-Qué diablos!... Lo
mío no tiene sentido, se lo puede tomar como uno
de los ejemplos más acabados de lo absurda que es
la vida. Ayer, ¡nada!; ahora, el dinero que me
diluvia de todas partes, poco menos que
ahogándome, los empresarios que me acosan como si
tuviera cuarenta y cinco cerebros... ¡Qué diablos!
¡No puede ser! ¿Para qué quiero yo tantos
millones?... Al diablo los empresarios que deseen
contemplar este abismo maravillosamente infernal;
la semana que viene iré a Finger Lake, después dos
semanas en Atlantic City, cuatro en las Bermudas,
y de allí a Londres. En Londres quizá vuelva al
palacio de Buckingham. Así como Strauss quedó
prendado de la tremenda simpatía de la gran
Elizabeth I, yo quedé enamorado de Elizabeth
II... ¡Qué diablos! No está mal: ¡Un músico de
hosterías en el palacio de Buckingham y enamorado
de la reina de Gran Bretaña!... Un buen dato que
recogerá la historia cuando hable de mí...
El monologante se
interrumpe, no porque hubiera agotado el tema,
sino porque las ideas y los recuerdos le arrastran
con ímpetu torrencial, abismándole en sí mismo,
haciéndole olvidar momentáneamente, a modo de
pantallazos, lo que le rodea, incluso a mí, que,
con papel y lápiz en las manos, estoy a su lado,
en el mismo sofá, como aguja de cardiograma,
anotando todo lo que dice para que el relato que
haré luego sea más fiel, más completo. Se produce
una pausa, que sólo interrumpe el bronco e
interminable rugido que, como entre cajas, viene
de afuera, por fin, el pantallazo cesa y mi
entrevistado agrega, asido a la cola de una idea
leit-motiv de su largo monólogo:
—Anton Karas en el
palacio de Buckingham... ¡Qué diablos! ¡No está
mal! Anton Karas prendado de la simpatiquísima
reina Isabel... Fantástico, ¿verdad, míster
Sheerwood?
—Sí; fantástico como
suelen ser muchas cosas escritas en el libro del
destino.
—¿Escritas en el libro
del destino?... ¡Diablos! No está mal la metáfora.
Pero ¿por qué el que escribe en el libro del
destino se acordó tan tarde de mí, a los cincuenta
y dos años? ¿Por qué siendo yo estudiante fui
reprobado por la misma composición que veinticinco
años más tarde me lanzaría violentamente a la fama
y la fortuna?... ¡Eh! ¿Por qué?
—Porque el hombre es
medido por el hombre y no hay dos hombres que usen
la misma medida. Unos utilizan el metro; otros, la
vara; aquéllos, la simpatía; los de más allá, el
interés propio; éste, la envidia; aquél, la
astucia orillando la delincuencia; ése, la inepcia
que le acompaña como tara congénita, pese al
puesto clave que ocupa; el otro, la sagacidad
capaz 'de ver más allá de las propias narices...
—Usted lo he dicho:
¡la sagacidad que permite ver más allá de las
propias narices! Es precisamente lo que pasó con
míster Reed cuando apareció en aquella taberna del
suburbio vienés. Pero ¿por qué míster Reed se me
cruzó en el camino cuando yo estaba doblando la
esquina de los cincuenta?
Otro pantallazo, y
Anton Karas vuelve a sumergirse en sí mismo,
mientras el rumor sordo, formidable e interminable
llega hasta nosotros perforando las paredes.
Estamos en "El Puente del Arco Iris", uno de los
hoteles más suntuosos que orillan las cataratas
del Niágara. ¡Por fin pude verlas a mis anchas!
Después de la entrevista de la semana pasada a
William Dean, de Rochester, el general que mató
cuarenta mil moscas, volví a Búffalo en "bus", y
dos horas después estaba en Niágara Falls, que
todos los veranos se convierte en uno de los
centros turísticos más concurridos de la Unión; y
aquí, en el mismísimo extremo de La pasarela que
cuelga sobre el abismó del Niágara, dos que se
saludan a mi lado a grandes voces:
—¡Aló, Karas!
—¡Aló, Bastian!
—¿Qué haces en
América?
—Me llamaron de
Hollywood para poner música a una docena de
películas. Aprovecho para descansar.
—¿Solo?
—Solo. Johanna se
quedó en Viena con el tercer hombre.
Escuchar aquello y
tomar yo del brazo al llamado Karas fué la misma
cosa.
—¿Es usted, por
ventura, Antón Karas, el que escribió la música de
"El tercer hombre", esa melodía que estuvo
cantando y silbando el mundo entero durante dos
años, esa música que en 1949 produjo al autor
cerca de medio millón de dólares?
—El mismo. ¿Cómo lo
sabe usted? ¿Acaso es inspector de cuentas
bancarias o de la oficina de impuestos?
—No; soy periodista.
—¡Periodista!... No
necesito que me diga a qué vienen sus preguntas.
Me he habituado a les periodistas; mucho de mi
prestigio se lo debo a los periodistas; los
periodistas suelen magnificar la importancia de
los individuos y la de ciertos acontecimientos;
los periodistas son campanas de publicidad.
¡Bienvenida la publicidad!... ¿En qué puedo
servirle?
Antón Karas se puso
inmediata e incondicionalmente a mi disposición.
Se despidió del amigo, volvimos "Al Puente del
Arco Iris", y aquí estamos sentados en el mismo
sofá, contándome la historia de su vida.
¡Interesantísima! Considero la existencia de Antón
Karas como la más absurda paradoja, contrasentido
inexplicable. Vale la pena conocerla para
reconfortamiento de muchos que se consideran
defraudados por la vida. Siendo hijo de obrero, de
mecánico, Antón Karas nació en un suburbio de
Viena; su infancia y su adolescencia fueron
tremendamente grises; conoció la hambruna; fué
estudiante mediocre, uno de los tantos
empantanados en la mitad del ciclo secundario. Una
noche, hartado del
hijo, el progenitor le
pone poco menos que una pistola en el pecho,
urgiéndole:
—Elije: estudias en
serio o te vienes conmigo a trabajar ele burro en
el taller.
—Prefiero estudiar,
pero música —responde Toni, que desde galopín
parece alérgico a los trabajos pesados, sobre todo
en el torno y en la fresadora.
—¿Música?... En Viena
solamente hay cinco mil músicos que viven de sus
instrumentos... empeñados en el Monte de Piedad.
¡Te morirás de hambre!
—El abuelo dijo
siempre que yo tenía predisposición para la
música, para el piano, como él.
—Perfectamente:
estudiarás el piano, como lo pedía tu abuelo.
—Es que el piano no me
interesa, sino la... ¡cítara!
Al viejo Karas casi le
da un síncope. Para él la cítara es pasatiempo de
montañeses, un instrumento híbrido, bastardo,
medio arpa medio guitarra, de sonidos secos,
ásperos, rápidos, primitivos.
—Como quieras. Estudia
la cítara y dentro de diez años te veré tocarla en
las esquinas pidiendo limosna.
Hans Karas yerra el
vaticino por una pulgada. Después de cuatro años
en el conservatorio y de otros tantos en la
academia de música, Antón Karas se presenta al
examen del último curso con una pequeña
composición musical, que ejecuta y explica al
tribunal de calificación. Aprueba con el puntaje
estrictamente necesario para graduarse de profesor
de música, pero su composición para cítara es
rechazada por insulsa, absolutamente huérfana de
valores musicales. El día que estuvieron a punto
de "bocharlo", Antón Karas cumplía veinte años.
Seis meses más tarde conseguía ubicarse como
ejecutante de cítara en una hostería de mala
muerte, en las afueras de Viena. A los
veinticuatro años contrae nupcias. Vienen los
hijos, crece la familia, los cuartos, los gastos;
los único que Se mantiene siempre en el mismo
nivel —a veces se viene abajo en picada— son sus
magros ingresos. El tiempo sigue su marcha y Antón
Karas está siempre en el mismo pantano: un mes
aquí, otro allá. Su itinerario son las tabernas,
las hosterías, a veces los fondines de los
suburbios... ¡Qué horror! Así durante veinticinco
años: tocando siempre la cítara, sin pena ni
gloria. Pero una noche, la del 22 de octubre de
1948, mientras toca su instrumento en una de las
típicas tabernas de Sievering, pequeña localidad
de la periferia capitalina, famosa por sus vinos,
entra un grupo de turistas que pide de comer, y
sobre todo, de beber. Mientras los forasteros
charlan, ríen y devoran, la orquestina toca su
largo repertorio de motivos del folklore
austríaco; los otros continúan comiendo, charlando
y bebiendo. Por fin, los músicos hacen un
paréntesis; cuatro abandonan la tarima de la
orquesta, el quinto se entretiene leyendo un
diario, luego lo tira sobre una silla, toma la
cítara y se entretiene en pulsar las cuerdas,
mariposeando sobre pequeños motivos. Alguien a su
lado le pregunta:
—¿Qué tocaba usted?
—Una composición mía
de los tiempos de estudiante.
—Repítala, por favor.
Antón Karas complace
una, dos, cinco, diez veces, y el forastero
termina explicando su interés:
—¡Es justamente la
melodía que busco en vano desde hace seis meses
para la película que estamos filmando aquí, en
Viena! Soy Reed, productor de "El tercer hombre".
¿Puede usted ir mañana a mi hotel? Me alojo en el
Astoria.
—Naturalmente que
puedo.
Lo que sucedió después
parece fábula. Luego de la entrevista en el
Astoria de Viena, Antón Karas es inmediatamente
llevado a Londres para ajustar aquella frustrada
composición suya de hacía veinticinco años al tema
de "El tercer hombre", recibiendo como anticipo...
¡cinco mil libras esterlinas!
Una suma fabulosa para
el pobre Antón Karas. Por fin, la producción es
entregada a los cines del mundo; la melodía de "El
tercer hombre" se pega instantáneamente al oído de
las multitudes; se imprimen millones de
ejemplares; se graban millones de discos.
Mientras la fortuna
diluvia copiosa, inagotable, Antón Karas es
invitado a tocar su famosísima melodía en el
palacio de Buckinghan, en presencia de la reina de
Gran Bretaña y de su apuesto consorte; las
empresas cinematográficas de Inglaterra, de
Francia, de Alemania y de Hollywood le reclaman
urgentemente, ofreciéndole el oro, el moro y los
cuarenta y cinco camellos de marfil, lo mismo que
ahora con Gina Lollobrígida.
He ahí lo
tremendamente paradojal, lo terriblemente
desconcertante. Antón Karas ha subido a lo alto de
la fama y de la fortuna gracias al trampolín de su
composición rechazada hacía veinticinco años. ¿Qué
habría ocurrido si aquella noche del 22 de Octubre
de 1948 Carol Reed hubiera estado en cama con.
gripe, o se hubiera fastidiado con su mujer y en
lugar de llevarla a la taberna de Sievering se
hubiera quedado a comer en el hotel Astoria?...
Más aún: ¿Qué habría ocurrido si en lugar de
quedarse tocando la cítara, el músico hubiera
abandonado momentáneamente la tarima con sus
compañeros para tomar un vaso de cerveza en la
trastienda? No sabríamos un pito de Antón Karas!
Antón Karas continuaría sumergido en el mar denso
e inmenso del más negro anonimato.
Es evidente que el
hombre nada puede contra esas maniobras del
destino.
—¡Qué diablos! No
puedo dejar de estremecerme cuando pienso que
míster Reed pudo pasar de largo, sin escuchar mi
melodía en la cítara —exclama mi entrevistado—.
¿Alguna otra pregunta, míster Sheerwod?
—Sí: dos más. ¿Quién
es Johanna?
—Mi esposa.
—¿Quién es "El tercer
hombre" que está en Viena... con su esposa?
—"El tercer hombre" es
uno de los más hermosos restaurantes de Viena que
instalé con las primeras diez mil libras
esterlinas que me produjo la melodía comprada por
mister Carol Reed. "El tercer hombre" está a cargo
de mi mujer y de mis hijos. Si algún día va a
Viena no deje de visitarlo: está en una de las
esquinas de la Josephplalz.
Revista Mundo
Argentino
24.08.1955
|