OSCAR ALENDE
HACIA UN SOCIALISMO CRIOLLO
Ante su segunda experiencia como candidato presidencial, el titular de la Alianza Popular -un nucleamiento de centro-izquierda- propone socialismo "original", define el rol de las Fuerzas Armadas y califica como "continuistas" "o reformistas" a sus adversarios

Oscar Alende

"En 1963, sin recursos, sin tiempo y con el partido recuperado un día antes de las elecciones, hicimos un excelente papel", recuerda, mientras evalúa sus actuales posibilidades. Es la segunda vez que Oscar Alende (63 años, médico) se postula a la presidencia de la Nación. Pero nunca como ahora había encarnado una opción tan definida. En un catálogo que ofrece candidatos propios al radicalismo y al peronismo y que propone tres nombres al centro y centro-derecha (Julio Chamizo, Ezequiel Martínez y Francisco Manrique), sólo la Alianza Popular aparece como una alternativa definidamente centroizquierdista. Para ello fue preciso que tres fuerzas —el Partido Intransigente de Alende, el Revolucionario Cristiano de Horacio Sueldo y Udelpa de Héctor Sandler— consideraran insuficientes, poco definidas y poco radicalizadas a las consignas con que él justicialismo núcleo a un buen número de partidos. Si bien el trípode es inamovible, el Partido Comunista —aún sin integrarse orgánicamente— ha decidido canalizar hacia allí sus votos y los aliancistas confían también en atraer a los sectores más "progresistas" de otras fuerzas.
Antes de lanzarse a esta empresa, Alende debió sortear dos intervenciones quirúrgicas producto de una afección biliar. Por ello —y por su febril actividad política— ha abierto un paréntesis en su profesión: es profesor en la Escuela Quirúrgica para Graduados que funciona en el hospital Rawson, donde ejerció siempre. Además, atiende en su propio consultorio ("he tenido siempre más pacientes de los que pude atender y soy uno de los cirujanos de la zona que más opera") y en la clínica de su propiedad ("además de mi casa y mi auto es el único bien que tengo; otros, gracias a la política, han llegado a poseer campos, casas y quién sabe cuántas cosas").
Padre de dos hijos —Jorge Oscar, de 34 años, y Carlos Eduardo, de 30— y abuelo de seis nietos, Alende es el segundo de tres hermanos (las otras dos son mujeres). Su madre —María Ibargurengoytía, de 88 años— vive aún. "Mis antepasados fueron vascos y gallegos; todos gente de trabajo, llegaron al país en época de Rosas; mi padre fue inspector de escuelas en Mar del Plata y murió muy joven. Yo mismo tuve que comenzar a trabajar a los 17 años para costearme los estudios." Según él, "somos hoy una familia muy unida y feliz". Sólo su esposa —Elena Felicia Vicario— "protesta un poco" por las exigencias de la política, "pero es muy compañera y comprende".
Antiguo vecino de Banfield, Oscar Alende —que gobernó la provincia de Buenos Aires entre 1958 y 1962— recibió a Siete Días en su casa durante una calurosa siesta de la semana pasada. Su familia acababa de iniciar sus vacaciones y él mismo se aprestaba a partir esa noche en una gira proselitista que lo llevaría a Bahía Blanca y Mar del Plata. En un amplio y fresco comedor, a través de cuyas ventanas se observaba un patio arbolado, se desarrolló el siguiente diálogo:
—Hacia abril de 1972 usted dijo que la ciudadanía se mostraba escéptica y prescindente respecto del proceso institucional. ¿Cómo se concilia su actual candidatura con la idea que usted manifestaba hace ocho meses?
—Todo es muy lógico y coherente. Si yo triunfo diré: no ha habido una elección sino una revolución. Por otra parte, desde hace dos años vengo sosteniendo que el proceso político electoral que vive el país responde a una iniciativa continental destinada a imposibilitar la llegada a la Argentina de las oleadas revolucionarias que vienen conmoviendo a la América latina. El objetivo es mantener el juego de los grandes intereses extranacionales, asociar a ellos un elenco político (lo que se llamó La Hora del Pueblo) y lograr también el auspicio de los generales de las fronteras ideológicas. Todo esto ha sido exacto y el escepticismo del que yo hablaba se correspondía con este enfoque del problema. ¿Pero qué ha ocurrido? La opinión pública ha ido enterrando estos designios tejidos desde el poder. Primero quedó en el camino el propósito de elegir el presidente indirectamente en el Congreso; posteriormente naufragó la candidatura de Lanusse, a la que yo ya había denunciado en la primera edición de mi libro Los que mueven las palancas; por fin existe ahora, representada por Ezequiel Martínez, la tercera y última tentativa del gobierno por prevalecer. Con Manrique en franca degradación de sus posibilidades, la idea del gobierno es colocar a Martínez como 1a tercera fuerza en la segunda vuelta y llevarlo a obtener la vicepresidencia. Es la maniobra que nosotros pretendemos desbaratar.
—¿Qué le hace pensar que lo lograrán?
—Mire, basta con observar el espectro electoral. Hay tres fórmulas decididamente conformistas, destinadas a mantener el statu quo: Nueva Fuerza, Manrique y Martínez. Hay tres fórmulas reformistas que proponen la ilusión del cambio pero sin mentalidad revolucionaria: Cámpora, Balbín y Ghioldi. Y, por fin, otras tres fórmulas que son revolucionarias. Dos de ellas tienen la pretensión de que el proceso se ubique dentro de los límites de sus propios partidos: son Abelardo Ramos y Juan Carlos Coral. Nosotros, en cambio, entendemos que hay que aunar esfuerzos para ejecutar un proceso de liberación serio y responsable que integre a la Argentina junto a los demás países latinoamericanos para luchar contra la concentración de capitales, o sea, la expresión típica de la última etapa del imperialismo.
Usted acaba de decir que, en caso de ganar, se habrá producido una revolución y no una elección. Visto así, y tratándose de un proceso electoral, pareciera ser que esa revolución depende entonces del electorado.
—Naturalmente. Debería ser así. Pero observe que la dependencia gravita sobre todos los sectores de la vida nacional; el poder del dinero es enorme y los partidos que lo cuentan en cantidad —sin que nadie los controle, a pesar de lo que dice el Estatuto— pueden tejer vallados de información y publicidad para que nuestra postura no trascienda al electorado. Esclarecer a quienes eligen es algo fundamental y difícil, más para nosotros que no con-
tamos con esos cuantiosos recursos. Pero, de todos modos, nuestra acción no morirá en marzo de este año: la revolución nacional seguirá irrevocablemente en los próximos cuatro años, estemos o no en el gobierno.

EL PAPEL DE LAS FF.AA.
—Si, como usted dice, hay una conjura destinada a detener la oleada revolucionaria, ¿cómo explicaría que quienes forman parte de esa conjura permitan jue haya elecciones, sobre todo cuando usted identifica en cierto modo elección y revolución?
—En primer lugar entiendo que las Fuerzas Armadas perdieron su gran momento para ser protagonistas de un proceso nuevo. Llegaron a su agotamiento junto con la política de Krieger Vasena de adecuar el país a los intereses de las internacionales del dinero. Entonces no hubo más remedio que rodear de una democracia formal al proceso continuista. La dependencia se caracteriza por la existencia, precisamente, de una democracia sólo formal. En los últimos 72 años, únicamente a través de dos robustas expresiones populares, como el yrigoyenismo y el peronismo, las mayorías han podido estar presentes. La democracia formalista que hoy se nos pretende imponer constituye la última salida del gobierno; de ahí todas las prevenciones: el Estatuto, el régimen de transición, las Fuerzas Armadas que no van a ser neutrales y, en fin, todo lo que se viene diciendo. Nosotros lo único que les pedimos a las Fuerzas Armadas es que tengan una política permanente —que no puede ser sino la defensa de la soberanía— y no que se atengan a las políticas circunstanciales que les imponen los mandos que periódicamente las dirigen. Desde Uriburu hasta hoy han apuntalado las políticas más diversas y contradictorias; nosotros les pedimos que tengan una sola política y que sea propia. Les pedimos que defiendan el trabajo, el ahorro, la producción y la cultura nacionales.
—Usted diferencia política permanente de política circunstancial: ¿no cree que a veces ambas pueden chocarse? ¿Qué sucede entonces?
—¡Ah, pero la Constitución es muy sabia! Ella establece que el presidente de la Nación es el comandante en jefe de las fuerzas de aire, mar y tierra. Por consiguiente, ha fijado con nitidez que quien dirige la política de las Fuerzas Armadas es el presidente, es decir, el pueblo.
—¿Piensa que no habrá choques entre la política —sea estructural, sea circunstancial— de las Fuerzas Armadas y el programa que usted podría llevar adelante si fuera presidente?
—No, yo creo que no, porque la tradición de nuestro Ejército —desde el momento en que es sanmartiniana— tiene que resultar liberadora y emancipadora. No me resigno a otra cosa.
—Es evidente que sus ideas políticas han sufrido un acentuado proceso de radicalización. ¿A qué se debe? ¿Es que hay una acomodación destinada a cubrir un vacío en el espectro electoral?
—Yo soy muy coherente: he sido fiel durante toda mi vida al ideario yrigoyenista. Y ya en 1905, con motivo de la revolución fracasada, Yrigoyen señaló que el enemigo del país era el capital extranjero. Sólo está atento, dijo, a las riquezas de la Nación y a los réditos que puede obtener, por sus inversiones, dejando de lado la soberanía de los distintos países. Es una definición muy clara. Lo que pasa es que nuestro partido se conservadorizó. En un tiempo les llamábamos vacunos a los conservadores. Después el propio partido radical se volvió vacuno. Esto explica las disidencias aparecidas en su seno. Pero yo me mantuve siempre coherente y lo demostré durante mi acción de gobierno en la provincia de Buenos Aires, al punto que recibí durante varias semanas los ataques despiadados de los sectores reaccionarios.

LOS BEMOLES DEL SOCIALISMO
—¿El modelo de desarrollo que propone la Alianza Popular se podría calificar como socialista?
—Un socialismo nacional, creativo, original, criollo, que no implique una mecanización de las personas. Es decir, que esté de acuerdo con las necesidades y las características de nuestro país, que son muy singulares; por eso no se puede importar el modelo. Pero es evidente que hay que consolidar áreas de socialización, algunas de las cuales ya están, como las empresas del Estado. La banca nacional, por ejemplo, aunque sea del Estado tiene que nacionalizarse en su mentalidad; hoy actúa prestando plata al que tiene mucho dinero y sin importarle si, además, es extranjero. No es sólo un problema de programas, sino también de mentalidad, de cursos de acción, de cultura.
—Ahora bien, no hay un modelo socialista único y rígido. No es igual el socialismo soviético que el chino, que el cubano, que el norvietnamita, que el yugoslavo o que el tránsito que se pretende cumplir en Chile. Pero, al margen de características nacionales y de desviaciones, hay una ortodoxia socialista. ¿Ustedes la van a respetar?
—Socialismo para nosotros significa esto: pertenencia al Estado de un sector de la economía. Además, creemos en la participación de los productores. Hablamos de nacionalizar el comercio exterior. Pero esto debe hacerse con la participación de los productores a través, por ejemplo, de las cooperativas. Además hay otras cosas: yo no me atrevería a decir en estos momentos de qué modo deberían participar los obreros en la empresa —si sería autogestión, cogestión o qué—, pero hay una corriente en el mundo tendiente a acentuar esa participación, y la Argentina no puede quedar al margen. No sé de qué modo, pero los obreros tendrán que hacerse partícipes...
—Sin embargo, para la ortodoxia del socialismo no suelen existir esas dudas. Según los teóricos de la misma, el socialismo implica una lucha de clases en la cual el papel de los obreros es protagónico...
—Yo creo que nuestra época se caracteriza por la crisis de las ideologías. Y lo que hay que marcar es la tendencia social en su conjunto, que marcha hacia la socialización. Los problemas teóricos van cediendo al pragmatismo. Lo que ocurre es que, en nuestro país, los partidarios de la socialización han sido siempre los liberales y los conservadores pero, claro, con la picardía de pretender que el Estado se hiciera cargo de las empresas deficitarias. Por ejemplo, los ferrocarriles. Tenían que ser privados, pero mientras dieran ganancias; cuando dejaron de dar ganancias se los pasaron al Estado y encima lo criticaron porque la empresa daba pérdidas. Lo mismo con el correo o el teléfono. Pero eso sí, para ellos el uranio, el petróleo, la petroquímica y todo lo que sea retributivo debe estar en manos privadas. Nosotros no negamos la actividad privada, pero en la Argentina hasta hoy ésta tiene que rendirse de rodillas ante las filiales de los monopolios, y así será mientras tanto no exista una amplia línea de créditos que le permita competir.
—¿Otorgar esa línea de créditos forma parte del socialismo nacional que ustedes propugnan?
—Hay un amplio margen de acción en la Argentina para lo que podríamos llamar socialismo nacional. ¿Pero qué actitud se requiere ante todo? Si se agita en este momento la lucha de clases se estará sirviendo a la penetración que el país padece. Somos un país ocupado y debe haber una alianza de clases para liberarnos.
—¿No piensa que hay sectores que pueden verse beneficiados por la ocupación que usted menciona y a los cuales los intentos de socialización podrían perjudicarlos?
—¡Naturalmente! Sabemos que tenemos una montaña de intereses en contra y que tienen un enorme valor cualitativo, aunque cuantitativamente sean pocos.
—Perdone mi insistencia: ¿la línea que divide a esos sectores de los más damnificados por la dependencia económica no implica un enfrentamiento de clases?
—Que se entienda bien: yo no niego que haya en el país desigualdad social e injusticias y que sea necesario paliar estas injusticias. Pero ello sólo se logrará por el camino de la socialización y la lucha contra la dependencia. Esta es la etapa de hoy, de 1973. Nosotros no estamos indiscriminadamente en contra del capital extranjero; ello sería absurdo en momentos en que los señores Nixon y Mao, o Nixon y Brezhnev se han dado la mano; pero creemos que el capital extranjero debe venir a servir a los intereses nacionales. Al margen de ello, lo fundamental es que debemos terminar con las desigualdades sociales en nuestro país, salir de la dependencia, adquirir soberanía.

COINCIDENCIAS Y DIFERENCIAS
—Ustedes hablan de socialismo nacional. Casualmente, es la misma fórmula que suele mencionar el peronismo, movimiento con el que la Alianza Popular discrepa...
—Una cosa es el justicialismo y otra el programa elegido por la dirección justicialista. El justicialismo, su juventud, sus sectores combativos, el hombre común, así como
muchos sectores del radicalismo, de la democracia cristiana, de la democracia progresista, socialistas de todas las tendencias y comunistas, son nuestros aliados naturales en todo este proceso. Pero ocurre que la penetración reformista se ingenia para que el sentido revolucionario de las bases no se traduzca ni en las direcciones ni en los programas. Allí, en las cúspides, colocan lo moderado y lo reformista cuando debiera estar lo revolucionario.
—¿Cuando usted dice las cúspides se refiere también a Perón?
—Yo creo que Perón constituye en sí mismo una especie de símbolo revolucionario, pero durante su gobierno no llegó a concretar esa revolución. Y el tiempo no pasa en vano: ahora Perón vino y se encontró con un país real, distinto del que había abandonado hace diecisiete años. Además, este país real, que quiere la revolución, se encontró con un Perón de carne y hueso, que en lugar de venir como instrumento de la liberación nacional —como nosotros mismos lo habíamos reclamado—, se colocó en prenda de paz. Y la paz, en los países pujantes, viene después de la lucha. Sólo después del triunfo en la lucha llega el descanso del guerrero.
—¿Para usted la lucha son las elecciones?
—No, las elecciones son un medio más. Una especie de gimnasia. La lucha es bregar siempre por la revolución nacional.
—Eso es una formulación. ¿Cuál es la forma concreta?
—Después de las elecciones seguiremos bregando por la unión de partidos y la suma de esfuerzos por parte de los mejores elementos de esos partidos.
—Hay sectores de izquierda que lo ubican a usted como un simple reformista. ..
—Mi posición es hoy día absolutamente revolucionaria. Y no de ahora, sino de hace años.
—También suele definírselo como a un desarrollista cuya única diferencia con Frigerio es la oposición a los capitales extranjeros.
—Eso es algo que Rockefeller les ha soplado al oído para que lo echen a rodar. Yo desde el gobierno, lo que no es fácil, señalé mis puntos discrepantes con el llamado desarrollismo. Desde el primer momento, y desde que defendí la idea de la reforma agraria, me convertí en un opositor a la política propugnada por el señor Frigerio.
—Salvador Allende intenta desarrollar en Chile un modelo de transición al socialismo. Sus dos grandes opositores son el Partido Nacional y la democracia cristiana. Usted integra la fórmula con el doctor Horacio Sueldo, que es democristiano, y se proponen llegar al socialismo. Además hay una conexión entre la democracia argentina y la chilena. ¿Podría aclarar a qué obedece esa defensa del socialismo en la Argentina y la oposición a él en Chile?
—Esa es también una de las sibilinas consignas que lanza el clan Rockefeller. La situación de Sueldo es muy clara. Lo de Allende en Chile constituye un loable esfuerzo y yo estoy totalmente a su lado. Su enemigo es el Partido Nacional. Si Frei hubiera tenido la enjundia necesaria para ejecutar la revolución, Allende no habría tenido lugar en el panorama chileno. Con respecto a Sueldo, él está vinculado a los sectores de izquierda de la democracia cristiana chilena, a aquellos sectores que encabeza Tomic. Ante todo, para mi compañero de fórmula o importante es el país: su partido aquí se llama Revolucionario Cristiano, no Reformista Cristiano.
—Algunas versiones circulantes en los últimos días expresaban que, en sectores oficiales, no se vería con malos ojos un alza de la popularidad de la Alianza Popular si ello sirviera para hacer mermar el electorado del Frente Justicialista de Liberación. ¿Qué opina?
—Quienes voten por nosotros no votarían de ninguna manera por Cámpora. Y si nosotros no existiéramos, buscarían otras corrientes. ¿Está claro?
—A dos meses de las elecciones, el peronismo y el radicalismo aparecen como las dos fuerzas con mayores posibilidades de triunfo. Algunas encuestas recientes hacen aparecer a la Alianza Republicana de Ezequiel Martínez como la tercera opción. ¿Ustedes cómo se autoestima n en ese abanico?
—Nosotros somos ya una de las tres fuerzas con mayor volumen electoral. Qué es lo que va a suceder en los próximos dos meses es algo que —de acuerdo con la levantada que experimentamos día a día— no puedo vaticinar.
—Usted habló hace poco de las "tímidas medidas nacionalistas" del gobierno de Levingston. Sin embargo, en un momento esas medidas le parecieron correctas: en enero de 1971 usted inició la defensa del gobierno de Levingston frente a lo que calificó "la conjura de los monopolios."
—Las medidas fueron correctas: nacionalización de la banca, embate contra Deltec y otros monopolios... Pero fueron tímidas.
—A usted no le parecieron tan insuficientes, puerto que en aquel momento se jugó por la defensa de ese gobierno.
—No es cierto. Lo que hice fue tratar de mostrarle a Levingston que era necesario profundizar la revolución. El me dijo que la estaba haciendo y yo le dije que no, que todavía no, pero que si se animaba el pueblo lo iba a seguir. En realidad mis palabras fueron de tono opositor y no sé por qué se les dio ese uso y esa difusión.
—Por último, usted dijo una vez que la revolución se hará por el camino de la urna o por el de la sublevación. ¿Son indistintos?
—Bueno, esperemos primero la elección. Yo creo que las cosas están dadas como para que la revolución por el camino electoral sea inevitable, si bien creo que no hay que depositar demasiadas esperanzas en estas elecciones de marzo. Es un proceso que viene enturbiado, viene mal, no es para hacerse demasiadas ilusiones, pero hay que dar la lucha.
Sergio Sinay
Foto de Bernardo Acuña

 

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