ERA la guerra del
catorce y eran catorce mil las mujeres bellas que
Alemania había lanzado por las serpenteantes
sendas del espionaje, De ellas solo unas diez o
quince lograron inscribir su nombre de heroínas en
el historial definitivo de la profesión misteriosa
y difícil.
Pocos o ninguno son
los datos que se conservan de otras mujeres que no
sean aquellas que por un motivo u otro fueron a
dar con sus huesos al patio macadamizado de una
sombría prisión donde un piquete inexorable habría
de saldar una difícil cuenta de justicia, las que
un día cayeron con los ojos vendados y cuatro
fuentes de sangre en las espaldas para recibir aun
el tiro final, gracia otorgada por un apuesto
oficial de fusileros, pasaron a la historia.
Otras, se salvaron en el anonimato. De entre
aquellas que hoy nos sirven para Completar estas
notas, surge la audaz e inteligente Despina
Desiovitch Storch, aventurera y bailarina de café
cantante antes de la guerra.
Nacida en
Constantinopla y dotada de una rara belleza y tal
vez demasiada cultura, habíase casado a los
diecisiete años con un caballero francés, del que
sólo llevó su apellido y un par de años de vida
legal. En sus andanzas por Europa había aprendido
el dominio de los idiomas del oeste y el estilo de
sus formas elegantes. De ello habría de servirse
luego para entrar en ambiente y ganar la confianza
de más de un enamorado oficial enemigo. De eso y
de su extraordinaria belleza, que le valió el
apodo de "La Beldad del Bósforo".
Su matrimonio se
diluyó muy pronto. Pablo Storch se vio a poco
abandonado por su joven y tan bella esposa. Corría
el año 1917 y con él la sangre por los cuatro
cantos del viejo continente. Despina habíase
dedicado por entonces a viajar. Viajar y escribir.
Escribía breves esquelas de salutación a sus
viejos amigos de su época de bailarina galante.
Los destinatarios recorrían aquellas letras ya
leídas por la censura de París, Londres y
Washington, donde se situaba en los salones del
gran mundo. Pero no eran las palabras que
importaban en aquellas postales de Despina, por
encima de todo interesaba el franqueo, que era su
gloria, pero que fué su perdición. Gloria porque
la bella y elegante turca de ojos inquietantes
tenía su secreto. Era un secreto de filatelista,
si se quiere. El secreto estaba en el borde
dentado de las estampillas que completaban su
voluminosa correspondencia.
Cada uno de aquellos
intrascendentes cortes de los sellos de correo
tenía un valor y una importancia. En 1918 Despina
vivía en Madrid. Desde la ciudad neutral
continuaba enviando simples notas de saludo a sus
amigos, ya bajo el nombre de madame Hesketh, con
que aparece registrada en uno de los más caros
hoteles madrileños, acompañada de dos raros
personajes: una alemana de desgarbada apariencia y
un "barón" de algunos años. Prontamente los
agentes del servicio secreto inglés sospecharon de
aquel trío tan exótico, y las cartas de la Despina
Desiovitch pasaron por las lámparas de rayos
infrarrojos y luego por los más entendidos
técnicos en claves secretas, para
continuar, al fin sin novedad, su rumbo hacia el
destino.
Sin embargo un día, y
esto aumentó en alto grado las sospechas, la
excitante turca desaparece de Madrid. Fué una
desaparición misteriosa, diríase que aquello era
una huida.
Meses más tarde el
Intelligence Service tenía obligación de saber
cuál era la verdadera ocupación de la dama de vida
elegante. Se designó entonces al capitán Barry
para localizarla y descubrir cuáles eran sus
verdaderas actividades.
Aquella señora había
partido hacia Nueva York. Allí logró identificarla
el inteligente Barry, bajo el sonoro apodo de
Condesa Belleville, ocupando una de las salas más
coquetas del Waldorf Astoria.
Aquella mudanza de
nombres ya era un precioso detalle para el
perseguidor capitán, quien se dedicó de lleno a
estudiar los movimientos de Despina. Y si en el
franqueo de sus cartas residía la gloria de espía
que hemos mencionado, en el franqueo de sus cartas
estaba oculto el fracaso que daría con toda su
elegancia en una cárcel.
Barry pudo verla
comprar en horas tempranas cientos de estampillas,
como quien compra fideos y galleta antes de la
huelga. Actitud sospechosa, se dijo el inteligente
capitán. Cuando la primer carta llegó a manos de
Barry, que debidamente autorizado la retiró del
correo antes de ser despachada, el capitán notó
otro detalle que terminaría por concretar sus
sospechas: la carta tenía franqueo de más.
Por aquellos días, ni
aun siendo condesa, podía explicarse claramente un
exceso de franqueo. Así lo entendió el
representante del Intelligence y se dedicó a
estudiar de lleno aquellas estampillas, hasta dar
con la solución inesperada de sus bordes dentados
con cortes casi imperceptibles que equivalían cada
uno a una letra cuando no a una palabra entera. La
sucesión de dos o más cartas daban el mensaje
completo que llegaba, por vía de sus
destinatarios, al alto comando alemán.
Despina Desiovitch
Storch fué recluida en la isla de Ellis. Su
belleza esfumábase entre las paredes de la cárcel,
menos amables que las del Waldorf Astoria, más
lúgubres y desagradables que las de los viejos,
pero ponderadles hoteles de Madrid. Un día
cualquiera apareció muerta en su celda. La
autopsia no reveló claramente la causa
de su muerte. De todas maneras su misión estaba
cumplida. Según los cálculos había enviado,
mediante su lenguaje de las estampillas, no menos
de dos mil informes confidenciales a Berlín, y
además habría embaucado a 32 oficiales aliados,
arrancándoles importantes secretos de guerra.
Despina era solo una
de las catorce mil mujeres empleadas por Alemania
durante la guerra del 14. Una de las diez o quince
que habría de pasar a la justicia, un tanto
elástica, del vencedor. Las demás permanecieron en
el oscuro misterio de su propio secreto. Algo así
como continuar al servicio de espionaje.
Revista P.B.T.
03.04.1953
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