EL TANGO EN PARÍS
El jueves 10 y después de cincuenta años de ausencia llegó Manuel Pizarro, el pionero del tango en París. Esta vez Argentina Siglo Veinte no se limitó a la evocación. Paseamos por Buenos Aires, nos metimos en sus recuerdos y le dimos una sorpresa. En una esquina del Abasto lo reunimos con sus amigos de Francia Emilio Fresedo, César Vedani y Rafael Canaro. Juntos hablamos de una época de compadritos, gigolós, trompadas y leyenda.
Por JORGE CAPSISKI
El tango en París

"Sí te llego a pescar tocando el bandoneón te lo rompo en la cabeza
En el centro se preparaban para festejar el Centenario. Buenos Aires iba de sorpresa en sorpresa, se había inaugurado el teatro Colón, en Comodoro Rivadavia habían descubierto petróleo y Eduardo Newbery se había elevado en el globo Pampero, para convertirse en un misterio. En los suburbios, allá en los alrededores del Abasto, y en los comités de Balvanera se escuchaba la música prohibida. Un muchacho de 18 años cantaba en casi todos los cafés. Lo llamaban Carlitos. Y un pibe de pantalón corto, Manuel Pizarro, trataba de acompañarlo con su fuelle. "Era difícil acompañarlo. cantaba a su manera... como a él le pareciera..."
El pecado era furtivo. Papá Pizarro no se podía enterar. "Sí, ya sé... si me pescás tocando el bandoneón me lo partís en la cabeza."
"La cosa empezó allá por 1907. Al lado de casa había una peluquería donde iba Juan Maglio 'Pacho' a afeitarse. Resulta que el peluquero guardaba un bandoneón y a veces en vez de reclamar el pago, le pedía unos tanguitos. El 'Pacho' no se hacía rogar, y entonces todos escuchábamos esa música."
"Cómo me gustaría tocar un coso dé ésos —le dije a mi abuela—. Dos semanas después la vieja me compró el fuelle y empecé a aturdir al vecindario. Estudiaba a escondidas para que el viejo no me descubriera". Eran otras épocas. Bajo los faroles dos hombres bailaban al ritmo de un organito para ensayar los cortes y después lucirlos en los bailes. Cuando se escuchaba el pito del policía el organito disparaba y cada cual se iba por su lado. Dos cuadras más allá volvían a reunirse. Se bailaba en los patios; el tango estaba prohibido en los salones. Cada chica tenía su repertorio con mazurcas, chotis, polcas y valses. "De vez en cuando aparecía algún punto y con sonrisa de agua colonia preguntaba —¿Me permite una mazurca? La chica consultaba su repertorio y miraba de reojo a la mamá: 'Perdone joven, la tengo ocupada'."
El tango se abrió paso en algunos patios. La condición era tocarlo sin cortes ni firuletes, cosa de que los bailarines se juntaran lo menos posible. " 'El porteñito', 'La morocha', 'El entrerriano', yo no me perdía un baile. Nunca me pagaban un centavo. A lo sumo se hacía una colecta para el barril de cerveza y los sandwiches... Hasta que un día me pescó el viejo. Me quedé mirándolo sin respirar...
Se llevó la mano a la cabeza y dijo despacito: 'La pucha qué bien que tocabas'."
"Poco a poco en los patios se empezó a hacer la vista gorda. A lo sumo si un padre veía a su hija bailando el tango la mandaba a dormir. Tocábamos con un violín, el fuelle, un arpa y una flauta." Mientras tanto, allá en el teatro Olimpia, en la calle Pueyrredón entre Córdoba y Paraguay, brillaba el Cachafaz. El tipo daba lecciones de tango. Y varias chicas bailaban a diez centavos la pieza.
"En los suburbios, cada tanto la policía aparecía a palparnos de armas: para ver si teníamos cuchillos o bufosos. Siempre llegaban tarde. Nunca faltaba el vivo que gritaba 'araca la cana' y todos entraban a esconderse el cuchillo en el botín para que no se lo pescara la requisa."

LOS PIONEROS EN PARIS
Fue por el año 20, cuando los más atrevidos empezaron a largarse. ¿Por qué fueron a París y no a otra parte? Ahora no es posible saberlo con seguridad. Los protagonistas sobrevivientes hablaron de contratos fabulosos. Los hermanos Lombard, dueños del Tabarís, tenían varias boites en Marsella y una que otra en París. Primero se largaron los hermanos Canaro, después los Pizarro, Arolas, los Fresedo, Gardel... Muchos se iban seguros de ganar la "guita loca" y después volvían con la cola entre las piernas o quedaban "anclaos en París". "Cuando llegué a Marsella —recuerda Pizarro— me di cuenta que el contrato extraordinario era una porquería, y apenas alcanzaba para comer. Hice las valijas y una noche me escapé sin salir a escena." Dos meses después el Tano Genaro siguió sus pasos. Los Lombard les iniciaron juicio. Pero no era para afligirse; esa misma semana debutaban en el Garrón, lo mejor de París.
Tuvieron que salir a escena vestidos de gauchos. Era una exigencia de los sindicatos franceses para dejarlos trabajar. "Sólo los músicos locales podían tocar en los bailes. La única solución era disfrazarse para convertirse en atracción." Un recurso legal para salir del paso que rendía sus dividendos. "Cuando se abría el telón y aparecíamos todos de gauchos, con una cortina pintada con un paisaje pampeano atrás nuestro, la gente se enloquecía —evoca Pizarro—. Con eso solo ya los teníamos ganados.
A la tarde tocaban en los tés danzantes, para la burguesía almidonada y las nenas quinceañeras. A la noche en los "cabaré", una pequeña embajada de vida escandalosa en la decadencia de la belle époque.
Por allí apareció Eduardo Arolas (Derecho viejo, Retintín, Lágrimas, La guitarrita, Noche de garufa y muchas otras). "Venía escapando de sí mismo." Manuel Pizarro nos miró sin vernos y siguió recordando. "Fíjese si no es una historia de tango. Arolas sacó a su hermano de la cárcel, lo llevó a su casa y el otro se piantó con su mujer. Cuando llegó a París estaba hecho pedazos, el alcohol le había deshecho las tripas. Hablé por él a una empresa amiga y logré meterlo en una orquesta. Aguantó dos días. El tercero no fue a trabajar. Dormía en un cafetín embebido como una esponja. Las palabras estaban de más. Lo abracé y le pedí que no se dejara vencer. Después le perdí el rastro. París se lo comió. Lo encontré una noche a tiempo para llevarlo al hospital. Falleció dos días después, el 16 de septiembre de 1924.
"Esa noche en el 'cabaré' tocamos 'El llorón'. Se lo dedicamos en silencio. Era un tango que nos ponía muy tristes. Me lo había dedicado su autor, el negro Radrizani, una noche que estábamos comiendo en un barcito de la calle Esmeralda y nos enteramos que se quemaba el Maipo. Radrizani salió corriendo. Tenía su único traje en el camarín. Y allí se quedó. A lo mejor asfixiado, quizás las llamas le cortaron el paso. Lo llamábamos 'El escoberito'... y cada vez que tocábamos 'El llorón' se nos aparecía frente al escenario."

ANCLADOS, TRIFULCAS Y GIGOLOS: LA VIDA DE LOS ARGENTINOS EN PARIS
Algunos venían con las ilusiones del futuro primer actor, y se estrellaban con sus sueños. A veces el consulado les pagaba el regreso. Los tangueros siempre salían a flote. Nunca faltaba una mano amiga. Los hermanos Pizarro (Manuel, Salvador, Juan, Alfredo y Domingo, cuatro bandoneones y una guitarra) habían formado cinco orquestas en París. Además estaban los Canaro y los Fresedo. Los muy valientes se largaban a cantar. Otros pedían plata prestada y regresaban a Buenos Aires. También estaban los caraduras. Estos se hacían "bailarín mondaín" o simplemente gigolós. "Los 'cabaré' tenían varios para cuando venían mujeres solas. Las fulanas tomaban una copa y siempre preferían bailar con los empleados de la casa (era menos comprometido), antes de irse les dejaban varios billetes en la mano. Entre los gigolós había italianos, españoles y griegos, pero todos decían que eran argentinos. Era para no romper el encanto. Claro que cuando había un robo los diarios sacaban cartelones diciendo: 'Argentino robó joyas a francesa'. Pero eran gajes del oficio. Los porteños en realidad estaban en otra cosa. Pintones y engominados, de riguroso smoking y buenos conversadores, muchas veces se iban a vivir con alguna de las señoras éstas y terminaban millonarios. Como venían tantas... elegían con esmero
Lo peor eran las trifulcas. Generalmente empezaban después de las cuatro de la mañana, cuando ya todos estaban bien cebados en alcohol. Volaban sillas, mesas y botellas. El piso quedaba hecho un estropicio de vidrios rotos, patas de pollo y dientes de compadritos. La policía ponía esmero en llegar tarde. "Una vez en el 'cabaré' de al lado, donde para la mafia —evoca entusiasmado Pizarro— tiraron 32 tiros. A la pobre chica que vendía flores la usaban como biombo. Cada vez que había tiros alguno se la ponía de pantalla. La pobre piba no recibió ninguna bala, pero en un tiroteo le falló el corazón ."
Los mafiosos estaban siempre divididos en dos bandos y todas las semanas se mataba uno que otro. La policía los dejaba hacer. Era mejor que se liquidaran entre ellos. Las drogas y los "macrós" (especie de cafiolos a la francesa) circulaban libremente. "Eso si, nunca podían cascar a las pupilas dentro de la boite; se limitaban a vigilarlas de cerca. Cada vez que se armaba un tiroteo... había que ponerse a tocar más fuerte. Era una forma de evitar que afuera se oyeran los tiros y adentro se escucharan los insultos que s& gritaban de un lado a otro. Al primer disparo todos dejaban de bailar, algunos se tiraban al suelo, los otros se escondían abajo de la mesa. Por fin llegaba la policía y parlamentaba. 'Si para la bronca hacemos de cuenta que acá no ha pasado nada'."
Los únicos que protestaban eran los del cabaré. Porque nadie pagaba los espejos rotos y las mesas despatadas. Después venían dos semanas de tranquilidad, a veces tres. Vaya uno a saber.

EL MOROCHO DE MONTMARTRE
Gardel llegó a París en 1928 y se quedó hasta 1934. La cronología de sus trabajos es más o menos conocida. El 30 de septiembre de 1938 debutó en el Cabaret Florida. Después en el Empire. Vivió más de un año en el Hotel Reynita, arriba del café Champignolles. Y cuando comenzó a filmar para la Paramount se mudó al hotel Maurice, en la Rué de Rivolí. Pero la realidad de su vida en Francia quedó un poco en la leyenda. Sus amigos no tuvieron empacho en atribuirle éxitos descomunales y amoríos avasallantes.
"No era hombre de trasnochar ni de andar tomando copas —memora Pizarro—. No era como los personajes de sus películas. Esas cosas se contaban para darle al público un poco más de argumento."
Rafael Canaro (78 años), otro de los pioneros del tango en París, reveló la otra cara de la medalla: "Gardel fumaba como un murciélago y tomaba 20 ó 30 whiskies por noche. Yo iba a despertarlo todos los días a las diez y media de la mañana. Se levantaba con una afonía que daba miedo. Tenía un aparatito rosado para hacer inhalaciones. Iba al baño y se pasaba dele espectorar durante media hora. Después salía con una voz que parecía Caruso".
Su vida amorosa también es objeto de bastantes polémicas. Pizarro sostiene que siempre estaba solo, que no tenía amigas fijas y que a lo sumo tenía "encuentros aislados". Nada estable.
Canaro va más allá. "Le daba tan poca bolilla a las mujeres que algunos pensaban que era afeminado. Más aún, cuando alguno de sus guitarristas ponía sus ojos en alguna, trataba de separarlos. Estuvo muy metido con la vieja de lord Chesterfield. También dicen que fue el querido de la mujer de Lombard (su empresario en París)." Otros sostienen que él tenía enloquecidas a las mujeres. Que con sus ojazos manejaba la escena como quería y que las niñas se le volvían manteca. A Madame Chesterfield (que en realidad era dueña de los cigarrillos Graven) no le importaba nada de eso e incluso llegó a regalarle un Rolls Royce negro.
Tampoco parece cierto el éxito colosal de Gardel en París.
"Sólo triunfó entre los argentinos. Los franceses apenas llegaron a conocerlo. No hizo giras por los cines de barrio. Trabajó durante toda su estadía en un cabaré para la gente bien —evoca Pizarro—. Su fama se limitó a la colonia argentina, a la uruguaya y brasileña que navegaba por Francia." Sin embargo, todo un tendal de anécdotas ilustran cada uno de sus pasos. Si no fue famoso, por lo menos sus travesuras no pasaron desapercibidas.
"En una ocasión nos fingimos extranjeros —confiesa Rafael Canaro—. Era para engrupir a dos estudiantitas rumanas que estaban muy bien. Les batimos que habíamos venido a vender ganado y que ya no teníamos sitio donde poner el dinero. Las cosas marcharon bien y programamos un encuentro para esa noche. Tuvimos mala suerte. A una de ellas, justo a la que salía conmigo, se le ocurrió ir esa misma tarde a milonguear al té danzante donde yo tocaba. Me vio en el escenario vestido de gaucho. Inútil fue tratar de esconderme detrás del contrabajo. Cuando se lo conté a Gardel casi se cae sentado de la risa. 'Qué quemada, pibe. Si por lo menos te hubieses podido meter dentro de ese ropero que tocás'."
Los amigos de Francia recuerdan varios detalles llamativos. Temía un accidente. Y suponía una muerte violenta. "Una vez en Casino de las Artes (donde actuaban los mejores números de París) el público parecía desatado. Jugaban con serpentinas y marcaban el compás —Canaro revive esos momentos con tanta emoción como sí los estuviera viviendo—. Carlitos se asomó desde su camarín y miró al paraíso. 'Yo no salgo ché, estos franchutes están todos locos. Esto parece el Carnaval. Me van a tirar de todo'. Tuvimos que agarrarlo, ponerlo dentro del ascensor y empujarlo a escena. Claro que le tiraron cosas; el escenario se llenó de flores y cuchar¡tas."
Los temores gardelianos son confirmados por Pizarro. "Una vez volvíamos de una fiesta en la casa de campo de Volterra el dueño del Lido, del Casino y del Garrón. Gardel miró la aguja del velocímetro y sin alterarse me dijo: 'Mirá, Manuel, si no vas más lento, me bajo y tomo un taxi'. Le obedecí. Pero después me quedé pensando cómo carancho iba a conseguir un taxi en una carretera de Francia. En otra ocasión cambió sus pasajes aéreos para Londres (una hora de viaje) por otros de ferrocarril (siete horas tirando a ocho) 'por precaución, sabés'. Por eso aquel día que fui a visitar al Negro Ricardo, en su pensión atorranta, cuando vi la foto de Carlitos en la primera página del diario no podía creer lo que leía. La noticia del accidente produjo en París un aluvión de versiones. Dijeron que habían encontrado a su padre y a sus hermanas (inexistentes) y que la madre no se llamaba Berta sino que se llamaba Manuela y que Gardel había salido del avión medio quemado. O que cuando el aparato cerró las puertas los músicos empezaron a los tiros y una bala hirió al piloto. O que un marido celoso le había agujereado el tanque de nafta al avión para que Carlitos muriera carbonizado.

LA GUERRA Y EL FINAL
Los primeros disparos barrieron con los proyectos de todos los argentinos que estaban haciéndose la Europa. Algunos se refugiaron en Los pueblos. Otros emigraron a España. El pionero Manuel Pizarro estaba entre ellos. "En Barcelona los teatros estaban cerrados. Lo único que funcionaba era un circo. Mis músicos y mis bailarines salían después de los caballos y los acróbatas y antes que los payasos. Yo lo que quería era irme. En España no había ni para comer. Era un desastre. Fuimos a Alejandría en una compañía egipcia. Eran todos árabes, no entendían ni jota lo que cantábamos pero reaccionaban bien. Claro, eran un poco cómicos bailando el tango... pero se animaban. A los seis meses Italia declaró la guerra. El empresario nos dijo que si queríamos quedarnos nos daba la mitad del sueldo que ganábamos. Comenzamos a trabajar con miedo. Le pusieron tres puertas al local para que la luz no se filtrara. Le dábamos al fuelle y chau, la sirena. Quedábamos a oscuras por dos horas. Menos mal que nos pagaban igual. Quise irme a un pueblito, pero el cónsul me lo sacó de la cabeza. Los pueblos estaban apestados de tracoma. Un barco inglés con bandera egipcia nos sacó del lugar. Un año después estuve en Buenos Aires. Cuando volví a París, en 1950, la gran aventura del tango había terminado. Mi cabaret ya no estaba y mi departamento había sido arrasado. Formé una orquesta con franceses... y volví a empezar.
De aquella generación de bohemios y aventureros que alguna vez había pasado por Montmartre y gastado sus madrugadas en los cafetines de Place Pigalle, sólo quedaban los cuentos de las viejas de los guardarropas y los chismes de los hoteleros. Algunos tangos volaron por el mundo o se quedaron para siempre en París. Muchos de ellos nunca fueron conocidos en Buenos Aires. De vez en cuando en las madrugadas de la avenida Corrientes, aparece algún francés a ufanarse de que Gardel nació en Toulouse, o que allá bailaron el tango de salón antes que acá. Tiene razón... pero no les lleven el apunte... Son cosas de tangueros.

Revista Semana Gráfica
01.01.1968

El tango en París

 

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