TRUMAN CAPOTE
COQUETERIAS DE UN HECHICERO
Desde que conquistó el éxito -en 1943- con un cuento que sería el prólogo de obras revolucionarias en la literatura mundial, Truman Capote fue calificado alternativamente como monstruo ególatra y genio. Ahora, a los 43 años, el autor de 'A sangre fría' accede por primera vez a un reportaje sin concesiones. Sus cáusticas respuestas permiten humanizar el mito y brindan un anticipo sobre su trabajo actual

Truman Capote
A pocos norteamericanos se les escapa que Truman Capote entraña una revolución en la literatura de su país. Si sus contemporáneos no se anduvieron con tibiezas para radiografiar —desde distintas trincheras— la realidad de los Estados Unidos, Capote logra llegar más lejos y más hondo. James Baldwin, James Jones, Norman Mailer la narraron apasionadamente. Updike, Sallinger y —el mejor entre ellos— Saul Bellow, apuntaron hacia otros objetivos. Capote desdeñó los polos y prefirió el centro: la noticia de un asesinato múltiple y la posterior investigación (cinco años de rastreos) desembocaron en el best-seller 'A sangre fría', una crónica fría que muestra a quienes se atreven a descifrar sus señales el más implacable descarnamiento del american way of life. Sus anteriores novelas habían preparado el camino: Otras voces, otros ámbitos, El arpa de pasto y Desayuno en Tiffany's; algunos títulos de su copiosa producción, inaugurada hace 26 años con Miriam, un cuento que escribió a los 19 años (nació el 30 de setiembre de 1924 en Nueva Orleáns) y que publicó la revista neoyorquina Mademoiselle.
"Todos sus amigos lo quieren —dijo en cierta oportunidad la incisiva periodista norteamericana Suzy Knickerbocker—, no porque sea una gran figura literaria, ni porque quererlo esté de moda, sino porque Truman es Truman, la quintaesencia del estilo, que detesta cordialmente al Racket Club y a sus millonarios, pero que elige la suntuosa Palm Springs (California) para trabajar mientras otros se divierten."
No todo es trabajo en la vida de Capote: "Me gusta patinar —reconoce—, y por lo general soy la única persona que recorre Palm Springs luciendo hermosos patines importados y una vestimenta que resulta una extraña mezcla de Courréges con traje espacial, cubierta de cierres relámpagos. Puedo hacer todas las piruetas que quiero, mientras los demás se aburren jugando al golf". Este aparente aislamiento no deja de ser una pose: él sería incapaz de demostrar indiferencia, aun cuando se encontrara en medio del desierto de Sahara. Algún código privado y esotérico lo conecta inexorablemente con un grupo intercontinental de connaiseurs. Con agudeza, gracia y osadía trata de marginarse en nombre del arte, al que define como la fuerza central de su existencia, "el consuelo de estar vivo".
Pero, extrañamente, T.C. elige a sus amigos entre los más sofisticados de Palm Springs, y no se le ocurre imputarles el diletantismo del que, para él, goza sólo su vieja tía de Alabama: "Tiene esa inteligencia subterránea de la abeja que sabe dónde encontrar la flor más dulce". Entonces, las abejas de Truman (Tru, para los íntimos) invaden su casona impecable, abarrotada de antigüedades, situada en el Paseo El Mirador, donde forcejea con su nueva máquina eléctrica de escribir ("Todavía no he aprendido a usarla, se me escapan las letras") u holgazanea, bronceado, junto a una pileta de natación ribeteada de geranios, con su permanente —brillante— traje de baño azul. "Soy un escritor completamente horizontal", se justifica; y mientras elige un finísimo vino (Bertani Soave, 1961) dedica a sus visitantes frases corrosivas: "Es verdaderamente aterrador el hecho de que muy poca gente sea brillante". Su insolencia no lo lleva tan lejos como para negar que —de la pléyade de abejas que zumban a su alrededor— Mia Farrow, James Baldwin, su viejo amigo el novelista Jack Dunphy y otros pocos elegidos, gozan de "la inteligencia que es imprescindible hallar en los otros para amarlos".
Una lucidez que no parece haber beneficiado, en cambio, a ciertos comentaristas empeñados en radiografiar hasta su menor boutade, en prestigiar sólo sus actitudes más contundentes y agresivas. Como excepción a esta desafortunada regla, el periodista inglés Robert Jennings acometió hace poco una hazaña: compartió durante una semana el trabajo y las distracciones del "monstruo" (según definen a T.C. sus cuantiosos detractores), y pudo así rescatar una imagen casi inédita. El reportaje de Jennings —reproducido ahora en exclusividad por SIETE DIAS— permite recobrar las irritantes verticales de este supuesto "escritor horizontal", aunque se envuelva en los mohines de la vanidad y la coquetería intelectual.

VERTIGO EN ROSA Y AZUL
Charlie baja de un salto de la camioneta Buick, ensaya un peregrinaje por el living y por fin resuelve que lo mejor será retorcer los bigotes de Ronald: el intento desemboca en una feroz escena de pugilato y aullidos. Porque Charlie es el bulldog marrón que Truman compró en Harrod's de Londres, y Ronald es un gato negro, de linaje improbable, que ascendió de status al cambiar el asfalto neoyorquino por las ricas alfombras de Aubusson.
Sin inmutarse por la pelea, Capote abre la heladera y extrae una botella de champagne Veuve Cliquot: "No hay nada mejor para empezar bien el día —sentencia—; es superior al café. Pero mi gran logro personal, en este momento, es beber y fumar sólo cuando dejo de trabajar. Antes lo hacía casi ininterrumpidamente". Sin embargo, este mayor ascetismo no parece haber debilitado su vena creadora; mucho menos, el vitriólico ingenio que lo llevó a acuñar una personalísima teoría literaria-musical: para él, Hemingway fue el Paganini del párrafo y Henry James el Frantz Litz del punto y coma, en tanto que el propio Capote sería "el Toscanini de los dos puntos".! Al menos, es fama que —parafraseando a Oscar Wilde— Tru puede ocupar toda una mañana en injertar dos puntos a alguna frase, y trabajar toda la tarde, casi hasta el surmenage, para sacarlos.
Ese frenesí comienza a las siete de la mañana, cuando la luz del ventanal aturde- al hombre que duerme en una gran cama azul, en un dormitorio completamente decorado de color azul. Puede ocurrir que se levante con un brinco para correr a enfundarse en pantalones Cardin verdes, camisa rosada y sandalias de Capri. Antes de empezar a escribir enhebra, implacablemente, un par de ceremonias dignas del mejor ritual: se derrumba en un sillón antiguo y abre un tomo de los Evangelios. "Leo la Biblia todos los días, durante media hora. No soy religioso pero eso contribuye a aclarar mi mente; los diarios causan exactamente el efecto contrario. En cambio, el lenguaje evangélico —trascendente y suspicaz— pone en funcionamiento mi cerebro, actúa como un higiénico cepillo de dientes."
Entonces sí; ya todo está listo y Tru invierte tres minutos en esparcir sobre la mesa varias hojas de papel amarillo: las llenará a mano, con maniática prolijidad, para pasar después el texto a máquina sobre papel blanco. Los colores no obedecen a algún capricho; sucede que para Capote "el amarillo da a todo un estupendo aire de impermanencia, de deterioro".
¿Cuál es el fruto de tantos devaneos? Un manuscrito en el que trabaja desde hace un año y medio y está a punto de terminar. "Es una especie de roman-á-clef; es decir, una novela con clave, ya que se inspira, de modo más o menos subrepticio, en personas y lugares que conocí. Está construida en forma bastante extraña, se desplaza simultáneamente en el pasado, el presente y el futuro, pero no obstante será una obra totalmente realista; nada hay de experimental en ella, excepto la técnica. El título: Plegarias escuchadas (Answered prayers), tiene que ver con las palabras de Santa Teresa, quien dijo que se vierten más lágrimas por las plegarias escuchadas que por aquellas que no lo son. Insólitamente, él mismo es una "plegaria escuchada" para la princesa Lee Radziwill, hermana de Jacqueline Onassis; la voluble Lee alude así a su amistad con T.C. a la atención que le presta el divo.

ESPLENDOR EN LAS COLINAS
"Después de holgazanear aquí durante tres semanas, ni siquiera podrás escribir tu nombre." La lúgubre profecía, propinada a Capote por su colega Harriet Deutsch, no llegó a cumplirse. El "diminuto hechicero" (como también se lo llama) permanece en Palm Springs como si estuviera en una oficina. "Naturalmente, odio las oficinas; entonces, si puedo trabajar en un lugar agradable y con buen clima, ¿por qué no hacerlo? Es algo muy sencillo mientras me atenga a mi propio quehacer, lo que implica acostarme casi siempre a las nueve de la noche. Algunas veces, muy tarde, nado desnudo", explica con minucia. El único problema es la manada de admiradores y cargosos que revolotean en torno suyo: "Solamente recibo a la gente que aprecio; debo mantenerme firme para respetar esa regla, ¿no le parece? Evitar cualquier forma de vida social". No es la única tentación que lo acecha en su casona californiana; también lo reclama un paisaje con "silencio, flores, naranjos, cielo azul, sol brillante y esas largas colinas estériles", según su lírica enumeración. Una oficina, entonces, de características muy especiales y que evoca el esplendor de las islas griegas.
Cayó al lugar luego de una extensa travesía en el avión del millonario Louis Annenberg. El viaje los llevó primero a Las Vegas ("nunca había estado allí, salvo cuando la investigación para el libro 'A sangre fría', pero eso fue puro trabajo; perdí 45 dólares en las máquinas tragamonedas y volví al hotel a las dos y media de la mañana. Es tan feo que llega a ser encantador, un sitio horrible y maravilloso"); después siguieron escalas más sofisticadas: Copenhague, Amsterdam, Londres, París. Tras un giro en redondo que lo orientó otra vez hacia los Estados Unidos, Truman aterrizó en Salton Sea, donde se dedicó a la pesca con su compinche Jack Dunphy: "Fue algo trabajoso, cansador; además, habíamos alquilado un velero decididamente arqueológico. De manera que abandonamos todo y volvimos a casa. ¡Fíjese que ni siquiera nos topamos con colonias nudistas!", se indigna.
Pero, veleros aparte, Tru afronta todos sus viajes con una filosofía lúcida y displicente, a mitad de camino entre la teoría del buen salvaje y el dandismo: "Yo no viajo, sólo cruzo fronteras —declara—; me limito a un área determinada de gente. Muchos van a Suiza, por ejemplo, como si quisieran meter la cabeza en una tarjeta postal. Yo, en cambio, trabajo y me levanto a las cuatro y media de la mañana. ¿Saint-Moritz? No, por favor, allí acude todo el hormiguero de Hollywood. Sin duda, Verdier —en Suiza— es el lugar ideal".
Es que al pequeño mago sólo le preocupa la gente para amarla, despreciarla, o meditar en soledad sobre sus destinos terribles y dulces. Claro, él no tiene nada que ver con el humanismo; quiere a los que quiere. Y ésa es una buena razón para escribir obras geniales: "Vea, existe la hermosa gente, y todos los demás. Pero en esto también hay mutaciones y gradaciones, y yo nunca me molesto por los que no me interesan. Para mí lo primordial es la inteligencia. No me gustan los seres feos y torpes

"EL CRIMEN ES BALADI"
Estos fuegos verbales incendiaron, por cierto, a decenas de torpes y feos; desde entonces se obstinan en ignorar los quilates del escritor. Olvidan que el "dandy insoportable" manejó desde sus primeras obras algunos de los materiales más simples, más decantados, y urdió con ellos una tapicería magistral; lo consiguió, inclusive, a través de sus artículos periodísticos, como aquel que exhibía a un Marlon Brando áspero e incoherente en la revista The New Yorker. Lo explicaría así: "Me di cuenta que lo más baladí del periodismo sería una entrevista a una estrella de cine, de manera que escribí unos cuantos nombres en distintos papelitos, los eché dentro de un sombrero y extraje, sólo Dios sabe por qué, el de Marlon Brando".
En 'A sangre fría' iba a resonar, con tensión difícilmente igualadle ese afán periodístico de alto cuño, esa exploración existencial de valores empobrecidos; en este caso, la banalidad del crimen y las mohosas entretelas del mal.
Quizás no sea muy distinto el impulso que lo mueve a buscar los espacios desiertos: "Quería conocer el desierto; ya escribí un libro en la isla de Paros (en Grecia), otro en un rincón montañoso de Sicilia, otro en Marruecos, y ahora que tengo una casa en Verdier voy muy seguido a trabajar allí. En Palm Springs me siento a gusto; me recuerda la aromática soledad del Egeo. Todo es silencio. Por supuesto, cuando uno franquea la puerta y penetra en los reductos más poblados, esto se convierte en una Sodoma y Gomorra. Por fortuna, no estoy aquí para pasar mis vacaciones; creo que enloquecería con el aburrimiento del no-aburrimiento".
Mediodía. Capote deja sus notas y el lápiz, hace a un lado la máquina de escribir y descorcha una botella de Soave; enseguida se echa con furia sobre una montaña de correspondencia: hay un gran paquete remitido por el coronel Thomas Andrew Parker, descubridor y promotor de Elvis Presley. Capote se envuelve en una manta amarilla con guardas rojas (hace un poco de frío), se encasqueta su enorme gorra tejida y mientras juega con los lentes oscuros imagina: "Es seguro que el coronel me envía aquí algún desnudo artístico de Elvis . . . ¡Bah, sólo eran unos discos!". Los deja caer sobre un toallón color naranja, con borlas.
Después hay que seguirlo por el living, el hall y los cuatro dormitorios: no recuerda dónde conectó el teléfono —blanco—, y como se le ocurrió hacer una llamada desde el porche es necesario encontrarlo. Cuando termina de hablar con el editor vuelve al ataque: "¿Leyó ese comentario en The New York Times sobre el envío a Israel de unos escritos de Walt Whitman? El pobre Walt debe estar retorciéndose en la tumba". Pero barre todo matiz de sarcasmo al contemplar el gran número de cartas enviadas por estudiantes secundarios y universitarios: "Mejor no abrirlas. Me siento culpable si no las contesto todas". Después se lima las uñas, y de paso hace chispear el excepcional anillo de oro y zafiro de Tiffany's. Fuma, atiende el teléfono y monologa con Lee Radziwill: "¿Dónde almorzaste? Es un lugar horrible. ¿Cómo estabas vestida? ¿A qué hora sales para Londres? Fue maravilloso tenerte aquí de visita. Abrazos y besos. Adiós". Unos minutos más y sus cocineras-mucamas Annie y Myrtle desplegarán sus manjares debajo de la sombrilla turquesa: jamón, pavo, mejillones, cangrejos, paltas, alcauciles, ensalada nizarda, vinos blancos y quesos. "Para pellizcar, un poco de cada cosa", justifica Tru. Todavía le quedarán motivos para bramar: 'una foto del Los Ángeles Magazine lo muestra 'blandiendo una raqueta de tenis, entre miembros de la sociedad de Palm Springs. "No juego al tenis, no conozco a ninguna de estas personas y no tengo la menor intención de conocerlas." Come, parpadea. Ya puede asestar otras definiciones al estilo Capote.

SOBRE ESTORNUDOS Y ATLETAS
"Edward Albee es excesivamente brillante y astuto." ¿Y Ernest Hemingway? "Verdaderamente, una de las personas más deshonestas que conocí. En secreto, soy algunas de las cosas que ese hirsuto fingió ser. Fingió ser valiente, generoso; pero no creo que hubiera podido sobrevivir a los cinco años de la investigación que yo desarrollé en Kansas para escribir 'A sangre fría'. Tampoco creo que gustara tanto a las mujeres. Yo sí les gusto, están absolutamente locas por mí. ¿Y por qué? Porque ellas me gustan, en tanto que la mayoría de los hombres no las aprecian como para entablar con ellas una auténtica amistad."
Sobre Jackie Kennedy-Onassis: "Los informes de que fui yo quien comenzó a hacer circular los rumores sobre su casamiento son una absoluta mentira. De todos modos, se casó, ¿no?". La egolatría vuelve a tomar cuerpo: "Me es imposible hablar, en forma general, sobre los escritores que se vuelcan al periodismo. Sólo puedo pensar en uno". ¿Sobre la marihuana? "Hace que la gente más estúpida parezca divertida. Nunca se muestran mezquinos, ríen por todo, parecen encantadores así sean unos palurdos."
El psicoanálisis, el sexo (claro) y hasta los baños públicos caen bajo sus mandobles: "Estoy a favor de cuanto ayude a la gente a encontrarse a sí misma, pero nunca sentí necesidad de analizarme. Tuve que enfrentar verdaderos problemas —y resolverlos— a una edad muy temprana. Actualmente, mis únicas inhibiciones provienen de querer abarcar demasiado; pero acomodo todo a mi trabajo, lo que me permite resolver mis dificultades. En cuanto al sexo, es como estornudar; si usted estornuda seis veces seguidas, es tan bueno como un orgasmo". Su avidez salta de los estornudos a las novelas de Marcel Proust ("cada cinco años respiro hondo y me dedico a su obra durante seis semanas") o de Jane Austen ("ya la aprendí de memoria"), y aún a temas más insólitos. De pronto, sugiere con entusiasmo: "¿Usted no cree que la prosa más vital de los Estados Unidos está en las paredes de los baños? El de la estación ferroviaria de Albany, en Nueva York, debería conservarse como monumento nacional: allí hay más ingenio que en cualquier éxito teatral de Broadway".
Por fin se pone serio: "Sé que artísticamente estoy en constante evolución. El arte por el arte mismo, ha sido una verdad en mí vida durante largo tiempo; de chico lo hice por una necesidad compulsiva, casi obsesiva. Escribí mi primera novela a los nueve años, después llegaron los cuentos. A los 19 sentí la necesidad de triunfar. Desde Nueva Orleans fui a Nueva York; me agasajaron mucho, aunque se asombraron: yo parecía un chico todavía. Y me compraron en el mercado como si fuera un caballo. Me decían: «Usted es un artista; vamos a apoyarlo y mantenerlo, pero tendrá que ganar la carrera; puede hacerlo, usted es un pura sangre». De esa manera me entrenaron para ser lo que soy. Por eso, el fracaso o el éxito no significan para mí lo mismo que para otras personas".
Todo cambió: la tarde californiana se oscurece, y un grave, sólido Truman Capote desaloja al chiquillo insolente: "Mantuve mi vigencia por un período muy largo; era inevitable que se me convirtiera en un personaje mítico, legendario. Pero eso nada tiene que ver con el arte. Sí, fui entrenado como un atleta; todo lo demás es apenas un poco de barroquismo".
Revista Siete Días Ilustrados
5/5/1969

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