Sergei Eisenstein, 25 años después
   

Por lo general, la política y la estética (también la ética) no se llevan muy de acuerdo, algo que sólo acontece en tiempos más o menos felices, cuando los hombres coinciden en que es mejor disfrutar de la existencia que enfrentarse estérilmente. A Sergei Mijailovich Eisenstein, ese hombrecito regordete, de frente muy alta y ojos claros, le tocó vivir en uno de los momentos más convulsionados de la historia, y su obra sufrió por eso, y él también. No obstante, que a pesar de tales contratiempos y amarguras haya podido legar a la humanidad por lo menos dos obras de arte inmortales (El acorazado Potemkin e lván el Terrible), es prueba del triunfo del individuo.

El 11 de febrero de 1948 —dentro de tres días se cumplirá el cuarto de siglo— moría en Moscú Sergei Mijailovich Eisenstein, el hombre que mejor entendió y utilizó el lenguaje cinematográfico, por lo menos hasta la fulgurante llegada de Orson Welles con El ciudadano, en 1940. No es casual que el destino de estos dos genios haya padecido azares y escollos similares: las sociedades soviética y norteamericana tienen signos políticos adversos (sería mejor decir: economías adversas) pero se asemejan bastante. De todas maneras, lo que le ocurrió a Eisenstein con el gobierno soviético —los propios revolucionarios de Octubre, primero, y Stalin, después (por más que éste reconociera oficialmente sus méritos)— no fue demasiado distinto de lo que en su tiempo sufrieron Miguel Angel o Mozart, ni de lo que, en resumen, padece un gran artista y, sobre todo, un renovador en cualquier medio social o época en que le toque vivir, con raras excepciones.
Desde una óptica ortodoxamente marxista —si es que tal cosa existe—, Eisenstein nunca dejó de ser un burgués. No podía dejar de serlo. Nacido en Riga el 23 de enero (según el calendario gregoriano, impuesto desde 1918 en Rusia; el 10 de enero, según el calendario juliano) de 1898, Sergei Mijailovich fue el único hijo del ingeniero y arquitecto municipal Mijail Osipovich Eisenstein, de origen judeoalemán, y de una distinguida dama de linaje eslavo, Yulia Konetzkaia. Recibió una educación esmeradísima: tenía una nanny inglesa, podía hablar en alemán con su padre y en francés con su madre (más tarde aprendió también el español, el italiano y hasta el japonés); se fomentaron sus tendencias artísticas, sus intereses, desde niño, por la música, las artes plásticas y el teatro. Pero no fue una infancia feliz: el matrimonio Eisenstein se llevaba mal, se separó y, aunque intentó reconciliarse, terminó por vivir en mundos distintos. La madre se fue primero a San Petersburgo, donde el pequeño Sergei la visitaba, alternando con estadías junto a su padre, en Riga, donde era atendido por su niñera rusa, Totya Pacha, que lo acompañaría fielmente hasta que murió, en el trascurso de la Segunda Guerra Mundial. Por fin, la señora Eisenstein se radicó en París y sólo volvió a ver a su hijo de vez en cuando.
Aquí se observan ya dos factores trascendentales en la conformación psíquica de Eisenstein (no en vano sería tan fervoroso admirador de Freud que hasta pensó en dedicarse a la psiquiatría y seguir cursos con el maestro vienes): las complejas relaciones con los padres —que incluían, evidentemente, una rencorosa adoración por la madre— y la presencia de una figura femenina predominante, la vieja niñera con su carga folklórica de leyendas y canciones. Estos factores serían poco o nada tomados en cuenta por sus biógrafos, y por él mismo, acaso no sin razones válidas en su contexto vital: la desconfianza profunda del marxismo por el psicoanálisis, lo aventurado que suele resultar el deducir las pautas estéticas de un creador, de sus pautas de vida, y la sospecha de una homosexualidad que algunos colaboradores y frecuentadores de Eisenstein le atribuyeron, sin que nunca haya sido esclarecida, aunque existen fuertes indicios de que estaba ahí por lo menos en forma latente. Sería tal vez ingenuo aducir, en favor de esta hipótesis, que el casamiento de Sergei con Pera Attacheva —una fiel amiga a la que conocía desde 1926—, acaecida en 1934, fue más bien una cuestión de camaradería que de amor, y secuela de un período definido como de "depresión nerviosa", con un largo período de reposo en una clínica de Kislovodsk, en 1933.

OCTUBRE DE 1917. De todas maneras, aquella atribución aportaría tan sólo, en último lugar, una arista más a ese complejo prisma que es siempre el espíritu de un creador genial. En 1915, a los 17 años, Eisenstein, terminados sus estudios secundarios, se marcha con su padre y Totya Pacha a Petrogrado (nombre flamante, desde 1914, (la capital zarista), e ingresa en Arquitectura. Al mismo tiempo, frecuenta la Escuela de Bellas Artes, profundiza en el Renacimiento italiano y se apasiona, para siempre, por la personalidad y la obra de otro genio, que le era afín en más de un sentido: Leonardo da Vinci. También estudia la commedia dell'arte, de la que extraerá valiosísimas enseñanzas para sus puestas en escena, y descubre a Freud.
Con su característica timidez, a la que se une un deseo de afirmar, sin embargo, su ser más profundo, Sergei Mijailovich confiesa no sentir mayor atracción por la política —no la sentiría nunca, es inútil querer engañarse sobre este punto—, pese a lo cual se incorpora, con algunos compañeros de estudios, a las Milicias Populares, y al año siguiente llega a alistarse como voluntario en el Ejército Rojo, en tanto su padre se incorpora al Blanco (Mijail Eisenstein moriría, años después, en Berlín, donde se refugió después de la guerra civil). Y es en medio de este gran caos fratricida, cuando empieza la gran epopeya creadora del cineísta ilustre. Lo que le atrae en un principio es el teatro, uno de sus perdurables amores infantiles: organiza representaciones para sus camaradas de armas, se interna en los secretos del Kabuki —teatro popular japonés—, pinta escenografías y termina, al cabo de la guerra civil, en Moscú, nueva capital de la URSS como decorador jefe del primer Teatro Obrero del Proletkult (entidad consagrada a difundir las artes y promover su cultivo entre obreros y campesinos). En 1920 es ya director artístico del Teatro del Proletkult y del Circo del mismo organismo, y profesor de dirección escénica, actividad en la que se ejercita por vez primera con El mexicano (18 de mayo de 1921, Teatro del Proletkult), tras un fracasado proyecto de montar El rey hambre, de Leonid Andreiev.
En 1921 también se instala con Totya Pacha en una habitación muy grande de un caserón de un suburbio moscovita. donde vivirá 14 años; y sigue el curso superior de dirección escénica de Meverhold —fundador, con Stanislavski, del Teatro de Arte de .Moscú—. Es igualmente el año en que lo golpea su primera prohibición: su plan de poner en escena El precipicio, "drama de la angustia de un sabio en la sociedad capitalista", escrito por el director del Proletkult, Valeri Pletnyoff, es vetado por las autoridades. La primavera revolucionaria ha terminado: los artistas que soñaron, y lograron, trasformar las artes, adecuándolas al pensamiento y el sentimiento de la época, se exilian o se resignan a la castración. El omnipotente Estado comunista se vuelve archiburgués en sus exigencias de "realismo social": Kandinsky y Malevitch deben irse con sus pinceles a otra parte, el Segundo Imperio francés vuelve a aposentarse en la arquitectura, en la decoración, en la danza, en la música, en la pintura. Eisenstein se queda.

CAMARADA ANASTASIA. Acaso porque su entrega a la revolución fue más pura y desinteresada que la de la mayoría, es decir, más inocente y, por eso mismo, confiada; acaso, porque sospechaba que lejos de la Madre Rusia —o sea, Totva Pacha— le sería difícil dar lo mejor de sí mismo, durante algunos años, mientras no se le adjudicó el lugar que su genio merecía, no fue molestado. Casi inadvertidamente, como complemento de su puesta en escena de Madurez ("Un sabio"), de Ostrovski, Eisenstein filma 120 metros de película: Kinodnevnik Glumova ("El cine-diario de Glumov"). Del film sólo quedan fragmentos que en 1961 se incorporaron a un vasto documental en homenaje a Eisenstein; parece haber sido una doble parodia, de ciertas convenciones de la aristocracia zarista y del noticiario cinematográfico oficial del Soviet, "Kinopravda". Esto era en 1923, el mismo año en que Eisenstein escribe su primer artículo teórico sobre el montaje en el cine: El montaje de atracciones, cuya mejor ilustración está quizá en su propio film La huelga (1924) y que consiste en una deliberada oposición de imágenes "de choque", a veces surrealista, a veces futuristas, tratando de crear en el espectador una oposición dialéctica que lo conduciría al esclarecimiento poético de la situación.
En 1924 Sergei Mijailovieh dirigiría su último espectáculo teatral hasta 1940: Máscaras antigás, de Tetriakoff. ubicado con cierta redundancia en la Fábrica de Gas de Moscú. Desde entonces se consagraría exclusivamente al cine. En junio de ese año escribe con Pletnyoff el guión de La huelga, que debía ser el primer panel de un tríptico, "Hacia la dictadura del proletariado", abarcando desde 1900 hasta 1917. Desde julio hasta diciembre se filmó y se hizo el montaje de La huelga.. pero ya el 4 de ese último mes, Eisenstein se separaba del Proletkult. Lo
ocurrido con ese film es ejemplo de uno de los problemas con que debió luchar el realizador toda su vida: la censura, la querida Anastasia, esta vez no bajo la severa apariencia de un comisario —o comisaria— del pueblo, sino de una ultrajada dama de la alta burguesía capitalista. Pese a que la célebre Exposición Internacional de Artes Decorativas de París, de 1925 (la cuna del Art Déco, que tanto debe a la plástica rusa de los primeros tiempos revolucionarios), otorgó su medalla de oro de la sección Cine a La huelga, el film no fue visto en Occidente hasta 1956 (National Film Archive, .de Londres) y en la Argentina hasta 1971.
1925 es, se sabe, el año clave de La quimera del oro, de Charles Chaplin, y de El acorazado Potemkin, de Eisenstein, el film que consagraría mundialmente y para siempre al director ruso. Es innecesario abundar en consideraciones sobre esta frecuentada obra maestra. En 1926 Eisenstein y su colaborador de Potemkin, que se le volvería habitual, Gregori Alexandroff, encaran La línea general, sobre las primeras experiencias de colectivización rural. La filmación debe interrumpirse, en 1927, para emprender la de Octubre, que celebrará los 10 años de la Revolución y que se convertirá en otro de los films malditos de Eisenstein, ante todo porque a poco de terminarlo habrá que modificar secuencias enteras a fin de eliminar a León Trotski, que ha caído en desgracia con el régimen. Luego, porque a partir de allí comenzó la oposición crítica a lo que se llamó su "formalismo", que llevó a que manos ajenas mutilaran Octubre, lo remontaran y, en fin, !o convirtieran en apenas un trasunto de lo que su creador anheló.
Quienes han admirado en Octubre la secuencia magistral de la toma del Palacio de Invierno, o la sutilísima trascripción visual (el cine era todavía mudo) de los cañonazos en el temblor de los caireles de una araña, o las metáforas de la soledad de Kerenski, convendrán en que el tal "formalismo" no es sino la preocupación estética, esto es, primordial de Eisenstein. Pero es difícil que un gobierno revolucionario pueda reparar en esos matices, y a Sergei Mijailovich le convino aceptar un contrato —inesperado— con la Paramount, en Hollywood, en 1930. Tras seis meses de jugar al tenis y posar con las estrellas en Sunset Boulevard, ve rechazado su guión sobre Una tragedia norteamericana, de Theodor Dreisser, y acepta la oferta de Upton Sinclair y su mujer para realizar un film en México.

LA GRANDEZA DEL MAR. Nuevos problemas, nuevas decepciones. Que viva México —este iba a ser su título— será una pesadilla que perseguirá a Eisenstein hasta el fin de sus días. Sinclair se cansó un día, aparentemente, del film y su director ordenó suspender el trabajo y se incautó del material. A través de múltiples andanzas, ese material produciría no menos de cuatro reconstrucciones aproximadas de lo que Eisenstein se propuso: el más cercano y respetuoso parece ser Tiempo en el sol, de su gran amiga Marie Seton.
En 1935, al conmemorarse las bodas de plata del cine soviético, Eisenstein no recibe más que una simple distinción de cuarta categoría como Trabajador Emérito de las Artes y el encargo de asesorar films para chicos en Crimea. Comienza a filmar El piado de Bejin (de inminente estreno en la Argentina), sufre interminables dilaciones y postergaciones y, por fin, la película terminada es objeto de execración general, una vez más por el dichoso formalismo"; como si lo importante fuera, realmente, "exaltar la contribución de los jóvenes pioneros a la colectivización de la agricultura". (Los jóvenes pioneros tal vez necesitaban este aliento para evitar que su país debiera comprar, tantos años después, cereales a los Estados Unidos.)
Alexander Nevski (1938) pone por fin a Eisenstein en la buena senda del halago oficial. Esta poderosa evocación de la victoria de Rusia sobre los Caballeros Teutones viene muy bien en vísperas de una conflagración que reproducirá, siglos más tarde, idéntica aventura germana, y sobre el director llueven elogios, condecoraciones, palmas académicas, nombramientos. Sin embargo, pocos films de Eisenstein son más "formalistas" que éste, para el cual Sergei Prokofieff escribió una partitura admirable.
En 1940 dirige La Walkiria en el Bolshoi y escribe el guión de Iván el Terrible, su última obra y la más genial de todas. La primera parte es aclamada, la siguiente —que incluye una secuencia en colores— vuelve a ocasionarle dificultades con el gobierno y debe, por segunda vez (la anterior fue cuando El prado de Bejin), reconocer públicamente sus "errores" doctrinales y prometer no reincidir. Es demasiado para su débil corazón, y ver los restos de Que viva México no contribuye a mejorar las cosas. Como en uno de sus dibujos magistrales, en que el zar Iván se enfrenta con el mar, Eisenstein había llegado a un límite más allá del cual su grandeza no admitía otro rival.
Ernesto Schóó
PANORAMA, FEBRERO 1973

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