Max Linder El perdido rastro de un gran
cómico
Es el 30 de octubre de
1945, y no hay casi nadie en la húmeda salita del
cine Versailles, no más de diez personas junto a
la joven Maud, mirándola mientras ella mira a este
hombrecito aceitado, moreno y de finísimos bigotes
que gesticula en la pantalla. Las manos de Maud
están tensas sobre su falda; de vez en cuando, se
la oye llorar. Lo que es casi ridículo, porque el
hombrecito ha enarbolado ahora un sable de
policía, ha ensartado con él la punta de un
mantel, y haciéndolo ondear, imita grotescamente
los movimientos de un torero. Uno podría reírse
(al fin de cuentas, el hombrecito no quiere otra
cosa), pero ahí está Maud, Maud que ha comenzado a
llorar con un llanto sin pausa. Ahora que se
han encendido las luces de esta salita con olor a
moho, ahora que el falso torero se ha evaporado en
el aire, Maud vuelve la cabeza hacia los demás
espectadores y les dice con una voz seca y
acuciante: "¿Qué han hecho ustedes de mi padre?
¿Por qué lo han olvidado?" 1945. No hace
siquiera una semana que Maud sabe quién es: la
hija de Max Linder, el vástago único de un cómico
a quien Chaplin, Buster Keaton y Tati le deben
todo. "Sin Max —dijo una vez Chaplin— yo no
hubiera llegado al cine. Soy su plagiario y su
discípulo." Pero es cierto: ¿quién se acuerda de
Linder ahora? A lo sumo, algunos viejos
aficionados pueden memorar su elegante figurita de
un metro 52, elevada en 8 centímetros por unas
taloneras de goma, o describir vagamente su bastón
de caña, su pantalón rayado y su sombrero de copa,
un lustrado atuendo que luego sería parodiado por
Chaplin. Y eso que Max, nacido en Saint-Loubès
(Gironde) el 16 de diciembre de 1883, fue el más
fabuloso mito del cine entre 1907 y 1914, un ídolo
ante cuya gloria eran puras cenizas la de Sarah
Bernhardt o la de Francesca Bertini. Nadie ganó
más que él: en 1907, la casa Pathé le aseguró por
contrato un beneficio de 200.000 francos oro al
año, casi el doble (en proporción) de lo qua
Elizabeth Taylor percibió por Cleopatra. Y eso no
es todo. Cuando en 1910 emprendió con Stacia
Napierkowska una gira por Alemania, España y
Rusia, miles de fanáticos desengancharon los
caballos de su carruaje y se uncieron a las varas
para pasearlo idolátricamente. Sólo Rodolfo
Valentino y Marilyn Monroe pudieron conocer una
adoración semejante.
Con el mundo a cuestas
Linder había sido un cómico de boulevard, y es en
el boulevard donde gestó su estilo barroco,
sincopado, hábil en la observación costumbrista y
lleno de una melancólica dignidad. Cuando llegó a
la casa Pathé (1905), André Deed —Toribio— era el
actor dominante. En 1907, ya lo había reemplazado
gracias a su desdén por los recursos acrobáticos y
a la finura de su juego cómico. Desde entonces
hasta 1925, escribió y dirigió unas 500 obras, en
las que conviven tanto la mediocridad como el
genio. El tema de sus films estaba casi siempre
condensado en el título: Los comienzos de un
patinador (1907), Max busca una novia, Max se casa
(1911), Max víctima de la quinina (1913). Esta
última obra, en la que está incluido el gag del
torero, es el más perfecto de sus golpes
conocidos. Nunca se podrá saber si fue también el
más inspirado de sus triunfos: en los depósitos de
Pathé se deterioraron decenas de negativos con lo
mejor y lo peor de Linder, y parece improbable que
todos sean exhumados. El mundo de Max es
tempestuoso, inapresable: sus biógrafos dicen que
fue herido en combate, a fines de 1914; que
emprendió una gira por Italia en 1915 y otra por
los Estados Unidos en el 16: se sabe que allí
realizó unos 12 films para la Essanay sin pena ni
gloria. De vuelta a Francia, parodió a Douglas
Fairbanks en L'étroit mous-quetaire (El estrecho
mosquetero, en 1921) y se hizo dirigir por Abel
Gance en Au secours (1925). Ya estaba
desmoronado. El 30 de octubre de 1925, el portero
de un elegante hotel parisiense descubrió en una
habitación del segundo piso los cadáveres de Max y
su mujer. Ambos suicidas dejaron una hija de 6
meses.
"La causa de mi padre" La pequeña
Maud fue educada por su abuela materna con un
santo horror al cine. Las luchas entre los
hermanos de Max y los parientes de su madre
acabaron por dejarla sin un centavo. Peor aún:
hasta los 20 años, nadie le reveló el satanismo de
su origen. De manera que encontrarse con la sombra
de su padre en el cine club de Versailles fue para
ella como un golpe de terror, como una entrada en
el País de los Muertos. Ese amor fantasmal, sin
embargo, la determinó a defender la causa de Max,
a inquirir por qué se lo había olvidado.
"Tropecé con la mala voluntad o con la
indiferencia de quienes tenían en su poder los
films de mi padre —dice Maud—, choqué con
dificultades administrativas y legales, descubrí
que no estaba suficientemente armada para librar
una batalla por su memoria. Todo lo que yo quería
era difundir esa obra. Y para conseguirlo, me
consagré al cine, encerrándome en las cabinas de
montaje o trabajando como asistente de dirección."
Maud debió enfrentar golpes violentos: cuando
encontró al amigo de Max que había heredado todos
los films realizados por éste en los Estados
Unidos, descubrió que los había destruido, ante la
imposibilidad de llevárselos a Francia; cuando
quiso rescatar algunos negativos en los depósitos
Pathé, vio sólo un mar de celuloide enmohecido e
inútil. Ahora, Maud está preparando junto a
René Clair (ex asistente de Linder) un programa de
dos horas que se llamará 'En compañía de Max', y
en el cual estarán incluidos dos de sus últimos
títulos: El estrecho mosquetero y Siete años de
desgracia (1923). Con ese film, Maud espera que el
nombre de Max Linder evoque otra vez un rostro, un
ser humano, y no solamente un enterrado capitulo
de la historia del cine.
Página 39-PRIMERA PLANA 2 de
Julio de 1963.
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