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"NO SOY UN MARQUES DE SADE JUGANDO A BLANCANIEVES'
Su infancia en Punta del Este. Cómo fue que se hizo amigo de una señora que tenía una pañoleta violeta y un perro negro parecido a una oveja. De cómo se salvó de ser gerente de una gran empresa importadora en París. Sus primeras incursiones en el teatro. Sus trabajos en la ciudad de Nueva York. Se define como sátiro, irrespetuoso y diabólico, pero no mucho

Carlos Perciavalle
Hace poco me hicieron un reportaje para una revista de la que yo jamás había oído hablar. Cuando el periodista me llamó por teléfono para concertar la entrevista, imaginé por el tono de su voz, por el Lenguaje entre tímido y torpe que utilizaba, que era uno de esos tantos muchachos que recién empiezan su carrera periodística y pululan por camarines de teatros, vestuarios de canchas deportivas, por las veredas del Congreso y de la Casa de Gobierno, buscando esa nota que los convierta en superestrellas del cuarto poder.
Cuando por fin leí el reportaje me di cuenta de que no estaba equivocado. Pero, además, había algo mucho más grave. Era totalmente tonto y por eso peligroso. Se dedicó, con insolencia y chatura, a ignorar todo lo que yo quise contarle sobre mi trabajo, mis ideas. Sin que yo le preguntara nada me dio su opinión sobre mi casa, sobre mis cuadros, sobre mis amigos. En alarde de virtuosismo, le inventó una personalidad misteriosa a mi hermano, que llegó a casa en mitad del reportaje y se encerró en mi cuarto, seguramente para no reírse en su cara de tipo poseído por la fiebre de un sagrado inquisidor.
Cuando por fin leí el reportaje, tuve la sensación de que me había estafado; y lo que es peor todavía, de que estaba estafando a los lectores de su ignota publicación. Me hacía aparecer como un Marqués de Sade jugando a Blancanieves, sin darse cuenta de que yo soy absolutamente al revés.
Nací en Montevideo el 16 de mayo de 1943 y soy el segundo de seis hijos que tuvieron mis padres. Pasé toda mi infancia en Punta del Este. Todo lo que recuerdo de esa época son cosas maravillosas. Corríamos todo el día entre los pinos, en la arena, a orillas de! mar. Gozábamos la dorada melancolía de otoño, y también la austeridad del invierno, cuando la chimenea de nuestra casa nos enseñó los juegos mágicos del fuego. Nos poníamos contentos con la alegría pueril y efervescente de la primavera, con el gusto a fruta y el olor excitante y dulce del verano. Creo que pocos chicos han jugado tanto como nosotros. Cada vez que vuelvo ahora a Punta del Este, tengo la sensación de recuperar los placeres de aquel paraíso terrenal de mi infancia.
Cuando yo tenía once años nos mudamos a Buenos Aires. Debe de haber sido el contraste lo que me hizo querer a esta ciudad como a ninguna otra en el mundo. El olor de los subterráneos, la enorme cantidad de gente una al lado de la otra, los interminables viajes en el micro del Colegio Británico (que nos llevaba de Córdoba y Montevideo, en donde vivíamos, hasta Morón, donde todavía está el Colegio). Más de una hora y media de viaje todos los días, contemplando absorto el desperezarse de una ciudad monumental, las caras de la gente en la feria, en las paradas del colectivo, la entrada de los obreros en las fábricas suburbanas, los hombres con canas en las sienes, impecablemente perfumados a la lavanda, manejando sus autos por Libertador rumbo a la City. Fue un lindo y reconfortante ejercicio el rescatar la sonrisa en aquellos amigos desconocidos de cada mañana.
Desde el micro del colegio me hice íntimo amigo de una señora de pañoleta violeta que paseaba siempre a la misma hora una mezcla de perro atorrante y oveja, por las inmediaciones de José María Moreno y Rivadavia. Eso fue Buenos Aires para mí: el descubrimiento de la gente. El divertido deambular por caras, miradas, sonrisas, gestos adustos que yo imaginaba se despejaban en cuanto el sol asomara entre nubes de polvo y hollín, o cuando una chica Divito cruzara la calle sorteando charcos y acelerando la respiración del diariero de la esquina.
Cuando llegaba el verano, volvíamos a Punta del Este, que ahora se vestía de gala para recibir a las delegaciones que asistían a los festivales cinematográficos de la década del cincuenta. Allí conocí de lejos y de cerca a los que tenían como profesión dar vida a los sueños y fantasías de todos los hombres de mi ciudad y de todas las ciudades del mundo. Me acuerdo particularmente de Gerard Phillipe, de Lizabeth Scott, con sus ojos verdes de gata celosa, su pelo platinado, su voz de caño, sus manos perfectas. Hace poco la volví a ver por televisión y me alegró comprobar que sigue siendo exactamente la misma.
Allí conocí también a quienes después serían amigos míos. Egle Martin tenía entonces poquísimos años, era reina de la televisión y asistía al festival acompañando una de las primeras películas argentinas en colores. Se llamaba Lo que le pasó a Reinoso. Una noche hizo un show totalmente improvisado en e! Country Club y yo supe entonces que algún día íbamos a ser muy amigos. Allí también conocí de lejos a Mirtha Legrand, a quien tanto debo, que tan desinteresada y cariñosamente me ayudó en los comienzos de mi carrera. Con el último festival terminó también mi adolescencia y entré de lleno en el mundo de los grandes. Pero no por eso dejé de divertirme. Fui un buen estudiante a pesar de que jamás estudié demasiado. Mis primeros shows fueron mis pruebas del colegio.
Cuando entré en la Facultad de Arquitectura tenía la sensación de dar "espectaculares" en vez de exámenes. Al mismo tiempo había ingresado en el Teatro Universitario de Montevideo. Había muchísimos grupos independientes en esa época. Todos gozaban de prestigio y han hecho repertorios que jamás se han vuelto a ver en el Río de la Plata. La cartelera montevideana no se parecía a ninguna otra en el mundo. Los uruguayos no éramos más campeones de fútbol, pero teníamos en nuestra cartelera de espectáculos a Osborne, Synge, Shakespeare, lonesco, Brecht, Buchner, Bernard Shaw, Chejov, Laferrere, Lope de Vega, Molnar, O'Neill, sin contar a los autores nacionales, entre los que me acuerdo particularmente de Jacobo Langsner, Antonio Larreta y Andrés Castillo. Fue justamente una obra de este último, La cantera, la que me permitió debutar como actor
En 1961 volví nuevamente a Buenos Aires. Me había dado cuenta de que me divertía mucho más ensayando una obra de teatro que preparando los planos para un policlínico modelo a instalarse en la ciudad de Tacuarembó. Por eso, jamás se me ocurrió pensar que abandonaba un porvenir venturoso —el de arquitecto— para zambullirme en la vorágine de la farándula. Lo volvería a hacer una y mil veces, así como dejaría esto si descubro un día que me divierte más hacer otra cosa. Por el momento parece poco probable.
Se dice que esta vida de los artistas es muy dura, que exige sacrificios, que destroza ilusiones y destruye la pureza. En mi caso fue todo lo contrario. Tales afirmaciones me siguen sonando a frases hechas de novelita rosa editada en Barcelona. He vivido intensa y plácidamente; nada me pareció nunca ni duro ni difícil ni angustiante. He pasado hambre y seguramente la volveré a pasar. Aun así, mi capacidad para soñar, para hacerme ilusiones, para volar con mi imaginación, no sólo no ha sido mellada sino que se ha incrementado hasta límites que nunca pude prever. Mi gran suerte, el secreto de mi alegría de vivir está en la gente que he conocido y amado.
El mismo día de mi segundo desembarco en Buenos Aires di examen para ingresar en el Conservatorio Nacional de Artes Escénico. Yo no sabía que ahí habían estudiado María Rosa Gallo, Inda Ledesma, Ernesto Bianco, Susana Rinaldi, Alfredo Alcón pero algo me llevó hasta la puerta de Las Heras y Callao. Al rato estaba recitando un monólogo de El mono velludo, de O'Neill, ante una mesa examinadora que integraban entre otros Fernando Labat, Osvaldo Bonet, Camilo da Passano, hombres todos admirables por la pasión con que se dedicaban a la enseñanza del teatro. Entre los que nos amontonábamos nerviosos e impacientes, "reconocí" de inmediato a Edda Díaz y Antonio Gazalla. Nos juntamos inmediatamente, riéndonos de todo y de todos, y desde entonces no nos hemos separado más, aunque nos hayamos separado por años o aunque no nos veamos más. Yo siento que igual nos seguimos riendo juntos.
Después me fui a Nueva York con un pasaje que me regaló mi hermano mayor, que trabaja en una compañía de aviación. Allí me reencontré con China Zorrilla. En los Estados Unidos hice de todo para ganarme la vida. China era profesora de francés en un colegio del East-Side y yo finalmente terminé trabajando en una casa que importaba libros para distribuirlos en las universidades norteamericanas.
Al principio era nada más que un "pinche" y hacía la vida de cualquier joven norteamericano. Un día me llamó el director de la empresa. Yo pensé que estaba despedido. Mi conducta no era demasiado convencional. Ya había abandonado las corbatas, el pelo corto y usaba jeans hasta para dormir. En mi oficina se cantaba, se recibían llamadas telefónicas a toda hora, se celebraban ruidosamente nuestros cumpleaños. Había gente de todas partes, entre los que recuerdo a Martín Lehbergher, un alemán que ahora es capo de la compañía. Fue justamente Martin quien trajo la primer guitarra al escritorio. La vida seguía siendo una fiesta.
Cuando me senté frente a Mr. Hafner —el jefe—, dispuesto a recibir una severa amonestación, traté de poner cara de James Dean en Rebelde sin causa pero sin resultado. "Mr. Perciavalle —me dijo muy serio—, la empresa abre una filial en París y el directorio lo ha elegido a usted para hacerse cargo de la subgerencia." Casi me caigo del asiento. Le agradecí con falsa emoción mientras mi cabeza funcionaba a mil por hora. Me vi de pronto convertido en presidente de un enorme emporio, en el nuevo Rockefeller, en la imagen misma del self-made man. Esa imagen me gusta, pero para otro: le dije que yo era actor, "una estrella famosa en mi país", mentí con descaro. Le expliqué que estaba trabajando allí sólo para vivir de cerca la experiencia de ser un empleado más, pero que estaba estudiando teatro. Le presenté de inmediato mi renuncia, antes de que el ofrecimiento me tentara demasiado, y lo invité para el estreno de Canciones para mirar que esa misma noche estrenábamos en el Sullivan Street Playno House con China Zorrilla e Ilza Prestinari.
Era el mismo espectáculo que hace dos años repusimos en el teatro Blanca Podestá.
El éxito de Canciones, la propuesta de Julio Kauffman para actuar en un show en Broadway, en inglés, las nuevas perspectivas para hacer carrera en los Estados Unidos, me volvieron a la realidad. Y mi realidad estaba aquí, en Buenos Aires, con mi gente, con los que hablan mi idioma, con Inés Quesada, mi muy buena y querida amiga, que me esperaba en La Recova de la avenida Libertador. Cuando mi avión decoló en el Aeropuerto Kennedy supe que la gran aventura recién empezaba para mí.
En 1965 Buenos Aires se despertaba, teatralmente hablando, de un largo letargo. El Di Tella bullía de animación. Una crítica joven y renovadora afloraba en semanarios y periódicos. Un grupo de melenudos y disfrazados le decía basta a la solemnidad y al pasado. No sé si todos tenían talento. No soy quién para decirlo. Lo que sí puedo afirmar es que todos querían decir cosas, hacerlas, expresarse con una nueva clandestina libertad. Entre toda esa maraña de locos de remate, de delirantes absolutos, de oportunistas de locos serios y locos lindos, nació Help Valentino, un 22 de junio a las diez de noche. Todos sus progenitores gozaron de buena salud.
Lo que vino después es historia demasiado reciente, o al menos yo la siento demasiado cercana como para hablar de ella. Si estuviera preparando un monólogo para mi próximo espectáculo, diría que después vino la fama, la popularidad, el asedio periodístico, las tapas de las revistas, los contratos fabulosos, las ofertas millonarias para filmar con Visconti y Bergman, para encabezar mi show en el Madison Square Garden y el Olimpia de París, el reconocimiento del público, el calor de la gente que no me deja salir a la calle, la pérdida de mi vida privada, los premios internacionales, mi total entrega al público; diría que estoy en una "crucial y terrible disyuntiva, de la que sólo la ovación final puede sacarme". Pero sé que todo es mentira, pero que sin embargo es cierto de alguna manera. Federico Fellini dijo una vez que los que cuentan estrictamente la verdad son periodistas o son estúpidos. Yo no creo ser ninguna de esas cosas, pero sin embargo estoy escribiendo esta nota y no la releo ni la corrijo porque estoy seguro de que voy a encontrar más de una estupidez.
Es probable, amigo lector, que usted termine de leerla y piense que yo soy otro, distinto al que pensó que era. Para no crear más confusión, le paso mis datos personales.
Nombre: Carlos Ernesto.
Edad: Veinticuatro años.
Altura: Descalzo, 1,69. Con zapatos, 1,84.
Ojos: Dos. Marrones, inteligentes, pérfidos... un amor.
Pelo: Mota. Mucha mota.
Profesión: Decir maldades, inventor del café concert (Ja Ja). Sátiro, jugador de bridge, irrespetuoso, diabólico.
Obras en las que intervino: Help Valentino, Help Scherezade, Yo no y Ud? La mandarina a pedal, Lo que el cine nos dejó, Motitas pintadas, Nueve y medio, Carlos Perciavalle Superstar y un nuevo espectáculo próximo a estrenar en la temporada de verano, cuyo título definitivo está entre 40 kilates o Esta noche mejor... Carlos Perciavalle.
Cine: Nunca hice. Trabajé solamente en dos películas.
Televisión: Es sabido que soy un actor de minorías. Por lo tanto, prefiero olvidar los miles de programas que contaron con mi invalorable participación.
Fotos: Mario Paganetti
Revista Siete Días Ilustrados
18.11.1974

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