntapié
a la Constitución. En la madrugada del jueves, los comandantes
emiten un radiograma a las guarniciones y bases: "El presidente ha
sido depuesto por las Fuerzas Armadas. Esta situación es
inamovible". Explican el operativo: para salvar la Constitución y
recuperar la fe en sus principios. Frondizi va a parar a Martín
García, la Argirópolis de los mandatarios derrocados, y asume José
María Guido, "un módico presidente" según Marcelo Sánchez Sorondo.
A mediados de abril el gobierno emplaza a los partidos políticos
para que elaboren, en el término de dos días, un plan que contemple
"la pacificación, la normalización institucional y la definitiva
preservación de la democracia política y social". Parece demasiado y
entonces el general Carlos Caro, en nombre de la guarnición de Campo
de Mayo, avisa que hay militares dispuestos a luchar por la plena
vigencia de la Constitución y la democracia. A partir de entonces,
en medio de una crisis colosal, las Fuerzas Armadas se dividen en
bandos inconciliables. Renuncia el secretario de Guerra, general
Marino Carreras, y en su reemplazo asume el ingeniero Ernesto
Lanusse, quien a su vez se ve desplazado por el general Enrique
Rauch. Nadie entiende nada: Lanusse afirma que el general Raúl Poggi
se mantiene al frente del Comando en Jefe, y entonces Rauch saca los
blindados a la calle. Hay empate: Aramburu, árbitro de la situación,
impone como secretario de Guerra al general Juan Bautista Loza, su
amigo de la conjura contra Juan Perón.
RADICALES AL ACECHO. A
fines de abril, mientras la policía encarcelaba tanto a los
comunistas como a los seguidores de Perón, la jerarquía castrense
afirmaba que no existían enfrentamientos entre los mandos. Loza,
preocupado por la unidad, auspicia la anulación de todos los
comicios, la reforma del Estatuto de los Partidos Políticos y la
convocatoria a elecciones por el sistema proporcional. Es que Pedro
Eugenio Aramburu está decidido a presentarse como candidato. Lo
apoyan Julio César Cueto Rúa y Horacio Thedy. Guido trepidaba.
Todo corazón, el presidente se defendía de la agresividad colorada;
así, el martes 19 de junio, jura ante el país que él "no es un
hombre providencial, ni siquiera un líder político, y que su
gobierno carece de ataduras inconfesables con el que le precedió".
Elogió "a las espadas argentinas que han sabido mostrar la calidad y
la rectitud de sus aceros". En las postrimerías del mes renunció
Jorge Walter Perkins, el ministro del Interior que se definió
revolucionario, y lo sucedió Carlos Adrogué, quien afirmó que el
problema argentino "no era político, sino moral y económico". Sus
amigos querían tumbar a Guido y proclamar la dictadura democrática.
En agosto nadie duda que los tanques saldrán de nuevo a la calle.
Julio Alsogaray asume interinamente la Subsecretaría de Guerra al
tiempo que Federico Toranzo Montero, fiel a su hermano, se subleva y
procura resistir en las calles de Lanús y Lomas de Zamora. Es el
principio del fin: Arturo Osorio Arana persuade a Toranzo Montero de
que baje la guardia, mientras Benjamín Rattenbach, ante 33 generales
en retiro, propone cuatro bases para la normalización institucional.
En síntesis: retorno al imperio de la Constitución, repudio a toda
dictadura y comicios en el plazo fijado, control civil y poder
militar y reconstrucción del Ejército sobre la base de la disciplina
y la autoridad de mando. Rattenbach tiene un discípulo: el
general Juan Carlos Onganía, quien comanda el Cuerpo de Caballería y
se manifiesta inquieto por las injusticias de los mandos colorados.
Onganía prepara un memorándum en el que fustiga a la jerarquía del
Ejército. Lo castigan y en su puesto se nombra al general Pascual
Pistarini, otro hombre de la Caballería, con inclinaciones
populistas pero querido por sus camaradas. Pistarini, claro está,
recuerda su cautiverio en el río de la Plata junto a los militares
peronistas; no extraña entonces que concuerde con Onganía y pida
reaccionar "contra la injerencia de la Marina y la Gendarmería en
los asuntos internos del Ejército". La conducción colorada
reacciona y ordena los relevos de Alsogaray y Pistarini, nombrando
al general Caro jefe de acantonamiento de Campo de Mayo. La
guarnición no acepta los relevos y Onganía, trasformado en líder,
ordena la rebelión para "proteger al presidente Guido y concretar en
el más breve plazo la vigencia de la Constitución". La lucha es
inevitable. Se registran escaramuzas en Etcheverry, en Avellaneda y
en la misma Capital. Los aviadores se inclinan por Onganía, jefe del
bando azul, y la estrategia colorada se desvanece ante 150
comunicados. El más famoso de ellos, el último, proclama que es
preciso "reencauzar al país por el camino constitucional y que las
Fuerzas Armadas no deben gobernar pero sí gravitar; su papel es
silencioso y fundamental". Era inevitable: Benjamín Rattenbach, el
ideólogo, es nombrado secretario de Guerra. También estaba previsto:
Rodolfo Martínez se hace cargo del Ministerio del Interior. Que
Onganía es el príncipe del Ejército nadie lo duda. Lo respaldan tres
coroneles valerosos —Alejandro Agustín Lanusse, Tomás Sánchez de
Bustamante y Alcides López Aufranc, los tanquistas de la victoria—;
el general, pues, parte hacia Washington invitado por el Pentágono.
Allí es condecorado "por méritos políticos" y torna a ratificar que
no será el candidato del frentismo. Cuando regresa acepta otro
cargo: presidir el comando electoral. Marzo se presenta
tormentoso. El domingo 10 se conoce la fórmula de la UCRP para los
comicios en cierne: Arturo Illia-Carlos Perette. Dos días después se
anuncia el plan básico del frentismo, al tiempo que las especies
gol-pistas vuelven a florecer. Zarpa la flota de mar para
ejercitarse en Golfo Nuevo. Los tanques van y vienen en Campo de
Mayo. Guido pide ayuda moral a Caggiano "para sobrellevar la
crisis". Con todo, el martes 2 de abril se escuchan las proclamas
rebeldes. Las firman el legendario Benjamín Menéndez y Federico
Toranzo Montero al amparo de los cohetes y la metralla que disparan
los aviones navales comandados por el capitán Santiago Sabarots,
jefe de la base de Punta Indio, contra los tanques del C-8 de
Magdalena que obedecen al coronel López Aufranc. La última
intentona colorada para restablecer la dictadura democrática vuelve
a fracasar. Como epílogo de otros 50 comunicados del bando azul, que
completaron los 200, se llega a la capitulación de la Armada que
admite reducir sus efectivos de infantería de marina a los 2.500
hombres y la ocupación temporaria de la base de Punta Indio. Ya no
quedan vallas en el camino hacia el cuarto oscuro. Luego de un
tempestuoso proceso que desató el general Enrique Rauch desde el
Ministerio del Interior, Osiris Villegas, el jefe azul-azul que
ha-Bían intentado asesinar los colorados, llevó a Guido hasta el día
de las votaciones. Al frente nacional y popular, con Vicente Solano
Lima a la cabeza, lo pulverizó Perón: ni Oscar Alende ni Pedro
Eugenio Aramburu pudieron contrarrestar la arremetida de los
radicales ortodoxos, quienes —el domingo 7 de julio— llevaron a
Illia a los umbrales del poder con 2.424.475 votos, contra 1.592.528
que obtuvo la UCRI con Oscar Alende.
EL PODER CONDICIONADO.
La victoria de los radicales irritó a los azules y revivió las
esperanzas coloradas. Claro que nadie se engañaba: el poder real
seguía firme en Campo de Mayo. Así, Illia aceptó que Onganía,
Armanini y Varela —el estado mayor del azulismo— fuese la jerarquía
militar que cuidara su mandato, aun cuando Leopoldo Suárez. el
ministro de Defensa del gobierno radical, prometiera a los colorados
la reconquista del trono castrense. El cheque en blanco de Suárez,
la promesa de reivindicación, se depositó antes de que finalizara
1963: el secretario de Aeronáutica, comodoro en retiro Martín Cairó,
intentó antes de la Navidad definir a Illia contra el brigadier
Armanini mediante la promoción de , comodoros colorados, entre ellos
Mariano López. Ni Illia ni Suárez se atrevieron a perjudicar a
Armanini, un puntal para Onganía, y así Cairó se fue a su casa
mientras los comodoros azules ascendían a brigadieres. Estaba todo
dicho: Illia se amparaba en Onganía. Lo que sucedió después está
aún fresco. Illia anuló los Contratos petroleros, pero se vio
obligado a suscribir con USA el Plan de Ayuda Militar. La
recompensa: 25 cazabombarderos Douglas A4B que incorporó la Fuerza
Aérea. Pero, con el trascurso de los meses, el azulismo castrense
advirtió que Illia era menos dócil de lo que había imaginado. Más
aún: creyó ver en el presidente y en varios de sus colaboradores a
la cabecera de playa del comunismo. Se repetía la historia que había
comenzado con Arturo Frondizi, y ahora la CGT —conducida por el
vandorismo— se aliaba a los militares para deteriorar al gobierno
radical acusado de lento, torpe y disociador de las tradiciones
argentinas. La arremetida contra el caos radical alcanzó su apogeo
el 29 de mayo de 1966, Día del Ejército: el comandante en Jefe,
Pascual Pistarini, sentenció a muerte al gobierno de Illia en el
corazón de la plaza San Martín. Onganía se preparaba para ser
presidente. Illia no lo había relevado a tiempo. El 28 de junio,
Julio Alsogaray tomó la Casa de Gobierno mientras el presidente
constitucional firmaba autógrafos. Hacía cuatro años que los
colorados habían tumbado a Frondizi. Era algo así como la revancha
de los desarrollistas. Claro está que los azules venían a darle la
razón a sus enemigos de septiembre y abril: no puede gobernarse
desde el cuarto oscuro porque la democracia está enferma. Perón
sigue siendo el árbitro electoral luego de cuatro años y medio dé
gobierno militar. La izquierda marxista progresó, las rebeliones
obreras cundieron, el salario real menguó y los partidos políticos,
disueltos por decreto, siguen vigentes. ¿Se habrá curado la
democracia? Revista Panorama 02.02.1971
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Desde el viernes 22 de enero, cuando Oscar Alende denunció
la conjura de los monopolios internacionales contra el
gobierno de Roberto M. Levingston, los argentinos sospechan
que algo extraño sucederá en el país dentro de las próximas
semanas. No se trata de conjeturas fantasiosas: las propias
fuentes oficiales de información divulgaron las detonantes
revelaciones del ex gobernador bonaerense, dando pábulo a un
verdadero turbión de interrogantes.
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