"Pensá, cañero, que cada día que te agachás sobre
el surco ajeno, es un día más que doblás el lomo ante el que te
explota. Pensá obrajero que cada día que sigas volteando árboles
será para hacer más lujosa la casa del que te debe meses de tu
mísero sueldo. Ha llegado el momento de rebelarse." Una mañana de
octubre, hace dos años, un peón de un obraje salteño, a unos 40
kilómetros de la frontera con Bolivia, recogió de entre la maleza un
largo texto impreso que contenía la "proclama al compañero
campesino". La deletreó dificultosamente, balbuceó su asombro a
solas y la guardó bajo el colchón del catre. Al día siguiente, sin
comentar a nadie el hallazgo, entregó el papel a un gendarme. Le
quemaba las manos. El peón ganaba 130 pesos mensuales y hachaba
árboles de sol a sol. Centenares de proclamas como esas fueron
dejadas a fines de 1963 y comienzos de 1964 en los caseríos de los
alrededores de la ciudad salteña de Orán por un grupo de jóvenes
universitarios que gastaban barba y vestían el uniforme de la
guerrilla castrista. Los tranquilos pobladores de la zona las
recogieron como exóticos vestigios de otros planetas. Las proclamas
les hablaban de hacer la revolución, pero ellos no la pedían;
simplemente, se morían de hambre, de tuberculosis, del mal de
Chagas. Su ignorancia, su indolencia, su asombro al leer el largo
mensaje de los hombres que aparecían y desaparecían como fantasmas
en la espesura del monte, se convirtió en delación. La guerrilla
que el puñado de universitarios quiso emprender no llegó a completar
su primera etapa de organización; la incomprensión de los habitantes
en quienes esperaban apoyarse los condenó al fracaso luego de 200
días de incertidumbre y de esporádicas luchas que costaron la muerte
de un gendarme, del capataz de un obraje y de cinco guerrilleros
(dos fusilados por ellos mismos, dos por hambre v uno por accidente)
; además de los desaparecidos cuyo número se ignora. En estos
días, la historia de la guerrilla vuelve a actualizarse con la
reapertura del proceso en los tribunales de Salta y Tucumán.
Panorama fue en busca de los guerrilleros presos; habló con los
gendarmes que dirigieron la acción represiva; reconstruyó los hechos
e indagó en Buenos Aires, Córdoba, Salta, Tucumán y otras ciudades
del interior a muchos protagonistas que tuvieron vinculación con la
guerrilla. La crónica que sigue es una reconstrucción exhaustiva y
veraz, sin prejuicios ni deformaciones interesadas; con ella se
pretende ilustrar al lector acerca de lo que ocurrió y también de lo
que pudo ocurrir en esos 200 días de la primera guerrilla subversiva
de la Argentina.
Dispuestos a morir La guerrilla concluyó
en la cárcel de Salta. La disyuntiva de la lucha no admitía la
posibilidad de guerrear y huir: ganar o morir; "revolución o
muerte" como ellos juraban. Entre los muros del penal, los 14
sobrevivientes, no abjuran de su misión; no están arrepentidos ni
aceptan los calificativos de terroristas que —dicen— les endilgó la
prensa. Se proclaman revolucionarios y confiesan que su propósito
era extender, desde las serranías salteñas, donde pensaban
atrincherarse, la subversión armada a todo el país. Sobre sus
cabezas pesa ahora, como una espada de Damocles que ha de ir bajando
lentamente hasta mellar su filo en las instancias engorrosas del
proceso —y acaso dar su golpe en el vacío— la acusación de homicidio
calificado, asociación ilícita, intimidación pública y contrabando
de armas, municiones y explosivos. En una pequeña sala de la
penitenciaría, ubicada en las afueras de Salta, al pie del cerro San
Bernardo, los guerrilleros reciben con desconfianza al periodista.
Luego de un corto cabildeo con sus camaradas, Lázaro Henry Lerner,
uno de los cabecillas, condiciona: "Las preguntas se las
contestaremos por escrito y en forma colectiva. Nosotros somos un
grupo organizado". Al día siguiente, el cuestionario — con una copia
que quedó en poder de los guerrilleros— había sido respondido.
"Al ingresar en el Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) —explican—
decidimos que había que darle una bofetada al país; mostrarle desde
algún lugar que había patriotas dispuestos a dejar sus comodidades,
su porvenir tal vez afortunado, sus aspiraciones personales, y como
patriotas, desenmascarar a los estafadores. Había que elegir entre
la vida disipada, artificial, de nuevaoleros, y otra sacrificada,
dura, difícil, de lucha por la conquista de la libertad de nuestro
pueblo." —¿Tienen conciencia de que han cometido varios delitos?
—Para qué discutir lo de criminales natos. Ojalá nuestro pueblo
pudiese hacer justicia por las vías legales. —¿Qué ideología
profesan y qué fines perseguían? —A pesar de los rótulos que nos
han acreditado, el EGP se define como una organización nacional y
revolucionaria. La nacionalización de todas las empresas
extranjeras, la reforma agraria profunda, la entrega del poder al
pueblo dignifican hacer la revolución. —Ustedes vieron morir
oscuramente, y por un fin incierto, a muchos compañeros ¿Están
seguros de que valía la pena? —Cuando nos reunimos, lo hicimos
fundadamente y no formamos un ejército del terror sino una
organización capaz de jugarse por sus ideas. Para estar dispuestos a
morir hay que estar dispuestos a vivir por algo. Y nos sentimos
libres aunque estemos presos; argentinos, aunque el gobierno no lo
sea.
Nuevaoleros en armas No eran nuevaoleros; pero la
nueva ola les tocaba de cerca, en la frustración de todo un amplio
sector juvenil de la burguesía argentina, que, de espaldas a la
tradición paterna (construir enriqueciéndose) quiere otra cosa. Los
guerrilleros, como muchos jóvenes de la misma extracción social
—clase media para arriba— buscaron un camino a su desubicación
mirando con envidia a Sierra Maestra. Mientras les muchachos de su
misma edad derrochan energías como mochileros o disipan su tedio en
los cabarets de Buenos Aires o de Europa, los guerrilleros pensaron
en cambiar el mundo. O al menos el país, en el que vivían a
disgusto. Sus tertulias en los cafés de Buenos Aires, en los
alrededores de la facultad de Filosofía y Letras o en las
confiterías de la ciudad de Córdoba no alternaban el diálogo con el
golpe del billar o el vuelco del cubilete. Eran demasiado serios
para esos ocios burgueses; no se contentaban tampoco con la
militancia política en los partidos tradicionales, ni aun en
partidos como el peronista, que proclamó, ante la absurda tentativa
de la guerrilla salteña, "que la revolución no es un problema de
violencia ni de grupos, sino de todo el pueblo". Ellos eligieron las
armas. El 21 de junio de 1963 cambiaron la ciudad por la selva. Ese
día, los primeros cinco conjurados, en la frontera
boliviana-argentina, junto al río Bermejo, formaron el primer
juramento de "Revolución o Muerte". Ajustaron sus mochilas, quitaron
el seguro a sus metralletas, vadearon el agua v entraron en el país
convertidos en guerrilleros. Unos días después, en un improvisado
campamento, uno de los cinco — el cubano Hermes Peña Torres (alias
capitán Hermes)— sacó un cuaderno v comenzó a escribir (era el único
letrado) con letra despareja y abundantes errores de ortografía y
sintaxis: "Junio 21. A las 22 prestamos juramento como miembros del
EGP y entramos al país. El día 22 a la mañana nos cayeron una
persona que creímos eran de Gendarmería. . ." Después de resumir las
exploraciones realizadas, el hombrecito enjuto, de bigotes
desparejos y aindiada cara lampiña cerró el cuaderno y volvió a
guardarlo en la mochila. Documentaba así la primera acción del EGP
en tierra argentina.
Los pasos de Masetti Las operaciones
previas habían comenzado meses atrás, en la frontera con Bolivia.
Allí conviven prófugos de la justicia y políticos exiliados; se
fraguan conspiraciones, se compran y venden armas y se planean
operaciones de contrabando donde juegan fabulosas sumas de dólares,
única moneda aceptable en ese mundo oculto. Allí se había perdido el
rastro de Jorge Ricardo Masetti y Federico Evaristo Méndez. Masetti
había alcanzado notoriedad como periodista al reportear a Fidel
Castro poco después de la revolución cubana. Había trabajado como
cronista en Radio El Mundo y más tarde como director de la agencia
Prensa Latina, de donde fue desplazado, a raíz de discrepancias
dogmáticas, por dirigentes del partido comunista. Su fervor no
decayó; a toda costa quería ajustar la imagen de su ser real a la
imagen soñada en Sierra Maestra. Publicó su libro 'Los que luchan
y los que lloran' y desapareció de Buenos Aires Anduvo por Argelia,
oyendo con emoción el fragor de la metralla nacionalista; pasó por
Moscú y ancló otra vez en La Habana, donde se lo vio fotografiado en
primea línea cuando Fidel Castro apostrofaba ante la televisión a
los prisioneros tomados en Playa Girón. Se dijo que hubo
desinteligencias entre él y algunos sectores del castrismo y que
incluso una noche sus enemigos balearon su automóvil. Lo cierto es
que Masetti abandonó la isla del Caribe. En Lima apareció
sorpresivamente arengando a los guainos y luego participó en
reuniones clandestinas celebradas en los suburbios de La Paz. De
allí, a la frontera, con la Argentina hay un paso.
Illia:
¡Renuncie! El sargento a cargo del puesto policial de Toldos (un
caserío casi fronterizo con Bolivia, que no figura en los mapas),
les abrió la puerta. Se sacudió su modorra; los miró de arriba abajo
y sin poder borrar de su rostro el amago del temor, echó mano al
revólver. Los cinco barbudos pusieron caras de inocentes al ver el
intento de defensa. —Vamos a quedarnos un tiempo por la zona.
Somos estudiantes. Las credenciales falsas de la facultad de
Filosofía y Letras de Buenos Aires tranquilizaron al policía. Al
salir, Masetti se restregó las manos. El golpe al destacamento era
pan comido. Un solo hombre y con más sueño que coraje lo defendía.
Ganada su confianza, el asalto no iba a costar ni una sola bala.
Pero lo postergaron. Estaban pendientes de la elecciones. El domingo
7 de julio la disciplina guerrillera fue transgredida por la
ansiedad del resultado comital. Cuando los cómputos trasmitidos por
sus radios a transistores dieron el triunfo a Illia, Masetti quedó
confundido. Se apartó del grupo y comenzó a escribir la "Carta a los
rebeldes", en la que invitaba al flamante presidente a renunciar. El
manifiesto llegó por un correo secreto a manos de Mario Valota,
quien la publicó en el periódico "El compañero". No obtuvo ningún
eco; ni siquiera la alarma oficial. En la Casa Rosada había un
ambiente de espera y de optimismo. Masetti no solo había pedido la
renuncia de Illia; exhortaba al mismo tiempo a "todos los hombres
libres a plegarse al ejército de guerrillas que realizaría la
revolución nacional contra todos los privilegios". Las células de
reclutamiento aprovecharon el llamado. Y el grupo creció. A los
primeros cinco integrantes se sumaron el cordobés Juan Héctor Jouve,
el peruano Raúl Moisés Dávila Sueyro y cuatro guerrilleros más,
conocidos solo por el apodo de "el Correntino", "Pupi", "Pirincho" y
Jorge. Y comenzaron a internarse en el monte. Las marchas fueron
duras y las comidas de hambre. En una ocasión —cuenta Hermes en su
diario— se vieron obligados a comer tallos de una planta parecida
a la malanga (que se da en centroamérica, de donde el cubano la
conocería), pero terminaron revolcándose por el suelo y vomitando
bilis. Al hambre y "la sed se sumaba el tormento de las nubes de
insectos. Los moscos, una especie que provoca enormes ronchas,
desfiguraron sus caras y las garrapatas se les subían por el cuerpo
y les chupaban la sangre. Los sombreros de lona con un mosquitero
que se ajustaba alrededor del cuello y el calzado de lona con suela
de goma y caña alta se tornaron inservibles por el continuo uso y
las asperezas de la vegetación. La humedad apagó por último las
radios a transistores japonesas y el silencio y la soledad fue
estrechando su acecho en el monte.
La justicia revolucionaria
Ni el hambre ni la fatiga ni aun la amistad justificaban la
transgresión al Reglamento de Disciplina del EGP, que se aplicaba
con todo rigor para evitar las defecciones y evitar el
resquebrajamiento de la moral del grupo. El capitán Hermes privó de
la comida durante dos días al aspirante a guerrillero Carlos Bandoni
por haberle preguntado si era cubano, como su acento lo sugería. El
reglamento aclaraba explícitamente que "nadie debe saber más que lo
necesario para el cumplimiento de la misión a él encomendada".
Apenas incorporados, los aspirantes a guerrilleros entregaban toda
su documentación y los efectos personales. Quemaban su ropa y
vestían -el uniforme de la milicia. Nadie debía conocerlos a partir
de entonces sino por sus apodos de campaña y tenían prohibido
averiguar la vida anterior de los componentes de la guerrilla. La
justicia revolucionaria sancionaba con pena de muerte "los delitos
de traición, cobardía ante el enemigo, incitación a la
insubordinación, torturas, violación, asesinato, robo y
bandolerismo". A los transgresores cuyas faltas no hubieran
alcanzado a configurar estos delitos se les aplicaba la degradación,
expulsión o privación de descanso, cigarrillos o comida, como al
novato Bandoni. El Plan de Instrucción Básico para el EGP en
campaña comprendía quince puntos que se desarrollaban en dos
semanas. Este programa estaba basado en el conocido plan para la
instrucción de guerrillas escrito por el Che Guevara. Junto a las
prácticas sobre manejo de armas, explosivos, técnica de
comunicaciones y sabotaje, los guerrilleros cumplían en la selva
salteña largas reuniones de adoctrinamiento, con lecturas y
discusión crítica de libros de Perón, Lenin y Mao Tse Tung. La
disciplina militar se ensañó con su primera víctima el 5 de
noviembre de 1963. Al amanecer de ese día fue fusilado el
guerrillero "Pupi". La sentencia había sido dictada por un consejo
de guerra presidido por el mismo comandante segundo y representaba
el fin de una situación denunciada por el capitán Hermes en su
diario. Según Hermes, Pupi tenía el defecto de "mandarse la parte" y
pasaba por crisis de nervios en las que oscilaba entre la euforia y
el llanto. Además, sufría ataques de asma y obligaba a detener la
marcha del grupo "cuando se arrojaba al suelo en un acceso de
convulsiones".
Las primeras sospechas La Navidad de 1963
los sorprendió aislados del mundo exterior, con el que solo tenían
esporádicos contactos a través de sus correos. Ignoraban que sus
pasos habían despertado sospechas en la población del lugar y que la
Gendarmería comenzaba a alarmarse por la extraña actividad de los
barbudos "cazadores" que vivían ocultos en la selva. Una calurosa
mañana de noviembre, el camionero Lino Salva marchaba por una
abrupta picada salteña; al llegar al paraje San Ignacio (a unos 40
kilómetros al oeste de Orán), un joven alto y barbudo le hizo señas
para que detuviera la marcha, Le mostró la máquina de fotografiar y
le explicó que estaba tomando vistas de la zona. —Necesito llegar
hasta Orán ¿ Podría llevarme? El camionero, sin sospechar, le
abrió la puerta; pero la conversación del desconocido no era la de
un fotógrafo. Sus preguntas trataban de informarse sobre los caminos
de la zona. Pocos días después, un próspero colono de la Colonia
Santa Rosa (50 kilómetros al suroeste de Orán) escuchaba intrigado
los comentarios de sus peones sobre la presencia de barbudos que se
ocultaban al advertir la proximidad de otros hombres. El baqueano
José Ortiz García decidió rastrearlos, pero solo consiguió comprobar
huellas de calzado en el barro. El colono, previendo un ataque de
bandoleros a su finca, informó de lo acontecido al Escuadrón "Orán",
de la Gendarmería Nacional.
Aparecen "los barbones" Los
rumores no concluyen ahí. Un perspicaz agente de la policía
ferroviaria de Jujuy observó una tarde a dos individuos mal
entrazados, que cargaban enormes paquetes sobre sus hombros. Los
interrogó. Con toda corrección, los barbudos exhibieron un
certificado (falso, por supuesto), expedido por el Departamento de
Ciencias Arqueológicas de la facultad de Filosofía y Letras de
Buenos Aires. El policía se hizo a un lado y agradeció
respetuosamente. Cerca de Orán, otros agentes de la policía
salteña se toparon también con los forasteros y los interrogaron.
Los barbudos extrajeron la credencial de la chaquetilla y aclararon
con naturalidad : —Estamos comisionados para efectuar estudios y
relevamientos arqueológicos en Salta y Jujuy. Pero el fervor
revolucionario los traicionaba. Los barbudos solían hacer sus
compras de hortalizas a Pedro Guari Apaza, dueño de un desvencijado
rancho en el puesto El Acheral. Don Apaza, un sesentón
reconcentrado, pero cordial con todo el mundo, no terminaba de
aceptar a "los barbones" —como los llamaba— por clientes. Sus armas
y su exótica indumentaria verde oliva lo intimidaban. Una tarde, los
guerrilleros estuvieron más locuaces que nunca. Le preguntaron por
su vida y por los problemas del lugar. Don Apaza los dejó hablar y
cuando le pidieron una mula para que les llevara el cargamento hasta
las lomas de Santa Cruz, al pie de la sierra La Mesada, asintió con
la cabeza. Los barbudos le pagaron al contado la mercancía y el
servicio. Uno de ellos, más efusivo que los otros, lo palmeó y le
dijo: "Algún día todo esto va a acabar". Don Apaza no entendió a
que se refería, pero cuando quedó a solas encontró sobre la mesa del
rancho un rollo de papeles cuyo título, en letras de molde gritaba:
"Proclama al compañero campesino". Cuando terminó de leerlo su
desconfianza se convirtió en temor.
Deserción y muerte La
Gendarmería comenzó a hurgar. El registro de pruebas era alarmante.
No cabía duda de que los barbudos intrusos y los guerrilleros que
amenazaban con hacer la revolución eran los mismos. La primera pista
concreta la obtuvo el sargento ayudante Herminio L. Dal Molin al
enterarse de que semanalmente una camioneta sospechosa llegaba por
caminos apartados hasta el linde de la selva. Pero el encuentro con
los guerrilleros fue azaroso. Ocho hombres, al mando del sargento
Dal Molin salieron en un camión desde Orán, en patrullaje de rutina.
Cuando llegaron al borde del monte resolvieron que el sargento
ayudante Domingo Raúl Zendron y el gendarme Luis Rosas siguieran una
senda poco frecuentada. Después de dos horas de marcha y con el sol
cortando a pico la fronda, comenzaron a abrirse paso entre la
espesura. El colchón de hojas secas y humedecidas por la umbría
apagaba sus pasos. El tajo vertical de la senda perfilada entre
arbustos y enredaderas apenas dejaba ver a diez pasos en la
atmósfera susurrante. De pronto, al llegar a un recodo, los dos
gendarmes contuvieron la voz y cambiaron una mirada de
entendimiento: casi frente a sus narices, dos hombres armados se
paseaban distraídamente. Un salto al costado; dos zancadas y los
guerrilleros quedaron inmovilizados antes de alcanzar a levantar sus
armas. Así cayeron "El Grillo", Federico Ramón Frontini, del que se
supone que habría recibido instrucción en Cuba y "El Marqués", Oscar
del Hoyo, un ex albañil, tuerto y tuberculoso, que, por no poder
participar como combatiente fue admitido por los jefes del EGP para
el puesto de cocinero. Los gendarmes los dejaron a buen recaudo
en el camión de la patrulla y retomaron la senda con mayores
precauciones. A corta distancia del lugar donde habían detenido al
"Grillo" y al "Marqués" alcanzaron a divisar unas carpas plantadas
en un claro de la arboleda. Un barbudo se esforzaba por ocultar
entre la maleza unos cajones con alimentos. Los gendarmes acecharon
unos minutos y rodearon el campamento. Dos hombres irrumpieron junto
al guerrillero, lo inmovilizaron y lo desarmaron : era Raúl Dávila;
el resto de la patrulla quedó oculta. Arriba, en la cuesta del monte
se oyeron los golpes de hacha de otro guerrillero. Los gendarmes
obligaron a Dávila a llamar a su compañero como lo hacía
habitualmente; pero el guerrillero oculto debió sospechar que
ocurría algo anormal; descendió dando un rodeo. Venía armado hasta
los dientes: una ametralladora Thompson, una pistola Browning y una
granada tipo "piña". Miró a los gendarmes con los ojos desencajados
y tragó su rabia. Para él, la guerrilla había concluido. Era Lázaro
Henry Lerner. Había cambiado su carrera de medicina por la de
combatiente, pero no tuvo tiempo de usar las armas. Pocos días
antes Dávila y Lerner habían presenciado la ejecución de César
Bernardo Groswald, conocido por el apodo de "Nardo", quien cayó en
desgracia al herir la susceptibilidad del comandante segundo.
Groswald alardeaba tener mayor resistencia que su jefe durante las
marchas. A esto se sumaron los delitos de desobediencia y un intento
de fuga rápidamente frustrado. Se formó un tribunal de guerra
presidido por el capitán Hermes y al cabo de tres horas de
deliberación el fiscal pidió la pena de muerte, con el apoyo del
propio comandante segundo, a quien no convenció la argumentación de
la defensa. Al amanecer del 19 de febrero Groswald pasaba al otro
mundo con cuatro balas revolucionarias en el cuerpo.
Los
guerrilleros existen Lerner se abstuvo de declarar hasta no
consultar con un abogado; Dávila arguyó que estaba "cazando pavas de
monte"; Frontini que "había sido contratado como fotógrafo por un
grupo de estudiantes" y el "marqués" del Hoyo se confesó cazador.
Pero sus declaraciones no hicieron sino confirmar el cúmulo de
versiones, rumores, denuncias y huellas en el barro; las sospechas
habían tomado forma humana en los cuatro barbudos armados con
pistolas, ametralladoras y granadas. Una nueva patrulla, al mando
del jefe del escuadrón Orán, comandante Bogado, salió en exploración
hacia el paraje Toma Nueva, a un centenar de kilómetros al sur de
Oran. Allí acamparon. Al reanudar la marcha, al día siguiente, la
patrulla sorprendió a un jovencito rubio, de cuerpo menudo,
encaramado a un árbol. Vestía un uniforme flamante de guerrillero.
Era Nacho (19 años, español) ; hacía dos días que actuaba en el EGP
, y se había perdido en el monte. El temor a las alimañas le impulsó
a pasar la noche enhorquetado en las ramas de un árbol. El
allanamiento del campamento permitió descubrir que era la base
logística y a la vez lugar de concentración y adiestramiento de los
aspirantes recién incorporados. El jefe de este campamento —llamado
de "abajo"— era Dávila, quien se comunicaba con el comandante
segundo en el campamento de "arriba", situado a dos días de marcha.
Las patrullas que recorrieron los alrededores del refugio no dieron
resultado; solo se advirtieron algunas huellas al sur del río
Colorado, pero los papeles hallados en poder de los guerrilleros
detenidos descubrieron el hilo de otras conexiones en Jujuy y Orán.
Así fueron detenidos el estudiante Bollini Roca; la propietaria del
hotel "Residencial España", en Salta; Delfo Oscar Rey, un cordobés,
estudiante de ingeniería, y Santiago Garrido, en cuya casa, en la
ciudad de Jujuy, se requisaron uniformes, mantas, boletas de compras
de provisiones y material subversivo. Cuatro días después, en la
espesura del monte salteño, los guerrilleros escucharon por radio
las noticias de las primeras detenciones, y conocieron así el
destino de los compañeros ausentes. Con grandes dificultades
comenzaron el ascenso hasta las vertientes del río Piedras (que
traza el límite entre Salta y Jujuy) para lo cual se vieron
obligados a trepar por empinados desfiladeros. Agotados por el
cansancio y débiles por falta de alimentos, la marcha se volvió
pesada. A fines de marzo hicieron noche en un campamento levantado
en lo alto de un cerro, sobre el recodo del río. El amanecer contó
uno menos. César Carnevali, aspirante a guerrillero e integrante del
grupo, no volvió a abrir los ojos. Se quedó tendido en una hamaca,
inmóvil, sin despertar del esfuerzo que lo había tumbado. Los
pliegues de la loneta abrazaron su cuerpo exhausto. Su esqueleto,
volteado por el viento, fue encontrado al pie de la imprevista
tumba. Así, de fatiga, de hambre de desesperación murieron poco
después, Marco (25 años) y Diego (22 años). La tercera víctima fue
Antonio Paul (25 años) quien se despeñó por un barranco de 20
metros, mientras iba hacia el campamento de arriba a llevar víveres
al comandante segundo.
La primera y última batalla La
gendarmería extremó la búsqueda y la persecución. Federico Evaristo
Méndez, Alberto Moisés Korn y Jorge Wenceslao Paul fueron detenidos
cuando abandonaban el campamento en procura de víveres. No atinaron
a resistirse. Cuando los gendarmes les dieron el alto entregaron las
armas: una carabina M-2, una ametralladora Thompson, una pistola
ametralladora M-3 con silenciador, una pistola Browning y varias
granadas. Hubieran podido presentar batalla, pero solo pensaban en
comer. Hacía días que aplacaban la hambruna con brotes de arbustos y
raíces. Méndez entregó también mil doscientos dólares y 84 mil pesos
argentinos. En el monte el dinero era el símbolo de un poder absurdo
y de una impotente lucha contra enemigos que no habían figurado en
su estrategia guerrillera. El 18 de abril de 1964 una patrulla de
seis hombres, al mando del primer alférez (ahora segundo comandante)
Alberto Garay remontaba el río Piedras. Al llegar a un recodo, dos
hombres, sorprendidos en la playa, se internaran en la selva. Los
gendarmes se dividieron. Tres avanzaron por la playa y tres a través
del monte. Los gendarmes Juan Adolfo Romero y Alfonso Portillo
arrojaron las mochilas y ganaron la delantera. En un claro
descubrieron el campamento oculto. Romero alcanzó a ver a uno de los
fugitivos. Le dio el alto, pero el guerrillero giró sobre la marcha
y disparó la carabina automática sobre el cuerpo de sus
perseguidores. Portillo se arrojó a tierra; su compañero,
anticipándose a la intención del fugitivo, apretó el gatillo de su
pistola, pero el disparo no salió. Su cuerpo erguido ofreció en ese
segundo un blanco certero a la bala del guerrillero. Su mano aflojó
el arma y cayó fulminado. La persecución continuó unos 15
kilómetros, hasta llegar a un desmonte del obraje Martínez, sobre el
río Piedras. El sargento Abraham se acercó a los tinglados e
interrogó a los hacheros. La pista confluía allí. Los guerrilleros
habían pedido comida y prometieron retirarla al anochecer. Uno de
ellos, -el más bajo, se jactó de que "había matado a un gendarme y
de que mataría a muchos más si se acercaban". En previsión de que
los guerrilleros estuviesen acechando en los alrededores, el
sargento se vistió de campesino y partió al poblado vecino en busca
de refuerzos. La espera del anochecer impacientó a todos. El
capataz Pascual Bailón Vázquez temía que sus nervios lo delataran al
llegar los guerrilleros. Gendarmes y guerrilleros dependían de sus
gestos. Imprevistamente aparecieron en el tinglado los dos barbudos;
el más bajo empuñaba bajo el brazo una carabina ; su compañero
apretaba una Smith Wesson en su derecha y varias granadas de mano
tipo "piña" en la izquierda. —¿Está lista la comida? El
capataz asintió con la cabeza, temiendo que el temblequeo de la voz
lo traicionara. Hizo señas de que lo siguieran. Cuando caminaban
detrás del capataz, el gendarme Rosa les dio orden de arresto. Uno
de los barbudos disparó el revólver para alertar a su compañero, que
avanzaba unos metros más adelante y corrió a refugiarse entre los
árboles. Advertido, el otro guerrillero vengó la delación matando al
capataz por la espalda y comenzó a abrir fuego contra el sitio de
donde provino la voz del gendarme. Rosa no pudo replicar. La
ametralladora Halcón se había trabado, pero la noche cerrada lo
protegía. Destrabó el arma despaciosamente y aguardó al guerrillero
que avanzaba a tientas en su busca. Midió sus pasos; los segundos de
espera se aceleraban ante la proximidad del arma enemiga; al fin, el
gendarme soltó la primera ráfaga de plomo. Oyó un grito, un corto
gemido. Luego, el susurro del monte se tragó los ecos de la lucha.
Cuando sus compañeros de patrulla se acercaron a saltos y cuerpo a
tierra, una voz desgarrada por el pavor electrizó la noche. Era el
prófugo que gritaba jadeando en su carrera por el desmonte y
delataba la filiación de su compañero, a quien creía vivo: Hermes!
¡Hermes!" El grito se alejaba cada vez más hasta apagarse
entrecortado por la fatiga. La persecución fue breve. Cuando la
patrulla le dio el alto, el fugitivo se detuvo y respondió a
balazos. Plantado en su sitio de combate quiso sostener el fuego,
pero la primera andanada de plomo concluyó la absurda resistencia.
Con él, la guerrilla había terminado. La contraguerrilla se
convirtió luego en incesante e infructuosa búsqueda de varios meses
por los laberintos de la selva, donde se esperaba encontrar vivo o
muerto al desaparecido comandante segundo. Pero nunca fue
descubierto. El monte se lo había tragado. Y más probablemente
muerto que vivo. Había quedado desnutrido, enfermo y sin
comunicación con el mundo. El hambre, como una fiera, se le había
echado encima. Entre las hipótesis que se tejieron en torno de su
destino, la más optimista hacía pensar que, acorralado, y sin la
ayuda de sus compañeros, hubiera encontrado la muerte al despeñarse
de algún cerro mientras intentaba continuar la fuga hacia la
Quebrada de Humahuaca, desde donde podría pasar a Bolivia. El
proceso a los guerrilleros en la penitenciaría de Saltó distrajo la
atención y olvidó a Masetti en su infortunio. La última esperanza de
encontrarlo con vida se desvaneció hace dos meses. El rumor cundió
entre los grupos de militantes castristas de Buenos Aires y ganó el
ánimo de los propios guerrilleros presos. Masetti se había
convertido en mártir. Lo anunció, desde Cuba, el propio Che Guevara,
a quien el EGP reservaba el cargo de comandante primero. Según el
mensaje del Che, que fue recibido por familiares y amigos de Jorge
Ricardo Masetti, el comandante segundo debe darse por desaparecido.
Poco después de conocida esta carta y a modo de confirmación
pública, dos periodistas argentinos, Rodolfo J. Walsh y Rogelio
García Lupo, que conocieron a Masetti en Cuba, lo despidieren en
sendas notas necrológicas publicadas por el semanario "Marcha", de
Montevideo.
Réquiem guerrillero La selva salteña había
sido elegida por su semejanza con Sierra Maestra. Era un terreno
propicio para la lucha. La serranía cubana cabe, por otra parte,
cuatro veces en los montes de Salta. Los guerrilleros contaron con
suficiente coraje, armamento y dinero como para convertir la
apacible provincia en un pequeño Vietnam sudamericano. Además,
estaban respaldados subrepticiamente por Cuba: poseían armas de
fabricación soviética, que solo pudieron entrar en América Latina a
través del Caribe; siete mil dólares y 200 mil pesos argentinos cuya
procedencia se atribuye también a Cuba. En Cuba se adiestraron dos
de los guerrilleros y otro, el cubano Hermes. había actuado en las
guerrillas de Camilo Cienfuegos. Todo esto, sumado a la
participación de nueve miembros con antecedentes comunistas,
configura una ideología que no aparece definida en las declaraciones
de los guerrilleros, tal vez para ganar el apoyo de las fracciones
de extrema izquierda peronista y nacionalista. No es de extrañar
esta heterogeneidad ideológica cuando el propio Che Guevara admite,
al elogiar el heroísmo de Camilo Cienfuegos, que sus ideas políticas
no eran del todo claras; de todos modos, en sus lineamientos
generales el movimiento se inspiraba en los principios de Castro y
Mao Tse Tung. sin que ello implicara —no puede ser demostrado al
menos— un acuerdo o un desacuerdo con el Partido Comunista
argentino, y menos con el peronismo, que negó explícitamente su
relación con los guerrilleros. La confusión ideológica podría
servir también en la intención de los guerrilleros para captar la
adhesión de los pobladores, en los que prevalece una fuerte simpatía
por el peronismo. Pero, el disfraz no fue suficiente; los peones
salteños se mostraron reacios y desconfiaron de los barbudos que
querían redimirlos. (Para conseguir alimentos tuvieron que
amenazarlos con sus armas o pagar sumas exorbitantes", explica el
comandante Oscar Toyo, actual jefe del escuadrón Orán. El
desconocimiento de la psicología de los pobladores condenó la
tentativa al fracaso. "Sin la captación previa de estos —como lo
reconoce el director de la Gendarmería Nacional, general Julio
Alsogaray— las armas, los dólares y la organización resultan
estériles". Ese trabajo de infiltración y persuasión que disipara el
miedo de los lugareños a las barbas y al lenguaje caótico de los
cultos universitarios era poco menos que imprescindible. El mismo
Che Guevara en su tratado de Guerrillas conceptúa como condición
sine qua non la colaboración de los pobladores. El argumento
expuesto en las proclamas para lanzar a los campesinos a la
subversión armada acaso hubiera sido captado en toda su fuerza
revolucionaria por los gremios urbanos, pero no por los peones a
quienes estaba dirigido. Y no porque el hambre, la desnutrición, el
hacinamiento en los ranchos y el mal de Chagas no tuviese a gran
parte de los pobladores reducidos a una existencia miserable, sino
porque el campesino no se convierte de la noche a la mañana en
revolucionario. Quizás la proclama más efectiva — que no soñaron
los barbudos universitarios— hubiera debido prometer mejores
sueldos, mejor vivienda, mejores condiciones de salubridad; cosas
concretas, rea1 es, que llenaran las necesidades inmediatas de los
caberos y obrajeros. Pero esa revolución mansa, gris, de trabajo y
esfuerzo, no hubiera desvelado a los guerrilleros argentinos; no los
hubiera sacado de sus casas; no los hubiera obligado a canjear su
futuro de prósperos profesionales por la aventura de cambiar el
mundo a golpes de metralla. Por la fuerza y contra todos los
imposibles, como si quisieran redimirse con su temeridad del
porvenir burgués que despreciaban. Solo los guerrilleros muertos
cumplieron este absurdo sueño. Los que quedaron vivos volverán a
soñarse héroes. Y ellos u otros podrían comenzar algún día una nueva
guerrilla en Salta, la Patagonia o Buenos Aires. Y quizás no tan
descabellada como esta, sino victoriosa, como la de Sierra Maestra,
o como la del Vietcong, larga, fatigosa, pero invulnerable a las
armas represivas. La frustración de un sector de enorme
gravitación en el país como lo es el de los universitarios rebeldes,
hijos de padres conformistas, fue un brote tierno cortado a ras del
tallo; pero queda la savia, el descontento de una generación de
jóvenes —mucho más grande que el núcleo guerrillero— que ha dejado
de creer en el país y no encuentra en él el camino para orientar sus
ilusiones y entusiasmos. El problema de los guerrilleros no acaba
con la contraguerrilla militar; según los especialistas
norteamericanos, que conocen en tierra ajena y carne propia los
peligros de esta "guerra irregular", la contraguerrilla debe
realizarse simultáneamente y continuar luego en el plano político y
social, pero esta acción de saneamiento y prevención no se ha
cumplido en nuestro país. Para muchos la guerrilla quedó definida y
archivada con el marbete de "terrorismo"; para otros no pasó de un
bleff para algunos fue motivo de especulación psicoanalítica, pero
todas estas explicaciones solo sirven para distraer la atención y
tapar el verdadero problema. En Salta y Jujuy —lugar propicio para
un nuevo foco— no ha cambiado nada desde la detención de los
guerrilleros. Un hecho demostró que estos —a pesar del error
ideológico— estaban geográficamente bien orientados: en ambas
provincias los núcleos peronistas ganaron las elecciones. El apoyo
de la CGT local hubiera bastado para cambiar el resultado de la
guerrilla. La frustración de muchos jóvenes, aquí, en Buenos Aires,
y la pobreza de las clases bajas en el interior del país, es también
una forma larvada de guerrilla, pronta a estallar en cualquier
momento. Pero esta guerrilla invisible no la puede combatir la
gendarmería; la base logística y el centro de operaciones para
desterrarla definitivamente de la Argentina está en la Casa Rosada.
Carlos Velazco Revista Panorama agosto 1965
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Durante 200 días un
grupo de barbudos universitarios intentó convertir la
selva salteña en una Sierra Maestra argentina. El sueño
revolucionario concluyó en la cárcel, donde ahora los
guerrilleros esperan la sentencia que pondrá fin a la
primera guerrilla subversiva del país
Arriba: Una patrulla de gendarmería lanzada en
persecución de los guerrilleros que habían ganado el
monte, se detiene para atender a un oficial lesionado al
desbarrancarse durante la agotadora marcha. Abajo,
izquierda: Un peón informa al gendarme sobre las huellas
de los guerrilleros. Derecha: Los guerrilleros Marcos y
Diego murieron de hambre. Dos cruces señalan sus tumbas
en medio de la selva.
Arriba: Las tropas de gendarmería debieron refugiarle de
la lluvia en precarios campamentos y comer, durante la
enervante espera, guises cocinados en latas y tortas
amasadas y fritas en lugar de pan. Abajo: El segundo
comandante Honorato dirigió la patrulla que dio la
última batida contra los guerrilleros. El terreno,
quebrado y fangoso, era de difícil acceso y de cualquier
lugar podía llegar la muerte.
Arriba, de izquierda a derecha: Lerner, Jouvet, Aivarez
y Frontini, cuatro de los miembros presos del E.G.P. que
esperan la sentencia en la Penitenciaría Modelo de
Salta, cambian impresiones y recuerdos. Abajo: El
director de Gendarmería, general Alsogaray cree que si
la población hubiese apoyado a los guerrilleros, Salta
se habría convertido rápidamente en un foco de lucha
ardua y muy difícil de extirpar.
Arriba, de izquierda a derecha: Los guerrilleros
Bellomo, Bollini Roca, Stachiott y Paul ya sin el verde
oliva ds campaña, se jactan de sentirse libres en la
cárcel y sonríen ante el interrogante de lo condena.
Abajo, izquierda: El cuerpo ametrallado del capitán
Hermes. Derecha: El improvisado ataúd que recogió el
cadáver del guerrillero Jorga, muerto al enfrentarse con
la patrulla. Patético final de una aventura.
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