Hasta los 30 años de
edad Albert Schweitzer fue un joven brillante,
asombro de su época, por el simultáneo dominio de
la filosofía, la música, el arte y la teología.
Los salones europeos, las cátedras de las
universidades, los teatros de concierto, se le
brindaban, sin trabas, como a un definitivo
triunfador. Y de pronto, sin ningún hecho visible
que lo explicara, sin ninguna crisis evidente de
su espíritu, todo, incluso la posibilidad de una
gloria prematura, fue dejado atrás para seguir un
camino de renuncia y sacrificio.
El mismo lo ha
explicado en su autobiografía: "Era catedrático en
Estrasburgo, escritor, organista, todo lo abandoné
por ser médico en el África Ecuatorial. ¿Por qué?
Por testimonios escritos y orales me enteré en
aquellos años de la miseria del indígena en la
selva virgen. Y, sin comprender cómo nosotros, los
europeos, no cumplimos con nuestro deber de
humanidad, pensaba que era necesario aplicar la
parábola del rico y de Lázaro. Nosotros, con todo
el progreso en nuestras manos, somos el rico; el
hombre de color es el pobre Lázaro. Acosado por la
enfermedad y el sufrimiento, carece de medios con
que combatirlos; nosotros pecamos por no ponernos
en su lugar y dejar que hable el corazón".
Así fue como
Schweitzer, dispuesto a "dar algo de lo mucho que
nos sobra en Occidente a los desamparados hombres
de color", olvidó todo su pasado inmediato y se
puso a estudiar medicina. Su mujer, Helene
Breslau, absolutamente solidaria con sus nuevos
ideales, se preparó como enfermera. En 1913, tras
graduarse como médico, marchó a su primer destino:
Ogoue, África Ecuatorial.
Lo que ahí encontró, a
su llegada, era algo demasiado parecido al
infierno: temperatura insoportable, humedad
malsana, víboras y mosquitos, lluvias inacabables,
rostros comidos por la lepra, impenetrables
supersticiones de siglos, magos y hechiceros, odio
al blanco. El, europeo refinado, cultor de Bach,
admirador de los grandes filósofos, no se intimidó
frente a ese cuadro, ni tampoco perdió el tiempo
en protestas humanitaristas. Con su esposa y un
pequeño grupo de asistentes tomó a su cargo un
leprosario en Lambarene y lo convirtió en un
hospital de emergencia. Fueron cuatro años tenaces
de lucha contra todo; fundamentalmente contra el
atraso y la ignorancia. Desde Francia le llegaba,
en pequeñas dosis, la ayuda de las Misiones
Evangélicas de París. El resto era improvisación,
trabajo de casi 20 horas diarias, sacrificio de
todo lo que no fuera asistir enfermos que, en
número cada vez más crecido, iban llegando a
Lambarene en botes y canoas, desoyendo los
consejos de los brujos de las tribus hostiles a
ese nuevo "brujo blanco".
En 1918, cansado y
enfermo. Schweitzer deja Lambarene y vuelve a
París. "Creo que he fracasado; los obstáculos son
insalvables", dice a sus amigos. Meses después, al
reponerse, escribe. El mundo conoce entonces su
experiencia en la selva. Todo lo que hasta ese
momento pertenecía al dominio de la literatura
imaginativa pasa al de la crónica viva, dramática,
por cuenta de un heroico protagonista. Afloran en
seguida donativos y colaboraciones. Albert
Schweitzer reacciona de su abatimiento y decide
regresar al África. "¿Qué derecho tengo yo a la
felicidad. cuando existe tanta miseria en el
mundo?", dice antes de embarcarse.
En Lambarene esperan
su vuelta miles y miles de negros enfermos. Su
primera obra de esta segunda y definitiva etapa es
ampliar el hospital. Para ello no sólo recibe
aportes de todas partes de! mundo, sino que él,
con las mismas manos que curan llagas y heridas,
vuelve al órgano. Sucesivos conciertos en
capitales de Europa allegan recursos, mientras
selectos auditorios se deleitan con fugas de Bach
o sonatas de Pergolessi Del galpón único y
destartalado de los días de 1913, llega a los 45
amplios pabellones de hoy. "Ya no me desanimo más
—dice en 1925, al cumplir 50 años— la miseria que
he presenciado me presta fuerza y robustece mi fe.
Creo en los hombres y eso me
infunde confianza para siempre."
Este apóstol de
verdad, este hombre de "especie heroica" que mereciera tardíamente
en 1953 el premio Nobel, este "brujo blanco",
según la expresión agradecida e idólatra de
millones de seres de color, cuya gloria no
puede ser ni siquiera arañada por algunos
mezquinos espíritus que en los últimos tiempos se
dieron a regatearle méritos, es el que ha muerto
ahora, a los 90 años. Y ha desaparecido con la
santidad asegurada por el agradecimiento
universal.
TAMBORES DE GLORIA
Hace pocos meses, en
enero, al cumplir Schweitzer los 90 años, junto a
las delegaciones llegadas de todos los países de
Occidente hasta Lambarene, los nativos de África
Ecuatorial celebraron el acontecimiento con
características reservadas sólo para sus dioses y
héroes. De costa a costa, mientras que por los
ríos bajaban miles de canoas con indígenas rumbo
al hospital, resonaron durante toda la jornada,
impresionantes tambores de guerra. En su "tam-tam"
se deletreaba el nombre de Albert Schweitzer
traducido a todas las lenguas del continente
negro.
UN NUEVO CAMINO PARA
EL HOMBRE
Los habitantes negros
de Lambarene, los enfermos del hospital, todos los
nativos del África ecuatorial, al enterarse de la
muerte del "gran doctor blanco", entonaron, en su
dialecto, el responso galoa "Lonani ¡nina kende
Kenie" (descansa en paz). A la hora final de bajar
el ataúd a tierra un coro de niños internados en
el leprosario cantaron una patética oración
fúnebre. El gran Albert Schweitzer, el San
Francisco de Asís laico de este siglo, ya era
memoria.
En todo el mundo
surgió, junto al homenaje, el recuerdo de su
vigorosa personalidad, sus significativas
anécdotas, sus muchos amigos, sus escasos
enemigos. La primera vez que viajó a Europa, desde
Lambarene, para dar conciertos y, con ellos,
juntar fondos para su misión, una dama de la
sociedad francesa lo interrogó:
—¿Cómo es posible que
un sabio como usted, un músico de su calidad, nos
prive de las maravillas de su genio para
dilapidarlas con los negros primitivos y salvajes
de África?
Schweitzer le contestó
indignado:
—Señora, sólo devuelvo
muy poco de lo mucho que ustedes les han quitado.
Y además, cosa que usted por supuesto no hace,
cargo con una parte del dolor
que hay en el mundo.
En 1953 recibió el
Premio Nobel. Cuando se lo invitó a Oslo para la
ceremonia de entrega no asistió. Pero mandó un
reemplazante y una explicación: "No me puedo mover
de la aldea; estoy supervisando la construcción de
un nuevo pabellón para leprosos. Eso es, en este
momento, lo más importante del mundo y de la vida
para mí".
Alfred Einstein, su
gran amigo, lo recibió en 1948, en un gran acto
académico de la Universidad de Princeton (Estados
Unidos). Ante un auditorio compuesto por las
figuras intelectuales más importantes del país,
dijo: "En este triste mundo nuestro de hoy, éste
es un gran hombre de verdad".
Hace algunos años,
cuando se volvió a hablar de guerra en el mundo,
escribió: "¿Y si en vez dedicarnos al odio,
pensáramos en el amor? ¿Y si en vez de marcar las
diferencias buscáramos todas las aproximaciones?
¿Y si preparamos nuestro ánimo para el afecto, en
lugar de embarcarlo en la cautela? ¿No será
posible demostrar la necesidad del amor por el
principio de la razón? He aquí las bases para un
nuevo camino del hombre".
Revista Gente y la
actualidad
09-09-1965
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