NOTA DE TAPA
Oscar Alende: ¿Un juego secreto?
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Oscar Alende

Un pequeño automóvil recorría, de noche, las calles de Buenos Aires. El conductor, sin duda, adoptaba la única precaución de evitar el tránsito por los lugares más iluminados. Al lado suyo, un único pasajero que le dice: "General, usted no debe dejar de hablar sobre todo este asunto con los peronistas". "Con peronistas, es posible, pero yo a Perón no le creo ni con escribano", responde el interlocutor.
Esa conversación había tenido como protagonistas al general Juan Carlos Onganía y a Oscar Eduardo Alende Ibargurengoitía; el contacto entre ambos había sido establecido por un amigo común, José Rafael Cáceres Monié. La anécdota transcurrió en marzo de 1963, cuando el gobierno y los militares estaban buscando activamente una forma de encontrar salida política a la situación. Pocos días después, el justicialismo nombraba un triunvirato negociador integrado por Alberto Iturbe, Augusto Vandor y Raúl Matera, que dialogaba con el presidente José María Guido y el secretario de Aeronáutica, Eduardo McLoughlin.
Todas las lucubraciones de entonces sobre la forma de transitar el camino hacia el retorno constitucional en el menor lapso posible se basaban en dos o tres premisas más o menos sencillas. La primera es que no había tiempo de modificar la realidad y que debía irse a comicios con la misma Constitución, las mismas leyes, los mismos partidos y los mismos políticos preexistentes —es decir, sin inventar nada nuevo— en la forma más expeditiva posible. La segunda es que el juego político debía estar limitado, más por los hechos que por las normas, a encarrilarse en forma tal que resultara una situación controlable para los titulares reales del poder.
Alende Ibargurengoitía se jacta de ser uno de los pocos políticos argentinos —quizá dos solamente, con Raúl Matera— que se destacan como profesionales. Actualmente está a cargo del sector Gastroenterología en la Escuela Quirúrgica para graduados del Hospital Rawson, fundado por Ricardo Finochietto. Nacido el 6 de julio de 1909 en el pueblo de Maipú, tendrá 65 años en 1974: una edad aceptable, sin duda, para el caso en que resultara nuevamente candidato a presidente de la Nación
Muchos especulan, por cierto, con el juego que está desplegando Alende, reciente firmante de un manifiesto de los Centros Federales en favor de la repatriación de los restos de Rosas: "No soy rosista, de ningún modo; tampoco antirrosista. Pero no veo por qué no pueden traerse los restos", dice con inocencia. "Ahora que todos somos peronistas...", expresó hace poco con ironía un liberal, por televisión. "Usted será peronista, yo no", saltó Alende. Trata, por cierto, de no mostrar una sumisión exagerada al justicialismo, gran dador de votos; piensa, posiblemente, que los alineamientos futuros de fuerzas son imprevisibles.
Busca, al mismo tiempo, perfilar cada vez más su nacionalismo económico, saltando algo retóricamente contra los monopolios (oligopolios, en la realidad), pero sin mayores precisiones. Reivindica parte de su pasado frondizista; le resulta difícil diferenciarse netamente.
También del peronismo, al que reprocha su inorganicidad. "Ustedes no tienen 400 muchachos en la provincia de Buenos Aires", le espetó hace poco a un retirado justicialista, el coronel Osinde. Este mostró su extrañeza ante la aparente boutade. "Sí, ni en el Gran Buenos Aires el peronismo tiene 400 muchachos para moverlos", explica Alende. Tiene, por cierto, argumenta, muchos votos —seguramente retiene la mayoría— y tiene mucha gente que reacciona en nombre del peronismo, que vitorea a Perón como manera de irritar al establishment. Pero cuando hay que ir a la calle, los que aparecen son los colados: trotskistas disfrazados de peronistas; chinoístas disfrazados de peronistas, fascistas disfrazados de peronistas, y cristianos revolucionarios disfrazados de peronistas. Basta oír los gritos de un 17 de octubre: una pelea verbal entre infiltrados donde los peronistas verdaderos carecen de iniciativa, precisa.
"El juego de Alende consiste en hablar con esos peronistas verdaderos, con "la gente". También con su aparato político, que sobrevive penosamente en la provincia de Buenos Aires y desapareció del resto del país. Tiene un amigo suyo en el ministerio de Economía, Aldo Ferrer, pero éste difícilmente se convierta en instrumento de juego político alendista. Tiene, en cambio, y eso es computable, simpatías en algunos sectores tanto del oficialismo como de las Fuerzas Armadas.
Dentro de todo, no fue casual que Alejandro Lanusse le enviara una famosa misiva durante la campaña electoral de 1963. Los azules se emparentaban con los partidos frentistas, pero en general no gustaban de Perón, de Frigerio, ni de Frondizi. Los azules eran desarrollistas, pero sin el MID. Alende, Ferrer, son una tentación. Existe, además, una nueva perspectiva que favorece al equipo alendista y al ex gobernador de Buenos Aires.
Si un proceso se puso en marcha en algunos medios vinculados a las Fuerzas Armadas en el último tiempo, ese proceso es la revalorización de los políticos argentinos. Por cierto, la clase política argentina es de una honestidad excepcional, seguramente única en el mundo. Basta pasar una rápida revista a los escándalos del parlamento italiano, con drogas, mujeres, fiestas negras y esporádicos crímenes; a los escándalos franceses; a la corrupción de los aparatos norteamericanos; al caciquismo mexicano; al puestismo uruguayo; a las aventuras picantes de los serios legisladores —y ministros— británicos. Basta pensar en los dirigentes argentinos —Oscar Alende, Ricardo Balbín, Américo Ghioldi— que viven modestamente, en casitas barriales o suburbanas. Los políticos argentinos mueren pobres —como Alvear o Yrigoyen—, aun cuando pueden provenir de las clases altas.
Mientras los tecnócratas metidos a políticos o los políticos de la antipolítica, voceros de cenáculos minoritarios, se enriquecieron adulando a los poderosos y consiguiendo embajadas como canonjías —embajadas, ministerios, para los que eran presentables porque no estaban comprometidos—, los políticos lucharon por mejorar la comunidad nacional. Esa clase política calumniada con irresponsabilidad desde el gobierno constituyó, además, el sistema de fusibles que permitió sobrevivir al sistema, aun con sobresaltos.
Cordobazos, rosariazos, catamarcazos hubieran sido episodios no imaginables con gobernadores representativos y de experiencia política; cipollettazos no hubieran ocurrido con intendentes electivos. La reivindicación del papel de los políticos se abrió paso naturalmente, cotejando experiencias y permitiendo que surjan comparaciones inevitables.
Esa fue la primera etapa del razonamiento: comprender que el desprestigio sistemático de los políticos solamente servía al nihilismo. El disgusto que provocó en muchos sectores la inútil agresión presidencial a radicales y peronistas, en el discurso de Neuquén, ejemplificó el cambio de mentalidad. Levingston planteó, como Onganía, el problema de la irrepresentatividad, una cuestión real. Pero la crisis de la representatividad no se detiene en determinados sectores, y sindicatos donde votan quinientos afiliados sobre ciento cincuenta mil muestran otro aspecto del problema; también, por cierto, es visible que el oficialismo no suscita mayor entusiasmo que la oposición, sino que, más bien, ocurre todo lo contrario.
El movimiento de retorno a los políticos se hizo, entonces, más y más perceptible. La fantasía de alentar a la generación intermedia mostró también sus limitaciones: el poder real de Guillermo Acuña Anzorena, de Arturo Mor Roig, de Rafael Martínez Raymonda es, sin duda, modesto. Y una elemental tendencia al realismo mostró que en el país existían aún figuras de reserva que no podían ser desdeñadas. Surgió, al menos como posibilidad teórica, la perspectiva de analizar el valor de esas figuras de reserva. No fue casual, seguramente, que una de ellas —Pedro Eugenio Aramburu— fuera muerta justamente cuando comenzaba el replanteo del problema político, a fines de mayo.
Pero el problema no es abstracto y, casi deductivamente, casi por exclusión, surgió la posibilidad de Alende como candidato del oficialismo o, al menos, de las fuerzas que impulsaron el movimiento de 1966. Balbín, Frondizi, quedaron para muchos como reservas descartables; se necesitaba entonces encontrar un desarrollista sin concomitancia frigerista, de pasado financiero honesto y con una experiencia gubernativa acreditada.
Nadie ignora, ya, que Oscar Alende fue pensado como candidato al ministerio del Interior antes que se nombrara a Arturo Cordón Aguirre. Alende, sin duda, piensa de sí mismo que si el candidato de la revolución será un civil y si será, al mismo tiempo, una figura experimentada, el juego le puede ser totalmente favorable. ¿Quién, si no él?, piensan sus amigos, en el mismo sentido. Alende, en un juego político tradicional, podría tomar fuerza de ser el punto de menor resistencia.
Algunos de sus correligionarios advierten esa oportunidad, pero piensan que Alende comete frecuentes errores, capaces de arruinarlo. También piensan que, en el mismo esquema, hay otros nombres: uno, con votos, ganador en su provincia, es el viejo enemigo de Alende: Carlos Slyvestre Begnis, competidor directo en el mismo, casi idéntico, juego de posibilidades. En su casa, estos días, vivió Arturo Frondizi: frente a él, Sylvestre aparece con independencia pero sin llevar la situación al punto de ruptura. En realidad, uno de los inconvenientes de Alende es que, a veces, llegó demasiado lejos. Al mismo tiempo, tener un ministro en el gobierno —y tener justamente el ministro que importa— es interesante: una candidatura de Alende puede garantizar la continuidad en los planes económicos. Todo eso es interesante siempre que el ministro que importa no piense que tiene imagen propia y está en condiciones de aspirar para él mismo a ser algo más que ministro.
Hay un esquema que descompone el campo desarrollista en tres áreas principales: la usina, seguramente la más cercana a Frondizi, manejada por Rogelio Frigerio y su staff; los caudillos fuertes del interior, políticos con arraigo y muchas veces ganadores en sus distritos (Carlos Sylvestre Begnis, Raúl Uranga, Ismael Amit; el triángulo, grupo encabezado por José Rafael Cáceres Monié, Guillermo Acuña Anzorena e Ideler Tonelli. De los tres grupos, el político es, sin duda, el menos naturalmente partidario del proceso revolucionario; la usina se declara revolucionaria, pero prescinde del actual equipo. El triángulo, en cambio, está ensamblado en el nudo mismo del proceso y mantiene una virtual alianza con el ministro de Economía, Aldo Ferrer. Desde Ferrer, naturalmente, sin conciencia de los protagonistas, surge la conexión con Oscar Alende.
Alende se considera jefe del Movimiento Nacional, un nucleamiento que por ahora existe como imagen antes que como realidad; Frondizi, también —para no citar sino a las expresiones desarrollistas—. El triángulo puede empalmar con Alende, en última instancia, pero considera absurdo romper con Frondizi. Los políticos, en la instancia de un juego electoral, tendrán sin duda un papel significativo, porque son los dueños de los votos. Unos y otros se disputarán a ese sector, pero puede conjeturarse que, quizá a regañadientes, Sylvestre-Uranga se mantendrán junto a Frondizi y esa adhesión bloqueará toda posibilidad de emigración por parte del triángulo, que no puede aceptar la perspectiva de un aislamiento.
Además, si para el grupo Cáceres, Aldo Ferrer representa una variante potable, para Sylvestre es inadmisible. Eso puede llevar, con el tiempo, a un replanteamiento de la relación del mismo triángulo con el gobierno. Pero desde ya hace muy difíciles las posibilidades de Alende en el campo del desarrollismo: al ex gobernador no le queda, entonces, sino la posibilidad de intentar, como en 1963, un entendimiento con los sectores marginales de la llamada línea nacional: con Raúl Matera, con Horacio Sueldo y con Marcelo Sánchez Sorondo. Con los tres, sin duda, ha hablado copiosamente.
Osvaldo Horacio Domingorena piensa, en cambio, que Alende perderá su razón de ser fuera de su origen histórico y trata de posibilitar al menos un diálogo con Frondizi. Reunió a ambos en una cena, luego de la Revolución. La conversación fue cordial, pero de allí no surgió ninguna alianza.
Hay algunas constantes históricas curiosas. Cuando Frondizi estaba preso en la isla Martin García, Alende conversó con él sobre su candidatura presidencial. Manifestó que renunciaría a ella si las circunstancias lo aconsejaban; pero que, entretanto, debía solicitar a Sylvestre Begnis y Uranga que no la obstaculizaran. Alende hace llegar a ambos, luego, el pedido de que visiten a Frondizi; van y; al salir, agreden al ex gobernador bonaerense. "¿Ese es su pensamiento"?, le pregunta Alende a Frondizi en Tunquelén, poco después. "No, es el de ellos", replica.
Poco después se realiza una cena, con participación de civiles y militares. Allí, el coronel Muzio sugiere la necesidad de una candidatura militar, obviamente la de Juan Carlos Onganía: "Sé que Frondizi apoyaría esa variante, porque me lo dijo en Tunquelén", argumenta. El ex presidente, a esa altura de las cosas, no veía con entusiasmo una solución partidaria.
Con mayor motivo no convalidaría ahora una postulación de Alende; menos, aún, una postulación de Ferrer. La política argentina presenta algunas curiosas payadas: una, constante, tiene como antagonistas a Frigerio y Alsogaray; la otra, a Frondizi y Alende.
Alende ofrece una estrategia y una táctica, pero nadie sabe cómo articulará todo eso ideológicamente. Como estrategia, lanza un slogan: "El poder decisorio debe volver a estar dentro del país"; como táctica, afirma que está dentro de la revolución pero no dentro del gobierno.
El proceso nuevo que quiere generar parte, en su hipótesis de trabajo, de la necesidad de lanzar una idea capaz de posibilitar una mística y lograr apoyo popular. Para eso, suele sostener ante sus amigos que la variante es sindicar al enemigo y disparar contra él. El enemigo son los monopolios, el imperialismo, el criterio —sobre todo— de hacer el desarrollo desnacionalizando las empresas argentinas. Para eso, preconiza que debe investigarse la acción de los monopolios y, al mismo tiempo, evitar caer en el juego del enemigo, que quiere hacer resurgir las divisiones en el campo nacional. Sin embargo, no se cuida demasiado en ese terreno y en un reportaje de Clarín restó autoridad a Frondizi para enjuiciar la situación.
Alende considera que existen tres corrientes de opinión con importancia real: la derecha liberal, la extrema izquierda y el Movimiento Nacional. Toda la tarea inmediata del Movimiento Nacional debe consistir, en su criterio, en asimilar a la izquierda moderada y no insurreccional e incorporarla a las propias filas, como un ala autónoma.
Al mismo tiempo, perfilando nítidamente lo nacional y lo social, enfrentar a la derecha liberal. En esa forma, la opción será liberales contra nacionales; en la tesis, nacionales ganan, pero, además, la alternativa no se presenta como desastrosa para el país. Pero esa situación no puede crearse, medita, sin un cierto giro a la izquierda, en el sentido de asumir un neto perfil social o popular, y postulaciones nacionalistas en lo económico.
Si no se trazara ese esquema o si fracasara, un Movimiento Nacional híbrido no constituiría la oposición a la derecha liberal Y la otra alternativa, entonces, surgiría naturalmente: la izquierda extrema, el disconformismo absoluto. Sin asimilación de los partidarios moderados del cambio, quedará un sector que quiere el cambio y otro, con rótulo de nacional o con rótulo de liberal, que no lo quiere.
Para eso, parte pragmáticamente de un disimulado oficialismo que no se anima a decir su nombre. Porque si la fuerza nueva no parte de ese disimulado oficialismo, de un oficialismo al que supone mejorado, las variantes serán el nacionalismo de izquierda a la peruana o una salida electoral apresurada, destinada al fracaso.
Hay una lógica interna en algunos planteamientos de Alende, sin duda. Y no es disparatado que el ex gobernador, un administrador eficiente del distrito bonaerense entre 1958 y 1962, piense en el futuro con un moderado margen de esperanzas. Sus adversarios estiman que para ser peligroso debería poseer una moderación, una astucia, una actitud discreta que, en última instancia, constituyen su lote de carencias. Otros, en fin, piensan que está capacitado para representar lo nuevo y que su papel puede ser dignamente, de acuerdo a la tradición más clásica, ocupar con decoro un lugar en el Senado. Hay también quienes piensan que será candidato de ruptura, en un momento transicional, para después dejar paso al verdadero heredero de la Revolución.
RODOLFO PANDOLFI
CONFIRMADO - 16 de diciembre de 1970

Una cierta idea del país
El rumor, fruta clásica de los períodos confusos, necesita rotular a quienes son protagonistas, en mayor o menor grado, del proceso nacional; así, el rol asignado a Oscar Alende es la formación de un movimiento o partido que arrime al actual gobierno un cierto apoyo popular. La sola mención de la especie en su presencia, sin embargo, provoca en él uno de sus muy conocidos arranques: "Esa no es la opinión del hombre común, que me sabe independiente. Es una especie del periodismo, con la clara intención de "quemar" posibilidades. Conozco la técnica: en 1959, cuando nadie pensaba ni remotamente en una sucesión presidencial, un periodista me preguntaba sistemáticamente si yo sería candidato. Los tentáculos son tan poderosos que, al llegar a Nueva York, la primera pregunta que me hicieron fue ésa. Ahora pasa lo mismo. ¿Cómo malograr al movimiento nacional? «Quemando» a Alende. ¿Cómo? Diciendo de él que es oficialista. Se equivocan, como siempre: insisto en que no busco posiciones, sino una tarea más importante. ¿Cuál? Orientar a la juventud, pagándole con la moneda moral que corresponde: desprendimiento, generosidad".
CONFIRMADO: Sin embargo, la presencia de Aldo Ferrer como ministro, un hombre de su confianza y amistad, da verosimilitud a la versión.
OSCAR ALENDE: Quiero mucho a Ferrer, y deseo su triunfo. Pero hasta el propio Levingston señala que el pueblo exige soluciones económicas y sociales de corto plazo antes que anuncios electorales. Los proyectos de mediano y largo plazo de Ferrer se corresponden con la clásica planificación de un gobierno constitucional, pero no son útiles para despejar la densa coyuntura política argentina. Hay sectores donde la acción del gobierno debe mostrar mano firme, pues el pueblo debe percibir la sensación de estar defendido —ésa es una función típica del Estado— frente a los diabólicos intereses que lo explotan.
C.: Cite un caso, por favor.
O. A.: Hay muchos. Uno, típico, serían las financieras paralelas a los bancos. Otro, la usura. El daño causado por los personeros de los capitales extranjeros, especialmente Deltec, ha sido muy grande, pues trataron de condicionar la economía nacional por decenios. El plazo para actuar es muy breve, y no sé si Aldo Ferrer puede tener apoyo militar para tomar medidas indispensables. Además, se insinúa que Ferrer es capaz de urdir combinaciones políticas desde su cargo, y se olvida que ése no es precisamente el fuerte suyo. Por lo tanto, las conjeturas carecen de lógica.
C.: Entonces él no puede profundizar la revolución como usted pide, ¿verdad?
O. A.: Hay una gran diferencia entre Ferrer y sus antecesores. Pero su plan tiene zonas oscuras. Fíjese en el caso del Banco de Comercio Exterior: para mí, crearlo no basta. Lo necesario es diseñar una estructura similar al IAPI, claro que sin sus defectos. El Banco, sin IAPI, podría terminar financiando a los grandes consorcios, monopolios y trusts que operan con nombres nacionales. También es necesario nacionalizar los depósitos bancarios para que el país sepa de quién es el dinero.
C.: Disculpe la insistencia, pero es esencial: ¿qué significa para usted profundizar la revolución?
O. A.: Para que la revolución exista, la economía nacional no puede ser manejada por teletipos. Salvo en los interregnos de Yrigoyen y Castillo, hasta la II Guerra, los dictados llegaron desde Londres. Al terminar el mandato de Castillo, los conservadores pensaban volver a su tradicional dependencia, y pensaban proclamar la fórmula Patrón Costas-Iriondo en la Cámara de Comercio Británica. El golpe de 1943 les ganó de mano por ocho días. Perón, luego, aceptó el mundo que quedaba tras la victoria aliada: el Tratado de Río de Janeiro, la creación de la OEA. En tanto, se verificaba el traspaso del poder financiero de Europa a Estados Unidos. Tras diversas experiencias —hechos consumados, manibus mili-taribus. complicidades, buena vecindad. Alianza para el Progreso—, Estados Unidos definió una política hacia América latina: desarrollo, pero con la penetración de sus grandes empresas. Si vemos lo ocurrido en los últimos años en la Argentina, el vaciamiento sistemático del país, se nota que no hay área industrial o comercial que se haya salvado de la infiltración, y es fácil advertir que allí se ha ejecutado un plan diabólico.
C.: ¿Qué es, entonces, la revolución?
0. A.: La revolución consiste en adoptar la política inversa, poner lo nacional al servicio de todos. Sería muy útil formar una comisión —como las que hace el Senado norteamericano— para investigar las actividades de los monopolios. Sería esclarecedor identificar a los malos argentinos que actúan al servicio de la infamia. Revolución es transferir el poder ejercido por las concentraciones financieras extranjeras hacia el país. Es evitar el soborno, la corrupción, la distorsión de la opinión pública por sus medios de información. Es impedir que hagan y financien partidos político; antinacionales. Es impedir que se inventen personajes, y se aislé a sus opositores.
Revolución es recuperar nuestra facultad de decisión.
C.: ¿Sigue oponiéndose a la pronta convocatoria electoral?
O. A.: Por supuesto. Votar ahora sería una farsa, volver al pasado, retornar a la democracia condicionada, precaria. No quiero ser cómplice del regreso al fraude, a las proscripciones; ya se ha visto que no sirve para nada. Creer en la necesidad de la revolución no es ser oficialista, sino entender qué está ocurriendo a la Argentina y a los argentinos.
C.: ¿Existe esa vocación revolucionaria? ¿O es un juego verbal, una meta declamatoria pero irreal?
O.A.: No es juego. En mi vida política he visto quedarse a muchos que, creyendo en la picaresca política, realizaban combinaciones o lanzaban consignas especulativas. Tengo la virtud —muchos amigos lo creen defecto— de ser amplio y sincero en el acierto o en el error. Creo firmemente que el país está maduro para un proceso de fondo. Mucho más que cuando Perón se convirtió en mentor de un pueblo postergado. Ahora el proceso surgirá casi espontáneamente, en forma inevitable e irrevocable. La Argentina hará una revolución. Si es juego, será un juego peligroso. Porque lo que ya se discute es cómo y de qué manera se ejecutará esa revolución.
C.: ¿Es objetivo del movimiento nacional que usted postula, que trata de crear con su actividad?
O. A.: Mi trabajo tiene mucho más consenso del que se cree. Como lo veo yo, un movimiento nacional debe acabar con la individualidad de los partidos, que pasan a ser sólo tendencias dentro suyo. ¿Cómo y de qué manera hacer la revolución? Yo aspiro a que el espectro del movimiento sea tan amplio que pueda comprender y absorber a la izquierda nacional, desde luego que al margen de toda organización internacionalista.
C.: ¿Qué papel cabe a la violencia en sus ideas políticas? ¿Cómo terminar con la subversión?
O. A.: Haciendo la revolución, profundizándola. Los políticos profesionales le temen porque una revolución triunfante, real, acabaría con todos ellos, daría paso a un nuevo sistema, a una nueva forma de dirigente.
C.: ¿Y sus ambiciones personales?
O. A.: Mire, amigo, a mí no me importa el gobierno, sino el país. Quiero que la Argentina no siga demorada, que comience de una vez el despegue definitivo.

Sobre el periodista Rodolfo Pandolfi en https://www.clarin.com/medios/Murio-Rodolfo-Pandolfi-periodista-destacado_0_HywmTJZaP7x.html

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 "Por cierto, la clase política argentina es de una honestidad excepcional, seguramente única en el mundo. Basta pasar una rápida revista a los escándalos del parlamento italiano, con drogas, mujeres, fiestas negras y esporádicos crímenes; a los escándalos franceses; a la corrupción de los aparatos norteamericanos; al caciquismo mexicano; al puestismo uruguayo; a las aventuras picantes de los serios legisladores —y ministros— británicos. Basta pensar en los dirigentes argentinos —Oscar Alende, Ricardo Balbín, Américo Ghioldi— que viven modestamente, en casitas barriales o suburbanas. Los políticos argentinos mueren pobres —como Alvear o Yrigoyen—, aun cuando pueden provenir de las clases altas.
Mientras los tecnócratas metidos a políticos o los políticos de la antipolítica, voceros de cenáculos minoritarios, se enriquecieron adulando a los poderosos y consiguiendo embajadas como canonjías —embajadas, ministerios, para los que eran presentables porque no estaban comprometidos—, los políticos lucharon por mejorar la comunidad nacional. Esa clase política calumniada con irresponsabilidad desde el gobierno constituyó, además, el sistema de fusibles que permitió sobrevivir al sistema, aun con sobresaltos." Rodolfo Pandolfi
Oscar Alende
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