Blackie, paloma de vuelo popular
El mundo del espectáculo, en la Argentina, posee un personaje único en su género. Es desmesuradamente delgado, nunca se saca los anteojos oscuros y sostiene un eterno cigarrillo entre sus dedos. Pocos saben que hacia 1940 Blackie era una notable cantante de spirituals y muchos menos conocieron su figura cuando era joven y estaba casada. En cambio, todo el mundo reconoce que es activa, inteligente y mal hablada. El teatro, la televisión, y, en general, los medios relacionados con el espectáculo, seguramente le deben mucho. Eso todavía está por revelarse. En principio, Blackie realizó programas de televisión difíciles de olvidar (Cita con las estrellas, Volver a vivir); creó estilos y aun géneros. Por eso, su nombre, asociado a aquel atroz 'Yo me quiero casar, ¿y usted?' causó desconcierto.

Blackie tiene, por lo menos, dos banderas: la situación de la mujer en el actual sistema social y el profesionalismo. Con su chaplinesca figura de hoy, afirma ambas en medio de gritos, palabras de amor y antológicos insultos. La redactora Ana Basualdo dialogó con ella largamente y presenció los ensayos y la grabación de su último programa, El mundo de la revista porteña, televisado por Canal 13 en la noche del lunes 27 de agosto (ver página 45). Este es su informe:
Con una mano mantiene atento al público y con la otra ayuda a que el cantante, actor o entrevistado muestre su mejor imagen. Delante o detrás de las cámaras, el papel de Blackie se parece casi al de un titiritero. Desde hace bastante tiempo se dedica a establecer una relación triangular entre ella, el público y una o más estrellas de cualquier constelación (arte, política, espectáculos). Es que a mí me gusta juntar, reunir, juntar, juntar, reunir a la gente, dijo marcando el ritmo. Sin embargo, durante unos cuantos años —en su época de cantante de jazz—, fue una clásica artista en medio de un escenario. Y dos décadas antes de estrenar su primer spiritual, fue —increíblemente— un bebé. Nació en Basavilbaso, provincia de Entre Ríos.

PAPA Y MAMA. En su oficina de Canal 13 —donde cumple funciones de productora ejecutiva— Blackie mantiene, a su izquierda, un televisor eternamente encendido pero con el volumen bajo. Mientras, a las 7 de la tarde, jovencitos de ambos sexos abandonaban (con besos voladores para Paloma) el canal, Blackie narró su infancia:
"Mi madre se llamaba Sara Myriam y mi padre Jedidio Efron (Jedidiah, que quiere decir "Amado de Dios"). Los gauchos de Entre Ríos lo llamaban "don Jodido". Mis abuelos paternos, Malke y Marcos, eran lituanos, y toda esa rama estaba integrada por gente intelectual, severa, árida, culta, de una cultura cerrada; los de la rama materna, en cambio —mis abuelos se llamaban Peshe y Salomón— eran tipos alegres, panteístas, tenían algo de latinos. Eran rumanos. Cuando la Jewish Colonization Association (ICA) compró tierras en las provincias argentinas y creó escuelas —de las cuales mi viejo fue director general—, mis abuelos de ambos lados se vinieron a trabajar en esto. Enseñaban el programa del Estado, idish y hebreo. También cultivaban la tierra. A la caída del sol mi abuelo salía al campo a orar frente a los gauchos que, aunque no sabían hablarlo, llegaron a entender idish.
"La casa en la que nací era grande y tenía un pequeño parque. Mis primeros recuerdos son una planta de felpa, la sala con el gramófono y un comedor maravillosamente soleado. En la cocina amplia, calentaban el agua para bañarme. Siento todavía el olor a dulce de rosas y de limón que hacía mi madre. Y una de las escenas que más me impresionaron durante mi infancia es la que componían repetidamente mi padre y su suegro tomando vasos de té en medio de intrincados debates teológicos. El hogar en que se crió mi padre era muy severo. Un día, su viejo los reunió y les dijo que iba a repartir la tierra entre los nueve hermanos. Mi padre, que tenía 14 años, le contestó que no. Se escapó, se instaló en un pueblito perdido, y, en un año, se recibió de maestro. Mi madre, en cambio, fue criada en un hogar muy alegre, medio gitano. A mi viejo le costó convencerla, cuando ella tenía 23 años, de que era mejor que se casaran.
"Según dicen, yo era un bebé muy gordo. Nuestra niñera se llamaba doña Petrona. Los cinco hermanos jugábamos con ella y con un perro —Sargento— color borravino. Era tan grande que lo montábamos los cinco juntos. El primer gran dolor de mi vida fue cuando un vecino loco lo mató. Además de gorda yo era algo entrometida. Recuerdo que mi hermana Simone —nunca vi una mujer más hermosa que mi hermana— estaba dando una lección de geografía. La escuela quedaba ahí no más, frente a casa. Papá era el director. Cuando mi hermana estaba en el medio de su lección, yo me aparecí en la puerta, completamente desnuda y golpeándome la barriga. Buscaba a papá. Simone no fue al colegio por un mes."

LECCIONES, "Distintos y complementarios, mi viejo nació para cumplir la ley y mi vieja para burlarla. Mis hermanos, por orden de aparición, se llaman David (sociólogo), Simone (casada), Tobías (ingeniero civil) y Rafael (arquitecto). Y yo me llamo Paloma, que quiere decir "paz". En hebreo, Jona, y en idish, Taibe. Cuando yo tenía 4 años dejamos Entre Ríos y nos vinimos a Buenos Aires. Iba al colegio José Evaristo Uriburu: me ponían un banquito para que alcanzara el pizarrón. Nos instalamos en Colegiales, en la calle Jorge Newbery. Era una casa enorme en un barrio arbolado y plácido. La mejor sala fue destinada para nosotros. Por la tarde tomábamos el té todos juntos con rebanadas de pan con manteca y mermelada. Mientras tanto, mi viejo nos charlaba, y muchos años después, nos dimos cuenta de que así nos sacaba las lecciones. Yo recuerdo una especialmente dolorosa y útil. Cierta vez me ordenó estudiar determinado tema, que yo no había entendido bien, tanto tiempo como fuera necesario. Aplicada como era me pasé un mes leyendo hasta que mamá intercedió por mí. Mi viejo, entonces, le contestó: 'La he castigado porque estudia así —y marcó con el dedo una (línea horizontal— y yo quiero que estudie así —y marcó una línea vertical—, profundizando lo que lee'. Hasta hoy me sirve esa lección."
En el televisor mudo ha comenzado el programa de las 9 de la noche. Como siempre que Blackie se interna en una narración, el tiempo sufre las mismas modificaciones que durante la lectura de una novela del siglo XIX: "Las horas —el tiempo real— se pasan volando". Y poco importa el programa de las 21. Blackie vuelve a su relato: "Yo me inscribí en el comercial. Quería seguir algo práctico; no me interesaba el magisterio ni el nacional. Era una alumna brillantísima. Cuando estaba en tercer año se enfermó mi madre. David y Simone ya no vivían en casa. Durante dos años no salí a la calle. Cuando mamá se mejoró, Nerio Rojas, que era íntimo amigo de la familia, nos dijo: «Hay que separarlas porque ya no se sabe quién es la madre y quién es la hija». Y mis viejos se jugaron; me dejaron sola con mis dos hermanos y dieron un largo paseo por Europa. Allí aprendí a manejar una casa. Yo sé hacer de todo: planchar, fregar, cocinar. Yo aprendí durante ese período. Y hasta hoy mi casa funciona como un reloj; soy maniáticamente pulcra y ordenada."
Mientras los padres viajaban por Europa, Paloma Efron comunicó a sus hermanos que había decidido trabajar. Se empleó como bibliotecaria en el Instituto Cultural Argentino Norteamericano, con 80 pesos de sueldo. A la vuelta, su padre no tardó en citarla en su oficina. "Nunca planteaba problemas serios en casa. Enorme como era se paseaba de una punta a la otra. Por fin, me dijo: «¿Qué es eso que usted tiene empleo?» Sin un minuto de demora, le contesté: «Una mujer no puede ser independiente psicológicamente si no lo es económicamente. Se lo he oído a usted mismo»."
Blackie tenía entonces 17 años. Por esa época llegó a sus manos un álbum de spirituals. "Lo único que yo sé en serio es música. Lo demás es viveza. Me fascinó el álbum. Estaba escrita la pronunciación negra y yo comencé a descifrarla, a reconstruirla. Eran hermosas letras del Antiguo Testamento. Y toqué y canté esos spirituals. Poco después me presenté a un concurso radial de tango, folklore y jazz. Canté 'Tiempo tormentoso' y gané. En seguida me contrataron en radio Stentor y después en Municipal. Yo estaba contenta, ganaba plata, era independiente. León Klimovsky, amigo de mis hermanos, me formó en el jazz negro. Fue el primer hombre importante de mi carrera. El segundo: Eduardo Armani. Cuando me lo presentaron me impresionó ese tipo alto, vestido de gris, con un pelo rubio ceniza. Me calculó de arriba abajo, me echó una mirada de profesional y dijo: «Oirá». «¿Por qué voy a girar?», contesté yo que no entendía nada de ese asunto. Cuando me gritó: «¡Girá!», obedecí. Y él comentó: «Rica, eh». Y canté con Armani. La primera presentación ante el público que hice en mi vida fue en el teatro Colón, para los bailes de Carnaval. Había dos enormes tarimas: una para la orquesta de tango —estaba entonces Julio De Caro con Pichuco como primer bandoneón— y otra para jazz. En un pedestal de tres metros de alto me ubicaron a mí. Yo estaba muy tostada por el sol y tenía una larga cabellera negra. Una falda de moiré negra y un chaleco sin mangas. El país habló después de esa negra que se había traído Armani desde Estados Unidos."
Pero el señor Efron reapareció con sus sentencias. "Cuando tenía 18 años me llamó, me ofreció un cigarrillo y me dijo: «Usted es una mistificadora. Canta el folklore de un pueblo que no conoce. Está imitando —y quién sabe si mal— una cultura que no conoce»". Paloma viajó, entonces, a Estados Unidos: estudió antropología y música de los pueblos africanos en la Universidad de Columbia, trabajó con profesores negros, visitó prostíbulos. "Cuando volví para debutar en el teatro Casino había logrado una gran seguridad."

OPERACION INTERNA. Cuatro años en Estados Unidos necesitó Blackie para remediar la laguna que le había indicado su padre. A la vuelta descubrió el teatro de revistas, a Pepe Arias, y, sobre todo, a Carlos Olivari "Lo conocí en el día del ensayo y me di cuenta de que él había quedado impresionado. Durante las presentaciones no faltó una sola vez. Un día Pepe Arias me dijo: «Si no salís con Olivari renuncio a la compañía». Carlitos provenía de una clase y de un grupo familiar totalmente distinto del mío. Era la antítesis. Vivía como todo porteño: bohemia, minas, la vieja, el café. Pero extraordinariamente inteligente. Tanto, que cuando nos casamos y pasé de mi padre a él no sentí la diferencia. Fueron años difíciles pero brillantes. Y al mismo tiempo que me casé con Carlitos lo hice con Sixto Pondal Ríos. Era un dúo inseparable. Los hice viajar, porque nunca habían salido de Corrientes y Esmeralda. Les traducía, los ayudaba en las comedias, canté y actué en sus obras. Me llamaban «la hebrea poliglota y subestimada». Yo desaparecí como Blackie. Pero Carlitos era muy destructivo: yo hacía y él deshacía, todo el tiempo. Después de doce años de vivir juntos —y justo cuando se murió papá—, nos separamos. Al año se murió, y poco después, mamá. No debe de haber sido por casualidad que yo fui la última persona que vio a papá, a mamá y a Carlitos. Un día me senté durante ocho horas delante de un retrato de mamá y papá y decidí ser lo que soy: una mujer llena de amigos —tengo amigos en todo el mundo—, pero solitaria e independiente. Después de esa operación interna, salí con una gran seguridad. Y creo que elegí este camino desde que nací. Cierta vez encontré un papel que había escrito mi padre cuando yo tenía tres años: «A Paloma no le griten, arguméntenle»".
Algún tiempo antes (1947) Blackie había vivido los dos momentos "estelares" de su existencia. "Pensé que esa música que yo hacía era merecedora de un buen concierto. Y me alquilé el teatro Odeón. Confeccioné el programa, mandé las gacetillas y no me ocupé más. El día señalado se me acercó Alberto de Zavalía y me dijo: «Paloma, el teatro está repleto». Yo creí que me lo decía para tranquilizarme, cosa inútil porque —como con el rating— yo no me preocupo de esas cosas. Tenía, un vestido de raso precioso. Iba a cantar e ilustrar con comentarios. Salí con los anteojos en la mano, tomé las carillas, me puse los anteojos, saludé, levanté la vista y —en serio—casi me rajo: estaba repleto el teatro, se caía la gente de los palcos. Me pegué un susto. Empecé como pude. En el momento en que cantaba Go down, Moses ("Baja, Moisés, y dile a Faraón que deje vivir a mi pueblo"), en un intermedio de los dos pianos, miré hacia la izquierda y estaban mamá y papá; miré hacia la derecha y estaban Carlitos, Sixto y la mamá de Carlitos. Pensé que nunca más sería tan feliz. Rodeada de los seres más queridos y haciendo lo que me gustaba, que era cantar. Habré sido, después, feliz de otra manera pero tan feliz, nunca. Durante el intermedio, nos reunimos en el patio techado del Odeón. Estaba el país ahí. De pronto, silencio total. Se había abierto un camino hacia mí y avanzaba papá, con su bastón. Me dijo en hebreo: «Ahora sí». Quiso decir que esa vez no había engañado, que ya no mistificaba".

PALABRAS DE AMOR. Muerto su padre, Paloma ya no remite sus actividades a ningún juicio ajeno. Sus compañeros de la época de cantante la recuerdan como "una muchacha buena e inteligente", capaz de audacias pero casi tímida. Es muy distinta, por cierto, la imagen de Blackie que se fue conformando a medida que se afincó en la televisión. Según diversos grupos de opinantes, Blackie puede ser culta, inteligente o meramente informada; "mandoneadora" o fuerte, insoportable o única; eterna o ya decadente; cariñosa o simplemente utilitaria. Pero es difícil que alguien no considere notable su pintoresquismo o su rapidez mental y, por otro lado, hasta los que la admiran reconocen que su famoso profesionalismo la ha recubierto, poco a poco, con varias capas de deshumanización. Y hasta su peor enemigo no puede dejar de reconocer que no es fácil encontrar un interlocutor más entretenido. Ante críticas o elogios, Blackie no tiene más respuesta visible que el trabajo. A primera vista, las cosas no son demasiado complejas: se trata de una mujer que, obligada a pagar el tributo de la soledad, logró imponer su femineidad bien entendida y sus luces. Si se profundiza en las apariciones en cámara, o —mejor— en los pasillos del canal, es posible que esta explicación no sea desmentida pero, sí, que se llene de contenidos.
En principio, conviene diferenciar los rasgos que toma su rostro ante las cámaras o detrás de ellas. Como es sabido, un verdadero seductor saca partido hasta de su sinceridad. Por eso, resulta vano preguntarse si Blackie es sincera o no. Para el público, ese detalle no está en juego. El elemento básico de la televisión es la mentira y, si a algún televidente se le ocurre cuestionarlo, no tiene más remedio que archivar el aparato. Puede aceptar el mensaje como mentira o verdad, pero la duda es un lujo severamente castigado. Por lo tanto, culpar a Blackie de mentir ante las cámaras es, en el mejor de los casos, una redundancia. El asunto es si cumple bien o mal con su tarea. En una forma especial de seducción, Blackie se presenta casi siempre (Cita con las estrellas, Volver a vivir, El show de Judy Garland) como sacerdotisa de un tercero en discordia. Se concentra en un mecanismo de encantamiento a tres puntas. Al conjuro de sus palabras y del tono de su voz, el público es seducido por la actriz o el político. Para el televidente, tanto Blackie como la estrella resultan "encantadores" (en los dos sentidos de la palabra) y, él mismo, "encantado" (en el sentido original). Ella no es la princesa del cuento sino la que administra los atributos de la varita mágica. Claro que, cuando Blackie se sumerge en un relato, cualquiera se olvida de la inmoralidad de los cuentos de hadas. Es capaz de trasmitir —mejor que una imagen visual— cómo estaba sentada, dónde había colocado su mano izquierda, de qué exacta manera caía la luz sobre el pelo platinado de Marilyn Monroe en el minuto en que la conoció.
Es detrás de las cámaras, en su labor de productora, donde Blackie ha ganado una creciente fama de profesional deshumanizado, atento sólo a la realización de un objeto comercial. "Tengo un orgullo satánico, que mi padre siempre combatió pero que fue más fuerte que él", confiesa. Para lograr su meta, Blackie recurre a técnicas diversas. Puede gritar hasta que el director de cámara, finalmente, realice determinado corte, acariciar la cabeza de un camarógrafo, piropear a diestra y siniestra. Mi amor, ricura, pichona, muñeco, negro, che, monstruo son expresiones falsamente afectuosas. ¿Por qué si no, a pesar de estas mieles, la mayoría de la gente que
trabaja a su lado opina que su corazón es más bien frío? Mucho más que el insulto y el grito, esas exteriorizaciones constituyen un síntoma de cierto manipuleo del prójimo. Aunque no es una característica exclusiva de Blackie, ella ha logrado llevarla a un grado sumo. Todo equipo de trabajo genera tensiones y, sobre todo, cuando los papeles de sus integrantes no están claramente delimitados. La dependencia recíproca se disfraza, entonces, de amor. En lugar de indicar las tareas y esperar confiadamente los resultados, es necesario seducir. "Te quiero" suele significar a menudo "si no haces lo que te digo, te mato", y "muñeco" disimula la conciencia de que "te estoy usando para algo fútil". Si la relación entre una vedette y su traspunte no es perfecta, el uno puede hacer fracasar sutilmente a la otra, sin que nadie tenga argumentos concretos para culparlo. En el caso de Blackie, la situación es más grave. La hechura de su producto depende de que, en pocas horas, le sean fieles desde el director de cámara, los operadores, los cantantes, los electricistas, hasta los camarógrafos, los maquilladores y los traspuntes. Entre otros.
"Cuando ensayábamos —contó a Panorama Claudia Lapacó a quien, en El mundo de la revista porteña, le tocó interpretar a Mistinguette—, Blackie me dijo: «Vos me hacés crear cosas». Lo más probable es que no sea cierto pero no importa, es un método para que yo trabaje bien. Ella sabe lo que quiere y sólo le interesa cumplirlo, más allá de la gente que la secunda". Pero cuando el perfil demoníaco asoma a la pantalla, comienza el peligro. En 'Yo me quiero casar ¿y usted?', perdió su varita mágica; en 'Derecho a réplica', mostró al público casi los mismos recursos que usa de entrecasa. "Cuando me llamaron para hacer Yo me quiero casar —explicó—, me fascinó la idea de juntar a la gente. Me apasiona analizar, observar a la gente; preguntarle por qué está sola. Cuando se convirtió en otra cosa, me fui. Además, yo pasaba por un momento muy difícil. Recién había salido de mi problema de úlcera y estaba muy palmada. Las cosas me sobrepasaron pero, cuando me di cuenta, dije un-mo-men-ti-to, esto no es lo que yo quería hacer. Hablé con Roberto [Galán] y lo entendió perfectamente. No tengo ninguna vergüenza de mi participación allí. Derecho a réplica es un programa que amo profundamente, es un sello, como Volver a vivir. Me gustó la idea de reunir a un grupo de periodistas idóneos. Yo casi no hablaba pero, para poder conducir, estudiaba minuciosamente el tema. Para dar o quitar soga, tenía que prever hasta dónde podían ir Frigerio o Frondizi. Además, era necesario tener autoridad como para que, cuando la cosa se ponía caliente, poner una mano sobre el hombro, decir : 'Un momentito, por favor'. Y mi sola presencia calmaba el clima".

EL PRIMER CLAVEL. No fueron, sin embargo, dos o tres programas los que grabaron el nombre de Blackie en la historia de la televisión. Fue, sobre todo, un estilo. Si bien es cierto que el trasfondo de ciclos como Volver a vivir es casi sensiblero, su comparación con la mayoría de los programas modifica el calificativo y lo convierte en "sensibilizador". La base del estilo de Blackie es mistificadora pero, en un medio donde se engaña al público siempre y con torpeza, una mistificación elegante se convierte en virtud. Blackie supo intercalar, por ejemplo, en un espectáculo estrictamente musical, comentarios y entrevistas periodísticos. Con la sola compañía de un banquito, una lapicera o un cigarrillo, es capaz de crear climas perfectos. Ya existen unos cuantos periodistas en condiciones de dialogar frente a las cámaras o ante un micrófono en forma natural o de usar su voz a punto de coloquio. Pero todavía no se comprobó la habilidad de nadie para remontar al espectador hasta el aeropuerto de Londres, en el momento en que Judy Garland impresiona a Blackie con sus 40 kilos de más; o al minuto en que Frank Sinatra bajaba una escalera "como un leopardo" y se ingeniaba para saludarla en forma imperceptible para el resto de los mortales. Es lástima que cada vez recurra menos a esas artes.
"Después que murieron mi padre y Carlitos —Blackie relata su amor a primera vista por la televisión—, seguí cantando, pero con menos ganas. Me llamaron del Canal 7 para cantar en el programa Tropicana, el primer musical de la TV. Era en 1953 (Nota M.R.: textual en la crónica). Canté durante cinco semanas y, a la quinta, dije que quería estar detrás de las cámaras. Me había fascinado el mundo de la televisión, con sus luces, sus cables, sus botones, su complejidad. Y en seguida empecé a trabajar como productora. Yo hice el primer reportaje, la primera charla; gracias a mí, apareció el primer living, el primer clavel. Después, fui directora de Canal 7. Y esta imagen explica muchas cosas: cuando empecé a ir al Canal, la esquina estaba llena de bicicletas de todos los muchachos que trabajaban allí. Un año después estaba llena de autos. Aprendieron todo solos los chicos; son unos autodidactos sensacionales los muchachos de la televisión".

MARATON 11. Un productor tiene que saber bastante de todo. Un productor teatral tiene que saber mucho de teatro y no solamente elegir nombres. Un productor musical tiene que saber mucha música. Las cámaras deben ir siempre al compás de la música. (Blackie). A las 7 y media de la mañana del lunes 13 de agosto, Blackie llegó al Canal 13. Vivió ese día soleado y casi primaveral a la luz de los reflectores. Porque tan sólo a las 11 de la noche salió a la calle y tomó el primer café. Se había propuesto grabar en un tiempo record —11 horas— la totalidad del programa El mundo de la revista porteña. Lo hizo en 10 horas y media. Se trasmitiría entre las 10 y las 12 de la noche del 27 de agosto y sus resultados están
juzgados según el criterio de Panorama en nota aparte (página 45).
Vestida íntegramente de marrón, con un tapado de piel sobre los hombros y una larga bolsa que abandonó escasas veces durante el día, Blackie estuvo, realmente, en todo. En doce horas de trabajo, se sentó durante exactos tres minutos —no, yo no me siento nunca cuando trabajo. Lo aprendí en el teatro, donde uno no se podía sentar porque se arrugaba el traje— y comió, a las 3 de la tarde, un sandwich acompañado con una gaseosa. Desplegó sus gestos característicos. Sus manos de largos dedos encendieron cigarrillos ininterrumpidamente, ambularon por su cabeza, sus pómulos y en ningún momento abandonaron el libreto. Su dedo índice marcó repetidas veces errores en el maquillaje o en el vestuario. Su mano izquierda alisó suavemente la peluca de Mistinguette, acomodó las pulseras de la negra Bozán, se extendió con dureza hacia las bailarinas de Pedro Sombra: Esas minas parecen viejas de 90 años: apenas se mueven.
Cuando Claudia Lapacó se aprestaba a interpretar a Mistinguette, algún comedido quiso completar la escenografía —una solitaria silla— con un macetón desbordante de helechos. Blackie la vio y gritó: ¿Quién puso eso ahí? Mejor que no lo agarre. Poco a poco, fueron integrándose las distintas tareas propias de un productor. Mientras cuidaba de que Claudia exhibiera su pierna izquierda —Acordate de la gamba, eh, siempre la gamba al aire—, se oía la voz de un camarógrafo, que se comunicaba mediante su auricular con el director: "Dice Blackie que no vayas de corte a corte sino encadenado". Después de vigilar el ensayo por el monitor, se dirigió, por turno, a la actriz y al iluminador: Claudia, si bien la mirada tiene que ser fuerte, tratá de que no te endurezca la expresión; Tano, todo está muy quemado, muy marcado; tiene que ser más suave.
Cuando Margarita Padín repetía los gestos de Tita Merello —en el tango Se dice de mí—, Blackie indicó: "No tan caricatura, más imitación". A lo largo de la jornada, envió órdenes al director de cámara, precedidas a veces por un "mi amor" y seguidas a menudo por un "No seas burro" o "¿Qué tenés en la oreja, un calefón o una vieja tejiendo?". Cuando María Esther Gamas bailaba un ritmo brasileño, Blackie aconsejó a gritos a Jorge Palas: Hacele plano general, para eso tenés el solapero. Si no, están María Esther, los chicos del ballet y el decorado, todo empastado.
El carácter pintoresco de sus órdenes es tan fuerte que llega a borrar la amplia gama que abarcan y, a la vez, las pruebas de su eficacia. A las bailarinas: Vamos, nenas, caras de locas, por favor. Al maquillador: Este chico tiene mucho pelo para la época. Parece el león de la Metro. Al iluminador: Tano, se trasparentan los faros de atrás. A Juan Carlos Dual (que intentó, sin ningún éxito, parecerse a Juan Carlos Thorry): Sonreí aunque te estés muriendo. A Marikena Monti (que logró imitar a Sofía Bozán): En el momento que vas a decir cuando manyés que a tu lado, pará, esperá el compás correspondiente y empezá después. Si no, no hay cámara que te agarre, querida. Al maquillador: La boca de Norma es muy moderna. Una boca en forma de corazón, por favor. La lista es infinita.
Un vértigo seguramente dictado por los costos de producción —"La televisión es como una industria", suele recordar— signó el trabajo de ese lunes. Era evidente, sin embargo, que Blackie sentía un goce especial en cumplir los plazos. Quería hacer las cosas bien pero siempre que no demandaran demasiado tiempo. No fue la perfección, por cierto, su objetivo primordial. Existen dos datos que quizá ayuden a comprender, por un lado, que los ensayos y la grabación de este programa debieron extenderse durante más tiempo y, por otro, la dificultad de semejante ambición. Primer dato: entre otros, El mundo de la revista porteña tuvo este horrible error de distracción: no fue Eleonora Duse sino Isadora Duncan la que murió ahorcada por su propio chal. Segundo: cuando Blackie hizo alguna de sus indicaciones, un sesentón sin tarea definible a primera vista salió farfullando airadamente del estudio: "¡Estas exquisiteces!".
PANORAMA, SEPTIEMBRE 6, 1973


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