REPORTAJES CASI REALES
Por GREGORY SHEERWOOD

ANTON KARAS DESCUBRE AL "TERCER HOMBRE" CUANDO ESTA HARTO DE LA LUCHA POR LA VIDA
Anton Karas

-Qué diablos!... Lo mío no tiene sentido, se lo puede tomar como uno de los ejemplos más acabados de lo absurda que es la vida. Ayer, ¡nada!; ahora, el dinero que me diluvia de todas partes, poco menos que ahogándome, los empresarios que me acosan como si tuviera cuarenta y cinco cerebros... ¡Qué diablos! ¡No puede ser! ¿Para qué quiero yo tantos millones?... Al diablo los empresarios que deseen contemplar este abismo maravillosamente infernal; la semana que viene iré a Finger Lake, después dos semanas en Atlantic City, cuatro en las Bermudas, y de allí a Londres. En Londres quizá vuelva al palacio de Buckingham. Así como Strauss quedó prendado de la tremenda simpatía de la gran Elizabeth I, yo quedé enamorado de Elizabeth II... ¡Qué diablos! No está mal: ¡Un músico de hosterías en el palacio de Buckingham y enamorado de la reina de Gran Bretaña!... Un buen dato que recogerá la historia cuando hable de mí...
El monologante se interrumpe, no porque hubiera agotado el tema, sino porque las ideas y los recuerdos le arrastran con ímpetu torrencial, abismándole en sí mismo, haciéndole olvidar momentáneamente, a modo de pantallazos, lo que le rodea, incluso a mí, que, con papel y lápiz en las manos, estoy a su lado, en el mismo sofá, como aguja de cardiograma, anotando todo lo que dice para que el relato que haré luego sea más fiel, más completo. Se produce una pausa, que sólo interrumpe el bronco e interminable rugido que, como entre cajas, viene de afuera, por fin, el pantallazo cesa y mi entrevistado agrega, asido a la cola de una idea leit-motiv de su largo monólogo:
—Anton Karas en el palacio de Buckingham... ¡Qué diablos! ¡No está mal! Anton Karas prendado de la simpatiquísima reina Isabel... Fantástico, ¿verdad, míster Sheerwood?
—Sí; fantástico como suelen ser muchas cosas escritas en el libro del destino.
—¿Escritas en el libro del destino?... ¡Diablos! No está mal la metáfora. Pero ¿por qué el que escribe en el libro del destino se acordó tan tarde de mí, a los cincuenta y dos años? ¿Por qué siendo yo estudiante fui reprobado por la misma composición que veinticinco años más tarde me lanzaría violentamente a la fama y la fortuna?... ¡Eh! ¿Por qué?
—Porque el hombre es medido por el hombre y no hay dos hombres que usen la misma medida. Unos utilizan el metro; otros, la vara; aquéllos, la simpatía; los de más allá, el interés propio; éste, la envidia; aquél, la astucia orillando la delincuencia; ése, la inepcia que le acompaña como tara congénita, pese al puesto clave que ocupa; el otro, la sagacidad capaz 'de ver más allá de las propias narices...
—Usted lo he dicho: ¡la sagacidad que permite ver más allá de las propias narices! Es precisamente lo que pasó con míster Reed cuando apareció en aquella taberna del suburbio vienés. Pero ¿por qué míster Reed se me cruzó en el camino cuando yo estaba doblando la esquina de los cincuenta?
Otro pantallazo, y Anton Karas vuelve a sumergirse en sí mismo, mientras el rumor sordo, formidable e interminable llega hasta nosotros perforando las paredes. Estamos en "El Puente del Arco Iris", uno de los hoteles más suntuosos que orillan las cataratas del Niágara. ¡Por fin pude verlas a mis anchas! Después de la entrevista de la semana pasada a William Dean, de Rochester, el general que mató cuarenta mil moscas, volví a Búffalo en "bus", y dos horas después estaba en Niágara Falls, que todos los veranos se convierte en uno de los centros turísticos más concurridos de la Unión; y aquí, en el mismísimo extremo de La pasarela que cuelga sobre el abismó del Niágara, dos que se saludan a mi lado a grandes voces:
—¡Aló, Karas!
—¡Aló, Bastian!
—¿Qué haces en América?
—Me llamaron de Hollywood para poner música a una docena de películas. Aprovecho para descansar.
—¿Solo?
—Solo. Johanna se quedó en Viena con el tercer hombre.
Escuchar aquello y tomar yo del brazo al llamado Karas fué la misma cosa.
—¿Es usted, por ventura, Antón Karas, el que escribió la música de "El tercer hombre", esa melodía que estuvo cantando y silbando el mundo entero durante dos años, esa música que en 1949 produjo al autor cerca de medio millón de dólares?
—El mismo. ¿Cómo lo sabe usted? ¿Acaso es inspector de cuentas bancarias o de la oficina de impuestos?
—No; soy periodista.
—¡Periodista!... No necesito que me diga a qué vienen sus preguntas. Me he habituado a les periodistas; mucho de mi prestigio se lo debo a los periodistas; los periodistas suelen magnificar la importancia de los individuos y la de ciertos acontecimientos; los periodistas son campanas de publicidad. ¡Bienvenida la publicidad!... ¿En qué puedo servirle?
Antón Karas se puso inmediata e incondicionalmente a mi disposición. Se despidió del amigo, volvimos "Al Puente del Arco Iris", y aquí estamos sentados en el mismo sofá, contándome la historia de su vida. ¡Interesantísima! Considero la existencia de Antón Karas como la más absurda paradoja, contrasentido inexplicable. Vale la pena conocerla para reconfortamiento de muchos que se consideran defraudados por la vida. Siendo hijo de obrero, de mecánico, Antón Karas nació en un suburbio de Viena; su infancia y su adolescencia fueron tremendamente grises; conoció la hambruna; fué estudiante mediocre, uno de los tantos empantanados en la mitad del ciclo secundario. Una noche, hartado del
hijo, el progenitor le pone poco menos que una pistola en el pecho, urgiéndole:
—Elije: estudias en serio o te vienes conmigo a trabajar ele burro en el taller.
—Prefiero estudiar, pero música —responde Toni, que desde galopín parece alérgico a los trabajos pesados, sobre todo en el torno y en la fresadora.
—¿Música?... En Viena solamente hay cinco mil músicos que viven de sus instrumentos... empeñados en el Monte de Piedad. ¡Te morirás de hambre!
—El abuelo dijo siempre que yo tenía predisposición para la música, para el piano, como él.
—Perfectamente: estudiarás el piano, como lo pedía tu abuelo.
—Es que el piano no me interesa, sino la... ¡cítara!
Al viejo Karas casi le da un síncope. Para él la cítara es pasatiempo de montañeses, un instrumento híbrido, bastardo, medio arpa medio guitarra, de sonidos secos, ásperos, rápidos, primitivos.
—Como quieras. Estudia la cítara y dentro de diez años te veré tocarla en las esquinas pidiendo limosna.
Hans Karas yerra el vaticino por una pulgada. Después de cuatro años en el conservatorio y de otros tantos en la academia de música, Antón Karas se presenta al examen del último curso con una pequeña composición musical, que ejecuta y explica al tribunal de calificación. Aprueba con el puntaje estrictamente necesario para graduarse de profesor de música, pero su composición para cítara es rechazada por insulsa, absolutamente huérfana de valores musicales. El día que estuvieron a punto de "bocharlo", Antón Karas cumplía veinte años. Seis meses más tarde conseguía ubicarse como ejecutante de cítara en una hostería de mala muerte, en las afueras de Viena. A los veinticuatro años contrae nupcias. Vienen los hijos, crece la familia, los cuartos, los gastos; los único que Se mantiene siempre en el mismo nivel —a veces se viene abajo en picada— son sus magros ingresos. El tiempo sigue su marcha y Antón Karas está siempre en el mismo pantano: un mes aquí, otro allá. Su itinerario son las tabernas, las hosterías, a veces los fondines de los suburbios... ¡Qué horror! Así durante veinticinco años: tocando siempre la cítara, sin pena ni gloria. Pero una noche, la del 22 de octubre de 1948, mientras toca su instrumento en una de las típicas tabernas de Sievering, pequeña localidad de la periferia capitalina, famosa por sus vinos, entra un grupo de turistas que pide de comer, y sobre todo, de beber. Mientras los forasteros charlan, ríen y devoran, la orquestina toca su largo repertorio de motivos del folklore austríaco; los otros continúan comiendo, charlando y bebiendo. Por fin, los músicos hacen un paréntesis; cuatro abandonan la tarima de la orquesta, el quinto se entretiene leyendo un diario, luego lo tira sobre una silla, toma la cítara y se entretiene en pulsar las cuerdas, mariposeando sobre pequeños motivos. Alguien a su lado le pregunta:
—¿Qué tocaba usted?
—Una composición mía de los tiempos de estudiante.
—Repítala, por favor.
Antón Karas complace una, dos, cinco, diez veces, y el forastero termina explicando su interés:
—¡Es justamente la melodía que busco en vano desde hace seis meses para la película que estamos filmando aquí, en Viena! Soy Reed, productor de "El tercer hombre". ¿Puede usted ir mañana a mi hotel? Me alojo en el Astoria.
—Naturalmente que puedo.
Lo que sucedió después parece fábula. Luego de la entrevista en el Astoria de Viena, Antón Karas es inmediatamente llevado a Londres para ajustar aquella frustrada composición suya de hacía veinticinco años al tema de "El tercer hombre", recibiendo como anticipo... ¡cinco mil libras esterlinas!
Una suma fabulosa para el pobre Antón Karas. Por fin, la producción es entregada a los cines del mundo; la melodía de "El tercer hombre" se pega instantáneamente al oído de las multitudes; se imprimen millones de ejemplares; se graban millones de discos.
Mientras la fortuna diluvia copiosa, inagotable, Antón Karas es invitado a tocar su famosísima melodía en el palacio de Buckinghan, en presencia de la reina de Gran Bretaña y de su apuesto consorte; las empresas cinematográficas de Inglaterra, de Francia, de Alemania y de Hollywood le reclaman urgentemente, ofreciéndole el oro, el moro y los cuarenta y cinco camellos de marfil, lo mismo que ahora con Gina Lollobrígida.
He ahí lo tremendamente paradojal, lo terriblemente desconcertante. Antón Karas ha subido a lo alto de la fama y de la fortuna gracias al trampolín de su composición rechazada hacía veinticinco años. ¿Qué habría ocurrido si aquella noche del 22 de Octubre de 1948 Carol Reed hubiera estado en cama con. gripe, o se hubiera fastidiado con su mujer y en lugar de llevarla a la taberna de Sievering se hubiera quedado a comer en el hotel Astoria?... Más aún: ¿Qué habría ocurrido si en lugar de quedarse tocando la cítara, el músico hubiera abandonado momentáneamente la tarima con sus compañeros para tomar un vaso de cerveza en la trastienda? No sabríamos un pito de Antón Karas! Antón Karas continuaría sumergido en el mar denso e inmenso del más negro anonimato.
Es evidente que el hombre nada puede contra esas maniobras del destino.
—¡Qué diablos! No puedo dejar de estremecerme cuando pienso que míster Reed pudo pasar de largo, sin escuchar mi melodía en la cítara —exclama mi entrevistado—. ¿Alguna otra pregunta, míster Sheerwod?
—Sí: dos más. ¿Quién es Johanna?
—Mi esposa.
—¿Quién es "El tercer hombre" que está en Viena... con su esposa?
—"El tercer hombre" es uno de los más hermosos restaurantes de Viena que instalé con las primeras diez mil libras esterlinas que me produjo la melodía comprada por mister Carol Reed. "El tercer hombre" está a cargo de mi mujer y de mis hijos. Si algún día va a Viena no deje de visitarlo: está en una de las esquinas de la Josephplalz.
Revista Mundo Argentino
24.08.1955

Anton Karas

 

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