LA METRO GOLDWYN MAYER
Condenada a vender todas sus instalaciones, victima de sus fracasos taquilleros y de la competencia de la televisión, la empresa que representara la época de oro del cine norteamericano cerró sus puertas para siempre. Su símbolo, el león rugiente, ahora reposa en un circo de provincias de los Estados Unidos
La Metro Goldwyn Mayer
Recientemente, en una de las salas de remate más sofisticadas de los Estados Unidos, se extinguió el último símbolo de la hegemonía mundial del cine norteamericano. Fue a mediados de octubre cuando el viejo y ya silencioso león de la Metro Goldwyn Mayer, el mismo que anunciaba con un fastidioso gruñido el comienzo de todas las películas de ese sello, pasó a manos del propietario de una cadena de circos de la costa oriental de ese país. De su época de esplendor, cuando deslumbra al mundo entero desde las pantallas de los cines, en medio de una leyenda que en latín afirmaba que "el arte es la gracia de las artes", ya no queda nada. El cese de actividades de la MGM, la venta de todas sus reliquias y pertenencias, pronto serán una mera referencia para historiadores melancólicos: desde el 24 de setiembre, día en que la empresa anunció estrepitosamente que abandonaría el negocio cinematográfico para dedicarse a inversiones más seguras —la explotación de un fabuloso hotel y numerosas salas de juego de azar—, el derrumbe de la Meca del Cine, como se la llamó, se tornó irreversible.
La historia de ese boom —que no escatimó argucias publicitarias para consolidarse, apoyado a veces por el gangsterismo y las influencias políticas— nace en la década del veinte. Dos hechos fundamentales estuvieron presentes en ese acontecimiento: la pérdida de la hegemonía francesa en la fabricación de celuloide y el nacimiento del emporio cinematográfico más grande de todos los tiempos: Hollywood. Allí, precisamente, una empresa —la MGM— se convirtió rápidamente en la columna vertebral de este suceso, en el cual —tampoco—, el arte estuvo del todo ausente.

EL FIN DE UN IMPERIO
Cuando se anunció el cierre de la Metro, los eruditos del cine aceptaron que la medida era realista. Es que después de 30 años de comandar el séptimo arte, los estudios norteamericanos sucumbieron a la guerra fría declarada por el auge de la televisión, la implantación de leyes antimonopólicas (que disolvieron las uniones entre productores y exhibidores) y el auge de las cinematografías independientes, que en todos los países del mundo compitieron ventajosamente con los films estadounidenses.
Las corridas de los coleccionistas tras los restos de la Metro —"una vuelta a los símbolos del pasado", según advirtió un crítico de la revista especializada Cahiers
du Cinema— fue el último éxito taquillera de la empresa. El inventario de reliquias y pertenencias ofrecidas en venta podría haber armado una nueva corte de milagros. Además de las zapatillas calzadas por Judy Garland en El mago de Oz (compradas en 15 mil dólares), el sombrero usado por Charles Laughton en Motín a bordo y el vestido de bodas que lució Elizabeth Taylor en El Padre de la Novia también pasó a otras manos el fastuoso arsenal técnico que capitalizó, en casi 50 años de existencia, la Metro Goldwyn Mayer. Así, por ejemplo, se ofrecieron en venta cien mil millones de metros de películas procesadas, un archivo con 3 millones y medios de grabaciones de canciones y diálogos famosos, 32 sets de filmación, un río propio —casi increíble, que desemboca en un lago central, escenario de cientos de batallas navales de ficción—, una planta productora de electricidad capaz de abastecer a una ciudad de 30 mil habitantes y 200 edificios donde se atesoraba la más extravagante panoplia de artículos de utilería, desde carros romanos hasta submarinos atómicos. A punto de convertirse en tierra arrasada, los estudios de la Metro, incluyendo su edificio central festoneado de grandes columnas y escalinatas de mármol (futura sede de la administración central de una cadena de tiendas al por menor), se convertirán en una galería de fantasmas famosos. Y no es para menos: por
allí deambularon Greta Garbo y Rodolfo Valentino, Judy Garland y Clark Gable, Jean Harlow, Laurel y Hardy o Mickey Rooney.
El poder de Hollywood, cimentado alrededor de esos personajes y por medio de un complicado mecanismo publicitario, no podría haber sido tan grande si no se hubiera basado en el star system. La estrategia sirvió para que, en sólo 15 años (1915-1930), se lanzaran con éxito alrededor de 120 mil películas. Para ello, los agentes de propaganda construían un mundo de leyendas alrededor de los amores, pertenencias, gustos y excentricidades de astros y estrellas, de acuerdo con los deseos —a veces no del todo conscientes— del público consumidor. Un alambicado método de promoción lanzaba sobre los espectadores cataratas de fotos autografiadas, festivales de dudosos resultados, miles de discos con sus canciones más exitosas e incluso sus escándalos, si era necesario. Esa mitología permitió que Rodolfo Valentino, Mary Pickford, Marlene Dietrich y cientos más fulguraran en las marquesinas —y en las taquillas— de todo el mundo.
Sin embargo, aunque los ejecutivos de la Metro se jactaban de que "en sus estudios brillaban más estrellas que en el firmamento", no pudieron mantener el negocio. Las estadísticas señalan, con bastante precisión, las pérdidas que produjo en los últimos años el antiguo brillante negocio: a comienzos de 1953 la crisis ya no se podía ocultar. En el período transcurrido entre 1947 y ese año, la población norteamericana había aumentado en 15 millones de almas y la asistencia a los cines había disminuido a la mitad. La adopción de nuevas técnicas espectaculares —pantallas más grandes, bandas de sonido sofisticadas, superproducciones de enorme costo— palió la velocidad de la caída, pero no pudo evitarla.

HISTORIA DE INMIGRANTES
Los orígenes de la MGM se remontan a los primeros años del siglo XX, cuando todo lo relacionado con el cine era una manera infalible de acumular dólares. Uno de los pioneros del coloso, Luis Mayer, se sumergió en la industria del cine luego de emigrar de Rusia. No lo hizo inmediatamente sino que, antes, esgrimió sus primeras armas comerciales en la compra y venta de chatarra. Recién llegado a Hollywood estableció una empresa bautizada Metro, apocopando una palabra con la cual él siempre denominó a sus negocios, fueran del tamaño que fueran: Metropolitan. Asociado con el productor Sam Golfish, un judío polaco que sólo sabía vender guantes de cuero, ambos se lanzaron a la cacería de estrellas.
La incorporación de Irving Thalberg al tándem, un ex cadete de oficinas, conformó un trío que al cabo de sus primeros cinco años de actuación poseía un enorme capital distribuido —además de sus estudios de Hollywood— en una cadena de salas de cine, una distribuidora internacional de películas (las que ellos mismos producían y financiaban, claro), un sello editor de discos y varias empresas paralelas. La sede central de ese imperio estaba instalada en el corazón de la Meca del Cine, en el Boulevard Cahuenga, en las proximidades de Santa Mónica.
En 1924 se acercó a la sociedad Marcus Loew, un sagaz administrador de salas teatrales y cinematográficas y Harry Rapf, experimentado gerente de la empresa rival, la Warner Brothers. Ese ejército de aventureros, comerciantes y talentosos directores de películas convertiría a la MGM en el supremo poder de Hollywood. En su camino ascendente hacia la cúpula de negocio no faltaron batallas campales. Las crónicas policiales de los Estados Unidos se horrorizaron, en su momento, por la barbarie desatada en los escenarios de filmación. No faltó, en esa pugna, la acción de pistoleros de uno y otro bando, que trocaban en los colts de los extras balas de fogueo por proyectiles auténticos.
Anécdotas aparte, la MGM divulgó, en todo el mundo, una visión norteamericana de la realidad. Títulos que se convirtieron en best seller del celuloide devinieron en voceros del american way of life. "Donde llegaban las películas de la Metro —afirmó a Siete Días el especialista argentino Tito Franco— se vendían más heladeras y enseres para el hogar. A la MGM le corresponde, también, el insólito honor de ser los introductores de los automóviles norteamericanos en el Medio Oriente. Ellos aumentaron las ventas del Ford por el simple hecho de exhibirlos en sus películas".

UNA VISION DEL MUNDO
En pleno auge de la industria cinematográfica norteamericana, muchas de las costumbres de ese país estaban determinadas por lo que se proyectaba en las pantallas. Las películas, que atraían a millones de personas todos los días y todas las noches, repetían incesantemente el mismo tema contado de cien maneras distintas. Sus productores solían anunciarlas, en las revistas especializadas, con frases rumbosas: "hombres brillantes, hermosas muchachitas embriagadas de jazz, baños de champagne, orgías de medianoche, niñas enloquecidas de placer".
El libidinoso derroche de adjetivos, que chocaba con el puritanismo de la época, culminó en la instauración de un mecanismo oficial para frenarlo. Una tempestad de críticas por parte de las organizaciones religiosas hizo que los mismos productores designaran a William Hays, ministro de Correos de los Estados Unidos, como árbitro de la moral y las buenas costumbres. "Esta industria deberá adoptar —amenazó el censor ante la Cámara de Comercio de Los Ángeles— la misma responsabilidad, el mismo cuidado que tendría un sacerdote o el más inspirado maestro de la juventud frente a un niño". El resultado final de su campaña fue convertir el final feliz (o de contenido moral) en un hecho cotidiano en las producciones norteamericanas.
Todos los dardos de la crítica se lanzaron contra la industria fílmica que, sin embargo, estaba libre de los mayores pecados. Si bien es cierto que la desilusión de posguerra, el avance del feminismo, el auge del psicoanálisis y el boom del automóvil contribuyeron a sostener la ideología que trasmitía el cine, éste no podría haber cambiado por sí solo las costumbres. Pero ya no se discute que las estrellas de Hollywood contribuyeron eficazmente al auge de la industria cosmética, la cirugía estética y de los expertos en belleza. La búsqueda de la esbeltez, el alisamiento del busto, la moda de la pollera corta eran, también, signos conscientes e inconscientes de que la prédica del séptimo arte no caía en saco roto.
Otros contenidos, sin embargo, resultaron más irritantes para los censores. Unos de los primeros blancos de la lucha anticomunista desatada por el senador McCarthy, en 1938, fueron los responsables del cine norteamericano. Ante su Comisión de Actividades Antiamericanas debieron presentarse la mayoría de los artistas de la pantalla. Louis B. Mayer, zar de la Metro Goldwyn, también debió rendir cuantas ante el tribunal inquisidor. A pesar de que afirmó repetidas veces que "si alguno de mis empleados hubiera introducido en sus guiones cualquier cosa dañina al gobierno norteamericano yo lo habría despedido", tuvo que explicar por qué mostró en Song of Russia (un largometraje estrenado en 1944) una escena donde, en un parque "se podía ver a niños contentos, que visten blusas blancas y corretean por él". Ante su testigo de cargo, la novelista rusa Ayn Rand (escapada de la URSS en 1926), Mayer desbarató la acusación afirmando que "a pesar de la nefasta acción de la dictadura roja, podían verse en Rusia niños riendo, borrachos bebiendo y locales nocturnos donde imperaba el vicio", escenas que su film mostraba en abundancia.

TITULOS Y HONORES
Pero no todo era conflicto en la fastuosa Meca del Cine. Luego de cimentarse en el mercado, la MGM conquistó, en 1929, su primer Oscar. Entonces, el premio a la mejor película se lo llevó Melodía de Broadway, un film donde Bessie Love y Charles King acapararon los suspiros de la época.
Lanzada a la conquista de nuevos mercados —sus inversiones se expandieron hacia Europa, Medio Oriente y América latina—, una serie de títulos que comenzaban invariablemente con el adjetivo "gran" resultó una provechosa recaudación de boletería. Desde todo el mundo se giraban a Estados Unidos las ganancias producidas por El gran desfile (con René Adorée y John Gilbert, dirigida por King Vidor), Gran Hotel (interpretada por la Garbo, John Barrymore y Joan Crawford, entre otros), El gran Ziegfeld, El gran vals y El gran Caruso (cuyo rol protagónico estaba a cargo de Mario Lanza).
Una de las causas de la bancarrota de la MGM fue, también, la decadencia argumenta! de sus producciones. Aunque alentó títulos como Lo que el viento se llevó (que aún ahora figura primera en el ranking mundial de recaudaciones), Cumbres borrascosas y otras joyas del séptimo arte, la * mediocridad predominaba en su enorme paquete de films. De 700 películas anuales que se rodaron en USA durante la época de oro de Hollywood, en la década del 50 apenas si alcanzó a 150 títulos anuales. "Eso y las malas películas de la MGM —interpretó un erudito de cine norteamericano— fueron la principal causa del desastre de esa industria".
La decadencia de Hollywood y la bancarrota de la Metro fueron dos fenómenos contemporáneos, interrelacionados. Los últimos estertores del sello del león pasaron por una fusión con la productora británica Fox Film (luego disuelta por resultar inservible a los fines del reflotamiento) y la realización de costosas, aburridas coproducciones con empresas fílmicas europeas.
A pesar de que las dimensiones de la pantalla aumentaban en la misma proporción que el tamaño de los baches económicos de la MGM (en 1969 la compañía perdió nada menos que 36 millones de dólares), sus directivos no se resignaron a verse desplazados del negocio. A comienzos de la década del setenta ingresó al directorio el productor Kirk Kerkorian, un millonario que amasó una gigantesca fortuna explotando salas de juego en la ciudad de Las Vegas. Desde entonces —y merced a su influencia en el directorio de la Metro—, la empresa fue alejándose del epicentro de su actividad, trasladando inversiones hacia sectores económicos más rentables: la hotelería y las salas de juego.
El rubro hotelero, sin embargo, tampoco le produjo satisfacciones económicas: el Gran Hotel Las Vegas, cuyo costo estaba previsto en 75 millones de dólares, trepó —por obra y gracia de la inflación— a más de cien. Los días de zozobra aún no terminaron, a pesar de que la venta de su aceitada maquinaria productora reportó pingües beneficios.
Actualmente, de todo el encanto que produjo la Metro Goldwyn Mayer —películas incluidas—, muy poco se salvó del terremoto financiero: el remate de las vestimentas de su constelación de estrellas, los derechos y regalías por sus títulos más taquilleras quedaron en manos de extraños al negocio. Sin embargo, aún seguirá gruñendo el león de la Metro, aunque nadie se detenga a pensar que su imagen hipnotizó a millones de espectadores. Ahora, aburrido, bosteza en la dorada jaula de un circo norteamericano. Todo un símbolo del auge y la decadencia de un gran imperio.
Revista Siete Días Ilustrados
17/12/1975
La Metro Goldwyn Mayer
Louis Mayer, izquierda al centro - Goldwyn, al centro -Thalberg derecha
Ben Hur con Charlton Heston
Marlon Brando y las Goldwyn girls
Julie Christie

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