Panorama internacional
Un siglo después de Abraham Lincoln: Una vieja guerra que llega otra vez al asesinato
John F Kennedy

El blanco al que apuntó el viernes pasado el impasible asesino de adiestrado pulso, desde el segundo piso de un horrible edificio de Dallas, era el cerebro de John Fitzgerald Kennedy. Los tres balazos dieron en el blanco. El primero tumbó al gobernador de Dallas, porque había que eliminar ese obstáculo. Los otros dos entraron en el odiado cerebro, uno por la sien y el otro por la nuca. Tal vez no quería arrancarle precisamente la vida. Era el mecanismo de su pensamiento lo que tenía necesidad de destruir. El presidente murió porque iba unido a su cerebro: hace 98 años le había sucedido lo mismo a uno de sus antecesores, Abraham Lincoln.
Desde que cayó herido, envuelto en un turbión de sangre, John Kennedy no habló una palabra. Su cabeza rodó sobre la falda de Jacqueline, que balbuceaba con horror: "Oh, no, no..." El corazón siguió latiendo comisionadamente durante 35 minutos, pero el cerebro hacía sangre por los dos orificios.
La ambulancia, con su siniestro silbido, hendió la multitud —muda de repente—, y una docena de frenéticas blusas blancas se abalanzó sobre la yacente criatura, casi ya cadáver. Abrieron la frente, sajaron la tráquea, bombearon aire, hasta que todos se fueron quedando inmóviles, petrificados, y les saltaban las lágrimas por debajo de las máscaras, bajo el fulgor violento de los reflectores.
Detrás de la puerta, Jacqueline, el vicepresidente y su esposa se habían tomado de las manos, se miraban a los ojos y temblaban como de frío. Apenas se les dejó levantar la sábana, besar la frente despedazada. Fueron metidos en un automóvil y llevados al aeropuerto. En el avión presidencial, posado en tierra, juró Lyndon Johnson, mirando menos a la jueza Sarah T. Hughes que a la muchacha de anguloso rostro, anonadada, pero sin lágrimas. Levantó la mano .sobre el libro de la Constitución, dijo las viejas palabras y luego se agazapó en un asiento del avión, mirando afuera, hacia el día inverosímil.

La coyuntura internacional
A esa hora, ya el telégrafo había sacudido al mundo. De Gaulle y Erhard estaban reunidos en París, Kruschev descansaba en un pueblito ucranio, Home dormía en el Nº 10 de Downing-Street, Mao Tse-tung en la ciudad secreta; arreciaba la campaña electoral japonesa y los hombres de Moro discutían con los de Nenni la formación de un nuevo gobierno para Italia. De pronto, todo el panorama político había cambiado. Antes de Dallas, después de Dallas.
Pocos día atrás, en Bonn, el diputado Konrad Adenauer había recibido a la famosa periodista norteamericana Margarita Higgins, para manifestar todo lo que muchas veces había insinuado como Canciller alemán, sin poder decirlo.
La entrevista se había publicado en el Newsday, de Long Island, y un ejemplar llegó a la Casa Blanca a mediodía. El día de la tragedia, ese ejemplar aún estaba sobre el escritorio del presidente.
El viejo estadista atacaba con frenesí a los Estados Unidos, porque se habrían dejado intimidar por Kruschev cuando la construcción del muro de Berlín. "Los norteamericanos tuvieron demasiado miedo; por eso, las relaciones entre ellos y nosotros llegaron en ese momento al punto más bajo de la historia", dijo Adenauer.
Interrogado sobre Cuba, respondió: "¿Fue realmente un triunfo? Creo que los rusos siguen en el Caribe, todavía". Y concluyó: "Kruschev es un hombre inteligente y sin escrúpulos. Yo le dije a menudo al joven Kennedy que no confiara en él."
El ataque de "Der Alte" (el viejo) y su alusión a la juventud de Kennedy lo dicen todo. Adenauer nació en el siglo pasado; tenía 40 años durante , la Primera Guerra Mundial. Después de la Segunda, asociado a su coetáneo John Foster Dulles, trató de aplicar a una realidad que no podía comprender las ideas que absorbiera, siendo mozo, en ámenos paseos y charlas a orillas del plácido Rhin. La entrevista para el Newsday era el memorial de agravios del mundo viejo que se resiste a morir.
En Europa, esas palabras habían provocado un verdadero escándalo. Adenauer dijo lo que piensa mucha gente no reconciliada con su época, pero nadie lo apoyó. El laborista inglés Wilson, el socialdemócrata italiano Saragat, el ex primer ministro socialista francés Guy Mollet —que regresaba de una entrevista con Kruschev—, respondieron con violencia al irascible estadista retirado.
Pero el domingo pasado, el semanario alemán Die Welt publicó unas declaraciones especiales del senador Barry Goldwater, de Arizona, que se hallaba de paso en Hamburgo. Él sí coincidió con Adenauer. "La construcción del muro de Berlín y las tensiones actuales en la ciudad hay que ponerlas en la cuenta de la política exterior de Kennedy, llena de concesiones a los comunistas. El muro fue un golpe directo contra los derechos de Berlín, y el gobierno de Kennedy no replicó".
Frente a esta curiosa conjuración la entrevista acordada inmediatamente por en Canciller Ludwig Erhard a la cadena norteamericana de TV y radio CBS adquirió el carácter de una manifestación de apoyo de la mayoría demócrata cristiana de Bonn a la línea exterior de Kennedy.
Este incidente fue el último episodio político de la vida de Kennedy. Demuestra que se enfrentaba con fuerzas poderosas y que su próxima campaña electoral cobraría el sentido de un desafío a los tambaleantes mitos del pasado. Era la hora de la verdad.

Apelación al Sur
Una convención republicana debía optar todavía en USA entre las candidaturas de Nelson Rockefeller y Barry Goldwater. El gobernador de Nueva York es un hombre de imagen análoga a la de Kennedy, y los observadores admiten la posibilidad de que sea su sucesor, frente a un candidato demócrata menos popular que el presidente asesinado. Pero hasta el 22 de noviembre, el candidato republicano parecía ser el senador de Arizona. Goldwater había congregado a su alrededor todo el odio, todo el resentimiento y la frustración, para usarlos como armas contra el intrépido Kennedy. Así se explica su coincidencia con Adenauer.
Por primera vez en la historia de los Estados Unidos, un republicano, Goldwater, había decidido sublevar el Sur, tradicionalmente demócrata. Esta circunstancia se debe al hecho de que Lincoln, emancipador de los negros, era republicano: los blancos de la antigua Confederación se pasaron casi íntegramente al Partido Demócrata. Remover las antiguas pasiones, oponer la mitad del país a la otra mitad, era sembrar los gérmenes de la guerra civil.
Kennedy sabía que los Estados Unidos no pueden ejercer su responsabilidad como potencia líder del mundo libre recayendo en el exclusivismo racial que ha terminado por aislar a la Unión Sudafricana. Hace algunas semanas, en la misma ciudad de Dallas, escupieron y arrojaron tomates podridos contra Adlai Stevenson. El vocero norteamericano en las Naciones Unidas, donde los pueblos de color son mayoría, no podía hablar con autoridad cuando sus conciudadanos se comportaban así. No querían adecuarse a la imagen que de su país existe en el resto del mundo, un país que encabeza la lucha contra la opresión. Querían ser sudafricanos.
De ahí que varios observadores norteamericanos señalen que el racismo no sólo hace correr a los Estados Unidos el peligro constante de una guerra civil, sino que compromete los intereses comunes al mundo libre. Es probable que la sacudida moral del asesinato de Kennedy malogre la extrema tentativa de Barry Goldwater y que el presidente sacrificado triunfe después de muerto.

El miedo al futuro
Es el miedo al futuro lo que habla por la voz de Goldwater, de Adenauer, de tantos que piensan como ellos. Saben que el mundo en construcción no les hará lugar.
En todos los países, los defensores del viejo orden creyeron que el poderío norteamericano debía estar a su servicio, y Ngo Dinh Diem fue la última víctima del error. La política de Kennedy tendía a desengañarlos cuando aún era tiempo para recapacitar.
Las minorías oriundas de naciones cautivas (polacos, húngaros, checos, cubanos) pretenden que la humanidad debe afrontar el holocausto atómico para cubrir los errores cometidos por ellos. La política de Kennedy buscaba la libertad de todos los pueblos por el difícil camino de la negociación, único posible en el mundo actual.
Los campesinos del Medio Oeste, subsidiados desde hace veinte años por el contribuyente norteamericano, no admiten que se gasten otros dólares en escuelas, hospitales, investigación científica, defensa de la libertad en los cinco continentes. Kennedy los incitaba a elevarse por encima de sus intereses inmediatos, a ingresar en una política de diámetro mundial.
Los sudistas leían cada día en su prensa que el Norte los entregaría al comunismo, que Kennedy era el hombre de Kruschev, y no es casual que la ambulancia recogiera al presidente herido frente a las pizarras de The Dallas Morning News, que acusa a Nueva York de ser una Moscú más. El viejo Sur vive en una atmósfera de guerra civil. Su intolerancia no puede sino avivar la intolerancia ajena. La marcha sobre Washington que Kennedy autorizó en agosto pasado puede ser la última marcha pacífica de los negros. Para aventar la guerra de razas, alguien debe ceder necesariamente, y nunca —había recordado Kennedy—, nunca en la historia cedieron los oprimidos.
El asesino puede ser cualquier psicópata. La realidad es que lo mataron todos los que son incapaces de coexistir, porque la coexistencia los eliminaría; racistas y fanáticos, comunistas y anticomunistas, los "buenos americanos" y los viejos estadistas derrotados.
Lo mataron la intolerancia, el horror al cambio, el pánico de ver la realidad de frente. Todo eso abunda en los Estados Unidos, un país que asesinó a cuatro presidentes, y en un mundo que ha entrado en descomposición. Cada nación tiene su Sur, su oculto depósito de ignominia.
Kennedy había pronunciado su último discurso, pocas horas antes de la tragedia, en San Antonio, Texas. Inaugurando un centro médico aeroespacial, declaró: "Estamos al borde de una nueva era, hecha de crisis, pero también de inéditas posibilidades. Semanas, meses y años de duro trabajo nos aguardan. Sufriremos fracasos y decepciones, pero nuestra investigación debe proseguir y proseguirá."
La investigación a que él se refería es la continua aventura del vivir, de vivir en un mundo en el que sólo hay lugar para los hombres fuertes, que no creen en armas nucleares sino en la irreductible soberanía del espíritu.

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Lyndon Johnson
El que se quedo a cuidar la tienda
Ocurrió a principios de julio de 1960, en el hall del hotel Waldorf-Astoria, en Nueva York. Los entonces senadores Lyndon Baines Johnson (por Texas) y John Fitzgerald Kennedy (Massachusetts) llegaban a la gran ciudad para realizar gestiones políticas. Kennedy se acercó a la puerta del edificio y el automóvil de Johnson copó la entrada. Su ocupante descendió tan rápidamente que no advirtió la presencia de su colega.
El senador por Massachusetts sí lo vio y exclamó en voz alta, dirigiéndose a un amigo que lo acompañaba: "¿Qué hace aquí este tipo?". El tipo estaba corriendo una carrera contra el reloj, en busca de su designación como candidato presidencial. Días después, el 13 de julio, la Convención del Partido Demócrata, reunida en Los Ángeles, elegía a Kennedy para esa candidatura. Y Kennedy pedía a Johnson —que, tras la derrota, anunció "Me voy a casa"— que se sumara a la fórmula como vicepresidente.
En la tarde del viernes pasado, Lyndon Johnson, de 55 años, consolidaba su vieja aspiración al asumir la presidencia de los Estados Unidos. Las circunstancias en que lo hizo fueron desoladoras: quedaba detrás uno de los mayores crímenes del siglo XX y de toda la historia norteamericana. Johnson juraba su cargo cuando todavía cubría el aire de Dallas la pólvora de los disparos que terminaron con su joven y eufórico rival de 1960.

23 años en el Congreso
Johnson entendió a la Convención Demócrata como un cónclave serio, donde los delegados se congregaban para considerar quién era capaz de encabezar mejor el partido y la Nación. Kennedy encaró su estrategia con un nuevo concepto: la Convención debía nombrar al ciudadano que representara la esperanza popular, por haber ganado el mayor número de comicios internos v despertado más entusiasmo en el país.
Johnson, poco conocido para el gran público norteamericano, sintió que merecía la designación como candidato presidencial más que ningún otro demócrata, porque venía probando sus armas a lo largo de los años en la palestra del gobierno. Kennedy pensaba que era él quien la merecía, luego de vencer en una serie de elecciones preliminares.
Ambas actitudes tenían sus orígenes en la historia política de USA. l a de Johnson, en la teoría de los Padres Fundadores: un líder es consagrado por sus pares (el Colegio Electoral elige al Presidente; las legislaturas de los Estados, a los senadores). La actitud de Kennedy descansaba en la teoría populista de los comicios previos y las encuestas. También estaban enraizadas en las diferentes carreras y caracteres de los protagonistas: Kennedy encarnaba el ala liberal del partido; Johnson, la línea conservadora. Una diferencia simbolizada en las regiones que representaban: Massachusetts y Texas. Sólo parecía existir una similitud entre los dos: Kennedy y Johnson eran hombres de fortuna, el primero por nacimiento, el segundo por matrimonio.
Johnson llevaba 8 años a Kennedy; sin embargo, parece pertenecer a una generación anterior a la del presidente asesinado. El clima y el espíritu texanos afloran en él. Sus amigos senadores suelen gastarle bromas sobre su excesivo cuidado en el vestir o el aristocrático arreglo de su oficina en la Cámara. Pero, por sobre todo, lo respetan. En junio de 1960 una revista interrogó a senadores y a representantes: ¿A quién consideran como el hombre fuerte del Partido Demócrata? De 200 legisladores, el 54 por ciento respondió: a Johnson. El 20 por ciento, a Kennedy.
Porque en su lustro y medio como titular del bloque mayoritario del Senado, frente a un presidente republicano, Johnson se convirtió en uno de los más hábiles maestros del complejo arte del liderazgo parlamentario. Frente a cada desastre internacional de USA sólo esgrimía un valor constante: la unión de los norteamericanos. La oposición, en política, era entonces para Johnson una invitación al trabajo en común.
Veterano del Congreso —donde, en total, pasó 23 años—, el general Douglas Mac Arthur lo condecoró con la Medalla de Plata por su valor en acción durante la Segunda Guerra. Nacido en Johnson City, una ciudad fundada por su tatarabuelo, desempeñó las tareas más humildes y luego fue maestro de escuela (1930-32) hasta que la política lo envolvió. En 1935 tuvo su primer cargo público: Franklin Delano Roosevelt acababa de descubrirlo.
Su ascenso resultó vertiginoso; su prestigio creció con igual velocidad. En 1955, un ataque cardíaco pareció frenar su carrera. Seis meses después, estaba otra vez dirigiendo su partido. Casado, con dos hijas de 18 y 15 años, Johnson propulsó un amplio programa de defensa; llegó a ser una autoridad en problemas espaciales y contribuyó a la sanción de las primeras leyes de derechos civiles.

"No tendrán piedad"
En la Convención de 1960, Johnson entregó un documento de 2.000 palabras, como presentación de su candidatura. Allí no mencionaba a Kennedy. Pero veladamente se refirió a la juventud de su contrincante, con estas palabras: "Las fuerzas del mal [es decir, el comunismo] no tendrán piedad para con la inocencia, ni gentileza para con la inexperiencia". Johnson se lanzó a promover su propia candidatura 8 días antes de la Convención: había esperado hasta el último momento porque "tenía un puesto de responsabilidad en Washington, responsabilidad hacia el pueblo entero. Los que empezaron su campaña activa en enero [se refería a Kennedy] han estropeado centenares de votos. Yo no podía hacer lo mismo. Alguien tenía que atender la tienda".
Ahora le toca atender otra tienda —la Casa Blanca— durante un año, y quizás por todo el próximo cuatrienio. La opinión mundial lo conoce poco y, desde luego, los dirigentes comunistas no sienten por él la estima y la confianza que les inspiraba Kennedy. Así se abre, en la política mundial, un interrogante sin precedentes.
La serena veteranía de Lyndon Johnson, su pasión por el trabajo, lo ayudarán sin duda a rehacer la maltrecha unidad de su nación, para que USA siga afrontando su responsabilidad mundial.

Revista Primera Plana
26 de noviembre de 1963

Johnson

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