Un pequeño automóvil recorría, de noche, las
calles de Buenos Aires. El conductor, sin duda, adoptaba la única
precaución de evitar el tránsito por los lugares más iluminados. Al
lado suyo, un único pasajero que le dice: "General, usted no debe
dejar de hablar sobre todo este asunto con los peronistas". "Con
peronistas, es posible, pero yo a Perón no le creo ni con
escribano", responde el interlocutor. Esa conversación había
tenido como protagonistas al general Juan Carlos Onganía y a Oscar
Eduardo Alende Ibargurengoitía; el contacto entre ambos había sido
establecido por un amigo común, José Rafael Cáceres Monié. La
anécdota transcurrió en marzo de 1963, cuando el gobierno y los
militares estaban buscando activamente una forma de encontrar salida
política a la situación. Pocos días después, el justicialismo
nombraba un triunvirato negociador integrado por Alberto Iturbe,
Augusto Vandor y Raúl Matera, que dialogaba con el presidente José
María Guido y el secretario de Aeronáutica, Eduardo McLoughlin.
Todas las lucubraciones de entonces sobre la forma de transitar el
camino hacia el retorno constitucional en el menor lapso posible se
basaban en dos o tres premisas más o menos sencillas. La primera es
que no había tiempo de modificar la realidad y que debía irse a
comicios con la misma Constitución, las mismas leyes, los mismos
partidos y los mismos políticos preexistentes —es decir, sin
inventar nada nuevo— en la forma más expeditiva posible. La segunda
es que el juego político debía estar limitado, más por los hechos
que por las normas, a encarrilarse en forma tal que resultara una
situación controlable para los titulares reales del poder. Alende
Ibargurengoitía se jacta de ser uno de los pocos políticos
argentinos —quizá dos solamente, con Raúl Matera— que se destacan
como profesionales. Actualmente está a cargo del sector
Gastroenterología en la Escuela Quirúrgica para graduados del
Hospital Rawson, fundado por Ricardo Finochietto. Nacido el 6 de
julio de 1909 en el pueblo de Maipú, tendrá 65 años en 1974: una
edad aceptable, sin duda, para el caso en que resultara nuevamente
candidato a presidente de la Nación Muchos especulan, por cierto,
con el juego que está desplegando Alende, reciente firmante de un
manifiesto de los Centros Federales en favor de la repatriación de
los restos de Rosas: "No soy rosista, de ningún modo; tampoco
antirrosista. Pero no veo por qué no pueden traerse los restos",
dice con inocencia. "Ahora que todos somos peronistas...", expresó
hace poco con ironía un liberal, por televisión. "Usted será
peronista, yo no", saltó Alende. Trata, por cierto, de no mostrar
una sumisión exagerada al justicialismo, gran dador de votos;
piensa, posiblemente, que los alineamientos futuros de fuerzas son
imprevisibles. Busca, al mismo tiempo, perfilar cada vez más su
nacionalismo económico, saltando algo retóricamente contra los
monopolios (oligopolios, en la realidad), pero sin mayores
precisiones. Reivindica parte de su pasado frondizista; le resulta
difícil diferenciarse netamente. También del peronismo, al que
reprocha su inorganicidad. "Ustedes no tienen 400 muchachos en la
provincia de Buenos Aires", le espetó hace poco a un retirado
justicialista, el coronel Osinde. Este mostró su extrañeza ante la
aparente boutade. "Sí, ni en el Gran Buenos Aires el peronismo tiene
400 muchachos para moverlos", explica Alende. Tiene, por cierto,
argumenta, muchos votos —seguramente retiene la mayoría— y tiene
mucha gente que reacciona en nombre del peronismo, que vitorea a
Perón como manera de irritar al establishment. Pero cuando hay que
ir a la calle, los que aparecen son los colados: trotskistas
disfrazados de peronistas; chinoístas disfrazados de peronistas,
fascistas disfrazados de peronistas, y cristianos revolucionarios
disfrazados de peronistas. Basta oír los gritos de un 17 de octubre:
una pelea verbal entre infiltrados donde los peronistas verdaderos
carecen de iniciativa, precisa. "El juego de Alende consiste en
hablar con esos peronistas verdaderos, con "la gente". También con
su aparato político, que sobrevive penosamente en la provincia de
Buenos Aires y desapareció del resto del país. Tiene un amigo suyo
en el ministerio de Economía, Aldo Ferrer, pero éste difícilmente se
convierta en instrumento de juego político alendista. Tiene, en
cambio, y eso es computable, simpatías en algunos sectores tanto del
oficialismo como de las Fuerzas Armadas. Dentro de todo, no fue
casual que Alejandro Lanusse le enviara una famosa misiva durante la
campaña electoral de 1963. Los azules se emparentaban con los
partidos frentistas, pero en general no gustaban de Perón, de
Frigerio, ni de Frondizi. Los azules eran desarrollistas, pero sin
el MID. Alende, Ferrer, son una tentación. Existe, además, una nueva
perspectiva que favorece al equipo alendista y al ex gobernador de
Buenos Aires. Si un proceso se puso en marcha en algunos medios
vinculados a las Fuerzas Armadas en el último tiempo, ese proceso es
la revalorización de los políticos argentinos. Por cierto, la clase
política argentina es de una honestidad excepcional, seguramente
única en el mundo. Basta pasar una rápida revista a los escándalos
del parlamento italiano, con drogas, mujeres, fiestas negras y
esporádicos crímenes; a los escándalos franceses; a la corrupción de
los aparatos norteamericanos; al caciquismo mexicano; al puestismo
uruguayo; a las aventuras picantes de los serios legisladores —y
ministros— británicos. Basta pensar en los dirigentes argentinos
—Oscar Alende, Ricardo Balbín, Américo Ghioldi— que viven
modestamente, en casitas barriales o suburbanas. Los políticos
argentinos mueren pobres —como Alvear o Yrigoyen—, aun cuando pueden
provenir de las clases altas. Mientras los tecnócratas metidos a
políticos o los políticos de la antipolítica, voceros de cenáculos
minoritarios, se enriquecieron adulando a los poderosos y
consiguiendo embajadas como canonjías —embajadas, ministerios, para
los que eran presentables porque no estaban comprometidos—, los
políticos lucharon por mejorar la comunidad nacional. Esa clase
política calumniada con irresponsabilidad desde el gobierno
constituyó, además, el sistema de fusibles que permitió sobrevivir
al sistema, aun con sobresaltos. Cordobazos, rosariazos,
catamarcazos hubieran sido episodios no imaginables con gobernadores
representativos y de experiencia política; cipollettazos no hubieran
ocurrido con intendentes electivos. La reivindicación del papel de
los políticos se abrió paso naturalmente, cotejando experiencias y
permitiendo que surjan comparaciones inevitables. Esa fue la
primera etapa del razonamiento: comprender que el desprestigio
sistemático de los políticos solamente servía al nihilismo. El
disgusto que provocó en muchos sectores la inútil agresión
presidencial a radicales y peronistas, en el discurso de Neuquén,
ejemplificó el cambio de mentalidad. Levingston planteó, como
Onganía, el problema de la irrepresentatividad, una cuestión real.
Pero la crisis de la representatividad no se detiene en determinados
sectores, y sindicatos donde votan quinientos afiliados sobre ciento
cincuenta mil muestran otro aspecto del problema; también, por
cierto, es visible que el oficialismo no suscita mayor entusiasmo
que la oposición, sino que, más bien, ocurre todo lo contrario.
El movimiento de retorno a los políticos se hizo, entonces, más y
más perceptible. La fantasía de alentar a la generación intermedia
mostró también sus limitaciones: el poder real de Guillermo Acuña
Anzorena, de Arturo Mor Roig, de Rafael Martínez Raymonda es, sin
duda, modesto. Y una elemental tendencia al realismo mostró que en
el país existían aún figuras de reserva que no podían ser
desdeñadas. Surgió, al menos como posibilidad teórica, la
perspectiva de analizar el valor de esas figuras de reserva. No fue
casual, seguramente, que una de ellas —Pedro Eugenio Aramburu— fuera
muerta justamente cuando comenzaba el replanteo del problema
político, a fines de mayo. Pero el problema no es abstracto y,
casi deductivamente, casi por exclusión, surgió la posibilidad de
Alende como candidato del oficialismo o, al menos, de las fuerzas
que impulsaron el movimiento de 1966. Balbín, Frondizi, quedaron
para muchos como reservas descartables; se necesitaba entonces
encontrar un desarrollista sin concomitancia frigerista, de pasado
financiero honesto y con una experiencia gubernativa acreditada.
Nadie ignora, ya, que Oscar Alende fue pensado como candidato al
ministerio del Interior antes que se nombrara a Arturo Cordón
Aguirre. Alende, sin duda, piensa de sí mismo que si el candidato de
la revolución será un civil y si será, al mismo tiempo, una figura
experimentada, el juego le puede ser totalmente favorable. ¿Quién,
si no él?, piensan sus amigos, en el mismo sentido. Alende, en un
juego político tradicional, podría tomar fuerza de ser el punto de
menor resistencia. Algunos de sus correligionarios advierten esa
oportunidad, pero piensan que Alende comete frecuentes errores,
capaces de arruinarlo. También piensan que, en el mismo esquema, hay
otros nombres: uno, con votos, ganador en su provincia, es el viejo
enemigo de Alende: Carlos Slyvestre Begnis, competidor directo en el
mismo, casi idéntico, juego de posibilidades. En su casa, estos
días, vivió Arturo Frondizi: frente a él, Sylvestre aparece con
independencia pero sin llevar la situación al punto de ruptura. En
realidad, uno de los inconvenientes de Alende es que, a veces, llegó
demasiado lejos. Al mismo tiempo, tener un ministro en el gobierno
—y tener justamente el ministro que importa— es interesante: una
candidatura de Alende puede garantizar la continuidad en los planes
económicos. Todo eso es interesante siempre que el ministro que
importa no piense que tiene imagen propia y está en condiciones de
aspirar para él mismo a ser algo más que ministro. Hay un esquema
que descompone el campo desarrollista en tres áreas principales: la
usina, seguramente la más cercana a Frondizi, manejada por Rogelio
Frigerio y su staff; los caudillos fuertes del interior, políticos
con arraigo y muchas veces ganadores en sus distritos (Carlos
Sylvestre Begnis, Raúl Uranga, Ismael Amit; el triángulo, grupo
encabezado por José Rafael Cáceres Monié, Guillermo Acuña Anzorena e
Ideler Tonelli. De los tres grupos, el político es, sin duda, el
menos naturalmente partidario del proceso revolucionario; la usina
se declara revolucionaria, pero prescinde del actual equipo. El
triángulo, en cambio, está ensamblado en el nudo mismo del proceso y
mantiene una virtual alianza con el ministro de Economía, Aldo
Ferrer. Desde Ferrer, naturalmente, sin conciencia de los
protagonistas, surge la conexión con Oscar Alende. Alende se
considera jefe del Movimiento Nacional, un nucleamiento que por
ahora existe como imagen antes que como realidad; Frondizi, también
—para no citar sino a las expresiones desarrollistas—. El triángulo
puede empalmar con Alende, en última instancia, pero considera
absurdo romper con Frondizi. Los políticos, en la instancia de un
juego electoral, tendrán sin duda un papel significativo, porque son
los dueños de los votos. Unos y otros se disputarán a ese sector,
pero puede conjeturarse que, quizá a regañadientes, Sylvestre-Uranga
se mantendrán junto a Frondizi y esa adhesión bloqueará toda
posibilidad de emigración por parte del triángulo, que no puede
aceptar la perspectiva de un aislamiento. Además, si para el
grupo Cáceres, Aldo Ferrer representa una variante potable, para
Sylvestre es inadmisible. Eso puede llevar, con el tiempo, a un
replanteamiento de la relación del mismo triángulo con el gobierno.
Pero desde ya hace muy difíciles las posibilidades de Alende en el
campo del desarrollismo: al ex gobernador no le queda, entonces,
sino la posibilidad de intentar, como en 1963, un entendimiento con
los sectores marginales de la llamada línea nacional: con Raúl
Matera, con Horacio Sueldo y con Marcelo Sánchez Sorondo. Con los
tres, sin duda, ha hablado copiosamente. Osvaldo Horacio
Domingorena piensa, en cambio, que Alende perderá su razón de ser
fuera de su origen histórico y trata de posibilitar al menos un
diálogo con Frondizi. Reunió a ambos en una cena, luego de la
Revolución. La conversación fue cordial, pero de allí no surgió
ninguna alianza. Hay algunas constantes históricas curiosas.
Cuando Frondizi estaba preso en la isla Martin García, Alende
conversó con él sobre su candidatura presidencial. Manifestó que
renunciaría a ella si las circunstancias lo aconsejaban; pero que,
entretanto, debía solicitar a Sylvestre Begnis y Uranga que no la
obstaculizaran. Alende hace llegar a ambos, luego, el pedido de que
visiten a Frondizi; van y; al salir, agreden al ex gobernador
bonaerense. "¿Ese es su pensamiento"?, le pregunta Alende a Frondizi
en Tunquelén, poco después. "No, es el de ellos", replica. Poco
después se realiza una cena, con participación de civiles y
militares. Allí, el coronel Muzio sugiere la necesidad de una
candidatura militar, obviamente la de Juan Carlos Onganía: "Sé que
Frondizi apoyaría esa variante, porque me lo dijo en Tunquelén",
argumenta. El ex presidente, a esa altura de las cosas, no veía con
entusiasmo una solución partidaria. Con mayor motivo no
convalidaría ahora una postulación de Alende; menos, aún, una
postulación de Ferrer. La política argentina presenta algunas
curiosas payadas: una, constante, tiene como antagonistas a Frigerio
y Alsogaray; la otra, a Frondizi y Alende. Alende ofrece una
estrategia y una táctica, pero nadie sabe cómo articulará todo eso
ideológicamente. Como estrategia, lanza un slogan: "El poder
decisorio debe volver a estar dentro del país"; como táctica, afirma
que está dentro de la revolución pero no dentro del gobierno. El
proceso nuevo que quiere generar parte, en su hipótesis de trabajo,
de la necesidad de lanzar una idea capaz de posibilitar una mística
y lograr apoyo popular. Para eso, suele sostener ante sus
amigos que la variante es sindicar al enemigo y disparar contra él.
El enemigo son los monopolios, el imperialismo, el criterio —sobre
todo— de hacer el desarrollo desnacionalizando las empresas
argentinas. Para eso, preconiza que debe investigarse la acción de
los monopolios y, al mismo tiempo, evitar caer en el juego del
enemigo, que quiere hacer resurgir las divisiones en el campo
nacional. Sin embargo, no se cuida demasiado en ese terreno y en un
reportaje de Clarín restó autoridad a Frondizi para enjuiciar la
situación. Alende considera que existen tres corrientes de
opinión con importancia real: la derecha liberal, la extrema
izquierda y el Movimiento Nacional. Toda la tarea inmediata del
Movimiento Nacional debe consistir, en su criterio, en asimilar a la
izquierda moderada y no insurreccional e incorporarla a las propias
filas, como un ala autónoma. Al mismo tiempo, perfilando
nítidamente lo nacional y lo social, enfrentar a la derecha liberal.
En esa forma, la opción será liberales contra nacionales; en la
tesis, nacionales ganan, pero, además, la alternativa no se presenta
como desastrosa para el país. Pero esa situación no puede crearse,
medita, sin un cierto giro a la izquierda, en el sentido de asumir
un neto perfil social o popular, y postulaciones nacionalistas en lo
económico. Si no se trazara ese esquema o si fracasara, un
Movimiento Nacional híbrido no constituiría la oposición a la
derecha liberal Y la otra alternativa, entonces, surgiría
naturalmente: la izquierda extrema, el disconformismo absoluto. Sin
asimilación de los partidarios moderados del cambio, quedará un
sector que quiere el cambio y otro, con rótulo de nacional o con
rótulo de liberal, que no lo quiere. Para eso, parte
pragmáticamente de un disimulado oficialismo que no se anima a decir
su nombre. Porque si la fuerza nueva no parte de ese disimulado
oficialismo, de un oficialismo al que supone mejorado, las variantes
serán el nacionalismo de izquierda a la peruana o una salida
electoral apresurada, destinada al fracaso. Hay una lógica
interna en algunos planteamientos de Alende, sin duda. Y no es
disparatado que el ex gobernador, un administrador eficiente del
distrito bonaerense entre 1958 y 1962, piense en el futuro con un
moderado margen de esperanzas. Sus adversarios estiman que para ser
peligroso debería poseer una moderación, una astucia, una actitud
discreta que, en última instancia, constituyen su lote de carencias.
Otros, en fin, piensan que está capacitado para representar lo nuevo
y que su papel puede ser dignamente, de acuerdo a la tradición más
clásica, ocupar con decoro un lugar en el Senado. Hay también
quienes piensan que será candidato de ruptura, en un momento
transicional, para después dejar paso al verdadero heredero de la
Revolución. RODOLFO PANDOLFI CONFIRMADO - 16 de diciembre de
1970
Una cierta idea del país El rumor, fruta clásica de
los períodos confusos, necesita rotular a quienes son protagonistas,
en mayor o menor grado, del proceso nacional; así, el rol asignado a
Oscar Alende es la formación de un movimiento o partido que arrime
al actual gobierno un cierto apoyo popular. La sola mención de la
especie en su presencia, sin embargo, provoca en él uno de sus muy
conocidos arranques: "Esa no es la opinión del hombre común, que me
sabe independiente. Es una especie del periodismo, con la clara
intención de "quemar" posibilidades. Conozco la técnica: en 1959,
cuando nadie pensaba ni remotamente en una sucesión presidencial, un
periodista me preguntaba sistemáticamente si yo sería candidato. Los
tentáculos son tan poderosos que, al llegar a Nueva York, la primera
pregunta que me hicieron fue ésa. Ahora pasa lo mismo. ¿Cómo
malograr al movimiento nacional? «Quemando» a Alende. ¿Cómo?
Diciendo de él que es oficialista. Se equivocan, como siempre:
insisto en que no busco posiciones, sino una tarea más importante.
¿Cuál? Orientar a la juventud, pagándole con la moneda moral que
corresponde: desprendimiento, generosidad". CONFIRMADO: Sin
embargo, la presencia de Aldo Ferrer como ministro, un hombre de su
confianza y amistad, da verosimilitud a la versión. OSCAR ALENDE:
Quiero mucho a Ferrer, y deseo su triunfo. Pero hasta el propio
Levingston señala que el pueblo exige soluciones económicas y
sociales de corto plazo antes que anuncios electorales. Los
proyectos de mediano y largo plazo de Ferrer se corresponden con la
clásica planificación de un gobierno constitucional, pero no son
útiles para despejar la densa coyuntura política argentina. Hay
sectores donde la acción del gobierno debe mostrar mano firme, pues
el pueblo debe percibir la sensación de estar defendido —ésa es una
función típica del Estado— frente a los diabólicos intereses que lo
explotan. C.: Cite un caso, por favor. O. A.: Hay muchos. Uno,
típico, serían las financieras paralelas a los bancos. Otro, la
usura. El daño causado por los personeros de los capitales
extranjeros, especialmente Deltec, ha sido muy grande, pues trataron
de condicionar la economía nacional por decenios. El plazo para
actuar es muy breve, y no sé si Aldo Ferrer puede tener apoyo
militar para tomar medidas indispensables. Además, se insinúa que
Ferrer es capaz de urdir combinaciones políticas desde su cargo, y
se olvida que ése no es precisamente el fuerte suyo. Por lo tanto,
las conjeturas carecen de lógica. C.: Entonces él no puede
profundizar la revolución como usted pide, ¿verdad? O. A.: Hay
una gran diferencia entre Ferrer y sus antecesores. Pero su plan
tiene zonas oscuras. Fíjese en el caso del Banco de Comercio
Exterior: para mí, crearlo no basta. Lo necesario es diseñar una
estructura similar al IAPI, claro que sin sus defectos. El Banco,
sin IAPI, podría terminar financiando a los grandes consorcios,
monopolios y trusts que operan con nombres nacionales. También es
necesario nacionalizar los depósitos bancarios para que el país sepa
de quién es el dinero. C.: Disculpe la insistencia, pero es
esencial: ¿qué significa para usted profundizar la revolución? O.
A.: Para que la revolución exista, la economía nacional no puede ser
manejada por teletipos. Salvo en los interregnos de Yrigoyen y
Castillo, hasta la II Guerra, los dictados llegaron desde Londres.
Al terminar el mandato de Castillo, los conservadores pensaban
volver a su tradicional dependencia, y pensaban proclamar la fórmula
Patrón Costas-Iriondo en la Cámara de Comercio Británica. El golpe
de 1943 les ganó de mano por ocho días. Perón, luego, aceptó el
mundo que quedaba tras la victoria aliada: el Tratado de Río de
Janeiro, la creación de la OEA. En tanto, se verificaba el traspaso
del poder financiero de Europa a Estados Unidos. Tras diversas
experiencias —hechos consumados, manibus mili-taribus.
complicidades, buena vecindad. Alianza para el Progreso—, Estados
Unidos definió una política hacia América latina: desarrollo, pero
con la penetración de sus grandes empresas. Si vemos lo ocurrido en
los últimos años en la Argentina, el vaciamiento sistemático del
país, se nota que no hay área industrial o comercial que se haya
salvado de la infiltración, y es fácil advertir que allí se ha
ejecutado un plan diabólico. C.: ¿Qué es, entonces, la
revolución? 0. A.: La revolución consiste en adoptar la política
inversa, poner lo nacional al servicio de todos. Sería muy útil
formar una comisión —como las que hace el Senado norteamericano—
para investigar las actividades de los monopolios. Sería
esclarecedor identificar a los malos argentinos que actúan al
servicio de la infamia. Revolución es transferir el poder ejercido
por las concentraciones financieras extranjeras hacia el país. Es
evitar el soborno, la corrupción, la distorsión de la opinión
pública por sus medios de información. Es impedir que hagan y
financien partidos político; antinacionales. Es impedir que se
inventen personajes, y se aislé a sus opositores. Revolución es
recuperar nuestra facultad de decisión. C.: ¿Sigue oponiéndose a
la pronta convocatoria electoral? O. A.: Por supuesto. Votar
ahora sería una farsa, volver al pasado, retornar a la democracia
condicionada, precaria. No quiero ser cómplice del regreso al
fraude, a las proscripciones; ya se ha visto que no sirve para nada.
Creer en la necesidad de la revolución no es ser oficialista, sino
entender qué está ocurriendo a la Argentina y a los argentinos.
C.: ¿Existe esa vocación revolucionaria? ¿O es un juego verbal, una
meta declamatoria pero irreal? O.A.: No es juego. En mi vida
política he visto quedarse a muchos que, creyendo en la picaresca
política, realizaban combinaciones o lanzaban consignas
especulativas. Tengo la virtud —muchos amigos lo creen defecto— de
ser amplio y sincero en el acierto o en el error. Creo firmemente
que el país está maduro para un proceso de fondo. Mucho más que
cuando Perón se convirtió en mentor de un pueblo postergado. Ahora
el proceso surgirá casi espontáneamente, en forma inevitable e
irrevocable. La Argentina hará una revolución. Si es juego, será un
juego peligroso. Porque lo que ya se discute es cómo y de qué manera
se ejecutará esa revolución. C.: ¿Es objetivo del movimiento
nacional que usted postula, que trata de crear con su actividad?
O. A.: Mi trabajo tiene mucho más consenso del que se cree. Como lo
veo yo, un movimiento nacional debe acabar con la individualidad de
los partidos, que pasan a ser sólo tendencias dentro suyo. ¿Cómo y
de qué manera hacer la revolución? Yo aspiro a que el espectro del
movimiento sea tan amplio que pueda comprender y absorber a la
izquierda nacional, desde luego que al margen de toda organización
internacionalista. C.: ¿Qué papel cabe a la violencia en sus
ideas políticas? ¿Cómo terminar con la subversión? O. A.:
Haciendo la revolución, profundizándola. Los políticos profesionales
le temen porque una revolución triunfante, real, acabaría con todos
ellos, daría paso a un nuevo sistema, a una nueva forma de
dirigente. C.: ¿Y sus ambiciones personales? O. A.: Mire,
amigo, a mí no me importa el gobierno, sino el país. Quiero que la
Argentina no siga demorada, que comience de una vez el despegue
definitivo.
Sobre el periodista Rodolfo Pandolfi en
https://www.clarin.com/medios/Murio-Rodolfo-Pandolfi-periodista-destacado_0_HywmTJZaP7x.html
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"Por cierto, la clase política argentina
es de una honestidad excepcional, seguramente única en
el mundo. Basta pasar una rápida revista a los
escándalos del parlamento italiano, con drogas, mujeres,
fiestas negras y esporádicos crímenes; a los escándalos
franceses; a la corrupción de los aparatos
norteamericanos; al caciquismo mexicano; al puestismo
uruguayo; a las aventuras picantes de los serios
legisladores —y ministros— británicos. Basta pensar en
los dirigentes argentinos —Oscar Alende, Ricardo Balbín,
Américo Ghioldi— que viven modestamente, en casitas
barriales o suburbanas. Los políticos argentinos mueren
pobres —como Alvear o Yrigoyen—, aun cuando pueden
provenir de las clases altas. Mientras los
tecnócratas metidos a políticos o los políticos de la
antipolítica, voceros de cenáculos minoritarios, se
enriquecieron adulando a los poderosos y consiguiendo
embajadas como canonjías —embajadas, ministerios, para
los que eran presentables porque no estaban
comprometidos—, los políticos lucharon por mejorar la
comunidad nacional. Esa clase política calumniada con
irresponsabilidad desde el gobierno constituyó, además,
el sistema de fusibles que permitió sobrevivir al
sistema, aun con sobresaltos." Rodolfo Pandolfi
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