CUANDO la
impresionante nube atómica se elevaba por primera
vez sobre la mártir Hiroshima, daba comienzo la
era de la fuerza por desintegración del átomo. Por
ese u otros motivos, la guerra que regaba con
sangre joven más de la mitad del mundo fuése
desvaneciendo en pocos días, y por cúmulo de una
serie de acontecimientos más o menos conjugados se
llegó a una nueva época de paz. Por lo menos eso
fué lo que se dijo. A poco comenzaron esas nuevas
guerras de "pequeña importancia", donde se ponen a
prueba, en constante maniobra bélica, los nuevos
elementos de combate que el progreso y las
ciencias nos prodigan a diario para asegurar,
dicen, una paz permanente.
Sabemos que entre los
muchos que hacen negocios con la guerra, y con la
paz, están los espías internacionales, de los que
tanto se habla y a los que se les ve con ojos de
misterio. Para los espías la era del átomo habría
de crear un nuevo estilo y les daría una nueva
importancia. Aun no ha podido establecerse
claramente si estos elementos que trabajan más
allá de las fronteras, o dentro de ellas, son
mártires, héroes, traidores o patriotas. Eso sí,
se sabe que son espías. Y se lucha contra ellos,
tratando por todos los medios de superar la esfera
de sus éxitos con los éxitos del contraespionaje.
Actualmente el cable
nos informa casi a diario de la existencia de
espías atómicos. Los comentaristas hacen de
continuo sus revelaciones en el malabarismo de los
nombres famosos. Mientras la hija de Mata Hari
muere fusilada por traición en los campos de
Corea, para pagar parte de la herencia trágica,
los Rosenberg se salvarán o no de la silla
eléctrica. En Cracovia cuatro sacerdotes católicos
son condenados a la pena capital, y otros a
larguísimas prisiones, que significan poco menos
que una muerte lenta. Klaus Fuchs, otro conocido
de los entendidos en cuestiones de alta traición,
sigue "trabajando" desde su celda, con sus
secuaces el matrimonio Rosenberg y el ex sargento
Greenglan, o ¿no lo son? La verdad es que, el
entendido en cuestiones de alta traición es
también traicionado.
El caso es que el 25
de marzo de 1949, a cuatro años de firmada la
rendición, el comité sobre actividades
antinorteamericanas declara en Washington la
existencia de miles de espías rusos dentro de
territorio estadounidense. Aquello era llovido
sobre mojado. Desde el mes de julio de 1947, se
investigaban en la capital de Estados Unidos las
"supuestas actividades" de espías rusos
descubierta a raíz del famoso caso de aquella
maestra Kosenkina que se arrojó desde un balcón de
la embajada soviética. Primero se los llamó
suavemente de actos hostiles contra la democracia.
Luego se los mejoró "acusando a ciertos empleados
sin mayor jerarquía de dar datos a Rusia". A poco
alguien hizo declaraciones al "Daily Worker"
diciendo que los agentes secretos del Soviet se
habían afianzado en los Estados Unidos durante la
guerra en que ambos países actuaron como aliados,
aseguraba también que un norteamericano al
servicio del comunismo había entrado en México
asesinando a Trotsky.
Por aquellos días se
escribieron largos párrafos sobre el asunto y el
cable proveyó a diario la entrega de la más
interesante historia sobre tema, que culminó en
los días finales de 1948, con un refuerzo a la
legislación contra espionaje, sugeridas por el
procurador general Mr. Tom Clark.
Así fué que el cinco
de marzo del año siguiente el mismo Tom Clark
anuncia la detención del jefe de la misión
cultural rusa ante la UN. Añadía a su vez que
también había sido detenida una empleada del
departamento de Justicia.
La empleada era Judith
Coplon, simpática funcionaría de 27 años, quien
fué sorprendida en momentos en que entraba en
contacto con el enviado ruso Valentine Gubitchev,
Judith tenía en su cartera un paquete con
documentos que "comprometían la seguridad de la
nación". Esto no quería decir que se tratara de
espionaje atómico de la nueva modalidad.
Los agentes del FBI
que detuvieron a la Coplon declararon que aquélla
había sido seguida hasta Nueva York, donde se
encontró con su interesado amigo, pasando ambos
casi dos horas en disimulado paseo como si no se
conocieran hasta saber que estaban seguros,
entrando en contacto al ascender a un ómnibus,
donde tropezaron y se pidieron disculpas, también
como desconocidos. Luego fueron detenidos y en su
acusación el fiscal Clark observa que Judith no
había entregado documentos de importancia, puesto
que, como se suponían su actividades, sólo pasaban
por su mano expedientes falsos.
Pocos días después el
Departamento de Justicia fué acusado en el Senado
de entorpecer las tareas de contraespionaje, pues
se conocían de hacía tiempo las actividades de
Judith Coplon ''haciendo gala de una sorprendente
e inexcusable negligencia".
Hasta aquí nada se
dice del espía atómico. Judith Coplon es puesta en
libertad bajo una fianza de 20.000 dólares que la
empleadita del Ministerio se apresuró a pagar,
posiblemente con sus ahorros.
Mientras tanto
Gubitchev es calificado abiertamente de espía por
la información diaria. El 15 de marzo, sin
embargo, se niega a declarar ante el tribunal,
aduciendo que no puede ser procesado porque goza
de reconocida "inmunidad diplomática".
Dos días más tarde se
anuncia que Judith Coplon será procesada por
"espía interesada en asuntos atómicos".
Se produce luego un
extraño silencio. La suerte de Judith parece no
haber sido echada en los estrados norteamericanos.
¿Cuál ha sido su verdadero destino? Su nombre
aparece muy vagamente unido al de un tal Kent,
cuyo cuerpo flota, con la carótida seccionada,
sobre las aguas del río Potomac una noche de junio
de 1949. Kent, nacido en Rusia y ex alumno de
Harvard había sido acusado de espionaje atómico
por Judith durante el proceso.
Al día siguiente, en
una conferencia de prensa, el presidente Truman
declara que la serie de espías aparecidos
últimamente, mezclados en cuestiones atómicas, son
simplemente el resultado de una psicosis general,
lógica después de cada guerra, en que la gente
alteraba por los acontecimientos anteriores solo
ve espías en cada ciudadano sospechoso.
Pero ocurre que el
mismo señor Truman debe pedir poco después la pena
más alta para los esposos Rosenberg, convictos
pero no confesos de espionaje atómico. ¿Cuál es el
misterio que rodea a estos interesados amigos de
Rusia? Tal vez Judith Coplon, que pudo ser tan
espía como miembro del FBI, tenga en sus manos el
secreto de la muerte de estos esposos que irán a
la silla eléctrica pese a la mediación del Papa
Pío XII, el 13 de marzo venidero.
En lo poco que corre
de este año ya hubo en diferentes lugares del
mundo una serie de condenas por "espionaje", que
es la palabra que sirve para calificar ciertos
delitos de traición. Hubo juicios en Sofía,
Cracovia, Berlín y Tokio. Hombres de diferentes
clases sociales fueron condenados a diferentes
penas, pero estos hombres no son generalmente
espías en el estricto sentido de la palabra. Como
es posible que no sean espías estos esposos
Rosenberg que acaban de ser condenados por la
justicia norteamericana a la máxima pena. La
terrible pena de la silla eléctrica.
Como no eran espías,
tal vez, los diplomáticos ingleses MacLean y
Burggess, que un día desaparecieron
misteriosamente y aún, a casi dos años de su
extraña huida, nadie ha podido saber cuál fué el
verdadero destino de sus "valijas".
El 19 de junio de
1951, Fletcher Knebel publicó en la revista "Look"
un interesante estudio sobre el espionaje ruso en
América. En ese 'RED SPIES the inside story of the
people who betrayed their country' el articulista
habla de todos los que algo tuvieron que ver con
la justicia por asuntos secretos de valor atómico,
explica por una parte cómo trabajaban los
servidores del Estado en posesión de datos tan
acariciados por Rusia, menciona luego a quienes
entregaron esos datos, y más tarde a los agentes
secretos, entre ellos al ya conocido mediador de
la UN Valentín Gubitchev, que fuera detenido en
compañía de Judith Coplon en aquellos días de
1948. Pero el cronista no nombra para nada a la
empleada del Departamento de Justicia Judith
Coplon.
Mientras los Rosenberg
son condenados a muerte. Judith Coplon desaparece
del enredo, se esfuma de la trama, no hay noticia
definitiva de su condena, no se la ve entre rejas
de un pabellón de Sing-Sing, como se ha visto a
los Rosenberg, esperando la hora del dictamen
definitivo. Sólo su nombre aparece ligado una vez
a la carótida seccionada de un cadáver que flota
sobre las aguas claras del río Potomac.
Revista PBT
06.03.1953
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