Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Vida moderna
El circo: Un cuento de hadas que agoniza
En un cuento de Cliford D. Simak se planteaba el caso de un avejentado Pueblito inglés sacudido, de pronto, por extraños visitantes: una plataforma transparente recorría de punta a punta la calle mayor, lentamente, sin tocar el suelo, cargada de turistas y letreros publicitarios. Nada era demasiado inaceptable, salvo el hecho de que los turistas eran también transparentes y, al parecer, inmateriales; y que, según los letreros, provenían del futuro y habían llegado a visitar este pasado —a razón de cinco chelines por cabeza— en una máquina del tiempo.

Los ojos ajenos
En la semana anterior, un redactor de PRIMERA PLANA pudo comprobar que no es necesario viajar a Inglaterra para estudiar cómo los ojos del futuro desmenuzan nuestro tiempo.
Con un grupo de testigos, cronista y fotógrafo se trasladaron a un mundo que ya era viejo cuando los adultos de hoy eran niños. Una descripción rápida de ese mundo incluye los siguientes elementos: olor a lonas húmedas, aliento de leones, enanitos vestidos de rojo, equilibristas rubias con moretones en las rodillas, hombres transpirados y cachetadas estridentes, luces azules, verdes, amarillas, perros cantores y ratas amaestradas, látigos negros cortando a tajos un aire helado porque —en Buenos Aires— está prohibido encender calefactores bajo las carpas de los circos.
Este invierno, todas las semanas, por lo menos a dos lugares de Buenos Aires (el Circo Sudamericano, en Rivadavia al 4300, y a veinte cuadras de allí, el Ringlin Brothers Circus) varias docenas de chicos llegan colgados de las manos de padres, tíos, abuelitos esperanzados. Salvo sábados y domingos, rara vez se ocupa ni la mitad de las sillas desparramadas bajo las lonas. Esta situación parece poco explicable en una ciudad donde la mayoría de los padres se quejan porque "no hay donde llevar a los chicos".
Una primera explicación, sin embargo, la da el boletero: "Estos chicos vienen porque los traen, pero se dejan los ojos frente al televisor. Míreles las caras. ¿Se fijó que ahora ya ni al zoológico van los chicos?"

Ni miedo ni crueldad
La experiencia de enfrentar en 1964 a un grupo de doce chicos de entre 3 y 12 años con el espectáculo del circo, tal como hizo un redactor de esta revista la semana pasada, puede obligar a revisar muchos conceptos. Entre estos chicos y sus padres hay doscientos años de diferencia; estas criaturas tienen las cabecitas llenas de gangsters de Chicago, muñecos malditos, robots y astronautas, documentales sobre cirugía, satélites espías y emboscadas en el Vietnam. Las observaciones hechas durante el espectáculo fueron luego confrontadas con los amos de aquel mundo de arpillera; lo que sigue es un informe sintético, sólo para padres, sobre los niños y el circo en 1964:
• Por lo menos la mitad de las risas que antes se obtenían en el circo no eran conseguidas por métodos demasiado limpios. El factor miedo era fundamental y, cuando la situación de peligro se solucionaba con felicidad, la risa era sólo una válvula de escape. Todo entraba en juego para lograr ese efecto: el crescendo de los tambores, las luces, los crujidos de las poleas cuando la red era retirada y la muchachita latía arriba, colgada con las uñas de un hilo de araña. Pero ahora es muy difícil asustar a los chicos. A los chicos les pasa, con el circo, lo mismo que a muchos hombres grandes, acostumbrados al cine, les pasa con el teatro: sin el recurso del primer plano, sin los cortes repentinos de un ángulo a otro, sin la música que no se escucha pero se oye, la presencia física de los artistas se vuelve demasiado irreal. Se advierte a cada rato que la cachetada no pega en la cara del payaso. Durante el espectáculo, un volatinero empezó de pronto una parábola que —era evidente— no había sido prevista; sólo a último momento pudo prenderse con los dientes del borde de un columpio. Uno de los chicos (8 años) hizo un comentario impresionante: "Esto —masticaba una especie de turrón, estaba todo embadurnado— también lo hace Superman. Pero mejor." El fenómeno es admitido por los entendidos. Adán Ponce (39 años, un hijo, malabarista del Sudamericano) dijo que, inclusive, se advierte alguna diferencia de reacción entre los chicos de Buenos Aires y los del interior: en el interior, por ejemplo, parece que las fieras —aun estas viejas y cansadas fieras de circo— producen mucho mayor impacto.
• También parece que ahora, ante la crueldad gratuita, los chicos preguntan por qué. Tal vez esto suceda por culpa de los modernos métodos de enseñanza (ver PRIMERA PLANA, Nº 84): cuando el domador hacía estallar el látigo ante las narices de los leones (y ellos ni siquiera rugían, ciertamente) una chiquita de 3 años preguntó: "¿Por qué les pega, pobrecitos?"
• El enanito Nicolás Cordasco (51 años, un hijo, 1,15 de estatura) tiene su propia teoría: cree que los chicos son ahora "más analíticos —dice textualmente— y más tristes". O, según palabras de uno de los compañeros de Cordasco: "Antes los chicos se reían con nosotros. Ahora se ríen de nosotros: están siempre esperando que nos equivoquemos."
• En un punto coinciden todos los hombres y mujeres del circo: los números con atletas, las pirámides humanas, los músculos aceitados, están en decadencia. Es increíble, pero los chicos se distraen, miran al chocolatinero, patean las patas de las sillas y levantan tierra. La explicación de uno de los acomodadores tal vez sea válida: "¿Usted vio alguna vez 'El Gran Circo', por Canal 11? ¿Cómo competir con eso?"

A cachetadas
En cambio, no ha muerto el tiempo de los payasos.
"El recurso de las caídas y las cachetadas sigue provocando el mismo entusiasmo. El juego del héroe y del villano tiene la misma vigencia. No importa —dijo Argentino Gani, 53 años, cordobés, casado, tal vez el más experto payaso argentino—; no importa que los payasos nos vayamos al diablo, como el circo en general; la idea sigue en pie. De correrías entre héroes y villanos están llenas todas las series de TV y el 90 por ciento de las películas. Y es la misma idea que ya hizo grande a Chaplin."
Entre los chicos, cuando fueron interrogados sobre los payasos, hubo discrepancias, pero el hecho concreto es que el tema los arrastró a una discusión apasionada.
Una chica de 11 años resumió así sus impresiones: "No sé, creo que se me pasó la época de los payasos." "Los payasos —acotó casi filosóficamente un chico de 10 años— son sólo para ver."
Esas dos observaciones trazan las coordenadas de una situación que los mismos payasos admiten: el epicentro de su atracción, de su impacto, se ha desplazado ahora hacia los niños más pequeños; como es lógico, entre esta nueva clientela los chistes "hablados" casi no tienen efecto. Se imponen en cambio los gags visuales, las corridas, los tropezones, los desencuentros alrededor de una puerta, los pantalones embolsados que se caen en el momento crucial y dejan abajo otros pantalones y otros y otros; con lo cual se demuestra qué, ahora, los niños pequeños coinciden en sus gustos con, por ejemplo, los más afamados críticos de cine.
Los zapatones sin suelas y la raída galera parecen todavía cargados de un potencial de gracia que hace revolcarse a los chicos y que pone muy melancólicos a los tíos. Pero los chistes verbales aburren a chicos y a grandes. Informado un payaso de la reflexión de un pequeño espectador ("¡Los payasos dicen tantas bobadas!"), movió la cabeza con aire de culpa. "Hace veinte años que digo más o menos lo mismo", admitió.

Los que se aguantan
Al día siguiente de la experiencia, uno de los chicos interrogados —Guillermo Arturo Pedemonte, 9 años, 3er. grado del Colegio San Francisco de Sales— hizo llegar a PRIMERA PLANA, por escrito, su impresión global sobre el espectáculo en el Sudamericano:
"Por primera vez fui a un circo y me pareció, en general, bastante bueno. Más que nada me gustaron los elefantes, tan dóciles, y después los payasos, y después el equilibrista, por sus volteretas trágicas. No me gustaron los monos, aunque eran buenos actores. ¡Ah!, y los perritos escolares. A uno de ellos lo sonaron y le pusieron orejas de burro. Casi lloro por eso. A mí me pasó una cosa parecida. El perrito, en penitencia, se puso a llorar. En cambio yo me la aguanté."
A las objeciones que formulan los chicos, los administradores de los circos oponen otro tipo de reparos: su decadencia dependería mucho más de la difícil situación económica en que se debaten que de factores psicológicos o artísticos.
"Si el teatro y el cine capean mejor sus problemas se debe, exclusivamente, a que están mejor respaldados", dice Ramón Tejedor (21 años, casado, administrador del Sudamericano). Según él, la cualidad trashumante de un circo lo transforma en un negocio incierto, temblequeante, siempre al borde do la quiebra, que soporta, en Buenos Aires, el rigor de disposiciones municipales que precipitan su derrumbe total: los circos deben instalarse fuera del radio céntrico, y la concesión de terrenos está sujeta a restricciones casi inabordables, desde voraces impuestos hasta ordenanzas que impiden, como se dijo, la instalación de calefactores. Los 45.000 pesos diarios de gastos de mantenimiento que afronta un circo como el Ringlin, logran enjugarse sólo merced a tremendas restricciones.

Si los chicos supieran...
En el interior, donde el circo goza todavía de prestigio, el problema ofrece otra contrapartida: "En un par de semanas hay que levantar la carpa e irse porque ya toda la gente vio el espectáculo", explica el boletero del Ringlin. Su vocacional gitanería no tiene, dice, "más compensación que la espiritual: cuando cierro la boletería, me calzo la malla y vuelo en el trapecio. Mi padre y mi abuelo lo hicieron antes que yo".
No obstante, la declinación del circo es algo que pasa, tal vez, sólo en la Argentina. Brasil, Estados Unidos y Alemania subvencionan a los suyos, y d gobierno de Chile patrocina las giras que realizan, al mismo tiempo, ocho carpas estables a lo largo del país. En España, los ferrocarriles hacen descuentos del 43 por ciento en sus pasajes para permitir el mejor desplazamiento de sus cinco troupes.
"Aquí —concluye Gani, el viejo payaso— estamos librados a la buena de Dios. Si los chicos supieran todo esto, nos pondríamos a llorar juntos."
Revista Primera Plana
14.07.1964

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