Primer reportaje a François Duvalier
dictador vitalicio de Haití
Por primera vez en sus
doce años de controvertido gobierno, François
Duvalier, presidente de la República de Haití,
aceptó ser entrevistado por un periodista
extranjero, Papá Doc, o El Brujo del Caribe, o El
Diablo Duvalier, son motes que apenas definen a
este enigmático personaje: médico perfeccionado en
universidades estadounidenses, mostró su
filantropía curando gratuitamente a los enfermos
rurales; sesudo etnólogo, se granjeó el respeto de
famosos antropólogos blancos. Cuando en 1957 se
presentó como candidato a la presidencia de la
nación, todos vieron en él una promesa de
progreso; sin embargo, apenas fue electo se
consagró gran hougan del vudú y "aceptó de buen
grado la excomunión de la Iglesia Católica; como
una clara advertencia a los extranjeros, colgó en
el aeropuerto de Port-au-Prince los cadáveres de
sus enemigos, masacrados por los sanguinarios
tontons macoutes (una guardia de 5.000 fanáticos
dispuestos a inmolarse por Papá Doc y decididos a
librarlo de sus enemigos). Con dialéctica
habilidad, El Brujo del Caribe elude todo tipo de
precisiones sobre la cruda realidad de Haití, con
un 90 por ciento de población analfabeta, hacinada
en el 13 por ciento del territorio, es decir, en
la magra superficie cultivable, donde la densidad
llega a 500 habitantes por kilómetro cuadrado. En
Haití se da el menor consumo de proteínas, la
menor esperanza de vida y el menor ingreso per
cápita de Centro y Sudamérica; la tuberculosis y
el paludismo son allí las principales causas de
mortalidad. Para esta legión de desamparados el
vudú es el único recurso, la última esperanza: el
vudú implica equilibrio mental, una
personificación social, un sentimiento de compañía
y hasta de poder. SIETE DIAS publica con
carácter exclusivo este reportaje logrado por el
periodista Alberto Ongaro (Nota MR: Alberto
Ongaro, también conocido como Alberto Nogara,
fue un periodista, italiano, 1925-2018) del
semanario italiano L'Europeo, quien disparó sobre
Duvalier, consagrado dictador vitalicio por
decisión propia, una andanada de preguntas,
algunas de las cuales bordean los imprecisos
límites del desacato. —Señor presidente, ¿usted
sabe que goza de una siniestra fama en el Caribe y
en el mundo occidental? —Por cierto que lo sé.
Me han descripto como un gran diablo negro, con
sombrero de fieltro y grandes anteojos,
directamente llegado del Infierno. Me han
descripto como un inmenso, inasible fantasma,
capaz ale hacer desaparecer de la faz de la tierra
a todos sus adversarios. Han hecho de mí un
espantapájaros, un asesino sin piedad, un brujo
que se ha valido de la magia negra para conquistar
el poder y para conservarlo. Me han hecho asesinar
Dios sabe a cuántas personas . . . —¿Y no es
cierto? — ... han hecho circular el rumor de
que torturo presos políticos, que durante el rito
vudú, para conquistarme el favor de los dioses, he
consumado sacrificios humanos, que mi alma es
primitiva y salvaje, que tras mi apariencia de
intelectual se esconde un terrorífico monstruo .
Por cierto que soy consciente de poseer una
malísima fama. ¿Pero alguno se tomó el trabajo de
preguntarse el porqué? Yo soy el primer ciudadano
de Haití, el presidente de una república negra, el
jefe de un país de esclavos decidido a liberarse y
a conquistar su independencia. A diferencia de los
países africanos que han obtenido recientemente su
libertad —por demás discutible—, los haitianos
somos libres desde 1804, cuando las campañas de
Toussaint Louverture y de Dessalines nos liberaron
de los franceses. Desde entonces, Haití y sus
jefes han sido objeto permanente de organizadas
campañas de desprestigio. Usted sabe con qué
actitud la raza dominante contempla a los países
negros que osan proclamar su libertad. ¿Cómo los
negros, nuestros esclavos, nuestros servidores,
esos inútiles, pueden desear ser libres? ¡Si no
saben cuidarse, si son incapaces de gobernarse!
Nada hay más ofensivo para un blanco que un negro
libre. Cuando eso ocurre, los jefes deben ser
siempre monstruosos y sanguinarios. —¿Usted
sostiene, entonces, que todo lo que se dice acerca
de su persona es el resultado de una campaña de
desprestigio organizada por los blancos? —No
todos los blancos. Yo mantengo excelentes
relaciones con algunos países occidentales. Yo
mismo, siendo de raza negra, me considero un
occidental y jamás he tratado de borrar las
huellas que la cultura de Occidente ha dejado en
Haití. Al contrario. Durante toda mi vida he
tratado de integrar la cultura africana que
nosotros representamos en Haití con aquella
recibida de Occidente. Pero no puedo olvidar que
el Diablo Duvalier, el Duvalier asesino, es una
invención creada artificialmente en 1963, cuando
les hice hacer a los norteamericanos eso que en un
lenguaje corriente, no diplomático, podría
llamarse un papelón. —¿En qué ocasión, señor
presidente? —Bueno, yo llevaba seis años en el
poder y durante la administración Eisenhower no
tuve ningún problema. Al contrario, Eisenhower
siempre miró a Haití con benevolencia y estuvo
dispuesto a ayudarnos cuando fue necesario. Los
líos comenzaron con la administración Kennedy.
Desde el comienzo fue fácil advertir que Haití y
mi gobierno no agradaban a los demócratas. Había
una cierta inquietud en la República, en razón de
algunas tentativas de invasión que mi gobierno
estaba en condiciones de repeler sin perder el
control de la situación interna. Un día varios
buques norteamericanos comenzaron a rondar en
torno de Haití. La Casa Blanca había decidido
desembarazarse de mí. En aquella época los Estados
Unidos estaban representados en Port-au-Prince por
el embajador Thurston. Una tarde el embajador vino
a verme acompañado por su agregado militar, el
coronel Hainl, creo que ése era el nombre, y me
dice con toda claridad que debo irme. Dijo que la
flota norteamericana se había apostado en las
puertas de Haití, que la isla se encontraba
convulsionada y que mis adversarios políticos
estaban a punto de conquistar el poder, pero que
los Estados Unidos conseguirían salvarme siempre
que no opusiera resistencia y me fuese
pacíficamente. Cuando Thurston terminó de hablar
miré el reloj y dije: "El que debe irse es usted.
Le doy veinticuatro horas para abandonar el país.
Y ahora, ¡fuera de aquí!". Incluso lo empujé hacia
la puerta. Thurston abandonó Port-au-Prince y,
naturalmente, no ocurrió nada de lo que había
preconizado. Sin embargo, los norteamericanos no
me perdonaron nunca que hubiese echado a su
embajador; se vengaron cortándome los víveres y
haciendo de mí un personaje monstruoso. —Me
parece que en esta historia faltan algunas cosas.
En aquella época, las noticias de Haití eran
terribles: sus adversarios políticos masacrados,
encarcelados, torturados; su milicia voluntaria,
los tontons macoutes, tenían carta blanca para
liquidar físicamente a los opositores, había
grupos de guerrilleros en las montañas, había
descontento popular... —¿Descontento popular?
¿Cuándo? Mi pueblo jamás se levantó contra mi
persona. Yo llegué al poder con elecciones libres.
El favor popular me lo gané trabajando. Como usted
sabrá, soy médico y durante años y años anduve por
la campaña y la montaña curando gratis a
campesinos y pastores, metiéndome a caballo y a
mula en villorrios perdidos, siguiendo a pie
cuando los animales caían deshechos. Los
campesinos me recibían como a un padre. Desde
entonces comenzaron a llamarme Papá Doc —papá
doctor—, un sobrenombre cariñoso que mis
adversarios políticos han tratado inútilmente de
convertir en mote despreciativo. Bajo el gobierno
de Magloire yo estaba en la oposición, vivía en la
clandestinidad. Sin embargo, continué mi trabajo
de médico, y cuando llegaron las elecciones los
campesinos eligieron a su viejo médico, al doctor
que los había asistido durante más de quince años.
Mi gobierno jamás ha conocido el descontento
popular. En cambio sí lo conoció Magloire, forzado
a depender del exterior; lo conocieron los hombres
de Magloire, los comerciantes, industriales, la
burguesía mulata que bajo su gobierno se había
convertido en clase dirigente, a espaldas del
pueblo. Esos eran los descontentos: han hecho lo
imposible para recuperar los privilegios perdidos,
para impedirme realizar el programa de gobierno
con el que busco mejorar las condiciones de vida
del pueblo. Estaban descontentos los candidatos
que me disputaron la elección y la perdieron. Les
ofrecí incluso la oportunidad de trabajar conmigo,
como colaboradores, para beneficio del país. Pero
ellos no querían ser mis colaboradores, querían el
poder. Jumelle y Dejoie, por ejemplo. ¿Sabe lo
que hizo Dejoie, uno de los candidatos derrotados?
Vino a verme y me dijo: Quiero dividir el poder
contigo. He sido el candidato más próximo a la
victoria y debemos compartir el poder. Le pregunté
si se había vuelto loco y lo eché del palacio. En
cuanto a Jumelle, desoyó mi ofrecimiento y
prefirió internarse en los montes para organizar
la guerrilla. —¿Y qué fin tuvieron estos dos
hombres? —Dejoie no sé dónde está. Jumelle, si
no recuerdo mal, debe haber muerto en la embajada
de Cuba. Estaba enfermo, muy enfermo. Claro,
ninguno de estos hombres estaba contento y me lo
hicieron comprender claramente. ¿Sabe que desde
que soy presidente se han producido ocho
tentativas de invasión? Ocho tentativas desde
1957, organizadas por Magloire y otros apátridas
que no quisieron aceptar su fracaso. Ellos me
indispusieron con los Estados Unidos, desatando
rumores de asesinatos, persecuciones políticas y
torturas. Luego el episodio del embajador
norteamericano terminó de convertir a Duvalier en
la bestia negra del Caribe. ¿Sabe qué se les decía
a los turistas norteamericanos que querían visitar
Haití? Que éramos locos, que en Port-au-Prince, en
Jeremie, en Duvalierville, en todas las ciudades
de la isla los extranjeros eran asesinados y sus
cuerpos arrojados a los basurales. Con semejante
publicidad, perdimos también esa fuente de
ingresos que constituye el turismo. —De todas
maneras, me resulta difícil considerarlo una
inocente víctima de la maledicencia
norteamericana. En contra suya han tomado
posiciones personas que nada tienen que ver con
los Estados Unidos ni con los opositores políticos
de su gobierno. El escritor católico Graham
Greene, por ejemplo. Su libro Los comediantes
presenta al doctor Duvalier y sus tontons macoutes
bajo una luz siniestra; lo mismo ocurre con el
film inspirado en el libro y conocido con el mismo
título... —Graham Greene es un deshonesto, un
mentiroso. He leído su libro dos veces: es una
gran mentira, del principio al fin. El llegó
diciendo que quería escribir cosas sobre Haití que
resultarían útiles para el país y el pueblo. Yo le
di todas las facilidades, lo alojé en los mejores
lugares, lo hice viajar por todo el país, y
¡después escribe un libro como ése! No me
sorprendió cuando me dijeron que el libro ha
pasado desapercibido. El film, naturalmente, no lo
he visto. Aquí no ha entrado. Ha sido filmado en
Dahomey y toda la miseria que se expone
representa a Dahomey y no a Haití. Se ha apelado,
incluso, a falsificaciones infantiles: la calle
principal de Port-au-Prince, una hermosa avenida
asfaltada, flanqueada de hermosas casas y
jardines, se la muestra como un sendero barroso,
con pantanos intransitables. —Pero la violencia
de los tontons macoutes descripta en el libro y en
el film es de Haití, señor presidente.
—¿Existen gobiernos que no tengan que recurrir a
la violencia? Yo no los conozco. ¿Existe algún
jefe de estado que no tenga una guardia para su
seguridad personal? ¿Y la guardia de un jefe de
estado qué otra cosa puede hacer sino defender al
jefe amenazado? Eso es lo que han hecho mis
tontons macoutes. Se han limitado a cumplir con su
deber. Sin embargo, la propaganda hostil los ha
convertido en asesinos a sueldo; el libro de
Graham Greene los muestra como sádicos asesinos.
Nuevamente se muestra —por otro camino, con otro
recurso— la vieja hostilidad contra la primera
república negra. Se quiere hacer creer que si los
negros llegan al poder la civilización estará
amenazada. Golpeando a Haití se golpea a toda la
raza negra; se intenta frenar su proceso de
liberación. Aislados, boicoteados, nosotros
podríamos haber recurrido a la ayuda de los países
orientales, como hizo Cuba. En cambio, hemos
preferido luchar solos, buscar solos nuestra
salida, es decir, la fusión entre la cultura
africana y la occidental. Sin embargo, son pocos
los que comprenden nuestro objetivo. Los demás
hacen lo imposible para dificultarnos la vida,
favoreciendo las tentativas subversivas de la
vieja clase dirigente desplazada por una
revolución hecha en nombre del pueblo ... —¿En
nombre del pueblo? Después de una semana de vivir
en Haití tenemos la impresión de que la política
del gobierno haitiano se halla a gran distancia
del pueblo, y que el pueblo permanece abandonado a
su propio destino. El pueblo vive en la más negra
miseria, señor presidente. ¿Qué programa se ha
puesto en práctica para mejorar su nivel de vida,
para educarlo, para hacerlo partícipe de la vida
pública? —Cuando yo llegué al poder, en Haití
ni siquiera sabíamos cuántos éramos. Jamás se
había hecho un censo, las arcas del Estado habían
pasado a los bolsillos de Magloire y sus hombres.
Magloire era muy hábil para triplicar el costo de
las obras públicas. Haití era un país de
analfabetos abandonados a su suerte. Apenas llegué
a la presidencia retomé el programa de
alfabetización, comenzado años antes cuando era
ministro de Trabajo bajo el gobierno de Estimé,
antes de la nefasta llegada de Magloire. He
retomado los planes de industrialización, he hecho
construir escuelas, calles. Si estos planes están
demorados es debido a las continuas amenazas
provenientes de la vieja clase dirigente. Ellos me
han obligado a invertir en armas lo que pudo ser
para obras públicas. Han presionado a los países
extranjeros para que no radiquen capitales en
Haití. Cuando no pudieron hacer sabotaje porque
los acuerdos ya estaban firmados, recurren a la
invasión, como la del 20 de mayo de 1968. Por
supuesto, los invasores fueron capturados
fácilmente, pero esta facilidad implica una
eficiente defensa, que resulta muy cara. Sin
embargo, creo que ahora entramos en una era de
paz. Contamos con la ayuda extranjera,
especialmente con la nueva administración
norteamericana. Con Nixon, del que esperamos tenga
para Haití la misma benévola actitud que su
antecesor Eisenhower. —¿Usted está contra la
violencia, señor presidente? —Sí. Estoy contra
la violencia. A pesar de lo que digan mis
adversarios políticos. Pero no dudo jamás si
alguien me obliga a aplicarla. Revista Siete
Días Ilustrados 21.04.1969
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