Hay muchas cosas que irradian de Robert Redford.
La cáscara es, para empezar, resplandeciente. La cabeza está
clásicamente conformada, las facciones cinceladas sobre el modelo
ideal de la hermosura viril norteamericana —pero con la suficiente
fuerza como para no caer en lo bonito—, la piel bruñida por el sol
hasta un color dorado rojizo, el cuerpo atlético, musculoso, un aura
que nadie describió mejor que una admiradora al suspirar: "Le da a
uno la sensación de que hasta su transpiración debe oler bien".
Luego está el bien publicitado material de su vida privada. Está
casado desde hace 15 años con una bella mujer llamada Lola, que lo
ha ayudado a criar tres hermosos hijos y se ha creado también' un
prestigio por derecho propio, como activista de primera línea en el
movimiento nacional de consumidores. Redford ha construido, casi
todo con sus propias manos, un retiro en las montañas de Utah, y
desarrollado una vecina estación de esquí. Hace esquí, juega al
tenis, anda a caballo y en motocicleta —y pinta— con la seguridad de
un profesional. Es un gran caminador, además. Finalmente está el
espectacular negocio de su carrera cinematográfica. En la década del
60 era un astro en ascenso, conocido por desdeñar al Establishment
hollywoodense... y seguir en ascenso. Ahora mismo, cuando el negocio
cinematográfico parece resurgir en cifras de público y de dólares,
Redford actúa en dos de los mayores éxitos, Como soñamos ser y The
Sting (que quiere decir, en slang, algo así como dinero mal habido).
Ahora, en marzo, se estrena en los Estados Unidos 'El gran Gatsby',
donde es protagonista: el film más ansiosamente esperado desde El
Padrino, y el papel masculino más codiciado en muchos años. Y como
Jay Gatsby, el enigmático, mítico héroe de la "novela de F. Scott
Fitzgerald (1925), se espera que Robert confirme lo que muchos
espectadores ya han comenzado a entender: que a los años, es el
lógico sucesor de Marlon Brando y Paul Newman como la más
carismática presencia viril norteamericana en la pantalla, hoy.
En momentos en que el firmamento de Hollywood está dominado por
astros. Redford no carece de competidores. Clint Eastwood y Steve
Mc-Queen lo superan en la boletería con sus estólidos retratos de
triunfadores primitivos y veloces. Dustin Hoffman, Jack Nicholson y
el ascendente Al Pacino, son considerados por algunos como actores
más "serios", por sus admirables caracterizaciones de perdedores
introspectivos y patéticos. Warren Beatty y Ryan O'Neal se llevan
los laureles como seductores sedosos y fascinantes. George Segal,
James Caan y Elliott Gould componen tipos ásperos y difíciles. Y
Brando y Newman siguen teniendo enorme fuerza con sólo ser ellos
mismos.
GANAR Y PERDER. Pero ninguno atesora la combinación
de cualidades que distingue a Redford Como ocurre con todas las
grandes figuras del cine, sus papeles son fusiones —suscitadoras de
chispas— de sí mismo con el personaje que interpreta. Casi siempre
está físicamente activo, a cualquier costo: ya fuere asaltando
trenes en Butch Cassidy, dominando el arte de embaucar al prójimo en
The Sting, o aun deshaciéndose de un casamiento desastroso en 'Como
solíamos ser'. No obstante, y siguiendo la moda contemporánea, su
verdadera acción es interior y sus mejores momentos estallan cuando
es moralmente herido: por un dolor intolerable, como en Jeremiah
Johnson cuando descubre que los indios han matado a su mujer e hijo,
o por un chispazo de revelación, como en El candidato, cuando la
farsa de ser un político lo hace explotar en súbita risa, casi
histérica. Momentos tales son electrizantes, pero no memorables
como los grandes momentos de algunos otros actores. A diferencia de
un Gable o un Bogart, Redford está casi desprovisto de
amaneramientos y no parece tanto actuar en el film, cuanto
habitarlo. Este estilo conviene perfectamente al típico personaje de
Redford atrapado entre ganar y perder, que no pide ser visto con
asombro o simpatía, sino sencillamente ser comprendido. Redford
ha tomado el ingrediente fundamental con que se hace un astro, la
atracción sexual, y lo ha modernizado para adecuarlo a una época
ambigua y compleja. En 'Como solíamos ser', Barbra Streisand ama a
Redford con un deseo casi desesperado. En Butch Cassidy y The Sting,
Paul Newman quiere a Redford con la fácil simpatía de un camarada
que está más cerca que un hermano. El personaje de Redford es un
hombre que por igual cae bien a los otros hombres y a las mujeres.
Pero es, ante todo, su propio hombre: son los demás quienes
necesitan de él. El atractivo de Redford es el del áureo solitario.
Paul Newman, coprotagonista. con Redford, de Butch Cassidy y The
Sting, describe la atracción de su amigo como la de "un gatito y una
barracuda" juntos. El famoso comentarista de televisión, Dick
Cavett, dice que Redford posee "una contención personal que impulsa
a quien lo ve, a acercársele". Sydney Pollack, que lo dirigió en
tres films, incluyendo Como solíamos ser, opina que Redford "no
puede ser explicado en un minuto o en un párrafo". Para Barbra
Streisand, su luminosa compañera en Como solíamos ser, "no es un
actor que actúe según lo aparenta, lo cual resulta fascinante:
siempre está pasando algo detrás de sus ojos. Es un ser humano
inteligente y comprometido, de modo que hay muchos más niveles por
debajo de lo que se ve". "Hay algo de mí en cada papel que
interpreto", dice el propio Redford. La clave principal de su
extraordinario auge podría ser que, más allá de todo su glamour, su
mayor preocupación en estos días es la misma que no sólo consumió a
Jason Gatsby en sus tiempos, sino que continúa consumiendo también a
tantos de la generación de Redford: la lucha para equilibrar los
sueños con la realidad, para descubrir, realmente, de qué sustancia
se está hecho. "Veamos, mi viejo —le propone Jason Gatsby a Nick
Carraway, en la novela de Fitzgerald—: ¿qué piensas de mí, al fin de
cuentas?". Redford nunca llevaría la confianza al punto de decirle a
alguien "mi viejo". Actualmente, se halla en un lugar que no le
gusta —Hollywood— y bajo circunstancias que frustrarían cualquier
intento de una larga conversación: filmando, en los estudios
Universal, su último film, El gran Waldo Pepper, una costosa
producción acerca de un piloto de pruebas de la década del 20. Con
un poco menos de 1 metro 80 y el pelo (que le tiñeron de castaño
para Gatsby), vuelto a su color natural, rubio rojizo, se lo ve tan
reluciente fuera de la pantalla como dentro de ésta.
LA
VERDAD VERDADERA. Al contrario de Gatsby, Redford nunca se
aventuraría a buscar una opinión sobre sí mismo, porque emerge
después de haber atravesado varios niveles —una expresión afable,
ropas caras, informales, usadas, pero impecables, una modalidad
concentrada y que se expresa muy bien— que parecen destinados, no a
intimidar o a mantener distancia, sino a proveerlo de un ámbito
confortable, un espacio donde poder moverse y controlarse. Pero está
tan ansioso como Gatsby por disipar cualquier malentendido sobre él
que pueda estar en el aire, y, al revés del ávido poseur de
Fitzgerald, con su pasado ficticio, a Robert le preocupa,
evidentemente, que su interlocutor llegue a apresar algo de su
verdadera esencia. "Mucha gente me ve y dice: Es rubio, de ojos
azules, es un Wasp (White, anglosaxon, protestant: blanco,
anglosajón y protestante, una sigla que de alguna manera resume al
norteamericano reaccionario o intolerante) y los Wasps no se
despiertan gritando —dice, con cierto calor—. No me gustan esos
estereotipos, no me gustan las etiquetas de ninguna clase. Si quiere
saber la verdad, el solo hecho de despertarse es a veces bastante
aterrador. A menudo la gente no comprende bien mi trabajo, tampoco.
Piensan que atravieso distraídamente mis papeles. Pero no es así:
todos los papeles son un desafío. En Gatsby, el desafío era encarnar
a un personaje muy propicio a la confusión y a quien el libro sólo
sugiere. Me gustó mucho Gatsby, siempre, también por su terrible
presión. Dentro de esa gran cápsula, había una tensión tremenda".
Redford cuenta que había tensiones, en el momento sólo vagamente
percibidas, en la vasta, soleada "cápsula" en la que creció: Los
Angeles. "Mi padre fue lechero, después de la guerra: el único
trabajo que pudo conseguir —informa—. Mi madre, que murió cuando yo
tenía 18 años, era una buena mujer, una persona alegre que
encontraba en todo lo positivo. Antes de que yo cumpliera 15 años,
vivíamos en una zona de clase media que bordeaba el área de los
ricachos, en Brentwood. Mi padre consiguió trabajo como contador de
la Standard Oil y nos mudamos a Van Nuys, del otro lado de las
montañas". Redford siente gran afecto por sus padres: "Eran muy
rectos, creían en el deber de sacrificarse por los hijos, y ya sé
que es aburrido, pero eran fantásticos, muy cariñosos. Pero no
bastaba. Van Nuys era como una gran almohada. Lo mejor que tuvo fue
que me hizo desear el irme de ahí".
FRUSTRACION Y FRAMBUESAS.
William Coomber, su mejor amigo de la infancia, quien luego se
convirtió en su hermanastro, cuando el padre viudo de Redford volvió
a casarse, recuerda los primeros intentos de huida de Robert.
"Solíamos colarnos en el cine —cuenta Coomber, que ahora es
programador de computadoras en la Universidad de California, en Los
Angeles (UCLA)—. Nos importaba un bledo de qué trataba la película,
con tal de colarnos. Y solíamos treparnos mucho a las torres.
Nuestras favoritas eran las del Fox Village Theatre y el Bank of
America, en Westwood. Pensábamos que era el pináculo de nuestra vida
en ese momento: subir a las torres, desenroscar bombitas de luz de
los carteles luminosos, y tirarlas para abajo". Redford recuerda
cosas más serias, y algunas de las frustraciones por debajo de
ellas: "Solía robar tazas de ruedas de automóviles y vendérselas a
un revendedor a 20 dólares cada una. Una vez, cotí una pandilla,
entré en los estudios Universal y robé una cantidad de cosas. Y a
veces entraba en una de esas grandes casas de Bel Air, nada más que
para echar un vistazo. Pensaba: ¿Qué han hecho para merecer todo
esto? Era muy bueno para jugar al tenis y disfrutaba al derrotar a
los muchachos ricos". El atletismo, para él, que estaba
naturalmente dotado, le proporcionaba una salida menos riesgosa.
"Desde los 8 años practiqué deportes competitivos —explica Redford—:
béisbol, fútbol, tenis. La alegría y el atletismo iban juntos. Nunca
confiamos mucho en las palabras, en mi casa, y pienso que aprendí
que el movimiento era una de las mejores maneras de expresarme".
Había también otras: "Odiaba al colegio, mi cabeza andaba siempre
dando vueltas por ahí, y me divertía dibujar a los otros alumnos".
Coomber agrega que Robert era, igualmente, un excelente mimo: "Solía
componer un juego llamado ¿Quién camina así? Bob siempre podía
caminar como cualquier conocido, y se reconocía a la persona al
instante". Y, cada vez más, el joven Redford obedecía a un
instinto que desde entonces está con él: el gusto de la aventura.
"Cuando tenía una cita con una chica —recuerda—, no la llevaba al
autocine, como los otros. En cambio, nos íbamos a la playa a
explorar. También me encantaba ir a Main Street, en el centro de Los
Angeles. Siempre me sentí atraído hacia los borrachos y los
vagabundos. Venían hacia mí con sus ojos inyectados de sangre,
sin barreras ni defensas. Y no les importaba nada. No tenían nada
que perder".
LA CASA PROPIA. También estaba desarrollando
otra intuición que desde entonces se convirtió en un principio
rector: que la mejor y quizá la única persona en la cual confiar,
era él mismo. "Tenía un sentido competitivo mezquino, si se quiere
—confiesa—, pero también el sentimiento de que podía herir a los
demás. Si había alguien a quien nadie quería en su equipo, yo decía:
Puede estar en el mío. Pero —añade Redford con su ironía
característica—, esta es la parte linda. Más tarde, ese tipo se
volvía siempre en contra de mí. En la escuela secundaria empecé a
desconfiar de la noción del espíritu de equipo, aquella actitud de
que no importaba si uno ganaba o perdía, sino cómo jugaba el
partido. La única satisfacción verdadera aparecía cuando yo metía un
gol. A los 15 años, trabajé de aprendiz de carpintero y no servía
para nada, siempre estaba soñando despierto mientras trabajaba.
Luego me di cuenta por qué: yo no estaba trabajando en mi casa, sino
en la de otra persona. Y cuando construí mi propia casa en Utah,
varios años después, todo anduvo bien". Redford ingresó en la
Universidad de Colorado con una beca de béisbol, porque le gustaba
la idea de "una escuela en las montañas", dejó el béisbol por el
esquí, el alpinismo y la bebida y se licenció en artes. Cuando su
madre murió de hemorragia cerebral durante su primer año en la
Universidad. Robert recibió un duro golpe: "Atravesé la etapa
anti-Dios y resolví: Nunca dependas de otros, bástate a ti mismo".
Abandonó las aulas en ese primer año. bebió muchísimo ("no recuerdo
casi nada de 1956"), anduvo de aquí para allá por el país, aterrizó
en "unas pocas" cárceles por pelearse o manejar a alta velocidad, y
trabajó en los campos petrolíferos de California lo suficiente como
para ganar plata y cumplir su máxima huida: vagabundear por Europa y
tratar de ser pintor. Durante los 13 meses siguientes, Redford
estudió pintura seriamente, pero sin grandes resultados, en París y
en Florencia. Sin plata, Redford volvió a casa: primero,
brevemente, a California, y después a Nueva York, donde se inscribió
como estudiante de plástica en el Pratt Institute, vivió "en un
pozo", se mantuvo como vendedor de tienda y eventualmente se dedicó
al teatro, como alumno de la Academia Norteamericana de Arte
Dramático. "Había empezado a comentar que iba a ser director de
arte, cuando fuera grande —sonríe—, y un amigo me sugirió que, en
tal caso, debería acercarme un poco al teatro. En el secundario,
actuar me había parecido un poco estúpido: todos esos tipos de mi
edad, corriendo por ahí con betún de zapatos en el pelo". Hacia
la misma época, confió decisivamente en otro instinto: casarse con
una chica seria, de cara fresca, a la que conoció durante su breve
regreso a California. "Me gustó que fuéramos amigos, primero
—informa Lola Redford—. No combinábamos citas, no pasaba nada.
Hablábamos. Él escuchaba y yo escuchaba, y ambos hablábamos". Hija
de una vasta y próspera familia mormona de Provo (Utah), Lola sonríe
al recordar la persecución de Redford. "La primera vez que se
declaró, me llamó desde un teléfono medido en Nueva York y me dijo:
Tengo 32 dólares en monedas de cuarto de dólar, y vamos a decidir si
nos casamos o no". La segunda vez fue varios meses más tarde,
después de mi ingreso a la universidad —prosigue Lola—. Volvió a
California y me preguntó: ¿Vas a casarte conmigo o no? Le contesté:
No sé. Y él: Te doy hasta mañana para decidirte. Si no, me vuelvo a
Nueva York. Y yo: OK. Poco después vivían en Manhattan, con un
colchón sobre un pedazo de madera terciada, una losa de mármol
robada de una cantera en Vermont, como mesa, una cocinita de dos
Hornillas y un bebé en camino.
PRESENCIA. Otra persona que
sintió la fuerza de los instintos de Redford, fue Stark Hesseltine,
su primer representante teatral. "La primera vez que lo vi en la
Academia Norteamericana —recuerda—, Redford hacía de invitado en una
escena de fiesta. No abría la boca, pero vi una presencia tal, una
mirada de tal concentración, que literalmente no pude quitarle los
ojos de encima". Bajo la guía de Hesseltine, Robert empezó a hacer
pequeños papeles en la televisión y en Broadway, llamó la atención
de la crítica por su interpretación de un siniestro muchacho alemán
—con perfecto acento— en 'En presencia de mis enemigos', y consiguió
el protagonista de la producción de David Merrick de la pieza de
Norman Krasna Un domingo en Nueva Ycrk. Esta duró poco en cartel,
pero otra pieza, Descalzos en el parque, de Neil Simón, dirigida por
Mike Nichols, lo lanzó como primer galán joven. También deflagró
su primer acto de icornoclastía como astro. Cuando alguien le pidió
en la fiesta que festejaba el estreno de 'Descalzos en el parque',
que volviera a ingresar a la sala porque el equipo de televisión se
había perdido su entrada, él y Lola salieron, se treparon a su
automóvil y siguieron andando. Las ofertas cinematográficas
empezaron a llover (incluyendo la versión fílmica de Descalzos, con
Jane Fonda, que fue su primer éxito comercial en el cine), pero
Robert siguió siendo un hombre independiente. Pidió el papel del
marido homosexual en Inside Daisy Clover, un papel que otros jóvenes
actores en ascenso habían esquivado como la peste. En cambio, no
quiso interpretar al protagonista de 'El graduado', diciendo: "No
tengo la apariencia de un muchacho de 21 años que acaba de graduarse
y nunca se ha acostado". Rechazó también el protagonista masculino
de The Chase (lo hizo Marlon Brando) y prefirió un papel más chico,
e hizo Tell Them Willie Boy Is Here, que sustrajo al director
Abraham Polonsky, que estaba en la lista negra, de un forzoso
retiro. Apenas había empezado a filmar, tomó a su mujer e hijos y se
marchó a vagabundear por Grecia y España, por un año, a bordo de una
camioneta Volkswagen. La Paramount le hizo un juicio por 250 mil
dólares (se llegó a un acuerdo en los tribunales), por abandonar un
western llamado Blue, porque no le gustaba el guión. Y, con éxito,
demandó a la compañía de tabacos Lorillard para impedirles usar el
nombre Redford para una nueva marca de cigarrillos.
RETRATO
DE UN REBELDE. También fue alabado por hacer en persona casi todas
las partes físicamente riesgosas de sus films (lo que la jerga
cinematográfica denomina stunt). "Bob nunca había trepado a una
motocicleta en su vida —memora Albert S. Ruddy, quien produjo Little
Fauss and Big Halsy, el film sobre un obsesivo corredor de motos—.
Después de una lección de 20 minutos, y dos días, resultó tan bueno
como la mayoría de los corredores que usamos en el film". ("Estaba
asustado a muerte —confiesa Redford de su último trabajo como stunt:
caminar por el ala de un biplano en Waldo Pepper—, pero no quería
depender de esa máquina". Pero el verdadero Redford no brotó,
realmente, hasta Butch Cassidy, el film más "caliente" de 1969 y
todo un culto para los que hoy tienen menos de 30 años. Luego su
estilo se vio reafirmado con otras tres películas, dos de las cuales
fueron producciones suyas. De su labor como artista, afirma que muy
pocos papeles se adecúan a su propia visión del mundo y la realidad.
"No dejo de reflexionar en el destino de los seres humanos, la
realidad norteamericana, el medio y el sistema establecido",
declara. Uno de sus propósitos más ambiciosos es trasladar este
análisis a las películas que realiza. "Hace unos años —comenta el
actor— estando en Cannes, eché una ojeada a los lujosos hoteles
sobre la playa, preguntándome qué historias encubrirían esos cuartos
iluminados. Pocos años después, al regresar al mismo balneario y
luego de eludir el asalto de la prensa, abrí la ventana de mi
habitación, miré hacia afuera y me vi allí abajo, sobre la arena".
Copyright Newsweek y Panorama, 1974 PANORAMA, MARZO 14. 1974
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Había algo que irradiaba de él, una exaltada
sensibilidad ante las promesas de la vida... Era un
extraordinario don para la esperanza, una disposición
romántica tal como nunca la he encontrado en ninguna
otra persona, y que probablemente nunca volveré a
encontrar. F. Scott Fitzgerald ("El gran Gatsby")
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