Religión
Juan XXIII
Cuando un hombre se extingue
para dejar paso a la obra del apóstol

   

Juan el Bueno
Asistir al nacimiento de una nueva era es un privilegio que el hombre de nuestro tiempo no siempre agradece. Los acontecimientos juegan a sorprender: tan inesperada resulta la bomba atómica, como el primer satélite puesto en órbita, o la aparición de una figura a la que se identifica como "un Papa de transición" y a la que pronto se ve transformada en testimonio vivo de algo que algunos creían letra muerta: el cristianismo.
Un campesino de manos rústicas, que habla sin guardar las formalidades tradicionales (se refiere a sí mismo diciendo "yo", en lugar de utilizar el plural mayestático "Nos"), se lleva la mano a la cara, pellizca el lóbulo de su oreja, sonríe buenamente, pone los dedos sobre los labios y de cuya trayectoria anterior poco se conoce, es el llamado a ocupar el lugar del ascético, aristócrata y agudamente intelectual Pío XII, antes Cardenal Pacelli.
Sin embargo, desde sus primeras exteriorizaciones, ya se atisba que detrás del campesino hay "algo nuevo".
Lo paradójico es que "lo nuevo" responde a un plan trazado 2.000 años atrás, programa que Juan XXIII pone en práctica con toda sencillez: demostrar con hechos, con su propia vida, que el Evangelio sólo puede ser reivindicado por alguien capaz de mostrarlo enraizado en la realidad de hoy.
El mandamiento número uno, "amaos los unos a los otros", no era fácil para el representante de una Iglesia donde muchos de sus miembros habían llegado a confundir el error con el errado.
Juan XXIII creó el clima necesario para una reubicación. Cuando recibe al yerno de Kruschev, Alexei Adjubei, el cardenal Ottaviani reacciona y habla ante las fuerzas armadas de Italia:
"No hablo como cardenal, ni como obispo, ni como sacerdote, sino como ciudadano italiano" y, acto seguido, ataca violentamente a los comunistas. Juan el Bueno, ante la actitud irascible de quien debía ser uno de sus apoyos más inmediatos, se limita a comentar: "El no puede comprender, ha salido tan poco de Roma".
Esta y otras anécdotas del Papa Juan, sumadas a su actitud de gobernar al mundo cristiano, "sirviendo a los hombres sin tratar de dominarlos", hicieron sentir el renacimiento de algo cuya ausencia sofocaba a los hombres: la esperanza y la caridad.

El Papa en la calle
En un tranvía que se deslizaba por Vía Serpenti, un periodista preguntó al guarda: "¿Qué tal el nuevo Papa?"; con aires confidenciales el aludido contestó: "Es uno de los nuestros".
Juan el Bueno conquistó enseguida "la calle". Su primera salida, apenas designado Papa, fue visitar en Roma la cárcel de Regina Coeli (Reina del cielo): era Navidad. "Ustedes no podían venir a verme —dijo a los prisioneros—, de modo que es justo que yo venga a ustedes."
Su "Mercedes" convertible fue visto llegar muchas veces a lugares apartados: los campesinos se reunían alrededor y trataban a Juan como se trata al párroco lugareño.
Un día, el Papa hizo detener su auto en el aeródromo de Fiumicino. Su acompañante recibió una nostálgica confidencia, mientras Juan XXIII miraba los aviones: "Me tomaría un Caravelle —dije— para volver a Lourdes o para ir a Bergamo, mi ciudad".
El Papa Juan parecía no soportar los muros del Vaticano. Paseaba siempre por los jardines, recordaba con sus allegados los constantes viajes que había realizado a Oriente, su estada en Constantinopla, su gestión como nuncio en París. Roma era demasiado pequeña para su deseo de expansión; sin embargo, supo proyectar de otra manera ese deseo en toda su gestión pontificia.

El humorista
Otro rasgo que vino a completar la imagen humana de Juan XXIII fue su sentido del humor. A veces parecía no tomarse a sí mismo muy en serio. Se cuenta que en una audiencia dedicada a religiosas se acercó a cada grupo preguntándoles: "¿Quiénes son ustedes?". Una de las aludidas respondió: "Somos las madres de la Santísima Trinidad"; "Me han ganado —contestó el Papa—, yo apenas soy el ayudante de Cristo en la Tierra".

Concilio y encíclicas
Ahora, muerto Juan el Bueno, la continuación del Concilio por él convocado parece contar con el acuerdo de todos los cardenales. La renovación litúrgica y los progresos de las ciencias teológica y bíblica no serían fáciles de detener. No obstante, su continuación depende de la voluntad del nuevo Papa. Nadie acepta la idea de que el sucesor de Juan XXIII pueda torcer mucho las cosas, ni desestimar el deseo del Papa Juan, repetido hasta los últimos momentos, en el sentido de que el Concilio se continúe.
Por otra parte, las históricas "Mater et Magistra" y "Pacem in Terris" marcan rumbos decisivos en la posición de la Iglesia. Sobre todo la última, cuya originalidad permitió que la Iglesia Católica abandonara una posición soportada durante largos años: la de ir a la zaga de los acontecimientos para pasar, ahora, a proyectarse audazmente hacia el futuro.

¿Qué pasará?
El interrogante del mundo entero es, mientras tanto: ¿Qué pasará? ¿Quién será el sucesor?
Por el momento, todo queda en la mera conjetura. Como se sabe, la forma de sucesión pontificia puede ser fijada por el Papa anterior. El carácter revolucionario de Juan XXIII permite que nazcan comentarios sobre posibles cambios aún no conocidos.
Teóricamente el Papa tiene autoridad suficiente como para poder designar sucesor. Esta idea se descarta por no responder a las tradiciones de la Iglesia Católica. Pero en cambio, aunque no lo hiciera oficialmente, bien pudo Juan XXIII dejar algún deseo expreso en el oído de los cardenales más allegados.
No debe olvidarse que ya Pío XI creó el clima necesario en torno del que sería más tarde Pío XII con manifestaciones como éstas: "Lo que piensa el Secretario de Estado (Pacelli) lo piensa el Papa." De esta manera preparó los ánimos para que nadie dudara, a su muerte, sobre en quién deseaba él que recayera la sucesión. Inclusive, se llegó a decir que había dejado una carta a los cardenales.
También se recuerdan casos, como el acontecido durante el período cismático de la Iglesia Católica (1378-1417): en el Concilio de Costanza se eligió Papa con la participación de obispos. Algunos observadores conjeturan ahora con la posibilidad de que el Cónclave sea integrado por los miembros del Concilio.

El vacío
Por el momento, sólo se vive la inquietud del vacío dejado por Juan XXIII. Vacío de presencia, ya que la trascendencia de su obra es indiscutible. El mundo lo ha visto pasar como la imagen de quien llenaría la aspiración de todos: lograr la unidad de los pueblos, las razas y las religiones. En la pasada semana, un humilde párroco dijo en su sermón: "Dios pidió tan solo «un santo» para salvar a Sodoma y Gomorra; hoy ya lo tiene a Juan el Bueno para salvar a Oriente y Occidente."

PRIMERA PLANA
11 de junio de 1963

Posibles sucesores
Entre los cardenales más nombrados para la sucesión de Juan XXIII, figuran:
• Juan Bautista Montini, arzobispo de Milán, 65 años. Hombre de confianza de Pío XII, de espíritu progresista. Para el gusto de la mayoría de los cardenales, quizá demasiado joven. Se supone que seguiría la política de Juan XXIII en cuanto al Concilio, pero difícilmente sería tan popular.
• Pedro Gregorio Agagianian, 67 años, Director de Propaganda Fide. Es armenio. Desde 1523 (Adriano VI) no hay un Papa que no sea italiano. Agagianian tiene en su favor que hace muchos años que vive en Roma y es suficientemente popular. Su dedicación a las misiones lo convierte en un hombre ecuménico, a la manera de Juan XXIII.
• Giacomo Lercaro, arzobispo de Bologna, 71 años, gran luchador. En una zona totalmente comunista cuenta con la admiración de, inclusive, los rojos. El alcalde de Bologna, de filiación comunista, le otorgó un premio por su obra en favor de los pobres. Gran liturgista y de mucha influencia en el Concilio. Podría llegar a ser tan popular como Juan XXIII.
• Agustín Bea. Pertenece al Secretariado de la Unidad. Jesuita, resultó el hombre más interesante del Concilio y se ha granjeado muchas amistades entre los no católicos. Organizador del Instituto Bíblico Pontificio. Confesor de Pío XII. Tiene en su contra que es jesuita y nunca ha habido un Papa que perteneciera a la Compañía de Jesús.
• Entre los que responden a la línea tradicional o integrista, figuran como probables candidatos: Ernesto Ruffini, arzobispo de Palermo, 75 años. Valerio Valeri, prefecto de la Congregación de Religiosos, 79 años. Giovanni Urbani, 63 años, sucesor de Juan XXIII en el patriarcado de Venecia. Sería el único candidato nacido en el siglo XX. José Siri, arzobispo de Génova, puede aparecer como candidato de los sectores más conservadores, pero difícilmente alcanzaría la mayoría en el Colegio Cardenalicio.

Su obra
La historia dirá que lo esencial de la obra de Juan XXIII se halla contenido en dos de' sus ocho encíclicas y en su inspirada decisión de convocar el Concilio, por primera vez en noventa años. Verdaderamente, su pontificado se recordará más bien por una serie de palabras y actitudes cuyo resplandor espiritual habrá tenido quizás, pura la grey católica, un efecto semejante al de aquel otro que fulminó al centurión Saulo en el camino de Damasco. Cuando estaba a punto de sumirse en una especie de neo-paganismo que se encubría con las formas exteriores de la fe, la sonrisa bondadosa de este anciano, su noble rusticidad y su experiencia humana devolvieron a la Iglesia el hondo sentimiento de su misión divina.
El Concilio Vaticano de 1870 — primero de la era moderna— había causado a la Iglesia más daño que beneficios. Si Juan XXIII decidió reanudarlo es porque intuyó que después de casi un siglo de padecimientos —pérdida de Roma, descristianización de la clase obrera, progresos de un laicismo agresivo, irrupción del totalitarismo —, la Iglesia había recuperado, con su independencia de los poderes de este mundo, la solidez de roca que Cristo le prescribiera. Juan XXIII condenó el temor, la excesiva prudencia, la fuga mental ante las calamidades de nuestro tiempo, y hoy la Iglesia afronta el porvenir segura de que, al final de los tiempos, su causa y la del hombre prevalecerán.
Las dos encíclicas capitales, "Mater et Magistra" y "Pacem in Terris", están fundadas, precisamente, en esa actitud positiva frente al mundo moderno.
• La primera de ellas trata sobre la socialización, entendiendo por ello el proceso mediante el cual la conciencia humana se va llenando de emociones y valores engendrados por formas de convivencia cada vez más compactas. Ese proceso es común a Oriente y Occidente, a
la democracia y al comunismo; y algunos de sus efectos son positivos, en la medida en que acentúan el sentido de la fraternidad humana. Otros son malignos y deben ser combatidos; pero ese combate no puede librarse en nombre del individualismo liberal, sino de una concepción del mundo cifrada en el reconocimiento del origen divino de la persona humana.
• Pero si la socialización puede ser contenida, en última instancia, por el mensaje sobrenatural y la enseñanza de la Iglesia, todo se perdería si otra de las recientes adquisiciones del hombre —su capacidad para destruirse a sí mismo— clausurase la historia de la civilización con una guerra nuclear. "Pacem in Terris", la encíclica postrera, resuena hoy, con la muerte de Juan XXIII, como un estremecido grito de angustia que convoca a todos los pueblos en el servicio de la paz. La cátedra de Pedro dijo que aun la causa más justa, si triunfase por las armas, sería, en el siglo XX, un nuevo acto de rebelión contra los designios de Dios.
Revista Primera Plana
11.06.1963

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"Que todos sean uno"
Cuando Juan XXIII, en plena agonía, pronunciaba estas palabras, protestantes, judíos, ortodoxos, budistas y todos los hombres religiosos del mundo hacía ya una semana que rezaban para que al milagro del restablecimiento se produjera. Los que no acudieron a la oración (Kruschev, Fidel Castro y tantos otros) hicieron llegar su inquietud por medio de telegramas o llamadas telefónicas. Conviene recordar que, para el cristianismo, "inquietarse por", "padecer con" son formas de orar. De esta manera, el que esperaba una muerte demorada en el dolor, se convirtió por largos días en el protagonista de su deseo evangélico: Todos fueron uno. El lunes a las 15,30, Juan XXIII (utilizando sus propias palabras) "entró en la casa del Señor"; desde entonces, los que "fueron uno" se mantienen unidos en una misma pregunta: ¿Qué ocurrirá ahora?

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