NAUFRAGOS DE LA CORDILLERA: LA HISTORIA QUE EMPIEZA AHORA
El redactor Oscar Giardinelli y el fotógrafo Mariolino Castellazzo volaron a Chile en busca de los testimonios más emocionantes del rescate de los rugbiers uruguayos que sobrevivieron a la tragedia aérea del 13 de octubre pasado. El despliegue de la información recogida, reportajes y notas gráficas que sigue incluye la pequeña foto de la derecha, homenaje de gratitud al amigo Carlos Páez Vilaró (centro), verdadero pilar del suceso final y padre de uno de los sobrevivientes, quien colaboró con Siete Días como un fotógrafo más del staff
Náufragos de la cordillera

"Veníamos volando bien, cuando de pronto sentimos las turbulencias desde abajo, desde la cordillera". A poco de pisar el Hospital San Juan de Dios, en San Fernando, provincia de Colchagua (Chile), Roberto Canessa Urta (19, estudiante de Ingeniería Mecánica e integrante del equipo uruguayo de rugby Old Christians) charló —el sábado 23— con un redactor de Siete Días, y dibujó un panorama del accidente que —el viernes 13 de octubre pasado— envolvió en una tragedia al avión Fairchild de la Fuerza Aérea Uruguaya, en plena Cordillera de los Andes. "Sentí que los motores aflojaban su fuerza y miré por la ventanilla. Ahí nomás estaba la nieve. Un pico a dos metros del ala del aparato parecía salir de entre las nubes, como surgido del cielo. Era increíble. Me asusté, pero me dije: Bueno, acá hay que empezar a cantar, a ver si..., la cosa pasa. Mientras el avión no choque —me recomendé— hay esperanzas. De repente entoné alguna vieja canción que ahora no recuerdo. Y en ese momento sentimos que el piloto les daba mucha potencia a los motores —justo antes había habido dos grandes pozos de aire—, y sentimos un golpe, como un estampido y un sacudimiento general. Yo pensé: Bueno, ahora que el avión chocó, vamos a ver cómo es la muerte. Mis compañeros empezaron a gritar: ¡Por favor, Jesús; por favor, Dios... Y después el roce brutal, mientras suponía que el avión se deslizaba por algún lado, inexplicablemente. No se veía nada, todo era blanco, como una niebla, o nieve, no sé, sólo los asientos que se sacudían y yo esperaba el choque contra algo. Alguna vez íbamos a frenarnos. Parecían pasar siglos, porque un avión que se desliza por la nieve a 450 kilómetros por hora necesita gran distancia para frenarse. Por suerte, se frenó nomás, poco a poco. Y quedamos en la nieve, quietitos, y acto seguido se sintió una... entrada de aire brutal", helado, un alud de nieve y... después los lamentos, los gemidos de los heridos, algún llanto. Yo me levanté —tenía un golpe en la cara— y miré a mi compañero, que estaba ileso. Entonces empezamos a sacar gente de entre los fierros retorcidos".
"Cuando llegó la noche, caímos rendidos, agotados. Habíamos alcanzado a sacar lo que pudimos, los asientos —que fueron convertidos en colchones para los heridos— y nos hicimos frazadas con los forros. Alguien, providencialmente, tenía un cortaplumas. Todo lo utilizable se aprovechó para tapar los agujeros del fuselaje y resguardarnos del frío. No sabíamos muy bien dónde estábamos. El comandante, poco antes, nos había informado que nos acercábamos a Curicó, de modo que creíamos estar en territorio chileno. Entonces decidimos que la mejor manera de afrontar la situación era organizadamente y con mucha fe. Sacamos a los muertos y ubicamos bien a los heridos para aprovechar el poco espacio que nos brindaba el pedazo de avión en que estábamos".
"Al día siguiente, algunos compañeros trajeron nieve para hacer agua. Lo más importante era no deshidratarnos. Las latas de los asientos, con el reflejo del sol, nos ayudaban a derretirla. Además, había vino y chocolates para darle a la gente y entrar en calor. Seguimos tapando agujeros y logramos convertir el avión en un refugio. Nos unía la fe y tratábamos de pensar en cosas agradables, entretenernos y alejar las tristezas. Una pequeña radio nos ayudó mucho. Al segundo día, como a las 10 de la mañana, escuchamos dos jets que pasaban, y también un bimotor. Incluso nos hizo una cruz encima, y creíamos que estábamos salvados. Esperamos una patrulla que viniera por tierra, pero infructuosamente. Ese fue el comienzo de nuestra larga aventura".

LOS DIAS INTERMINABLES
A las 5.50 de la mañana del pasado sábado 23, Celso Parra barría la vereda del Hospital San Juan de Dios, en San Fernando —una ciudad con menos de 40 mil habitantes, un par de cines y un ritmo de vida netamente provinciano—, mientras, adentro, dormían ocho de los sobrevivientes de la tragedia. Una mueca casi cómica le surcaba el rostro; musitaba algunas palabras ininteligibles. Cuando vio a los hombres de Siete Días bajar del automóvil con el que viajaran desde Santiago no pareció sorprenderse.
—Buenas —dijo calmosamente.
Inmediatamente, cruzó la escoba a lo ancho de la puerta de entrada y, suave "pero firmemente, afirmó:
—No se puede entrar; están descansando.
En realidad, toda la ciudad parecía conmovida desde la tarde anterior. El deambular periodístico se inició allí, con recorridas infructuosas —al principio— hasta el Regimiento de Infantería Número 9 o la Intendencia local, donde Guillermo Sepúlveda, un socialista que comanda los asuntos del pueblo, llevaba casi cuarenta horas sin dormir.
Ubicada a 134 kilómetros al Sur de Santiago, San Fernando, capital de la provincia de Colchagua —unos 90 mil habitantes—, se había sobresaltado al conocerse la noticia de que el arriero Sergio Catalán Martínez había tomado contacto con dos famélicos sobrevivientes del avión uruguayo que partiera el 12 de octubre desde Montevideo rumbo a Santiago de Chile. La máquina, un Fairchild —versión norteamericana del Fokker F-27—, partió a las 8.05 de aquel día, portando a un nutrido grupo de deportistas y simpatizantes del equipo uruguayo de rugby Old Christians, para disputar un torneo relámpago en el país trasandino. Piloteado por el coronel Julio César Ferradás —un veterano con 5.117 horas de vuelo y 29 cruces de la Cordillera—, el aparato sólo tenía 729 horas de actividad, ya que era modelo 1969: un bimotor turbohélice conceptuado como avión excelente y con 5 horas de autonomía de vuelo, capacidad para 48 pasajeros y una velocidad media de alrededor de 460 kilómetros por hora.
Aquellos muchachos que contactara el resero, sin embargo, no eran desconocidos para la población sanfernandeña. Es que los 45 pasajeros —5 de ellos, tripulantes—, jóvenes de una edad promedio de 23 años desde el 13 de octubre se habían convertido en triste noticia: sólo se sabía desde entonces que, no muy lejos de la ciudad, en las montañas, los restos del avión podían haberse convertido en fría tumba para todos.
Las noticias —tétricas— habían ganado el ánimo de todos. El continuo deambular —desde el día del accidente— de padres esperanzados (ver recuadro) no le había cambiado la fisonomía a la capital colchagüeña. Empero, la tragedia había permitido enredar versiones contradictorias con hechos sorprendentes: tanto las misas aparentemente prematuras que hicieron oficiar los equipos de Old Boys y del combinado de Santiago de rugby —en la Parroquia del Golf (Nuestra Señora de los Ángeles, en la capital chilena)—, como el recuerdo de Dante Lagurara, copiloto de la máquina siniestrada, que según recordaron los memoriosos montevideanos, ya en 1963 había protagonizado un accidente aéreo (colisión de dos máquinas en vuelo). Entonces se había salvado milagrosamente al lanzarse en paracaídas.
Desde mediados de octubre todo parecía perdido, y hasta olvidado. El rescate oficial se había suspendido y todo dependía de la voluntad de algunos padres de las víctimas, alentados por la infatigable vehemencia del pintor uruguayo Carlos Páez Vilaró —padre de uno de los jugadores— acaso impulsado a su vez por las conjeturas de un parapsicólogo holandés (ver recuadros respectivos).

DIA DE EUFORIA Y SAUDADES
Durante toda una jornada, Siete Días pudo revivir junto a protagonistas y familiares, las circunstancias dramáticas en que se desenvolvió el proceso agotador que culminó con el rescate de las víctimas que alcanzaron a sobrevivir. Uno de ellos, Roberto Canessa Urta, en largo diálogo con Siete Días, pormenorizó aún más su experiencia, en medio de una batahola de saludos, abrazos, efusividades. vivas y prohibiciones de los médicos del hospital.
"Tuvimos que sacar medio metro de nieve —dijo, quedamente, con sombras de pena en los ojos, como evocando un feo sueño—, para que entrara luz. La luz era fundamental para nosotros, una forma rara de felicidad. Y como el avión estaba inclinado, teníamos que pasar casi todo el día en una posición también inclinada, porque no cabíamos muy bien. Durante las noches nos cuidábamos, nos abrazábamos en la oscuridad, siempre en la misma posición, tratando de escuchar la respiración del de al lado".
—¿Cómo vencieron a la desesperación, Roberto? ¿Cómo no cundió el pánico?
—Mirá, hubo momentos de desesperación. pero no llegamos al pánico porque siempre supimos y sabemos que el pánico es totalmente inconducente. Puede ser que en el momento del alud hubiera un poco de terror, pero nadie quiso salir a correr porque sí. Lo que hicimos fue tratar de salvar a los compañeros. Yo me hundí y creí que me moría, no podía respirar. Pero sentí que alguien escarbaba la nieve y me rescataba. Más que pánico, lo que sentíamos era la desesperación por no dar abasto. Igual que cuando escuchamos que se terminaba la búsqueda; fue muy bravo eso, y ahí tomamos conciencia de que salir gritando por la nieve no tenía sentido. Debimos serenarnos más que nunca.
El alud que casi los extermina el 29 de octubre, a la hora del crepúsculo, fue uno de los hechos más desgraciados. Fue descripto a Siete Días por Fernando Parrado Dolgay (23, estudiante de Ingeniería, rugbier): "Estábamos todos dentro del avión. Habíamos hecho unas camas colgantes para los heridos y los demás dormíamos en los portaequipajes. Más o menos nos habíamos acomodado, cuando a eso de las 7 de la tarde, de repente, sentimos dos ruidos que parecían estallidos tremebundos. Me asusté y traté de salir, pero
en seguida me vi muerto. No podía respirar, me pisaban, algo pesadísimo me aplastaba, no entendía nada... Salí como pude y me puse a ayudar a los demás. Allí murieron siete personas...".

LA SUPERVIVENCIA, LA FE Y LA ORGANIZACION
El misticismo en San Fernando era notable. Se lo vivía en el ambiente, como a una parte más del aire que se respiraba. La mañana, radiante de sol, inundaba el valle, mientras toda la población se había volcado hacia el hospital. Esos muchachos uruguayos eran un poco los hijos de cualquier chileno; cualquiera parecía intuir que su solidaridad —aunque fuera emocional— era imprescindible. Docenas de periodistas rondaban entre la gente, entre los sencillos héroes a la fuerza. En un aparte, Roberto Canessa Urta continuó su relato a Siete Días.
—¿Cómo vivieron la emergencia, el tiempo, la espera... ?
—Diariamente hacíamos caravanas en busca de alimentos. Racionamos los víveres y aguzamos el ingenio para que a todos nos tocara un poco de todo. La otra parte del avión estaba a tres días de camino. En una excursión logramos
descubrir, por ejemplo, 25 cartones de cigarrillos y 500 cajas de fósforos. Incluso rescatamos de entre los restos un mazo de naipes, con el cual jugábamos mientras escuchábamos la radio para entretenernos. Hasta llegamos a confeccionar una lista de 63 lugares posibles donde ir a comer cuando nos encontraran.
—¿Hacían patrullajes para ver si alguien los localizaba?
—Sí, desde los primeros días. Nos turnábamos, pero siempre teníamos la sensación de girar alrededor de un mismo punto.
Pero acaso la real visión de lo que la fe había provocado en los sobrevivientes la daba Carlos Páez Rodríguez (19, estudiante de Agronomía), quien aún se mostraba como uno de los más emocionados. Todavía conmovido por el reencuentro con su padre —motor del rescate— y por la experiencia vivida, dialogó con Siete Días, mientras acariciaba insistentemente un montón de cadenas y rosarios que le colgaban del pecho, como un suntuoso y tétrico peto de oro y plata: las cadenas de sus compañeros muertos.
—Decí lo que quieras, Carlitos.
—Lo único es que a pesar de que viví una experiencia muy triste, fue la más importante de mi vida, por lo que aprendí de la actuación como equipo y porque los principios aprendidos en el Colegio Christians Brothers (al cual pertenece el equipo de rugby) se repitieron: cuando se hacía un gol no era de uno, sino de los quince. Y ahora fuimos dieciséis: teníamos un linesman... Además, aprendimos a ser apóstoles, a predicar una fe desde adentro, que se nos aumentó en un millón por ciento.
—¿Qué fue lo que más te preocupaba?
—Mi familia. Después de esto uno sale endurecido para la vida, pucha, claro que sí. Y en la impotencia es que uno se incentiva, y eso me preocupaba mucho. Hablábamos de comidas y de campo y reinaba gran camaradería, a pesar de cierto nerviosismo cotidiano.
—¿Qué era lo más importante para ustedes, más allá del obvio deseo de salvarse? ¿La comida?
—No era el aspecto alimentario, sino el psicológico. El mantenimiento de la moral. Nos alimentábamos con las reservas que había en el avión, latas de conserva, y en fin, un racionamiento muy meticuloso. Cuando salió la expedición de los muchachos, los que nos quedábamos comíamos menos y ellos más. Teníamos bastante chocolate y esas cosas. Como no había un líder, todos asumimos el comando del grupo. También sacábamos líquenes de las rocas, una especie de hongo que al principio sabía horriblemente, pero que después se hicieron riquísimos.
—¿Y cómo fue el reencuentro con la civilización?
—-Cuando llegaron los primeros auxilios ya estábamos advertidos, inclusive nos peinamos todos...

LA VUELTA AL HOGAR
En una silla de ruedas, José Luis Inciarte (24, estudiante de Agronomía) era el que se encontraba en peor estado físico. Increíblemente desnutrido, herido en manos y cara, con una avanzada infección en la pierna izquierda, habló lentamente, con la voz entrecortada.
—Yo había perdido la fe, pero acá la recuperé. Lo que vale es el resultado, porque todo lo que pasamos fue tremendo. El que flaqueaba se moría.
—¿Qué hacían cuando la fe disminuía? ¿Rezaban?
—Sí, siempre había uno que resurgía con una fe más grande, y levantaba el ánimo de todos. La fe llegó a tal extremo de decir, sin saberlo, que el viernes los muchachos habían llegado a la civilización, como realmente ocurrió.
—¿Dónde creían que estaban?
—Cerquita de Curicó. Por eso la excursión de Fernando y Roberto. Si hubiéramos sabido que estábamos en la Argentina habríamos ido para el otro lado.
—¿Tenían mapas o alguna manera de ubicarse cartográficamente?
—Sí, había dos, que se los llevaron los muchachos que salieron primero. Uno era de la Esso y el otro, muy completo, tenía metros y curvas de nivel. De todos modos, creímos estar a 30 kilómetros de Curicó.
—¿Y vos qué hacías?
—Y bueno..., salía a buscar hierbas hasta que me agarré esta infección que me obligó a quedarme postrado. Subíamos a las rocas más altas para conseguir líquenes.
—¿Qué vas a hacer, ahora?
—Y... volver a trabajar, a estudiar para terminar mi carrera. Me falta muy poquito...

LAS COSAS SIMPLES DE LA VIDA
Sobre la siesta se improvisó una conferencia de prensa en la que todos los sobrevivientes pudieron dialogar con el periodismo. En un ambiente de recogimiento y exaltación, paradójicamente, se pudo obtener un panorama más amplio de la odisea vivida. Claro que el saldo de la aventura lo dio Fernando Parrado, un longilíneo y barbado rugbier que caminó por las cumbres junto a Roberto Canessa durante diez días hasta encontrar al primer humano. "Lo que sé —afirmó— es que la vida es lo más maravilloso del mundo". Una redundancia acaso, que más allá de su obviedad, encerraba un auto-aliento que lo salvó de la muerte. "El hombre en la desgracia se fortalece —prosiguió—, y es entonces, al salvarse, que uno aprecia el agua que sale de la canilla, el vuelo de un pájaro, algo verde. Volver a la vida normal, disfrutar un pedazo de pan con manteca o tomar una Coca-Cola, cualquiera de las cosas más simples de la vida, de pronto permiten que uno recobre la noción de lo hermoso que es vivir".

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Recuadros de la crónica

LA PARAPSICOLOGÍA Y LOS ENIGMAS SUBSISTENTES
Según informaron los diarios y otros medios noticiosos, a la fe religiosa de los supervivientes se agregó, como elemento fundamental del éxito del operativo de rescate, la clarividencia de un parapsicólogo holandés. Según esas informaciones, Páez Vilaró habría basado su perseverancia en el testimonio de Gerard Croissiet, quien habría "visto" vida alrededor del avión caído, al que ubicaba "al lado de una laguna junto a la cual los pasajeros encontraban sustento". Se habló, incluso, de un mapa que habría enviado al plástico oriental, y de una veintena de llamadas telefónicas de larga distancia que habrían sostenido.
Si bien la versión del parapsicólogo coincidía con ciertos datos —por ejemplo, la manera en que cayó el aparato; la descripción de una gruesa vena en la frente del piloto-, "visto" como gordo y sudoroso—, Siete Días logró establecer, en el viaje de Santiago a San Fernando, una trama diferente, que mantiene las incógnitas. Bernardo Barrientes, un conocido radioaficionado de la Universidad Técnica Nacional, explicó que su amigo y colega Celso Barros había sido quien logró el contacto que desató la imaginación de muchos. Este es su testimonio: "Al cabo de ocho días de búsqueda infructuosa, se dejó de patrullar puesto que, según disposiciones de la Dirección de Aeronáutica de Chile, si no hay rastros se supone que ya no se encontrarán sobrevivientes. Hay una reglamentación internacional al efecto, por la que toda emergencia se declara por un período determinado, de una semana. De no encontrarse datos fidedignos, se abandona la faena ya que los costos de una operación de salvataje son harto elevados. Dicha reglamentación la dicta la IATA. Pero ocurrió que a los dos o tres días de finiquitado el rastrilleo de las montañas, un presunto clarividente holandés supo de este accidente. A través de un médium comenzó a indagar a los espíritus dónde estaba la máquina. La respuesta dio como sitio un paraje a 180 kilómetros al Sur de Santiago, hacia el lado Oeste. Esto se supo porque un radioaficionado holandés se comunicó con otro brasileño, quien a su vez dio cuenta de la noticia a mi amigo Barros, que fue el que avisó a las autoridades chilenas. Entonces el SAR, Servicio Aéreo de Rescate, recomenzó la búsqueda, a instancias también de Páez Vilaró, pero sobre el sector costero. Lo curioso es que si bien esto no arrojó resultado alguno, ahora que se encontró el avión, se supo que está situado a exactamente 180 kilómetros al Sur de Santiago, pero sobre el lado Este. Lo que quizá nunca se sepa es si el clarividente acertó o no, o si el error provino de quien recibió la información."

TESTIMONIOS
Mientras los sobrevivientes eran atendidos, Siete Días pudo constatar el estado de ánimo general, y más aún, las diferentes maneras de adhesión de quienes de una u otra forma estuvieron cerca de la tragedia, ya como protagonistas, ya como testigos. He aquí la suma de versiones recogidas:
• Comandante Lauro Díaz Escalada, piloto de PLUNA, el hombre que más tiempo de vuelo tiene en el Uruguay —22.000 horas—, desde hace 35 años: "Mi opinión técnica del accidente se basa en la apreciación de que hubo un error evidente de navegación; es decir que se tomó rumbo a Santiago en una posición que se llama planchón, creyendo estar en Curicó. E iniciaron el descenso, creyendo que estaban en un valle. Pero estaban en plena cordillera. Luego, cuando el avión perdió velocidad, chupado por la turbulencia, creo que se produjo un hecho casual: sin quererlo, la máquina adquirió velocidad de aterrizaje, siguiendo una trayectoria paralela a la ladera de la montaña. El avión era muy seguro: un Fairchild bimotor a turbohélice, con motores Rolls Royce Dart, y con el más moderno instrumental".
• César Charlone, embajador uruguayo en Chile: "Numéricamente son más los muertos que los vivos, pero multiplique usted la alegría de dieciséis familias... La felicidad de los salvados permitirá mitigar el dolor de los que no pudieron ver a sus hijos".
• Coronel Enrique Morel Donoso, jefe del Regimiento 9, Colchagua: "Tomó esta tarea como si se tratara de salvar a hijos míos. Me desgarró la constancia de estos padres que nunca creyeron que no quedasen esperanzas".
• Angélica Salas, 20, enfermera del Hospital San Juan de Dios, de San Fernando: "Cuando vinieron, los muchachos gritaban: "¡Viva Chile! ¡Viva Uruguay! y estaban eufóricos. Algunos
lloraban, otros rezaban, y cada vez que tuve que llevarles medicamentos, suero o comida, me decían no lo puedo creer. Uno me dijo que "creía estar entre ángeles".
• Roberto François, 55, dos hijos, médico radiólogo, padre de uno de los accidentados, en vuelo de Montevideo a Santiago, en la madrugada del sábado 23: "Fueron setenta días horrorosos. Fui perdiendo las esperanzas después del octavo día y sentí que el mundo se me venía abajo; supuse que morirían de inanición y de frío. Hoy (por el viernes 22), escuché la noticia en la radio y no lo podía creer. Aún ahora me cuesta pensar que estén vivos. Inmediatamente tomamos la decisión de viajar y ahora, se imagina, ¿no? Ya estábamos desahuciados, en un clima de tragedia, de angustia permanente. Yo estaba caído, abatido, sin ganas de hacer nada. No tenía fuerzas y esperaba que el tiempo comenzara a borrar todo. Pero el tiempo no borra nada, y yo tenía que seguir siendo el pilar de la familia, no dejar que se cayeran mi mujer, mi otra hija. Por eso todavía no puedo vivir, mi clima de fiesta. Todavía no lo puedo creer".
• Graciana Manini, 17, estudiante de secretariado, novia de Roberto François Álvarez; también en vuelo de Montevideo a Santiago: "Estos setenta días..., bueno, yo siempre tuve esperanzas, soñaba con que volverían y los iba a esperar en el aeropuerto y hacíamos fiestas y... Ese sueño me ayudaba a seguir confiando. Y cuando supe que vivía me largué a llorar: era el desahogo porque mi sueño se cumplía".
• Mercedes Urta de Canessa, madre de Roberto: "Dormía con calmantes y nunca me resignaba, mientras mi esposo buscaba a los chicos. Cuando me avisaron que Robertito estaba vivo grité de emoción. Después pedí a Dios que se hubieran salvado todos".


EL PRIMERO QUE PISÓ TIERRA URUGUAYA
El domingo 24, a mediodía, el corresponsal de Siete Días en Montevideo, Antonio Mercader, entrevistó al primero de los sobrevivientes del avión siniestrado. Este es su informe:
Le falta rendir dos exámenes para graduarse de ingeniero agrónomo y tiene 26 años. Daniel Fernández Strauch (a la izquierda, en la foto) viajó a Chile como acompañante del equipo de rugby de Old Christians, junto a dos primos también salvados: Eduardo y Adolfo Strauch Urioste. He aquí sus escuetas palabras:
"Me levantaba temprano. Salía a escuchar la radio o a derretir hielo para tomar agua. Teníamos abundancia de cigarrillos, aunque tratábamos de racionarlo todo. Rezábamos todas las noches; esto nos ayudaba a mantener el ánimo. Cuando alguien decaía lo alentábamos entre todos. Siempre fui optimista. Cuando nos enteramos el día antes de que nos descubrieran que nuevamente se había suspendido la búsqueda muchos se desalentaron. Yo dije que al día siguiente nos encontrarían. Fue presentimiento cierto. Desde allí supe de la prisión de Jorge Batlle, del triunfo de Nacional en el campeonato, de la renuncia de Sanguinetti, de la escasez de yerba y cigarrillos. Y casi me enloquecí con las ganas que tenía de tomar mate".

EL DURO RESCATE
Los dos helicópteros —el H-89 y el H-91— de la Fuerza Aérea Chilena sobrevolaron los restos del aparato a eso de las 12.40 del viernes 22. El comandante Jorge Massa Ar-mijo hizo saber a la torre de control del SAR (Servicio Aéreo de Rescate, de la FAOH) que lo avistaba desde 18 mil pies de altura (unos 6 mil metros). Treinta y cinco minutos después daba cuenta que salía de la zona trayendo en su interior a seis sobrevivientes, mientras que otros ocho quedaban en el avión siniestrado hasta el día siguiente, acompañados de cuatro hombres del Cuerpo de Socorro Andino. Informó también que el aparato había caído en un faldeo impresionante, al costado de un macizo de más de 5.500 metros de altura, sobre territorio argentino, en una quebrada llamada El Azufre, sector Perejiliono, en la región conocida como Cajón del Tinguirica, exactamente a 20 kilómetros al Este del volcán homónimo. Más tarde, ya en tierra éste fue el relato de Massa Armijo:
"Todos salieron caminando al encuentro de la patrulla de rescate. Estaban muy débiles. Parecía imposible que esos hombres hubieran soportado semejantes temperaturas (casi siempre bajo cero), en el fondo de una quebrada de más de mil metros. Cuando nos vieron, la emoción los venció: abrieron los brazos y se pusieron a llorar desesperadamente. Agitaban los brazos y daban gracias, todos flacos, demacrados. Ahí supimos que les quedaban alimentos para sólo cuatro días más. El avión, además, estaba deslizándose lentamente por el deshielo.
En realidad, lo que ocurría no era sino la culminación de una afanosa búsqueda que fue rubricada por el tesón de Parradó y Canessa. Ambos debieron emplear diez días para subir y bajar un cerro de cinco mil metros de altura, para lo cual fueron equipados con cuatro pares de pantalones, dos chaquetas y zapatos de rugby, además de alimentos suficientes que fueron sustraídos al racionamiento del grupo que quedaba en el fuselaje. Al anochecer del miércoles 20, cayeron exhaustos a la vera de un río, dispuestos a pernoctar bajo un árbol. Allí observaron a un jinete del otro lado, se pusieron de pie, gritaron, agitaron sus brazos. El hombre, un paisano llamado Sergio Catalán Martínez (36, tres hijos), les gritó: "¡Mañana!". Y se fue.
Al día siguiente, SCM volvió y les lanzó pan y papel a través del río. Devoraron el alimento y escribieron una patética misiva, que el arriero llevó a la comisaría más cercana, en Los Maitenes. La carta decía: "Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace diez días que estamos caminando. Tengo a mi amigo herido arriba. En el avión quedaron catorce personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor, no podemos ni caminar. ¿Dónde estamos? ¿Va a venir luego?".

CARLOS PAEZ VILARO: GRACIAS A CHILE
"Mirá, hermano, me siento con ganas de decirle gracias a todo Chile". Entre besos, abrazos y un llanto a duras penas contenido, el conocido artista plástico oriental Carlos Páez Vilaró dialogó durante más de una hora con Siete Días. Más allá del reportaje abierto, desgranó su euforia y llegó, incluso, a convertirse en amistoso fotógrafo de Siete Días, allí donde las autoridades militares o sanitarias no permitían el ingreso de la gente de prensa. He aquí su testimonio, en tanto él fue el nervio y el motor de la afanosa búsqueda:
A mí no me abrieron las puertas, porque ya estaban abiertas. Los chilenos me recibieron con el corazón, como si hubieran sabido que yo no sólo buscaba un hijo. Ustedes conocen mi mundo de Casapueblo y saben que mi casa está poblada de niños y de pájaros. Buscar a mi hijo me parecía contradictorio, pues yo jamás dialogué con él a solas: siempre con él y con un montón. Lo único que yo sabía era que no estaba muerto. Sentía que vivía, que me llamaba. Y lo noté realmente cuando Astor Piazzolla —más que amigo, hermano mío—, me dijo:
"Carlitos: creo que la memoria de tu hijo ya estaba puesta en mi música."
Eso me hizo dudar. Me fortalecí. Sobrevolando, había visto en el lado argentino una gran cruz en la nieve, llamé a Mendoza, sensibilicé a un oficial de guardia y mandaron aviones a investigar. Falsa alarma era de un centro de estudios de nieves. Entonces llamé al Uruguay, a Madelón, mi mujer, que era la que más fe tenía y que me apuntalaba cuando yo decaía. Me alentó y seguí adelante.
Hermano: anduve en mula, en la nieve, con datos contradictorios, en recorridas interminables, caminando días enteros, haciendo una experiencia que a mi edad —tengo ya 49 años— me pesaba. Hice cosas en este tiempo que jamás había hecho. Sé andar en bicicleta pero no a caballo, me gusta el campo pero no soy hombre de campo. Y aprendí todo. Sobre todo en estos mundos donde la mula debe saber caminar por senderos, ante abismos terribles, subiendo interminables cuestas en ocho o nueve horas, en fin, una experiencia increíble.
Teníamos a todo Chile atrás. Radioaficionados que crearon un hilo sutil sobre el que hacíamos equilibrio, pilotos heroicos y abnegados, gente que me obligó a sentirme emocionado diariamente. Hubo momentos en que yo mismo me sentía obligado a acompañarlos. Te digo más: si no lo hacía, quedaba como un cobarde. Porque tenían las mulas preparadas y se iban con la gente y yo también tenía que ir, porque iban a buscar a mi hijo, que estaba arriba, y ¿qué iba a hacer? ¿Iban a buscar a mi hijo y yo no iba a estar? Eso es lo maravilloso del chileno. Posiblemente, todos los pueblos son iguales ante la tragedia, pero lo que viví en Chile me hizo sentir que hay un muro de gente, millones de ladrillos humanos para socorrer al desgraciado. He conocido 720 hombres extraordinarios, en estos días. Te cuento que hasta tuve que viajar desde Santiago, y tomé un taxi en el aeropuerto. Le dije al chofer: "¿No se animaría a llevarme hasta San Fernando?", y le expliqué mi situación. Pero le aclaré:
—Vea, pero no tengo dinero ...
—No se preocupe, yo le presto.
¡Y me trajo gratis y encima me prestó dinero! No recuerdo quién me dijo un día que hay que poner el oído en la tierra para sentir palpitar el corazón de un pueblo. Y yo lo hice y lo sentí por todos lados, como sentía el corazón de esos cuarenta y cinco chicos palpitando también, esperándonos.
Fijate con qué ánimo yo iba a seguir mis actividades en Casapueblo. Sentía que los amigos venían a darme un pésame, todos me decían: "Carlitos, no sabes cómo lo siento", y eso me enfermó. Vi que mi casa se derrumbaba y que el color blanco de las paredes se volvía negro. Es que si yo había hecho la casa, al pueblo lo hizo mi hijo. La juventud la trajo él, y sentía que este año iba a ser muy triste no verlos entrar por la puerta azul. De modo que mientras los días pasaban, yo volvía siempre a arremeter hacia la montaña. Tenía que encontrarlo, sí, y por eso esto es el fruto de la perseverancia y de la fe. Carlitos cumplió 19 años el 31 de octubre, allá arriba, mientras yo planificaba: cuadriculé la cordillera, como una operación de pintar un gran mural, número por número y empecé a buscar ordenadamente. Y la angustia mía era que si mi hijo se moría, yo no tenía un solo amigo que me pudiera contar siquiera la historia de su vida, porque todos se habían muerto, ¿te das cuenta?
El encuentro con mi hijo fue muy emotivo. Todavía tengo marcadas sus manos en mi hombro, cuando me abrazó. Siempre nos saludamos así, como decimos los uruguayos, a los piñazos. Lo vi muy bien, con una gran fuerza anímica. Yo había confiado en eso: en su capacidad de organización, en su sagacidad, en su inteligencia y esa gran higiene mental y física que les había dado el deporte.
El lugar donde está el avión es muy inaccesible. Yo no fui porque preferí dejarles mi lugar al grupo de socorro andino, pues por una cuestión de principios me pareció injusto darle el primer abrazo a mi hijo, ya que hubiera preferido abrazar a los cuarenta y cinco al mismo tiempo. Simplemente le mandé una tarjeta navideña con el primer helicóptero, que decía: "Que valga un hijo como regalo de Navidad". Y cuando lo vi solo, bromeamos. "Viejo, nunca fallaste", me dijo, y yo sentí que me temblaban las piernas.
Entonces ahora me dediqué a observarlo, a no inquietarlo con preguntas que el tiempo hará que se respondan. Solito me contó cómo se cayó el avión, medio al pasar, pero no quise insistir. Me dijo nomás que le preguntó a su compañero de asiento si los aviones se aceleraban irregularmente, de vez en cuando. Dice que balbuceaban y que volaban muy bajo. Y allí, después del mediodía, hay un candado para el que sale a volar. Las turbulencias se los tragan. Así que no le pregunté más nada. Lo vi tan contento de abrazar a su madre, de regresar al Uruguay, de volver a sentir este sol maravilloso que tenemos que... Ya habrá tiempo para todo. Ahora sólo le queda el dolor de los compañeros que quedaron allá arriba, a quienes les cerraron los ojos y dejaron para siempre.

ACUSACIONES DE CANIBALISMO
Desde el mismo momento en que se conociera el desenlace de la tragedia, la alegría de que —milagro o no— hubiera algunos pasajeros con vida se vio empañada por una sombría duda: ¿es que, para sobrevivir, los dieciséis jóvenes debieron acudir a la necrofagia?
La versión arrimada a los medios periodísticos chilenos había creado una sincera repulsa, algo que compartieron algunos colegas argentinos y uruguayos presentes en San Femando, al punto que se llegó a pactar — en tanto no hubiera datos que permitieran superar el terreno de las simples conjeturas— que de confirmarse la noticia, no se la daría a conocer por un atendible respeto hacia el estado emocional de los sobrevivientes y familiares. Pero la torpeza y el sensacionalismo a veces pueden más que la serenidad. La búsqueda del impacto y el reavivar una noticia que se "desinfla" no conocen límites.
De todos modos, más allá de que, de haber ocurrido el lamentable hecho —reiterado o no— no puede ser enjuiciado, ni nadie podría atreverse a condenarlo, el enviado de Siete Días pudo establecer una serie de circunstancias que, acaso, permitirían desmentir —como hizo el lunes de Navidad el gobierno chileno— tan groseras afirmaciones. Una cosa es evidente: la mística y la religiosidad exacerbada de los sobrevivientes, y hasta su misma impecable organización grupal, difícilmente les permitirían tales prácticas. Si se hace un balance más o menos objetivo de las existencias alimenticias que había a bordo, quizá se pueda llegar a más sosegadas conclusiones.
En efecto, la disponibilidad de agua era abundante aunque en forma de nieve y sabido es que el ser humano, si bien no puede aguantar mucho tiempo la sed, en cambio puede tolerar, sin sufrimiento extremo, semanas de hambre.
El argumento de que no pudo haber necrofagia se fortifica haciendo el balance de las vituallas con que contaban: las normales del avión, abundantes chocolates, jaleas, dulces, caramelos, galletitas, latas de conservas y hasta caldos que los viajeros portaban, creídos de que en Chile una supuesta escasez alimenticia escalaba a topes insoportables. También había pan, vino cuyano —adquirido en la escala en Mendoza—, y hasta un grueso cargamento de cigarrillos. Si a ello se le suma que pudieron obtener hongos (ver nota, testimonio de Roberto Canessa Urta), y que llegaron hasta a gustar el "té de burro" y la "sopa de líquenes", bien podría creerse que —dentro de ciertos límites— el hambre era controlable. Por último, no debe olvidarse que no había que racionar para cuarenta y cinco: ocho murieron en la caída; otros ocho el 29 de octubre, cuando un alud de nieve sepultó más aún a los despojos del aparato; el resto murió de frío o a raíz de las heridas recibidas.
De cualquier modo, aunque se pudiera comprobar, de acuerdo con presuntos informes secretos de militares chilenos, que se practicó tan horrible defensa animal, lo lamentable es el eco sensacionalista que adquirió la noticia. Lo triste es la liviandad con que se acusa a seres humanos a quienes las circunstancias llevaron a la categoría de desesperados: después de todo, eran sus propias vidas las que estaban en juego. Pero aun cuando aparecieren los testimonios fidedignos, será difícil erigirse en jueces de los actos de quienes atravesaron circunstancias tan excepcionales. Hasta un sacerdote católico se expidió sobre esos últimos recursos a que habrían recurrido los rugbiers: "Todos los días —dijo— nosotros comemos en la misa el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo". Quizás, en el fondo, los únicos caníbales hayan sido algunos malos periodistas.

Revista Siete Días Ilustrados
01.01.1973

Náufragos de la cordillera
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