Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Experimentos
El siglo II revive en una comunidad
Al principio nos parecían gente rara, masones o vaya a saber qué. Pero ahora creemos que son un pan de Dios. La viejita que lo dijo masticaba una corteza de árbol en medio de la lluvia, mientras a lo lejos, bajo la recova blanca de una escuela casi rural, medio centenar de aldeanos venidos desde Trujui, Moreno y San Miguel —al oeste de Buenos Aires—, se cobijaban a la espera de que sus hijos se les uniesen.
La escuela está a un costado de otras cinco construcciones también encaladas y rugosas, y la resplandeciente masa blanquecina se divisa apenas desde la ruta 8, a 45 kilómetros de la capital argentina, donde el asfalto se metamorfosea primero en un desvío de macadam, y luego, en tres cuadras de camino irregular y terroso; nadie diría que esa mole como de azúcar campesina pertenece a alguien, porque una tranquera rústica es la única señal de dominio que se advierte, y la tranquera no se cierra nunca.
Al fondo, las paredes portantes de ladrillo, la losa de hormigón, y sobre todo, el blanco, una pátina de resplandor sobre todas partes, son el indicio de que ese pequeño pueblo ha sido creado por la imaginación de quien es, según muchos, el más talentoso arquitecto argentino: Claudio Caveri, de 36 años. En 1959, Caveri impuso esa impronta al más controvertido de sus proyectos, la iglesia de Nuestra Señora de Fátima, en Martínez. El estilo es parecido en las ralas construcciones de Moreno, si se exceptúa la capilla, cuyo tejado simula dos manos en actitud de plegaria. Pero esta vez, el estallido de creación está aplicado a la vida misma de Caveri, a su voluntad de intentar (al lado de su mujer y de sus hijos y de otras cinco familias) una experiencia comunitaria. Estragados por la ciudad, por sus histerias, por la hipocresía del confort, todos ellos han resuelto volver a un concepto más simple de la vida, al 'hombro con hombro' que alentaba en las familias cristianas de los primeros tiempos, aquellas que asoman en los Hechos de los Apóstoles.
La pequeña aldea blancuzca se extiende en una superficie de cuatro hectáreas, y sus pobladores, 25 miembros de 6 familias, más un soltero, 6 vacas, un jeep y un tractor vetusto, han debido al menos resignarse a cobrar estado jurídico. Son una comunidad, aunque respondan al nombre de Cooperativa Tierra, y por ahora están irradiándose a los costados, pero lo más en silencio que pueden. "No creemos que haya llegado el momento del diálogo", dice Caveri.
La escuela es el único nudo que parece enlazar a la comunidad con el mundo; tiene cuatro cursos (se fundó en 1960) y se atiene básicamente a las materias exigidas por el Consejo Nacional de Educación (Lenguaje, Matemáticas y Desenvolvimiento). Inés Margolis, de 19 años, una de las maestras contratadas —y ajena a la comunidad, como las otras—, subraya que "los chicos están felices porque les damos una educación integral. Por supuesto, ellos no entienden qué es eso, pero lo adivinan cuando descubren que en su escuela se hacen cosas que las demás omiten". Esas secretas cosas son tres materias al margen: música, huerta y costura, y están a cargo de Silvia Blanco de Brun (29 años); de su marido, Benito Brun (33 años) y de la mujer de Caveri, Delia Puigari (34 años). La heterodoxia didáctica ha incrementado el caudal de alumnos: la comunidad alberga ahora a 90, mientras en la vecina escuela de San Miguel, con un curso lectivo completo, no hay más de 130.

Primero, los conejos
Al principio fueron los conejos de angora. "Por aquellos días, en 1959, cuando quisimos estar juntos —cuenta Caveri—, pensamos que la vida en común podía sustentarse en algún tipo de monocultivo; entonces estaba de moda la cría de los conejos de angora. Por ahí empezamos."
La experiencia fue un fracaso, pero qué importa, los obligó a aprender, les acortó el camino hasta "el auto-abastecimiento parcial que ahora practicamos". La Cooperativa Tierra, despaciosamente, ensanchó sus pulmones: en las blancas casas ya está en marcha un taller de carpintería, donde trabaja el único empleado de la comunidad, Miguelito, un muchacho lisiado que "nos ayuda con la mimbrería". Cerca de allí, en la casa habitada por Enrique Freire (32 años), funciona un telar de mano en el que se tejen mantas y tapices de acuerdo al más exigente estilo Lurcat. Los diseños son exclusivos y la comunidad los vende, por encargo, a los amigos que habitualmente asoman en Moreno.
Brun, que es ingeniero agrónomo, vigila y ejecuta las faenas campestres: las 6 vacas de la cooperativa son ordeñadas y pasturadas por este hombre enérgico y rubicundo que —si se cree a uno de sus compañeros— "sería un profesional brillante en cualquier parte del mundo". También en sus manos está la fabricación de un queso cuya cremosa consistencia recuerda los que se hacen en Tafí, en plena montaña tucumana.
Abastecerse a sí mismos de pan, leche y hortalizas: ése es sólo el principio. Y también, ¿por qué no?, vender lo que les sobra, sin ganancia, "apenas contentándose —como narra Caveri— con calcular los costos de materia prima, los esfuerzos de la mano de obra y el desgaste de las herramientas". Pero nadie piensa en expandirse, en ejercitar el proselitismo. A lo sumo, "cuando llegue el momento, una publicación periódica sería, quizá, el medio adecuado para difundir nuestras ideas" (Caveri dixit).
Cualquiera advierte, a esta altura, que la idea comunitaria se une, "en la mayoría de nosotros, a un ideal cristiano de vida". Pero de todos modos, Brun y los demás, en cuclillas y fumando dentro de un vestíbulo también encalado, se ocupan de subrayarlo. Por si acaso, ahí está también la capilla para recordarlo: adentro, frente al Sagrario, es la curiosa iluminación lo que más golpetea sobre el asombro de quien la visite; a través de diminutas ventanas en forma de claraboyas, tapadas con vidrios que antes eran botellas de gin, de vermouth o de lavandina, la luz se filtra raramente y empapa los iconos bizantinos y las toscas cruces de madera que flanquean el altar.

Dios y un recién nacido
Casi todos son cristianos, pero la uniformidad religiosa no es un requisito inevitable: la tranquera está también abierta para los judíos o los musulmanes. Por de pronto, el predominio fue quebrado por quien es también el único soltero del grupo, Jorge Guitler (de 27 años), un estudiante de arquitectura que profesa el ateísmo.
—Vivir en comunidad es la única solución ahora —afirma con su voz cortante, impregnada de agresividad—; es lo que demuestra el Arca de Lanza del Vasto, los kibutzim israelíes y algunos lejanos modelos del koljos soviético.
Quiere, que se incorporó al grupo por simple convicción humana, supone que toda experiencia comunitaria debe darse de abajo para arriba.
—Descreemos del sistema castrista, por ejemplo —asiente Caveri—. Ese tipo de revoluciones crea, a la larga, nuevas jerarquías, nuevas burocracias, nuevas formas de incomunicación.
Antes de que la ciudad llegue a cercarlos, ellos han tomado ya sus precauciones, han previsto un confín para su expansión. "Si excediésemos las 14 familias —dicen—, incurriríamos en un peligro de masificación. Justamente el peligro del que estamos huyendo."
Pocas horas antes de que PRIMERA PLANA irrumpiese en Moreno, Daniel Pilón (de 23 años, canadiense) era sacudido por el nacimiento de su primer hijo. Él y su mujer fueron, también, los últimos en llegar: hace 4 meses desembarcaron en la Argentina, un poco a la ventura, "porque en Montreal me habían hablado de la comunidad y esos informes me incitaron".
No sólo había sido acuciado por la descripción de la casi mágica aldea encalada o por las noticias de que hay un tesorero rotativo, mes a mes, que asigna del fondo común 4.000 pesos a cada adulto y dos mil a cada niño para gastos de ropa y de alimentación; no, a este aniñado profesor de biología que ahora comparte con Caveri el taller de carpintería lo tentaba, ante todo, saber de qué manera se vive colectivamente una aventura espiritual.
"Apenas conozco a Buenos Aires —dice en su francés mechado de palabras gauchescas—, pero ahorita tendría que llegarme a retirar una encomienda que vino desde Canadá para el gurí. Aunque para mí, todas las ciudades son iguales." Entre las paredes rugosas y cálidas de la comunidad han ido desvaneciéndose las nostalgias que depositó en él su cátedra de Montreal; pero aun así, los problemas biológicos "siguen apasionándome".
Ir hacia Buenos Aires no les da ni frío ni calor: toman el jeep y recorren libremente los 45 kilómetros cuando lo creen necesario. Pero hace unos días, el jeep enmudeció porque "el bebé de Pilón podía nacer en cualquier momento y esa urgencia estaba por encima de cualquier otra". Más allá de los nacimientos, el jeep va turnándose de familia en familia sin engendrar disputas.
Respetuosamente, la comunidad suele preferir que Caveri sea quien hable por boca de todos. Su mujer afronta, entre tanto, la alimentación de seis chiquillos que prorrumpen en chillidos ininteligibles junto a una mesa rústica, cubierta por un mantel cuadriculado.
El vestíbulo de los Caveri es amplio, pero su disposición circular, con asientos rodeando las paredes, excavados en ellas, dejan en los huéspedes una cálida sensación de cercanía.
—La vida en comunidad ha modificado mi visión arquitectónica —-confiesa Caveri, mientras la mujer de Brun reparte whisky y disipa toda duda sobre el puritanismo alcohólico del grupo—. Antes, construía ambientes muy alejados los unos de los otros; ahora, creo que es imprescindible buscar la máxima proximidad posible entre el vestíbulo y el dormitorio.
Vestíbulo y comedor son, en su casa, una sola habitación deslindada por tres escalones; la sensación es, al mismo tiempo, la de un imponente antro vikingo y la de dos vastos cuartos coloniales. Caben holgadamente diez personas, sin apretujarse.
—Todas las noches celebramos aquí nuestra asamblea —explica Caveri, agregando al whisky pan casero y fragmentos del queso que prepara Brun.
Después, es posible averiguar que las asambleas, empapadas de un tono confesional, sirven para que la comunidad arregle sus tensiones. "Si uno discute con otro, todo queda en paz por la noche", refiere Caveri.
Las asambleas se consuman en una casa cualquiera de la comunidad; la de Caveri, sin embargo, parece ser la preferida: "Aquí nos sentimos más cómodos y hasta podemos traer a los chicos, sobra lugar", informa la señora Brun, como quien pone fin, con ese dato, a una cuestión doméstica.
"Si Freire llegara a pelearse con su mujer —conjetura Brun—, en cualquiera de los dos podría producirse una postración que afectara la marcha de la comunidad. Si el telar de Freire deja de producir, la comunidad se siente afectada y debe tomar ingerencia." El tema deriva a una variante escabrosa. "Podría ocurrir, desde luego, que Caveri se enamorara de la mujer de Brun", insinúa maliciosamente uno de los presentes. "Los principios católicos de mi marido lo impedirían", se apresura a gritar, desde el comedor, la mujer de Caveri.
Otro tema habitual en las reuniones son las asignaciones extraordinarias. "Todos podemos reclamar más dinero por imprevistas —aclara Brun, previniendo la pregunta—. Caveri compra libros de arquitectura, bastante caros; yo leo textos de agronomía. Además, se necesitan médicos, remedios."
La necesidad de un psicoanalista no se ha presentado, pero no niegan que pueda darse. "La vida que aquí llevamos tiende a eliminar la neurosis. —tercia Caveri, encendiendo su quinto cigarrillo—. Sin embargó, tomaríamos muy en serio un pedido de asignación para un analista." De todos modos, deslindando entre psicoanalistas y charlatanes, la comunidad decidiría el índice de seriedad del profesional al que se recurra. "Yo propondría a Bleger", afirma Guitler, con convicción.
Al margen de sus obligaciones comunitarias, las familias gozan de irrestringida libertad. El jeep viaja a la Capital varias veces por semana, satisfaciendo las necesidades cinematográficas de Caveri y de Guitler y las musicales de la familia Brun. Caveri se declara entusiasta de Bergman, aunque no alcanzó a ver El silencio. Guitler es más ortodoxo: "Veo toda clase de películas, buenas y malas. Pero nunca me pierdo 'Carlitos bombero' cuando la dan en el Mundial."
El contacto directo con la música es un problema más delicado. "No tenemos tiempo para ir a todos los conciertos, pero la radio ayuda", dice Silvia Brun, con su voz cantarina. La comunidad adquirió hace tiempo una flauta dulce y un acordeón, con los que culminan muchas sobremesas. "A veces cantamos en coro con los chicos de la escuela; a veces (aquí la mujer de Brun se sonroja) organizamos bailes."
La televisión está eliminada de raíz en la Cooperativa Tierra. Caveri la considera "perniciosa, aunque todos los programas fuesen óptimos. Obliga al televidente a no hacer otra cosa; si pudiéramos obtener un control de horas fijas, la toleraríamos, pero por ahora no es factible". La política se infiltra en la cooperativa por los diarios y; la radio. "De ningún modo vivimos a espaldas del país —recalca Caveri, como quien ahuyenta un infundio—. En abril del 63 vivíamos pegados a los transistores siguiendo la marcha de les tanquecitos."
En vísperas del 7 de julio, la comunidad estudió a fondo las plataformas políticas. "Queríamos lograr un acuerdo para votar en bloque —aclara Caveri—, aunque si alguien hubiese disentido no habría pasado nada." El acuerdo se logró en apariencia, pero la cooperativa ejercita el mutismo acerca del candidato. PRIMERA PLANA preguntó si era Sueldo, pero Brun eludió responder y sirvió otro whisky: "El voto es secreto... —dijo tristemente—. De todos modos, perdimos las elecciones."

Amigos y familiares
Los fines de semana, las cuatro hectáreas de Moreno se pueblan de voces extrañas. "Últimamente, las visitas vienen arreciando —relata Caveri, con entusiasmo contenido—, pero yo no tengo problemas." Fiel a su concepto de que "las cosas se van dando", la geografía de su casa tolera ampliaciones sucesivas, "para los chicos que vayan naciendo y los amigos que nos visiten". Si alguna familia quiere integrar la comunidad, comienza por venir asiduamente los fines de semana; ninguno de la cooperativa los exhorta, sin embargo, a quedarse. "Ellos tienen que pedirlo; entonces los ponemos a prueba por tres o cuatro meses." El examen culmina en una asamblea de la que participan los postulantes. "Si hay unanimidad en que su comportamiento es comunitario, los aceptamos."
Caveri confiesa que hubo errores: "Algunos se quedaron durante un par de meses y luego volvieron a sus casas." Si hubo fricciones graves con esos heresiarcas, Caveri las oculta. "Simplemente comprobaron que no podían renunciar a ciertas cosas."
Cooperativa Tierra no tiene similares en la Argentina. Pero las voces extrañas de los fines de semana pertenecen, a veces, a los integrantes de una comunidad uruguaya, llamada Sur. "Viven como nosotros, en pleno centro de Montevideo, pero no son católicos sino anarquistas." La diversa ideología no perturba el entendimiento. "Cuando Brun o Freire van al Uruguay, también los visitan. Si no arreglamos el mundo, por lo menos solucionamos nuestros problemas de turismo", acota la señora de Brun. Y Caveri agrega, bruscamente serio: "Intercambiamos información periódica sobre la marcha de nuestras comunidades."
Otras visitas ahora puntuales ("los viernes por la noche nunca fallan") son los padres de los cooperativistas. "Al principio eran más desconfiados que los vecinos de Moreno, pero ahora encuentran el lugar precioso y lo usan para el week-end."
Ningún padre se decidió, sin embargo, a seguir el ejemplo filial. "La pirámide de edades no se da en esta cooperativa —comentó un sociólogo ajeno a la experiencia de Moreno—. Con ese status, llegará el día en que todos los adultos tendrán 50 años y todos los muchachos entre 15 y 22." La disyuntiva no preocupa a Caveri. "Creemos que en 1984 habrá muchas comunidades como la nuestra —afirma, desechando las fatídicas resonancias de una fecha popularizada por Orwell—. Nuestro ideal son pequeñas células de catorce o quince familias; para abastecernos, recurriríamos al viejo sistema indígena del trueque." Pero Caveri se resiste a recurrir a la propaganda para materializar su sueño. "Nuestro ejemplo cundirá por su propio peso, sin panfletos ni apostolados."
Al unísono, los cooperativistas de Moreno se profesan conformes con el sistema de vida que se han impuesto. Coinciden, también, en que el ideal comunitario siempre se alía a un ideal de belleza. "Las sociedades cristianas primitivas vivían en catacumbas; sus modos de vida y su habitat se compenetraban a la perfección." La gente de Moreno piensa que la arquitectura de Caveri se concilia perfectamente con la voluntad de vivir en común "en un ambiente argentino, en circunstancias argentinas". Pero el especialista Guitler disiente con Caveri en cuestiones de poca monta ("no pondría el baño junto a la puerta", explica socarronamente).
"Comencé a realizarme desde que vivo aquí —dice la mujer de Brun—; me había perdido a mí misma en el ajetreo de la ciudad."
Delia Caveri ha terminado ya con la alimentación de sus seis chicos y se une al grupo. El próximo nacerá en julio, y los usuarios del jeep volverán a quedarse sin cine por unos días. "He encontrado esta verdad en los Santos Evangelios —proclama—; estoy dispuesta a seguirla hasta sus últimas consecuencias."
Los Freire, a su vez, asumen resignadamente un prematuro martirologio: "Si un gobierno hostil nos persiguiese, moriríamos contentos por nuestras ideas." "Como el sargento Cabral", sonríe Caveri, mirándolos de soslayo. Luego agrega, reflexivamente: "Concuerdo en que el tipo de experiencia que estamos intentando exige una educación previa. Sería absurdo intentar esto en el Congo o en el Yemen. Pero el éxito irá llegando, sin forzarlo."
Admite, con todo, que si alguien le demostrara la inoperancia social de su experimento, lo abandonaría: "Renunciaría a mi felicidad personal, porque estoy abierto a todas las evidencias, aun cuando destruyan mis propias convicciones." Los días corren plácidos y despaciosos en el retirado oasis de Moreno, sin el temblor que asolaba a los cristianos del siglo II, sumergidos en sus catacumbas. Porque mientras éstos enfrentaban al mundo, no se sabe hasta qué punto la comunidad argentina está huyendo de él.
PRIMERA PLANA
19 de mayo de 1964

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