"Sí te llego a pescar
tocando el bandoneón te lo rompo en la cabeza
En el centro se
preparaban para festejar el Centenario. Buenos
Aires iba de sorpresa en sorpresa, se había
inaugurado el teatro Colón, en Comodoro Rivadavia
habían descubierto petróleo y Eduardo Newbery se
había elevado en el globo Pampero, para
convertirse en un misterio. En los suburbios, allá
en los alrededores del Abasto, y en los comités de
Balvanera se escuchaba la música prohibida. Un
muchacho de 18 años cantaba en casi todos los
cafés. Lo llamaban Carlitos. Y un pibe de pantalón
corto, Manuel Pizarro, trataba de acompañarlo con
su fuelle. "Era difícil acompañarlo. cantaba a su
manera... como a él le pareciera..."
El pecado era furtivo.
Papá Pizarro no se podía enterar. "Sí, ya sé... si
me pescás tocando el bandoneón me lo partís en la
cabeza."
"La cosa empezó allá
por 1907. Al lado de casa había una peluquería
donde iba Juan Maglio 'Pacho' a afeitarse. Resulta
que el peluquero guardaba un bandoneón y a veces
en vez de reclamar el pago, le pedía unos
tanguitos. El 'Pacho' no se hacía rogar, y
entonces todos escuchábamos esa música."
"Cómo me gustaría
tocar un coso dé ésos —le dije a mi abuela—. Dos
semanas después la vieja me compró el fuelle y
empecé a aturdir al vecindario. Estudiaba a
escondidas para que el viejo no me descubriera".
Eran otras épocas. Bajo los faroles dos hombres
bailaban al ritmo de un organito para ensayar los
cortes y después lucirlos en los bailes. Cuando se
escuchaba el pito del policía el organito
disparaba y cada cual se iba por su lado. Dos
cuadras más allá volvían a reunirse. Se bailaba en
los patios; el tango estaba prohibido en los
salones. Cada chica tenía su repertorio con
mazurcas, chotis, polcas y valses. "De vez en
cuando aparecía algún punto y con sonrisa de agua
colonia preguntaba —¿Me permite una mazurca? La
chica consultaba su repertorio y miraba de reojo a
la mamá: 'Perdone joven, la tengo ocupada'."
El tango se abrió paso
en algunos patios. La condición era tocarlo sin
cortes ni firuletes, cosa de que los bailarines se
juntaran lo menos posible. " 'El porteñito', 'La
morocha', 'El entrerriano', yo no me perdía un
baile. Nunca me pagaban un centavo. A lo sumo se
hacía una colecta para el barril de cerveza y los
sandwiches... Hasta que un día me pescó el viejo.
Me quedé mirándolo sin respirar...
Se llevó la mano a la
cabeza y dijo despacito: 'La pucha qué bien que
tocabas'."
"Poco a poco en los
patios se empezó a hacer la vista gorda. A lo sumo
si un padre veía a su hija bailando el tango la
mandaba a dormir. Tocábamos con un violín, el
fuelle, un arpa y una flauta." Mientras tanto,
allá en el teatro Olimpia, en la calle Pueyrredón
entre Córdoba y Paraguay, brillaba el Cachafaz. El
tipo daba lecciones de tango. Y varias chicas
bailaban a diez centavos la pieza.
"En los suburbios,
cada tanto la policía aparecía a palparnos de
armas: para ver si teníamos cuchillos o bufosos.
Siempre llegaban tarde. Nunca faltaba el vivo que
gritaba 'araca la cana' y todos entraban a
esconderse el cuchillo en el botín para que no se
lo pescara la requisa."
LOS PIONEROS EN PARIS
Fue por el año 20,
cuando los más atrevidos empezaron a largarse.
¿Por qué fueron a París y no a otra parte? Ahora
no es posible saberlo con seguridad. Los
protagonistas sobrevivientes hablaron de contratos
fabulosos. Los hermanos Lombard, dueños del
Tabarís, tenían varias boites en Marsella y una
que otra en París. Primero se largaron los
hermanos Canaro, después los Pizarro, Arolas, los
Fresedo, Gardel... Muchos se iban seguros de ganar
la "guita loca" y después volvían con la cola
entre las piernas o quedaban "anclaos en París".
"Cuando llegué a Marsella —recuerda Pizarro— me di
cuenta que el contrato extraordinario era una
porquería, y apenas alcanzaba para comer. Hice las
valijas y una noche me escapé sin salir a escena."
Dos meses después el Tano Genaro siguió sus pasos.
Los Lombard les iniciaron juicio. Pero no era para
afligirse; esa misma semana debutaban en el
Garrón, lo mejor de París.
Tuvieron que salir a
escena vestidos de gauchos. Era una exigencia de
los sindicatos franceses para dejarlos trabajar.
"Sólo los músicos locales podían tocar en los
bailes. La única solución era disfrazarse para
convertirse en atracción." Un recurso legal para
salir del paso que rendía sus dividendos. "Cuando
se abría el telón y aparecíamos todos de gauchos,
con una cortina pintada con un paisaje pampeano
atrás nuestro, la gente se enloquecía —evoca
Pizarro—. Con eso solo ya los teníamos ganados.
A la tarde tocaban en
los tés danzantes, para la burguesía almidonada y
las nenas quinceañeras. A la noche en los
"cabaré", una pequeña embajada de vida escandalosa
en la decadencia de la belle époque.
Por allí apareció
Eduardo Arolas (Derecho viejo, Retintín, Lágrimas,
La guitarrita, Noche de garufa y muchas otras).
"Venía escapando de sí mismo." Manuel Pizarro nos
miró sin vernos y siguió recordando. "Fíjese si no
es una historia de tango. Arolas sacó a su hermano
de la cárcel, lo llevó a su casa y el otro se
piantó con su mujer. Cuando llegó a París estaba
hecho pedazos, el alcohol le había deshecho las
tripas. Hablé por él a una empresa amiga y logré
meterlo en una orquesta. Aguantó dos días. El
tercero no fue a trabajar. Dormía en un cafetín
embebido como una esponja. Las palabras estaban de
más. Lo abracé y le pedí que no se dejara vencer.
Después le perdí el rastro. París se lo comió. Lo
encontré una noche a tiempo para llevarlo al
hospital. Falleció dos días después, el 16 de
septiembre de 1924.
"Esa noche en el
'cabaré' tocamos 'El llorón'. Se lo dedicamos en
silencio. Era un tango que nos ponía muy tristes.
Me lo había dedicado su autor, el negro Radrizani,
una noche que estábamos comiendo en un barcito de
la calle Esmeralda y nos enteramos que se quemaba
el Maipo. Radrizani salió corriendo. Tenía su
único traje en el camarín. Y allí se quedó. A lo
mejor asfixiado, quizás las llamas le cortaron el
paso. Lo llamábamos 'El escoberito'... y cada vez
que tocábamos 'El llorón' se nos aparecía frente
al escenario."
ANCLADOS, TRIFULCAS Y
GIGOLOS: LA VIDA DE LOS ARGENTINOS EN PARIS
Algunos venían con las
ilusiones del futuro primer actor, y se
estrellaban con sus sueños. A veces el consulado
les pagaba el regreso. Los tangueros siempre
salían a flote. Nunca faltaba una mano amiga. Los
hermanos Pizarro (Manuel, Salvador, Juan, Alfredo
y Domingo, cuatro bandoneones y una guitarra)
habían formado cinco orquestas en París. Además
estaban los Canaro y los Fresedo. Los muy
valientes se largaban a cantar. Otros pedían plata
prestada y regresaban a Buenos Aires. También
estaban los caraduras. Estos se hacían "bailarín
mondaín" o simplemente gigolós. "Los 'cabaré'
tenían varios para cuando venían mujeres solas.
Las fulanas tomaban una copa y siempre preferían
bailar con los empleados de la casa (era menos
comprometido), antes de irse les dejaban varios
billetes en la mano. Entre los gigolós había
italianos, españoles y griegos, pero todos decían
que eran argentinos. Era para no romper el
encanto. Claro que cuando había un robo los
diarios sacaban cartelones diciendo: 'Argentino
robó joyas a francesa'. Pero eran gajes del
oficio. Los porteños en realidad estaban en otra
cosa. Pintones y engominados, de riguroso smoking
y buenos conversadores, muchas veces se iban a
vivir con alguna de las señoras éstas y terminaban
millonarios. Como venían tantas... elegían con
esmero
Lo peor eran las
trifulcas. Generalmente empezaban después de las
cuatro de la mañana, cuando ya todos estaban bien
cebados en alcohol. Volaban sillas, mesas y
botellas. El piso quedaba hecho un estropicio de
vidrios rotos, patas de pollo y dientes de
compadritos. La policía ponía esmero en llegar
tarde. "Una vez en el 'cabaré' de al lado, donde
para la mafia —evoca entusiasmado Pizarro— tiraron
32 tiros. A la pobre chica que vendía flores la
usaban como biombo. Cada vez que había tiros
alguno se la ponía de pantalla. La pobre piba no
recibió ninguna bala, pero en un tiroteo le falló
el corazón ."
Los mafiosos estaban
siempre divididos en dos bandos y todas las
semanas se mataba uno que otro. La policía los
dejaba hacer. Era mejor que se liquidaran entre
ellos. Las drogas y los "macrós" (especie de
cafiolos a la francesa) circulaban libremente.
"Eso si, nunca podían cascar a las pupilas dentro
de la boite; se limitaban a vigilarlas de cerca.
Cada vez que se armaba un tiroteo... había que
ponerse a tocar más fuerte. Era una forma de
evitar que afuera se oyeran los tiros y adentro se
escucharan los insultos que s& gritaban de un lado
a otro. Al primer disparo todos dejaban de bailar,
algunos se tiraban al suelo, los otros se
escondían abajo de la mesa. Por fin llegaba la
policía y parlamentaba. 'Si para la bronca hacemos
de cuenta que acá no ha pasado nada'."
Los únicos que
protestaban eran los del cabaré. Porque nadie
pagaba los espejos rotos y las mesas despatadas.
Después venían dos semanas de tranquilidad, a
veces tres. Vaya uno a saber.
EL MOROCHO DE
MONTMARTRE
Gardel llegó a París
en 1928 y se quedó hasta 1934. La cronología de
sus trabajos es más o menos conocida. El 30 de
septiembre de 1938 debutó en el Cabaret Florida.
Después en el Empire. Vivió más de un año en el
Hotel Reynita, arriba del café Champignolles. Y
cuando comenzó a filmar para la Paramount se mudó
al hotel Maurice, en la Rué de Rivolí. Pero la
realidad de su vida en Francia quedó un poco en la
leyenda. Sus amigos no tuvieron empacho en
atribuirle éxitos descomunales y amoríos
avasallantes.
"No era hombre de
trasnochar ni de andar tomando copas —memora
Pizarro—. No era como los personajes de sus
películas. Esas cosas se contaban para darle al
público un poco más de argumento."
Rafael Canaro (78
años), otro de los pioneros del tango en París,
reveló la otra cara de la medalla: "Gardel fumaba
como un murciélago y tomaba 20 ó 30 whiskies por
noche. Yo iba a despertarlo todos los días a las
diez y media de la mañana. Se levantaba con una
afonía que daba miedo. Tenía un aparatito rosado
para hacer inhalaciones. Iba al baño y se pasaba
dele espectorar durante media hora. Después salía
con una voz que parecía Caruso".
Su vida amorosa
también es objeto de bastantes polémicas. Pizarro
sostiene que siempre estaba solo, que no tenía
amigas fijas y que a lo sumo tenía "encuentros
aislados". Nada estable.
Canaro va más allá.
"Le daba tan poca bolilla a las mujeres que
algunos pensaban que era afeminado. Más aún,
cuando alguno de sus guitarristas ponía sus ojos
en alguna, trataba de separarlos. Estuvo muy
metido con la vieja de lord Chesterfield. También
dicen que fue el querido de la mujer de Lombard
(su empresario en París)." Otros sostienen que él
tenía enloquecidas a las mujeres. Que con sus
ojazos manejaba la escena como quería y que las
niñas se le volvían manteca. A Madame Chesterfield
(que en realidad era dueña de los cigarrillos
Graven) no le importaba nada de eso e incluso
llegó a regalarle un Rolls Royce negro.
Tampoco parece cierto
el éxito colosal de Gardel en París.
"Sólo triunfó entre
los argentinos. Los franceses apenas llegaron a
conocerlo. No hizo giras por los cines de barrio.
Trabajó durante toda su estadía en un cabaré para
la gente bien —evoca Pizarro—. Su fama se limitó a
la colonia argentina, a la uruguaya y brasileña
que navegaba por Francia." Sin embargo, todo un
tendal de anécdotas ilustran cada uno de sus
pasos. Si no fue famoso, por lo menos sus
travesuras no pasaron desapercibidas.
"En una ocasión nos
fingimos extranjeros —confiesa Rafael Canaro—. Era
para engrupir a dos estudiantitas rumanas que
estaban muy bien. Les batimos que habíamos venido
a vender ganado y que ya no teníamos sitio donde
poner el dinero. Las cosas marcharon bien y
programamos un encuentro para esa noche. Tuvimos
mala suerte. A una de ellas, justo a la que salía
conmigo, se le ocurrió ir esa misma tarde a
milonguear al té danzante donde yo tocaba. Me vio
en el escenario vestido de gaucho. Inútil fue
tratar de esconderme detrás del contrabajo. Cuando
se lo conté a Gardel casi se cae sentado de la
risa. 'Qué quemada, pibe. Si por lo menos te
hubieses podido meter dentro de ese ropero que
tocás'."
Los amigos de Francia
recuerdan varios detalles llamativos. Temía un
accidente. Y suponía una muerte violenta. "Una vez
en Casino de las Artes (donde actuaban los mejores
números de París) el público parecía desatado.
Jugaban con serpentinas y marcaban el compás
—Canaro revive esos momentos con tanta emoción
como sí los estuviera viviendo—. Carlitos se asomó
desde su camarín y miró al paraíso. 'Yo no salgo
ché, estos franchutes están todos locos. Esto
parece el Carnaval. Me van a tirar de todo'.
Tuvimos que agarrarlo, ponerlo dentro del ascensor
y empujarlo a escena. Claro que le tiraron cosas;
el escenario se llenó de flores y cuchar¡tas."
Los temores
gardelianos son confirmados por Pizarro. "Una vez
volvíamos de una fiesta en la casa de campo de
Volterra el dueño del Lido, del Casino y del
Garrón. Gardel miró la aguja del velocímetro y sin
alterarse me dijo: 'Mirá, Manuel, si no vas más
lento, me bajo y tomo un taxi'. Le obedecí. Pero
después me quedé pensando cómo carancho iba a
conseguir un taxi en una carretera de Francia. En
otra ocasión cambió sus pasajes aéreos para
Londres (una hora de viaje) por otros de
ferrocarril (siete horas tirando a ocho) 'por
precaución, sabés'. Por eso aquel día que fui a
visitar al Negro Ricardo, en su pensión atorranta,
cuando vi la foto de Carlitos en la primera página
del diario no podía creer lo que leía. La noticia
del accidente produjo en París un aluvión de
versiones. Dijeron que habían encontrado a su
padre y a sus hermanas (inexistentes) y que la
madre no se llamaba Berta sino que se llamaba
Manuela y que Gardel había salido del avión medio
quemado. O que cuando el aparato cerró las puertas
los músicos empezaron a los tiros y una bala hirió
al piloto. O que un marido celoso le había
agujereado el tanque de nafta al avión para que
Carlitos muriera carbonizado.
LA GUERRA Y EL FINAL
Los primeros disparos
barrieron con los proyectos de todos los
argentinos que estaban haciéndose la Europa.
Algunos se refugiaron en Los pueblos. Otros
emigraron a España. El pionero Manuel Pizarro
estaba entre ellos. "En Barcelona los teatros
estaban cerrados. Lo único que funcionaba era un
circo. Mis músicos y mis bailarines salían después
de los caballos y los acróbatas y antes que los
payasos. Yo lo que quería era irme. En España no
había ni para comer. Era un desastre. Fuimos a
Alejandría en una compañía egipcia. Eran todos
árabes, no entendían ni jota lo que cantábamos
pero reaccionaban bien. Claro, eran un poco
cómicos bailando el tango... pero se animaban. A
los seis meses Italia declaró la guerra. El
empresario nos dijo que si queríamos quedarnos nos
daba la mitad del sueldo que ganábamos. Comenzamos
a trabajar con miedo. Le pusieron tres puertas al
local para que la luz no se filtrara. Le dábamos
al fuelle y chau, la sirena. Quedábamos a oscuras
por dos horas. Menos mal que nos pagaban igual.
Quise irme a un pueblito, pero el cónsul me lo
sacó de la cabeza. Los pueblos estaban apestados
de tracoma. Un barco inglés con bandera egipcia
nos sacó del lugar. Un año después estuve en
Buenos Aires. Cuando volví a París, en 1950, la
gran aventura del tango había terminado. Mi
cabaret ya no estaba y mi departamento había sido
arrasado. Formé una orquesta con franceses... y
volví a empezar.
De aquella generación
de bohemios y aventureros que alguna vez había
pasado por Montmartre y gastado sus madrugadas en
los cafetines de Place Pigalle, sólo quedaban los
cuentos de las viejas de los guardarropas y los
chismes de los hoteleros. Algunos tangos volaron
por el mundo o se quedaron para siempre en París.
Muchos de ellos nunca fueron conocidos en Buenos
Aires. De vez en cuando en las madrugadas de la
avenida Corrientes, aparece algún francés a
ufanarse de que Gardel nació en Toulouse, o que
allá bailaron el tango de salón antes que acá.
Tiene razón... pero no les lleven el apunte... Son
cosas de tangueros.
Revista Semana Gráfica
01.01.1968
|