Ídolos
Palito Ortega: La década de los frenéticos

Palito Ortega
Lo quiero más que a mamá, dijo el sábado pasado la hija menor de una periodista, sin que nadie se lo preguntase, mientras observaba con arrobamiento, en la pantalla de la televisión, los contoneos de un cantante esmirriado, de voz opaca, al que no parecía importarle demasiado lo que estaba haciendo. El cantante acabó por fin su rock lento ("Sabor a nada"), se inclinó ante el público sin esbozar siquiera una sonrisa, y oyó con impavidez cómo la oleada de mujeres que se desplegaba en las gradas del estudio número 2, de Canal 9 de Buenos Aires, rompía a aullar hop, hop, hop, a palmotear y a pregonar el nombre del cantante, Palito, Palito, hasta que éste se alejó hacia el fondo del estudio y desapareció detrás de unas cortinas.
—¿Lo querés más que a papá, también? —preguntó sobresaltada la periodista.
—Más —dijo la hija menor, de 7 años, sin pestañear ni apartar los ojos del televisor.
—¿Y por qué? —interrogó la madre.
—Porque es lindo y canta bien.
El propio Palito, que se llama en verdad Ramón Bautista Ortega y tiene 23 años, no cree que cante bien ni que importe tampoco desplegar una voz resplandeciente y educada ante los miles de fanáticos que lo adoran y lo asfixian entre sus gritos y sus aplastantes abrazos. Pero se sabe un ídolo, como él mismo dice de sí, y explica que lo es "sólo porque me muestro tal como soy". Pero esa explicación es demasiado simple si uno advierte que la idolatría por un cantante, la veneración y el histerismo no se dan sólo aquí, en la Argentina, ni por él, Palito Ortega. De repente, el mundo parece haberse inundado de mitos que rara vez se muestran "tal como son". En las pequeñas aldeas de Italia, los campesinos aúllan y se contonean ahora cada vez que las radios o los fonógrafos despliegan una canción de Rita Pavone u otra urlatrice, cualquier otra, sin importarles que en Vita o L'Europeo, dos de las más serias revistas italianas, se revele de pronto que la abuela paterna de la Pavone pide limosna frente al Duomo de Milán. En París, al mismo tiempo, los devotos del rock-and-roller Johnny Hallyday, tras sumirse en éxtasis durante una función vespertina, salen a la feria de Pigalle o a la aristocrática avenida Foch para gritar histéricamente yeh-yeh, con la misma entonación del hombre que idolatran. Y en Nueva York, bajo una tempestad de nieve, cinco mil muchachas se aglomeran frente al Carnegie Hall —nada menos— para arrastrarse por el suelo cuando canta el cuarteto de The Beatles, los flequilludos y estentóreos nuevos reyes de la juventud, a los cuales acaba de definir así la revista Newsweek: "Visualmente, son una pesadilla. Musicalmente, están próximos al desastre: guitarras y baterías son golpeadas sin misericordia; sus voces son una catástrofe, un prepotente fárrago de sentimentalismo romanticón, semejante a las tarjetas de fin de año".
Por supuesto, la histeria musical es tan vieja como la propia música, y todavía hay mucha gente que se acuerda de las mujeres que se desmayaban cuando Franz Liszt, cien años atrás, se sentaba majestuosamente al piano. Pero esto es otra cosa: es como si el mundo se hubiese vuelto la piel del revés. Una sola semana, en Buenos Aires, puede ilustrar el fenómeno: entre el martes y el sábado pasado, Palito Ortega —para observar un caso límite— fue tema de discusión en el programa 'Incomunicados', de Canal 9, y entonces hizo hablar de sí al político conservador Emilio Hardoy, a la psicóloga Toba Fundía y a la actriz Luisa Vehil; ocupó la portada de dos revistas; anegó de público la calle Lavalle al asistir al estreno del film 'El club del clan'; desfiló por media docena de bailes suburbanos e hizo sus irrupciones habituales (dos) en el ciclo Sábados continuados, de Canal 9. La gente parece negarse a hablar de otra cosa, a ver otra cosa, a bailar otra cosa, como si fuera un sol obsesivo, copernicano, que diese vueltas alrededor de una minúscula Tierra. Pero este oleaje que parece ingobernable no se mueve nunca por sí solo: hay muchos vientos detrás de él que están agitándolo.

Los que soplan
Hacia abril de 1962, el ecuatoriano Ricardo Mejía, de 40 años, que vivió en USA la mayor parte de su vida y terminó por adquirir la ciudadanía norteamericana, ejercía la dirección artística de RCA Víctor, la famosa editora de discos, y estaba esforzándose en promover el lanzamiento de jóvenes cantantes en el programa 'La cantina de la guardia nueva', difundido por el Canal 11. Su equipo incluía a Alberto Felipe Soria, de 18 años; a Raúl Peralta, de 25; a Ana María Adinolfi, de 24, y a Mike Lerman, de 31. Su asesor de publicidad era entonces Leo Vanés, de 33 años, a quien se atribuye el engendramiento de los modales. de los gestos y de los atuendos ostentados ahora por todos los cantantes del clan.
Vanés y Mejía empezaron en el verano de 1962 su prodigiosa taumaturgia: metamorfosearon a Soria en un nervioso chiquillo rubio que se apasionaba por los "pullovers" extravagantes y era capaz de irse hasta el obelisco de la plaza de la República para romper una botella de champaña, en conmemoración de su triunfo, tras haber sido rebautizado, más sonoramente, con el nombre de Johny Tedesco; transformaron a la cantante lírica Adinolfi, huérfana de éxito, en una urlatrice que aprendía a descubrir su belleza junto a Stella de Reichard, experta de Max Factor, y la riqueza bajo el seudónimo de Violeta Rivas; lograron que Peralta dejase de cantar tangos en la orquesta de Héctor Várela y aceptase llamarse Raúl Lavié; atrajeron, en fin, al más intelectual de todos ellos, Mike Lerman, que había logrado imponer cierto tono argentino a la música tropical, y concluyeron por convencerlo de que le contase a la gente que componía sus canciones sólo cuando estaba descalzo: Lerman, que ahora se llama Chico Novarro, aparece ante los adoradores del clan como el Hermano Mayor: hace 6 meses, cuando lanzó en un ciclo del Canal 13 su estribillo sobre el orangután y la orangutana —un obsesivo repiqueteo que retumbó en la Argentina y en el Uruguay durante todo el verano— mucha gente creyó sentir que ese tema era tanto una síntesis como una premonición de lo que estaba ocurriendo: desembarazados ya de su vieja pasión por el tango y las milongas, fatigados de su pasión por el folklore, los adolescentes rioplatenses empezaban a coronar ahora a los orangutanes, a pasearlos en triunfo.
El proceso que nació en La cantina de la nueva ola, hace dos años, estaba estallando de una manera impensada: Mejía y Vanés, a través de RCA Víctor y del Canal 11 primero, del Canal 13 y de la editorial Korn después, engendraron sus mitos detalle por detalle. Desde la grabación de sus discos iniciales y la promoción periodística hasta la organización de sus presentaciones en bailes y en ciclos de televisión, cada gránulo de arcilla pasó por sus manos. Los dos enseñaron a Tedesco, a Lavié y a Jolly Land cómo debían sonreír o mirar lánguidamente, qué noviazgos debían inventarse, qué palabras debían pronunciar, qué sueños estaban forzados a soñar.

El caso límite
Lo difícil es descubrir dónde está la pasta que se busca: en febrero de 1962, el letrista Dino Ramos creyó adivinarla en la figura de Palito Ortega, un muchacho silencioso que compartía con tres correntinos, cabecitas negras, como él, el desvencijado cuarto de una pensión de la calle Billinghurst. Por esos días, Ramón Bautista Ortega quería llamarse Nery Nelson y esperaba ávidamente el momento en que podría comprarse un saco brillante, quizá de seda; Ramos lo presentó a Mejía y consiguió que Palito grabara dos canciones que él, Dino, había escrito expresamente para la ocasión: María y Escalofrío. Fue un fracaso, de modo que reservaron la canción restante, 'Sácate la careta', para el rubicundo Johny Tedesco. A esa altura, Vanés estaba resuelto a persistir con Ramón Bautista; lo convenció de que empleara Palito como apelativo, le dio aluvionales peroratas sobre la necesidad de sonreír para conquistar al público, derramó sobre él todas las bendiciones de Dale Carnegie: Ortega, sin embargo, no parecía fácilmente maleable; no tan maleable, al menos, como lo habían sido Tedesco o Jolly Land.
—La primera vez que Palito enfrentó al fotógrafo —cuenta Vanés—, no hubo manera de hacerlo sonreír. Utilizamos el viejo recurso de los ingleses, enseñándole a pronunciar la palabra cheese (queso), pero ni así vimos dibujarse una sonrisa aceptable en su cara. Entonces pensé que lo mejor era exhibirlo tal como era, con su gesto triste y medio de desamparo. Al ver las primeras placas, me di cuenta de que no hacía falta nada más. Quedaban mejor las cosas con su languidez que con su falsa expresión de alegría.
Eran los meses en que irrumpía La cantina de la guardia nueva, y las promociones publicitarias de Mejía y Vanés se preparaban "globalmente", si hay que atenerse a lo que ellos dicen: "Sucede que Palito gustó más que los otros —explica el ejecutivo de RCA—. Tal vez porque siempre fue un tipo hábil y talentoso, que sabe sacar todo el partido posible de las oportunidades que se le ponen delante". El ejemplo inverso parece ser, aunque ninguno de ellos quieran confesarlo, el de Johny Tedesco, un impulsivo que fue derrumbándose a fuerza de "manejarse con ideas propias, de confundir el talento con los "pullovers" extravagantes imaginados por su tejedora".
Tras el fiasco de 'Escalofrío', en el otoño de 1962, se dio a Palito Ortega la oportunidad definitiva de 'Dejala, déjala', un rock brioso compuesto por Dino Ramos. Fue un golpe explosivo, el nacimiento de la fama. A fines de ese año, en noviembre, La cantina se desplazó al Canal 13, transformó su título en El club del clan, y resultó la esfera donde Ortega, casi sin quererlo, sobrepasó a Lavié primero y a Tedesco finalmente.

Los padres terribles
Antes de irrumpir, cada uno de los jóvenes cantantes acepta sacramentalmente lo que Mejía y Vanés —o el protector que les toque— piensa y decide por ellos, como una manera de acostumbrarse a aceptar también lo que dispongan cuando llegue la fama. "No es muy difícil lidiar con estos chicos —dice Mejía—, porque al principio todos vienen aquí con el mismo problema: falta de dinero. Hay que ayudarlos. Al cabo de un tiempo, esa ayuda puede resultar una excelente renta."
Crear mitos, imaginar para ellos una cara, un temperamento y una manera de vivir es, si uno advierte el entusiasmo que Mejía y Vanés ponen en esa tarea, un juego tan apasionante como el de los ingenieros electrónicos ocupados en engendrar robots. También es igualmente difícil: "Todo principia —cuenta Mejía— cuando seleccionamos un grupito de los tantos que quieren ser estrellas y trabajamos fuerte para promoverlos. El próximo hombre que lanzaremos se llamaré Rolo Moreno: acuérdense de esas iniciales". Son las mismas de Ricardo Mejía, las RM que él ha puesto como distintivo de su nueva empresa, una grabadora de discos.
Gobernarlos es más fácil que obligarlos a encontrarse consigo mismos. Vanés se acuerda del saco brilloso que Palito Ortega añoraba para sí, de cómo fue destruyéndole esa ambición, despaciosamente: "Lo único que necesitás es una remera lisa y un pantalón simple, nada más —le habría dicho en abril de 1962—. Y el pelo un poco más corto, tal vez".
—Hay que repetirles todo unas tres o cuatro veces —explica Vanés—, con paciencia de pedagogo. Generalmente, estos chicos no han pasado la escuela primaria. Y como en la escuela, los que salen adelante son los más inteligentes, los que se dejan manejar con menos remilgos. Hay que mostrarles cómo ha cambiado el mundo, descubrirles que han muerto los días en que los grandes artistas eran bohemios, borrachos y tuberculosos. Ahora, los que salen adelante saben invertir bien sus pesos, tienen sentido práctico, se preocupan por comprar rápidamente un automóvil. Pero todas esas dotes tampoco bastan por sí solas: cuando un chico no sabe comunicarse con la gente, está perdido. Usted a lo mejor tiene un amigo en la revista Radiolandia, otro en Antena y un tercero en algún diario fuerte tipo El Mundo o Clarín, pero no puede tener amigos en todas las publicaciones del país. De modo que si un cantante no sirve, los entusiasmos de una mitad del periodismo no sirven para contrarrestar la mala opinión de la otra mitad. Mucho menos, para hacerle frente a la indiferencia del público. Ahí tiene usted a Palito Ortega —dice Vanés, limpiando con un pañuelo el vidrio de sus anteojos—: en 1963, su cara apareció en la portada de 15 revistas, y fue el único caso, me parece, en que Radiolandia dedicó su tapa -a un cantante que no había hecho cine.

Los grandes engranajes
Un ser humano, llámese Rita Pavone, Johnny Halliday o Paul MacCartney (el querubín de The Beatles), termina por ser menos eso que una industria prodigiosa, donde las decenas de millones conquistadas por su voz alimentan a centenares de protectores y de servidores. Mejía calcula que Palito Ortega, él solo, produjo unos 50 millones de pesos hasta la fecha; no indicó, sin embargo, que el 20 por ciento de esa cifra corresponde a su representante. Sólo en el rubro venta de discos suele llegarse a los 250.000 pesos diarios.
Pero la complicada fábrica tiene sus ramas más allá de los discos, de los bailes, de la televisión y de todos los infinitos átomos que componen la esfera del espectáculo: ahora ha empezado a inundar la literatura. A fines del año pasado, la editorial Julio Korn atiborró los quioscos con un librito de 56 páginas, Simplemente extraño... cuya tapa y contratapa incluían fotos de Palito Ortega. A fines de febrero, la tirada había superado los 25.000 ejemplares (a razón de 48 pesos cada uno) y estaba por lanzarse la tercera edición. Los ejecutivos de la editorial, Ricardo Korn y Félix Lipesker, se muestran sin embargo menos devotos de las aptitudes líricas demostradas por Ortega que de sus arrasadoras victorias como compositor: la partitura de 'Decí por qué no querés' (una canción que 'El Emporio de la Loza' acaba de comprar en cien mil pesos para transformarla en jingle publicitario) alcanzó una tirada de 30.000 ejemplares; la versión en disco excedió las 100.000 copias y proporcionó a Ortega el llamado Disco de Oro.
Otro de los engendradores, Ben Molar (cuyo auténtico nombre es Mauricio Brenner) admite, como los demás "padres terribles", que elaborar una personalidad famosa no consiste en deformarla, sino en acentuar sus rasgos naturales: cuando él lanzó a Juan Ramón, de 24 años, "sólo tuve que instruirlo un poco en cuanto a pelo y vestimenta. Lo más importante fue convencerlo de que cambiase el repertorio. En estos casos hay que buscar siempre lo que la gente está esperando que canten. Por ejemplo, cuando uno va a un restaurante y el mozo no necesita que se le den demasiadas explicaciones para entender lo que uno quiere, no hay más remedio que sentirse halagado. Con los consumidores de música pasa lo mismo". Ben Molar ha metamorfoseado a Juan Ramón en una antípoda de Ortega, ha sustituido la hurañez de éste por la entrega absoluta de aquél: "Juan Ramón —dice— se siente obligado a dejarse besar, morder, abrazar. Este año, en un baile de Carnaval, cuando alargó su mano desde el escenario para estrechar una de las muchas que se le tendían, sintió que una chica lo tironeaba hasta forzarlo a caer sobre la pista de baile. Lo dejaron en paz cuando ya estaba medio desnudo."

El mito en confesión
Esa larga letanía que renuentemente asegura "no finjo, me muestro tal como soy", es también la primera que reza el propio Palito Ortega cuando uno se encara con él, mirándolo arrojarse displicentemente sobre un sillón, sin fumar ni beber casi, y observando el mundo como si dentro de él no ocurriese nada.
—Es que soy un introvertido —se define Ortega—, un tipo franco cuyas únicas armas consisten en saber qué quiero y adónde voy. Por eso me siento lleno de fuerza cuando tengo que pelear y lleno de debilidad cuando me sumerjo en el amor y en la ternura.
Cada vez que Ortega canta, omite cuidadosamente la sonrisa. "Pero no lo hago por inspirar lástima ni por parecer triste —asegura, con vehemencia—. No me sonrío sólo porque tengo un carácter rebelde."
Se siente un ídolo, ciertamente, y cree que lo es por esa voluntad de no fingir que lo sostiene, por su afán de mostrarse ante la gente ni más arriba ni más abajo de lo que esa gente está. "El gran problema de muchos intelectuales —reflexiona— es que hablan en un lenguaje suficiente que no sirve para la comunicación humana."
Palito confiesa que ahora la fama no lo ha modificado, que se siente tal como se sentía en 1950, a los 9 años, cuando andaba por las calles del ingenio Mercedes, en Tucumán, voceando el diario La Gaceta y volviendo a la casa de su padre electricista en plena siesta, a las 3 de la tarde, después de haber perdido media hora, no más, en voltear pajaritos con su honda. Para los cosechadores y los peladores de caña, en su provincia, Buenos Aires era entonces —como ahora— la ciudad dorada donde es fácil vivir y el dinero se recoge a paladas en las esquinas. De modo que por eso, a los 15 años, se subió a "un tren de palo" y se enterró en la ciudad, primero sosteniéndose con "la casa y comida que me daban en un café de Corrientes y Pasteur por limpiar, hacer de mozo y ayudar en la cocina", y después compartiendo en una pensión de la calle Billinghurst las malandanzas de tres correntinos que vivían de robar zapatos y revenderlos.
Hasta que por fin descubrió que la música le gustaba y se incorporó a Carlinho y su bandita, "para llevar los bagayos". Durante tres años, desde 1956 hasta 1959 atravesó con ellos todo el país, Tucumán incluido, supliendo al guitarrista o a los que tocaban el pandeiro, hasta que la providencial protección de Mejía lo desplazó al lugar donde ha llegado.
Sabe que no canta bien y no le importa reconocerlo, "porque hoy el secreto no es cantar de una manera perfecta, sino cantar con un poco de gusto. Ahí tiene usted a los grandes tenores o barítonos; siempre terminan por mecanizarse". Cuando compone, suele encerrarse a oscuras en su cuarto, por la noche, a solas con la guitarra y un grabador magnetofónico: tararea los acordes que se le ocurren de repente, uno tras otro, sin tregua, durante horas, y al día siguiente oye de un tirón lo que ha grabado, selecciona los mejores acordes, los va empalmando y los corrige poco a poco. Es demasiado, quizá, para alguien que no pudo ir más allá del sexto grado y que rara vez tiene tiempo para leer (Neruda, a veces).
Mientras habla despacio y cuenta su cansancio, las tres o cuatro horas que duerme por día, la necesidad de expresarse a través de la música "como una chica delata su entusiasmo a través de un chillido", describe también cuánto gana, sin ocultamientos, "porque para qué, si son inútiles los escondrijos: al mes redondearé quizá el millón y medio de pesos, pero de esa cifra hay que descontar lo que le corresponde a mi representante (20 por ciento), el sueldo de los músicos y los impuestos. De manera que al final me quedo con 600.000 o poco más, lo suficiente como para poder comprarle una casa al viejo en Floresta, el más arbolado suburbio de Tucumán, y un departamento para mí en Belgrano, que servirá para el día en que me case con Martha González, el año que viene seguramente". Ortega recibe 40.000 pesos cada vez que actúa en el ciclo Sábados continuados, de Canal 9; 200.000, por ejemplo, durante un día de actuación en La Plata; 300.000 argentinos por participar de una audición de radio e ir a un baile en Salto, Uruguay. Quizá por eso, Ortega ha aprendido a no pensar en la vejez. "Aunque a veces, con Martha —dice— nos ponemos a hablar de cuando lleguen los nietos y podamos sentirnos verdaderamente realizados."

El telón de fondo
Este tumulto de tótem que han reivindicado los alaridos, los más salvajes desplantes de histeria, las voces onomatopéyicas a la manera de yeh-yeh, ohohoh y eeeh, está obligando a reflexionar a mucha gente: ¿por qué yace cierta respiración animal en las explosiones colectivas suscitadas por estos mitos?, ¿por qué han logrado infiltrar en los adolescentes de estos años una misma manera de gesticular, de moverse, de peinarse, de chillar?, ¿por qué, en definitiva, han relegado al tango y a los ritmos definidos como argentinos, llámense milongas, cielitos o cuecas, al nivel de la música para minorías?
Uno de los mejores compositores latinoamericanos, Juan Carlos Paz, confesó que no tenía opinión formada sobre estos interrogantes: "No he podido escuchar a ninguno de esos muchachos. Mejor dicho: no he tenido ni siquiera la curiosidad de escucharlos. Generalmente, no me interesa este tipo de manifestaciones populares. Mi mayor limitación, tal vez. consiste en eso". Pero fuera de Paz, no hubo otro músico de primera línea que aceptase responder. Alberto Ginastera se excusó al ser interrogado: era un tema para ser mirado por arriba del hombro.
Los tres especialistas consultados en el Instituto de Sociología de la Universidad de Buenos Aires replicaron a ese silencio con otro silencio: "Hay que reflexionar sobre el tema, no hemos pensado detenidamente en esos fenómenos".
Con más decisión, Korn y Lipesker subrayan que "los nuevos ritmos que están imponiéndose son absolutamente extranjeros y hay que decirlo. Pero quienes los escriben son de aquí, de la Argentina, y nos ayudan a competir con los twists de USA que estaban invadiéndonos. Nunca se ha tocado tanta música nacional como en este momento: Francia nos envía 20 millones de pesos anuales por derechos de autor. Los argentinos, en cambio, corresponden con sólo un millón y medio".
Pero es la devoción por los ídolos lo que también mueve a asombro, el hecho de que la canción 'El orangután' cree cierto mimetismo entre los fanáticos. Del mismo modo que The Beatles lograron irrumpir -este año en el Carnegie Hall, quizá pueda presumirse que Palito Ortega, culminación y síntesis de este movimiento, tiene idéntico derecho a ocupar el escenario del teatro Colón, en Buenos Aires. Juan Carlos Paz habla de "manifestaciones populares". Pero, ¿hasta qué punto lo son?, ¿hasta qué punto constituyen una mera manía, un rapto de histeria que perderá en poco tiempo su potencia aluvional?
En 1943, cuando persistía en la Argentina la hegemonía del tango, Enrique Santos Discépolo contó a un periodista de qué manera componía sus obras: "¿Ves a ese tipo en la esquina? —le dijo—. Míralo cómo se repliega sobre sí mismo, cómo se asusta porque tiene rota la capellada del zapato, cómo se aplasta el pelo y silba bajito. ¿Te das cuenta? Yo lo sigo a ese tipo un par de cuadras, me meto dentro de su carne y pienso: ¿qué le gustaría a este hombre que yo escribiese para él? Y cuando creo saberlo, lo escribo". Ortega ha contado que, por lo contrario, a él no le importa expresar a los demás, sino expresarse a sí mismo. La diferencia, acaso, estriba en eso: en que la pasión por el ser humano ha terminado por ceder paso a los dum-dum, a los tamborileos, a la histeria de sentirse llama por un momento, aunque se tenga la certeza de que el final de toda llama es la ceniza.
Pero si estas canciones no son expresiones populares argentinas, si los sociólogos y los psicoanalistas piden tiempo para pensar en el fenómeno que suscitan, si los músicos se desinteresan por esa metamorfosis que de algún modo los toca, ¿quiénes deben explicar lo que pasa? Ya lo están haciendo las multitudes que las cantan y que entran en éxtasis ante ellas. Es la música que quieren, en Buenos Aires o en Tokio, acaso porque más allá de su liviandad están más de acuerdo con esta época y con sus sobresaltos, porque ayudan a escapar de la rutina, a convertirse durante un momento en Palito Ortega o en Johnny Halliday. De creerse ni más ni menos que seres humanos de la década del 60, enquistados entre el peligro nuclear y la chatura de siempre. Y lo creen en líneas que son ampulosas o rústicas, como lo eran las que François Villon cantaba hace 5 siglos o Carlos Gardel hace 30 años. A través de estos versos, por ejemplo: "... qué lindo que hubiera sido que te casaras conmigo".
¿O será ésa, su manera de incorporarse al mundo?
Revista Primera Plana
17.03.1964

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Palito Ortega