BENJAMIN SPOCK SIN PELOS EN LA
LENGUA Diálogo con el pediatra más célebre de
Occidente, acusado de ser el gestor de
la inconformista, rebelde juventud de
nuestros días
—Después de la primera
edición de su libro, millones de bebés educados
según sus consejos alcanzaron la mayoría de edad.
¿Acepta usted ser gestador de la juventud
inconformista? —De ninguna manera. Esa es una
acusación infundada, que lanzó et reverendo Norman
Vincent Peale, clérigo favorito de Nixon. Para ese
señor, "toda la irresponsabilidad, la falta de
disciplina, el laxismo", provienen de mis consejos
a los padres, en el sentido de dar a sus hijos
todo lo que querían cuando lo pidieran. Es lo que
él llama "gratificación instantánea". Nada de eso
hay en mi libro. —¿Y qué es lo que hay en su
libro? ¿Cuáles son sus principios? —En esencia,
mi obra es a la vez pediátrica, psiquiátrica y
psicoanalítica. Muchos no se dan cuenta, claro,
porque jamás empleo la jerga de los analistas.
Pero lo cierto es que mi psicología de base es
freudiana. Trato, así, de lograr dos objetivos. El
primero: ser útil a los padres, física y
psicológicamente. —¿De qué manera? —Para mí,
ser útil significa aumentar el conocimiento de los
padres. Por ejemplo, muchos libros pediátricos
clásicos recomendaban a las madres cuyos bebés se
chupaban el pulgar que embadurnaran sus uñas con
un horrible ungüento maloliente, o que les ataran
las manos a los barrotes de la cuna. Eso no se
basaba en ningún sistema educativo; simplemente,
eran consejos de vieja repetidos de generación en
generación. Yo, en cambio, traté de escribir un
libro científico. —¿Y el segundo objetivo de su
obra? —Implica, casi, la negación del pasado.
Los libros publicados anteriormente en Estados
Unidos daban un gran papel a la autoridad. Sus
autores le decían a la madre: no sea estúpida con
su niño, amenácele, refunfúñele. Era una actitud
muy común en la mayoría de los médicos. —¿Usted
destruyó el principio de autoridad? —Mi
principio básico era el de demostrar a la madre, a
partir de una psicología elemental, que podía
tener más éxito si se sentía estimulada, si
alguien le daba confianza en sí misma. No sé si
tuve éxito, pero he recibido cartas de madres en
las cuales me agradecían por haberles hablado como
si ellas fueran personas inteligentes y sensibles.
—¿Además de las cartas de madres norteamericanas,
le escriben lectoras de otros países? —Recibo
cartas de los lugares más insólitos. Algunas,
honestamente, me crean problemas. Como la de una
socióloga norteamericana residente en Turquía,
quien había encuestado a madres que estudiaban en
la Universidad de Ankara, sobre el modo en que
criaban a sus niños. Las mujeres turcas más
cultivadas habían leído la traducción de mi libro
y trataban de aplicar mis principios. Eso creaba
conflictos espantosos, porque la generación
precedente, la de las abuelas, se oponía
violentamente a cambiar la tradición educativa.
Claro, había contradicciones muy graves entre los
hábitos de la sociedad turca y los de mi país. Tal
vez debería prohibir a mi editor más traducciones.
—¿Introdujo modificaciones en su libro luego de la
primera edición? —Muy ligeras. Las que pude
introducir sin trastrocar todo. Por ejemplo, una
nueva vacuna contra la tos convulsa. —¿Pero la
teoría de base no cambió? —En realidad, hice
dos revisiones medianas. La primera en 1957 y la
segunda en 1968. Muchos piensan que he cambiado
demasiado. No lo creo. —¿Por qué? —Para
responderle con más exactitud, debería remontarme
en el tiempo. Los pediatras de antes eran muy
estrictos. Hasta 1940, decían: "Alimente a su bebé
cada cuatro horas, a las 6 en punto, a las 10, a
las 14, a las 18 horas, ni un minuto antes ni un
minuto después". El principio sagrado rezaba: "Si
las madres no respetan los horarios de comida, no
sólo desorganizan la digestión de sus hijos, sino
también su carácter". Yo fui uno de los primeros
pediatras en decir que esa rigidez era un sin
sentido y recomendé ensayar una mayor elasticidad.
—¿Modificó esa posición? —Sucede que soy tan
enemigo de la rigidez como del régimen libre. La
libertad de horarios, la llamada "autodemanda" de
alimentación, se había puesto de moda cuando
apareció la primera edición de mi libro. Pero
siempre he tenido desconfianza por esa libertad
absoluta. Jamás acepté la idea de que un bebé
tenía el derecho de pedir, de convertir en
esclavos a sus padres. Entonces adopté una
posición intermedia: recomendé a los padres ser
menos rígidos y considerar la voluntad individual
de sus niños, pero sin aceptar tiranías. —¿Los
bebés-tiranos le hicieron formular esa posición
intermedia? —Es que resulta fascinante ver cómo
un niño de 6 meses puede tiranizar a sus padres.
He conocido madres que extendieron el régimen
libre a todos los actos de la vida. El bebé no
solamente elegía los momentos para comer, sino
también las horas para dormir. Había bebés de 6
meses que permanecían despiertos hasta las 11 de
la noche, y obligaban a sus madres a tenerlos en
brazos. Eso me hizo comprender hasta qué grado de
inseguridad pueden llegar las madres. Un
bebé-déspota es, inevitablemente, hijo de una
madre indecisa. —¿Una madre insegura es peor
que una madre abrumada de teorías psicológicas?
—En general, ninguna madre se sentía demasiado
intimidada por los rígidos pediatras de antes.
Cuando el médico ordenaba: "Sírvale de comer justo
al minuto", la madre decía "sí, sí, doctor". Pero
en su interior pensaba: "Se ve que hace tiempo que
no tiene un niño". La mayoría de estas madres,
frente a la nueva teoría de "auto-demanda",
aportaría, sin duda, una posición conciliatoria.
Pero siempre quedaba una minoría de padres
inseguros, incapaces de tomar decisiones. Esa es
la gente que tiene necesidad de la palabra
autoridad. —¿Por ejemplo? —Los padres
demasiado liberales tienen miedo de que sus niños
los detesten o al menos que no los quieran si son
demasiado severos. Son los padres que dicen: "Yo
no quiero que mi hijo sienta por mí lo mismo que
yo sentía por mis padres". Un ejemplo:
normalmente, un niño se vale por sí mismo entre
los 18 y los 24 meses. Actualmente, en las clases
medias, comienzan a valerse por sí mismos a partir
de los 2 años y medio. ¿Por qué? Por el miedo que
tienen los padres de ser aborrecidos por sus
hijos. —¿Esas comprobaciones lo animaron a
modificar la segunda edición de su libro? —En
la segunda edición he querido insistir en la
necesidad de la autoridad paterna, en la
importancia de una conducción eficaz del niño por
parte de sus padres. Lo que no quiere decir
dominar, sofocar al hijo. No fue, realmente, una
modificación substancial. Nunca fui un liberal al
extremo. Detesto los niños mal educados. No puedo
soportar que me acusen de ser demasiado tolerante.
—¿Y qué cambios introdujo en la tercera edición?
—En la edición aumentada de 1968 expuse las
razones que dificultan la educación de los niños
en Estados Unidos. En primer lugar, los padres no
saben por qué ni ¡para qué educan a sus hijos. En
la época colonial norteamericana, por ejemplo,
algunos padres educaban a sus niños por la gloria
de Dios. En la Unión Soviética o en Israel lo
hacen por la gloria del Estado, o tal vez al
servicio del Estado. En Francia, en el siglo
pasado, el niño era educado para servir a la
familia. Mientras que en los Estados Unidos del
siglo XX se dice que uno educa a un niño para que
sea feliz, en su propio pellejo. Eso es
insuficiente, no le da estructura de columna
vertebral. —Eso ocurre en casi todos los países
occidentales. —Sí, pero el problema es más
arduo en Estados Unidos. A este país llegaron
inmigrantes de todo el mundo. Si vinieron es
porque no amaban las tradiciones del país que
dejaban. El escaso bagaje cultural que trajeron
consigo se debilitó. Sólo sobrevivieron los
principios más simples: ganar dinero, tener éxito.
No menosprecio la importancia de esos principios;
simplemente, entiendo que son insuficientes,
porque el hombre es sobre todo un animal
espiritual. —Usted es considerado uno de los
fundadores de la sociedad liberal, de la llamada
"sociedad permisiva" por los sociólogos. A más de
20 años de la primera edición de su libro, puede
considerarse que millones de bebés-Spock forman la
juventud de hoy, esa juventud que se niega a
luchar en Vietnam. —No sé si soy total o
parcialmente responsable. Los estudios
psicológicos han demostrado que los niños rebeldes
no tienen padres autoritarios o tiránicos.
Actualmente, los "radicales" norteamericanos son
hijos de padres liberales. ¿Por qué? La respuesta
es muy simple: esos jóvenes rebeldes jamás fueron
intimidados por sus padres cuando eran niños.
—¿No son revoltosos, entonces, debido a la presión
paterna? —No. Todos los niños se rebelan contra
sus padres. En un cierto período la revuelta es
sofocada, en otros explota. Esos niños se rebelan
porque nunca tuvieron límites, y en consecuencia
deben ir lo más lejos posible para encontrarlos.
En cuanto a mí, estaría orgulloso de ser el
responsable de eso que llamo idealismo y coraje de
la juventud moderna. No reniego para nada de
ellos; pienso que son jóvenes maravillosos, que
son la única solución para Estados Unidos y para
el mundo. Pero creo que la gente confunde el éxito
de un libro con la influencia que alcanza.
—¿Cómo explica, entonces, su popularidad? —Por
tres razones: es barato, es verdaderamente
completo y es simpático. Pero debo confesar que
tengo pilas de testimonios curiosísimos: algunos
padres severos me llaman para agradecer las
consignas de autoridad; una hora más tarde me
telefonea un padre liberal para decir que le
encanta mi liberalismo. Al principio estas cosas
me daban vergüenza, pero luego me dije que, al fin
y al cabo, era mejor no imponer a los padres
reglas muy diferentes a su voluntad. Facilitar la
tarea educativa de un niño tanto a un padre
liberal como a otro autoritario: ésa sería la
misión de mi libro. —¿Recibió muchas criticas
cuando se publicó su libro? —Tuve mucho miedo.
En el fondo, era el primer libro de ese género que
apelaba a Freud sin llevar su rótulo. Temía que
los pediatras me reprocharan haber dicho
demasiado. De ahí mis recomendaciones permanentes
en cada capítulo: "Consulte a su especialista". Lo
sorprendente es que el periódico oficial de la
Asociación Médica Norteamericana sostuvo que era
un libro, muy práctico y útil para los padres.
Muchos pediatras me confesaron que el libro los
había liberado de más de un llamado telefónico
nocturno. —Sin embargo, algunos colegas suyos
se vieron afectados ... —Fue por culpa de
muchas madres que usaron mi libro sin el menor
tacto. Llamaban al pediatra preguntándole: "Mi
bebé tiene tal y tal cosa, ¿qué debo hacer?".
Cuando el médico le aconsejaba una determinada
terapéutica, le replicaban: "Pero eso no es lo que
dice el doctor Spock". De esa actitud irritante se
habló un día en un congreso de pediatría. Pero en
general, la profesión recibió bien el libro.
—¿Y sus niños? —¿Mis hijos? —Sí, sus hijos.
—Mis pobres niños... Cada vez que fueron
entrevistados, desde 1946, les hicieron la misma
pregunta: "¿Qué tal resulta ser hijo de Benjamín
Spock?". El otro día, un cronista del New York
Post le preguntó a mi hijo mayor, que ya tiene
tres niños: "¿Los cría según los preceptos de
Spock?". Mi hijo respondió: "Oh, solamente durante
el sarampión...". Es lo que Freud llama la
rivalidad padre-hijo, ¿no es cierto? De todas
maneras, mis nietos son mucho menos bien educados
que lo que fueron mis hijos: comen con los dedos
de una manera terrible... —¿Cómo hace para
salir de su rol de pediatra? —Me cuesta mucho.
Cada vez que intenté escribir algo ajeno a mi
profesión me advirtieron: "No, no, por nada del
mundo, lo que nos interesa es cómo educar un
niño". —Pero usted se ha convertido en una
personalidad política de izquierda. Participó en
las campañas presidenciales y fue partidario del
abandono de Vietnam. ¿Cómo llegó a la política?
—Nací y crecí en un medio republicano. La primera
vez que voté, en 1924, mi padre, abogado de los
ferrocarriles, me dijo que Calvin Coolidge era el
presidente más grande que Estados Unidos pudiera
tener. Como nadie me había dicho lo contrario,
entonces yo fui republicano. —No le interesaba
demasiado la política... —Es cierto. Al menos,
en ese período. Tampoco me interesaba la
psicología. Me casé cuando estudiaba medicina.
Cuando mi mujer, que seguía cursos de psicología,
me enseñó que el carácter de un niño está
ampliamente formado a los dos años, le dije que
era una cosa absurda. Progresivamente, al
continuar estudiando en Columbia y sobre todo más
tarde, durante la crisis de 1929, comencé a
conocer hijos de la clase media o alta que se
habían bañado en el socialismo, como yo me había
bañado desde pequeño en el conservadorismo.
—¿Cómo reaccionó frente a las ideas socialistas?
—Era la primera vez que escuchaba hablar
razonablemente del socialismo. Mi padre me había
dicho siempre que los socialistas eran malditos
crápulas. Así que viví cinco años en medio de un
proceso espantoso: durante el día defendía los
argumentos conservadores con mis compañeros
liberales de la facultad; por la noche empleaba
los argumentos liberales contra los viejos amigos
conservadores. Fueron cinco años de arduas
discusiones. Finalmente, gracias a mi formación
psicoanalítica, me di cuenta que mi propia
incertidumbre provocaba esas discusiones. Hasta
que me convertí en un profundo demócrata, con
Franklin Roosevelt y el New Deal, y allí me quedé.
—¿Cómo vivió la Segunda Guerra Mundial? —La
presentí cuando comenzó la Guerra Civil Española.
Es un buen ejemplo de mi evolución política. Fue,
para mí, una de las pocas guerras verdaderamente
ideológicas. Jamás como entonces sentí que todas
las fuerzas del mal estaban en un bando y todas
las del bien en el otro. Entonces pensé que,
después de la guerra de España, tarde o temprano
caeríamos en otra guerra. —Pero su compromiso
político efectivo data de la campaña de Adlai
Stevenson, en 1956. —Sí, cuando por primera vez
aparecí en la televisión. Me dolió mucho recibir
cartas de madres que decían: "Jamás creeré una
palabra de lo que dice". Un matrimonio me envió en
un sobre los pedazos de mi libro destrozado. Yo
pensaba que la gente me seguiría tras Stevenson.
Eso demuestra cuán ingenuo era en esa época.
Después de aquella campaña, lo cierto es que las
ventas de mi libro bajaron ostensiblemente.
—¿Su radicalización comenzó luego de la campaña de
1956? —Me radicalicé progresivamente. En 1960
voté y apoyé públicamente a John Kennedy, porque
yo era un duro, un "halcón". Otero, Kennedy decía
que Estados Unidos había perdido la carrera
armamentista, que la administración Eisenhower
había abandonado la Defensa para hacer economías.
Lo creí. Yo quería achicar la diferencia con la
URSS y voté Kennedy. En esa época, el doctor Spock
no era otra cosa que una pobre y pequeña "paloma".
—Hasta que descubrió el pacifismo... —Fue en
1962, cuando adherí al Comité Nacional por el
Desarme Atómico. Estoy convencido que sin desarme,
tarde o temprano morirán millones de niños en todo
el mundo, atacados de cáncer nuclear o por
contaminación. También adherí al Movimiento por la
Paz. Pero a pesar mío: no quería horrorizar a los
padres norteamericanos diciéndoles que sus niños
morirían de cáncer o leucemia... —¿Por qué
apoyó a Lyndon Johnson? —Yo había llegado a ser
uno de los vicepresidentes del Movimiento por la
Paz, uno de sus voceros más ardientes. Y cuando
Johnson inició su campaña presidencial contra
Barry Goldwater con la promesa de parar la
escalada en Vietnam, me sentí obligado a apoyarlo.
Y lo hice. Les dije a los norteamericanos que la
única manera de poner fin a la guerra era votar
por L. B. J. Tres meses más tarde, comenzaba una
nueva escalada. —En suma, políticamente usted
fue un cándido. —Haber asegurado a los
norteamericanos que Johnson era el candidato de la
paz y verle hacer la guerra me afectó mucho. Para
mí fue una injuria. Escribí cartas insultantes al
presidente Johnson. Perdí mis escrúpulos.
Cuadrupliqué mi campaña pacifista.
—¿Aconsejando a los jóvenes no cumplir el servicio
militar? —Fue en el verano de 1967. Un
documento circulaba en medios universitarios.
Había recibido 3 mil firmas, y sostenía que la
juventud se negaba a cometer crímenes de guerra.
Me "solidaricé con esa posición. Hasta que Johnson
me hizo meter en prisión en enero de 1968. Fue un
gran error perseguirme: logré una audiencia como
jamás había tenido. Hasta ese entonces, yo hablaba
delante de 150 personas de mediana edad y recogía
150 dólares para el Comité de Desarme. Después de
mi proceso, hablaba en salas llenas con 3 mil
personas y recogía 3 mil dólares. —Y
personalmente, ¿le fue útil la experiencia en la
prisión? —Sí, mucho. Comprendí cómo mi
evolución me condujo paso a paso a la cárcel. Eso
me emancipó. Dejé de ser ambiguo, indeciso. Ahora
sé que lo que hago es lo que debo hacer, sin
ninguna duda. Es una fuerza casi religiosa.
—¿Lyndon Johnson fue algo así como su San Pablo?
—Sí, exacto. —Usted dice que la venta de su
libro ha disminuido a causa de sus ideas
radicales. ¿No será, más que nada, por su abierta
hostilidad a la guerra de Vietnam? —Pienso, sí,
que se me acusa de corromper a la juventud. El 65
por ciento de los ciudadanos norteamericanos es
hostil a la juventud. Detestan a los jóvenes, o al
menos desconocen sus problemas. —¿Cómo explica
este abismo entre los jóvenes y sus mayores?
—Existen muchas razones. En principio, está el
hecho de que los viejos envidian a los jóvenes.
Además, hay un motivo clasista: la clase media
opina que los jóvenes no aprecian lo que tienen.
Existe también una especie de patriotismo bruto,
primitivo, especialmente en la clase trabajadora:
millones de obreros piensan que si el presidente
de la república considera necesaria la presencia
de Estados Unidos en Vietnam y la escalada en
Camboya, debe tener razón. Es sorprendente, porque
se trata de la misma gente que cuando habla de los
políticos locales los trata de miserables
holgazanes. Pero piensa, sí, que el gobierno de
Washington sabe más que el común de los mortales.
—¿Qué es lo que no marcha en la sociedad
norteamericana? ¿Cómo ve, por ejemplo, el problema
de la libertad sexual entre la juventud?
—Pienso que la gente joven tiene, en general,
ideas plenas de buen sentido sobre la sexualidad.
Naturalmente, los más inhibidos son los que
necesitan apoyo. Un psiquiatra que atiende a
estudiantes me confió que aquellos que tienen
necesidad de ayuda son los que no se sienten
apremiados por tener una aventura sexual. Son los
perseguidos por sus compañeros de aula, que les
dicen: "Eres frígida", o "Sos impotente", o "Sos
homosexual" o "Algo falla en vos, si no querés
hacer el amor". Las referencias permanentes a la
revolución sexual les aumenta sus sentimientos
inhibitorios. Incuestionablemente, es necesario
ayudarlos. —¿Existe, realmente, una revolución
sexual? —Sobre este punto soy un poco
reaccionario. Me remitiré a citar el resultado de
una encuesta confeccionada hace poco tiempo por el
sociólogo Vance Packard. La encuesta abarcó a los
estudiantes de tercero y cuarto año de todas las
universidades del país. El 58 por ciento de ellos
había tenido una experiencia sexual. El informe
Kinsey, hace 25 años, llegó a la conclusión de que
el 52 por ciento de los jóvenes había mantenido
relaciones íntimas. La diferencia es casi
mínima. Por el contrario, la proporción varió
ampliamente entre las mujeres: 43 por ciento
contra el 27 por ciento del Kinsey. Las
investigaciones revelan también la gran diversidad
de reacciones sexuales: el medio oeste es más
conservador; las costas este y oeste mucho más
emancipadas. —¿Cuál es su conclusión? —Trato
de justificar mi actitud, más "reaccionaria" hacia
la sexualidad, más acorde a las generaciones
precedentes. Los estudiantes piensan que la
sexualidad no debe ser tratada a la ligera: dos
tercios de los muchachos y siete octavos de las
chicas —siempre en el mismo grupo encuestado por
Packard— consideran que las relaciones sexuales no
deben darse antes de los dieciocho años, salvo si
los estudiantes son casados. Mi conclusión: esos
sentimientos existen, pueden y deben ser
respetados. —¿Esa conclusión tiene algo que ver
con el psicoanálisis? —Me remito a lo que decía
Freud: "La civilización está cimentada sobre la
sublimación del instinto sexual". Yo creo que toda
la sociedad está basada parcialmente en la
represión o, si se quiere, en la sublimación.
Claro, muchos responden: "No trate de machacarnos
la cabeza con esas obscenidades". Yo insisto, sin
embargo: creo que es beneficioso para aquellos que
no se encuentran preparados ni apremiados para
asumir la libertad sexual. —¿Y con respecto a
las drogas también piensa en términos de libertad?
—Pienso que los jóvenes de hoy están menos
intimidados por las prevenciones de los padres.
Usted les dice a los muchachos qué es lo que está
prohibido y ellos quieren saber por qué. Creo que
el uso de la droga se explica, en los jóvenes, por
el rechazo a verse envueltos en una corriente de
opinión sostenida por sus padres o autoridades.
Es, también, un problema de estilo. Cuando
estudiaba en la universidad, una parte de mis
compañeros se emborrachaban los fines de semana.
Lo importante, en la actualidad, es distinguir
entre la marihuana y otras drogas, peligrosas
desde un punto de vista psiquiátrico. El consumo
de marihuana no provoca los mismos efectos que la
heroína, por ejemplo. Lo que pasa es que en
Estados Unidos hay una especie de histeria
colectiva contra la marihuana. —¿Una especie de
nueva prohibición? —Sí, algo así. —¿Existe
una ruptura entre la juventud y la generación
precedente? —Para mí, la ruptura se traduce en
un hecho: los jóvenes hacen más preguntas, más
profundas, más serias que las que hacían sus
padres. —¿La gente joven de antes era acaso
menos inquieta, menos ilustrada? ¿Dónde radica la
diferencia? —Un pequeño ejemplo: cuando yo era
estudiante, una de las cosas que más irritaba a la
mayoría de mis camaradas era tener que ir todas
las mañanas a la capilla. Se podía faltar alguna
vez, pero convenía ir con frecuencia. A mis amigos
les resultaba intolerable. Yo pensaba que eran
todos ateos. Muchos años más tarde, me sorprendí
al ver que aquellos amigos bautizaban a sus niños.
Entonces me di cuenta de algo: mis antiguos
camaradas no iban a la capilla no por ateísmo,
sino porque necesitaban adoptar una actitud de
reafirmación de sí mismos. He aquí la principal
diferencia entre los jóvenes de antes y los de
ahora. —Pero en los jóvenes de hoy, además,
juega una actitud revolucionaria... —Sí, claro,
aunque hay gente que me persigue para decirme:
"¡Oh! Estos jóvenes van a hacer una revolución. Ya
verá usted. Hablan de hacer un nuevo Estados
Unidos, una nueva civilización, y luego de cumplir
los 30 años harán niños como todo el mundo".
Personalmente, no creo que estos jóvenes
reingresen al orden, que sucumban al statu quo. Lo
digo, quizá, porque tengo necesidad de creer en la
juventud. Necesito creer que la única salvación
para Estados Unidos y el mundo provendrá de una
actitud totalmente nueva hacia las necesidades de
Estados Unidos y del mundo. ¿Quién es capaz de
definir esa nueva concepción sino la juventud?
—¿La juventud es más impetuosa en Estados Unidos
que en el resto del mundo? —Pienso que los
problemas —Vietnam, los negros, la represión
policial— son más graves en Estados Unidos que en
otro país. Por otra parte, Estados Unidos es el
país occidental más grande y su proporción de
jóvenes es también mayor. En el fondo, los
beneficios que rechazamos de esta horrible
sociedad abren los ojos a la juventud. Camboya, la
represión policial, permiten tomar conciencia a
los jóvenes. Conciencia de que la injusticia en el
mundo no es producto de la crueldad de la mayoría
de la gente, sino una consecuencia de la
obcecación de esa mayoría, que no se decide a
unirse. Cada vez que las tropas norteamericanas
dejan en una villa vietnamita decenas de civiles
muertos con napalm, demuestran a los jóvenes que
la guerra es seria, que el gobierno es
verdaderamente espantoso. —Usted habla siempre
de la liberación de los hombres. ¿Qué piensa de la
liberación de las mujeres? ¿Es cierto que en sus
últimos artículos sostiene que el lugar de la
mujer es el hogar? —Es increíble la agresividad
con que las mujeres me hacen esta pregunta. Jamás
dije que el lugar de la mujer sea el hogar. Pienso
que las mujeres deben trabajar, que deben ganar el
mismo sueldo que los hombres, que hay que abolir
la discriminación ocupacional. Pero continúo
pensando que los niños tienen una terrible
necesidad de sus madres, porque su carácter es
excesivamente maleable entre los dos y tres años.
La persona que se ocupa de un niño de esa edad es
la que determinará en gran parte su carácter. Si
la madre quiere cumplir su rol, deberá trabajar
medio día. —También puede dejar a su niño en
una guardería. ¿Qué pasa en Israel o en la URSS?
—Justamente, recientes estudios demostraron que en
Israel, los niños educados en kibboutzim tienen
una personalidad muy diferente a la de sus padres.
Estos padres son judíos intelectuales, idealistas,
que llegaron de Europa entre la primera y la
segunda guerra. Están muy orgullosos de sus hijos,
que actualmente combaten a los árabes. Dicen: "Son
maravillosos soldados, maravillosos ciudadanos".
Pero enseguida agregan: "Lo único malo es que no
son más judíos". En otras palabras, su
personalidad ha cambiado. Están llenos de espíritu
práctico, más encerrados, se hace difícil
conocerlos. Yo no pretendo establecer qué
personalidad es más valiosa. Digo, simplemente,
que si uno educa a sus niños fuera del hogar,
tendrán una personalidad diferente a la nuestra.
Los tests psicológicos demuestran que los niños
educados en un kibboutzim tienen una buena
inteligencia media, mientras que los criados en
sus hogares acusan marcadas diferencias de nivel
intelectual. —¿Usted cree en la igualdad del
hombre y la mujer? —El problema de la
diferencia innata entre el hombre y la mujer sigue
siendo una cuestión muy controvertida. Voy a citar
solamente una experiencia: la del sociólogo Erik
Erikson. Ante diversos grupos de niños y niñas en
edad escolar, Erikson presentó un conjunto de
miniaturas: muebles, piezas mecánicas, autos,
muñecos. Solicitó a cada uno de los niños que con
esos elementos prepararan una escena, o contaran
una historia. Los varones hicieron construcciones
elevadas —signo clásico de virilidad— y jugaron o
representaron escenas violentas. Las niñas
utilizaron los elementos mecánicos para armar el
living de una casa, mientras que la escena más
frecuente presentaba a los padres en un sofá
escuchando a su pequeña hija ejecutando para ellos
una pieza musical en el piano. —Su demostración
no es muy convincente. Existirán mejores
argumentos ... —En efecto. Sin arribar a una
conclusión demasiado definitiva, diría que la
mujer no gana nada actuando igual que el hombre,
identificándose con él. El principal peligro de
esta hipotética identificación es que estimula una
rivalidad excesiva, perturbadora de la armonía y
el equilibrio entre los dos sexos. Aquel que
piensa que por escapar a la dominación la mujer
debe gozar de una igualdad total, cae en una
trampa: la de pensar en términos de competencia,
como si el hombre y la mujer fueran autos de
carrera. Revista Siete Días Ilustrados
17.09.1970
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Desde que en 1946
publicó su libro Cómo cuidar y educar
a su hijo, Benjamín Spock (67,
norteamericano) cosechó una
vertiginosa relevancia mundial.
Traducido a 26 idiomas ("Es el segundo
best-seller, después de la Biblia",
confiesa), su manual vendió, sólo en
Estados Unidos, 22 millones de
ejemplares. Ferviente pacifista, en
1968 fue encarcelado por "estimular la
rebeldía juvenil". Para muchos, los
bebés criados según su método son los
hippies de hoy.
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