"SOY TAN SOLO UN MEDICO VULGAR Y SILVESTRE"
(ALBERT SCHWEITZER)
Un día en Lambarené
Albert Schweitzer

Muchas veces, una reunión se dividió entre aquellos que estaban por Schweitzer y aquellos que estaban en su contra. Muchas veces se dijo que había desechado sin razón los recursos más modernos de la medicina y que la austeridad del hospital de Lambarené no era ni adecuada ni imprescindible. También se lo acusó de tener para con los nativos una actitud "colonialista". Otros lo consideraban simplemente un santo, pero tanto los primeros como los segundos ignoraban la real naturaleza de este hombre.
Cuando el fotógrafo George Silk y yo decidimos visitarlo estábamos llenos de curiosidad por este hombre que desde una remota comunidad perdida en la selva seguía siendo objeto de interés para el resto del mundo. El hombre que nació en Alsacia, murió en un caserío de techos rojos y muros encalados sobre el río Ogowe, a diez minutos de lancha de Lambarené. Alrededor de él se habían reunido otros treinta blancos más, médicos, enfermeras, ayudantes, que dedican su vida a atender a la comunidad nativa. Quinientos pacientes y sus familias viven alrededor del dispensario, incluyendo algunos casos de lepra no contagiosos. En Adolinanongo hay mil o mil quinientos más —nadie los ha contado nunca— que recibieron durante años la atención del "doctor blanco".
Los días en Adolinanongo y Lambarené se parecen mucho unos a otros, en su intensa rutina. Cada año se realizan cerca de mil operaciones y se traen al mundo entre trescientos y cuatrocientos niños. Hacía años ya que el doctor Schweitzer no curaba ni trataba pacientes. Media docena de médicos lo habían reemplazado en sus tareas después de años de titánica labor. Pero no todo el trabajo es médico: hay que reparar carreteras, cortar leña, cuidar la huerta del hospital, lavar la ropa, pintar los techos contra la corrosión y acumular troncos para la estación lluviosa cuando los camiones no pueden transitar.
Por la mañana el doctor Schweitzer recorría su pequeño dominio para verificar que todo se hacía en orden y que la paz tan difícilmente conquistada era un don equitativamente distribuido entre sus fieles.
Aquel día comenzamos nuestro paseo con Schweitzer por la casilla del antílope enano que vivía al pie de su escalera.
"¿Sabe usted por qué tengo antílopes y cabras aquí?", me preguntó. "Por el estiércol. Lo necesitamos como abono para mantener fértil la huerta del hospital".
La filosofía del doctor Schweitzer giró siempre alrededor de un concepto muy simple: "reverenciar la vida", pero a todos sus visitantes les hacía la misma aclaración: las cabras estaban allí no solo porque eran seres animados sino porque además ayudaban a contener la invasión con que amenaza constantemente la exuberante vegetación tropical.

No rechazar jamás a nadie
El doctor cubierto con su casco blanco caminaba colina abajo entre las inmensas palmeras. "¿Se le ocurrió pensar por qué los edificios están alineados de Este a Oeste?". —Era una costumbre típica del doctor Schweitzer hacer preguntas y contestarlas él mismo—. "Para protegernos del sol. De este modo el sol no da en la parte trasera de los edificios mañana y tarde. Como estamos sobre el Ecuador, los rayos no hieren nunca directamente en las paredes laterales. Además las chapas acanaladas de los techos están separadas a veinte centímetros de un contratecho de tablas colocado para amortiguar el calor". Seguimos adelante. Sobre un alero ardiente una joven gabonesa extendía vendas quirúrgicas.
El doctor me señaló los edificios para los pacientes blancos. Unos pasos más y nos detuvimos ante un grupo de mujeres que lavaba ropa. Tachos, tinas, tablas V banquitos. "Son las mujeres de los pacientes que vienen a vivir con sus maridos. Así ayudan a pagar el tratamiento. Si la mujer se enferma es el marido el que viene y trabaja. De este modo cada familia contribuye en algo al hospital".
El doctor Schweitzer sacó una bolsita de lona de su bolsillo, la desató y tiró algunos granos de arroz a las gallinas. "Si escribe algo acerca de las gallinas, sea bueno con ellas", dijo con un destello de ironía en los ojos.
Junto al río bullía la actividad. Había varias piraguas sobre la corriente y otras en seco. En estas embarcaciones se traen pescado, alimentos, enfermos y agonizantes. De regreso se llevan medicamentos, esperanzas, hombres curados, pero también comitivas fúnebres.
Pasamos bajo el largo edificio que sirve de oficinas para los médicos y que alberga también la clínica y el quirófano. Un grupo de negros hacía cola frente a un cartel que decía: "Enfermos nuevos" —aquellos que no habían sido examinados todavía.
El "doctor blanco" interrogó a uno de los hombres sobre su enfermedad.
—Gusanos —fue la respuesta.
—¿Grandes o pequeños?
—Pequeños —contestó el nativo, tratando de esbozar una sonrisa esperanzada.
El doctor Schweitzer me mostró con orgullo aquel grupo de edificios.
"Jamás hemos rechazado a nadie en este lugar", me dijo.
"En realidad no llevamos cuenta", explicó Alí Silver, una de sus colaboradoras más antiguas, "pero algunos han calculado que el hospital de Lambarené ha atendido a medio millón de enfermos en sus cincuenta y dos años".
Con satisfacción el doctor Schweitzer señaló el quirófano, una construcción rudimentaria, como las demás, pero que alberga en su interior una de las pocas concesiones al progreso en Lambarené. Antes que dejara de operar, Schweitzer alivió los sufrimientos de muchos enfermos en aquel humilde edificio con recursos infinitamente más primitivos que los que existen ahora. Aquella mañana se habían realizados dos operaciones y otras ocho estaban previstas para el resto del día. En un caso el doctor Rudolf Ritz, de Suiza, habla operado un paciente de un ganglio tuberculoso en el cuello. El hombre había salido caminando por sus propios medios. En el hospital hubo una operación de cesárea e inmediatamente después el doctor Garoslav Sedlacek realizó una cirugía plástica utilizando el trozo de oreja de un paciente para reconstruir un párpado lastimado por una astilla de madera en el aserradero.

Un "jamais" contundente
Caminamos hacia el Este por la calle que lleva a la plaza del hospital entre filas de pabellones donde descansan los enfermes, y sus familias cocinan y se albergan. A todas horas, los fuegos alimentados por la madera que la selva proporciona generosamente, arden bajo los pucheros donde se cocina el pescado, las legumbres y las misteriosas sopas. De pronto el doctor Schweitzer se detuvo irritado. Una tabla estaba tirada en medio de su camino. Rápidamente ordenó a un muchacho africano que la sacara. Aterrorizado, parecía no entender francés. Alí Silver la retiró y seguimos adelante. Un balde abandonado produjo un nuevo estallido de ira. Schweitzer no tenía una preocupación obsesionada por el orden; lo angustiaba como a todo hombre de edad la posibilidad de tropezar, caer y lastimarse. Nuevamente apareció la bolsita de lona y dio de comer a algunos patos que se cruzaron en el sendero. "¿Nunca come patos ni pollos, doctor?". —"Jamais".
Detrás de las nuevas construcciones nos detuvimos frente a un alto cerco de alambre tejido. Del otro lado se contemplaba un espectáculo que ha inspirado las páginas más emocionadas del doctor. "Esa es la selva primitiva", dijo con un amplio gesto de la mano hacia la tenebrosa vegetación. "Hay frutas ahora. Hemos traído bananas, pomelos, mangos, manzanas. La única fruta que daba antes esta tierra era el ananá".
Pasamos junto a una pila de madera petrificada: "La usamos como pedregullo para el hormigón. ¡Cuidado!" gritó el doctor. El respeto por la vida era el rasgo más auténtico de este hombre admirable. Dos caravanas de hormigas cruzaban la calle y al anciano no le hubiera gustado que un amigo suyo las pisara. Las hormigas avanzaban en columnas de tres centímetros de ancho a gran velocidad. De tanto en tanto mensajeras y exploradoras se desprendían más rápidas de los extremos de la columna.
"Son los mejores amigos que tenemos" nos explicó Joan Clent, una enfermera inglesa. "Limpian todos los desechos. Son los basureros de la comunidad. Si muere un animal se encargan de dejar los huesos limpios. Claro que si lo pican a uno, duele. Pero son amigas. Si alguien escupe en la calle, se juntan y no dejan nada. Desearíamos que la gente fuese tan laboriosa y colaboradora como ellas. Son un verdadero ejército de trabajo y tratamos de no matar ninguna".
A pocos pasos de las hormigas, el doctor señaló un "árbol de pan", con dos animales atados al tronco. Nos acercamos y fuimos presentados a Plum-plum, el chimpancé, y Cleopatra, la gorila.
Algunos leprosos —casos de lepra interrumpida— estaban repartidos por el patio, trabajando en lo que podían. Algunos cortaban la leña en astillas para alimentar el fuego de las grandes calderas donde se hierve el agua para beber y lavarse los dientes. Varios tejían canastas. Aunque el patio parece a menudo un circo con varias pistas, ocasionalmente hay funciones extraordinarias, a cargo de vedettes exclusivas. Un chimpancé se escapó de su jaula y una gallina lo corrió por todo el lugar. En una oportunidad una gran pitón trituró y devoró una cabra a pocos metros de distancia.

Una república evangélica
Cuando no paseaba por los terrenos y los edificios de su hospital, Schweitzer pasaba gran parte de su tiempo leyendo, escribiendo y trabajando en su habitación, pequeña y austera. A través de una de las ventanas podía ver al mismo tiempo las tres cosas que más significaron para él durante su vida. El ancho y lento río que corría al fondo detrás de los árboles y el sendero por donde llegaban los enfermos. Hacia la izquierda, el jardín, que cultivaba para satisfacer sus gustos vegetarianos, y del otro lado del sendero, la cruz de cemento que marcaba el lugar donde reposan las cenizas de su esposa. La inscripción reza: "Aquí yacen las cenizas de Elena Schweitzer Bresslau, nacida el 5-1-1878 y casada con Albert Schweitzer el 18-6-1912. Llegó a Lambarené el 1-8-1913 para fundar, junto con él, el hospital para los indígenas. Murió en Zurich, el 1-6-1957". Una cruz más señala ahora a poca distancia la tumba de Albert Schweitzer.
Su mesa de trabajo era una confusión de cartas recién recibidas, viejas plumas, algunas revistas, un lente de aumento, un tintero. Su personalidad era una combinación benigna de Mark Twain, Albert Einstein y Teodoro Roo-sevelt. Se describía a sí mismo y a su obra con una sencillez franciscana: "Soy solamente un médico vulgar y silvestre. Todo lo que quise fue fundar un pequeño hospital. Pero los pacientes comenzaron a llegar interminablemente y hubo quienes donaron tierra y otros vinieron a ayudar, de modo que creamos una gran familia. Actualmente tenemos seis médicos y quince enfermeras. Somos una especie de república evangélica. La gente llega y pregunta qué es lo que puede hacer.. Lo hacen, y cuando quieren irse, se van."
Una de las cosas que más lo enojaban eran las críticas, generalmente poco fundadas, de sus detractores. Y trataba de explicar su forma de trabajo entre los nativos: "No era preciso para nosotros un hospital de muchos pisos. Como la tierra es barata, podíamos extendernos sin muchos gastos. Si hubiéramos construido un hospital moderno que separara a los pacientes de su ambiente acostumbrado, el impacto habría sido demasiado grande. De este modo permitimos que las familias vengan y permanezcan con los enfermos. Esto disminuye el miedo de estas gentes que vienen desde el fondo de la selva; su convalecencia es mucho más rápida. Por otra parte, la familia los cuida y los alimenta. Y así podemos atender a gran cantidad de enfermos. El valor de un rostro familiar cerca del enfermo ha sido reconocido en los países civilizados y en algunos casos se han vuelto al sistema que nosotros utilizamos."
Le expresamos que nos sorprendía que su cristianismo no figurase entre la lista de sus realizaciones.
—Oh, bueno, he escrito muchos libros sobre religión. Pero después de todo vine aquí para poner la religión en práctica. El cristianismo se propagará solo cuando se ponga en práctica. Ese es nuestro propósito.
La auténtica valoración de la contribución de Albert Schweitzer a la humanidad es un tema que preocupa desde hace tiempo a historiadores y teólogos. Vadie podía, sin embargo, pasar más de una semana con el doctor y con su equipo sin verse envuelto en discusiones acerca del impacto que este anciano gigante blanco, lejos de la civilización, ha provocado en los hombres.
La valoración debería comenzar reconociendo que Schweitzer hizo lo que se propuso: auxiliar a los enfermos del África. Sobre esto las discusiones no son demasiado encarnizadas. Pero donde las opiniones se dividen realmente es en el análisis de las proporciones de su contribución a la ética, al cristianismo y a la filosofía occidental. Quizá podría sintetizarse todo su pensamiento en aquella premisa fundamental: "reverenciar la vida". El elemento básico reside en una voluntad de vivir: "Yo soy vida que desea vivir en medio de otras vidas que desean vivir". Schweitzer llegó a la conclusión de que la vida que transcurre fuera de una persona es en cierta medida una extensión de su propia existencia. En la medida en que se toma conciencia de ello, uno adquiere un sentimiento de responsabilidad mayor frente a todas las criaturas.
La existencia material de Albert Schweitzer ha terminado. Su cuerpo reposa confundiéndose con la tierra negra y húmeda de África. El médico, el concreto soñador que construyó hospitales en la selva, el exquisito intérprete de Bach que asombró a las audiencias europeas ha dejado para siempre su sombra y su leyenda planeando sobre los techos rojos de Lambarené,. junto al río lento y oscuro. Un mundo empobrecido por la pérdida del "gran brujo blanco" espera que otros hombres prosigan su Evangelio práctico de caridad y abnegación.
Hugh Moffett
Revista Panorama 10/1965

Albert Schweitzer

 

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