Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

INCURIAS
Los indios están cabreros
Envuelto en un traje marrón, el pelo negro y largo que se rebela a la opresión de la gomina, una sonrisa gentil que se abre en esa cara tostada, Eulogio Frites (35) discursea como un político. Lo es —a su manera, por supuesto—: nacido en la comunidad indígena coya de Humahuaca, en Jujuy, llegó a Buenos Aires a doctorarse en Derecho. Le faltan un par de materias para convertirse en uno de los pocos intelectuales indios con que cuenta la Argentina; el título, supone, no le servirá para su progreso personal sino para enriquecer una lucha que libra desde que usa su razón: la de los 200 mil aborígenes que peregrinan por el país.
Desclasados, olvidados por los hijos de europeos que construyeron una nación con los modelos de sus ancestros, los indios se extinguen sin remedio; son, al fin, el centro de toda indiferencia. El jueves último, la Junta organizadora del Congreso Indigenista de la República Argentina mostró su impotencia en una reunión que tuvo, como principal orador, a Frites. También expusieron el toba Canuto Rodríguez y la mapuche Magdalena Elena Cayuqueo, estudiantes como aquél. Medio centenar de blancos y una veintena de indios tomaron asiento en el salón de la Iglesia Evangelista Metodista de Yerbal al 2400, en Flores, para escuchar sus alegatos.
Frites, con voz fluida, casi imperativa, abrió la sesión ubicando las zonas que albergan a distintas tribus: algunas comunidades no son ya siquiera una familia; es el caso de los Yamanas, un grupo del cual apenas quedan dos exponentes en el sur. Ya no quedan esperanzas de supervivencia para ellos. No están mejor los Guma Kena (cinco supervivientes), los Onas (nueve) o los Vilelos (tres). Alarmante: el 11 de marzo de 1970, el corresponsal viajero del matutino norteamericano The New York Times informaba a través de su diario que los indios argentinos se extinguirán en un par de generaciones. Denunciaba, luego, que los grupos sureños (Mapuches, Araucanos, Tehuelches) no superan un promedio de vida de 19 años; los blancos, en tanto, pueden gozar la vida por 65 años. Conjeturaba el cronista que en una década, Buenos Aires estará infectada de fuentes virósicas humanas transmitidas por los 60 mil indios que la habrán invadido para entonces.

QUERIENDO COMER. Hace dos años, un censo indígena quedó atascado en medio de la burocracia oficial. Fueron anotados unos 170 mil nativos y se calcula que 30 mil escaparon a las preguntas de las encuestadoras. "Con este censo pasó como con todo en éste país —explicó en la reunión una de las encargadas—: quedó a medio camino". Frites dijo a un redactor de Panorama: "Se pretende que los indios nieguen su raza, su cultura, para convertirlos en europeos de piel marrón. A eso tenemos una sola respuesta: ¡Siempre unidos en la Pachamama (madre tierra)!". Cuando Frites había leído 15 carillas escritas a máquina y corregido algunas partes demasiado violentas a lápiz, lo interrumpió la coordinadora del cónclave, Alicia Cid: "¡Ya hablaste demasiado, terminala y dejame a mí!", tronó. Un coro de murmullos inundó la sala; la actitud de la Cid mostraba, de pronto, una grieta hasta entonces disimulada entre los indios y sus protectores blancos. "Quiero proponer temas de debate para el congreso", balbuceó Frites. "¡No proponés nada —cortó, rezongona, la mujer—, ya hablaste 35 minutos!". Intervino entonces el indigenista brasileño Eduardo Barros Prado: "Si entre ustedes no están unidos nos los comeremos nosotros, los civilizados", advirtió. Luego de arduas discusiones el delegado de la misión indígena salesiana de Junín de los Andes, Carlos José Quintana, invitó a olvidar "este papelón injustificable de la señorita Cid".
El incidente sirvió para conocer hasta dónde llegan las rencillas del grupo: el congreso planeado para el 19 de abril próximo —Día del Indio Americano— quedó suspendido. La Cid aseguró que era por falta de dinero y de tiempo, pero un toba menos diplomático dijo al redactor que en realidad los aborígenes no lograban ponerse de acuerdo ni con sus pretendidos protectores. "Ocurre —contó—, que esta gente es tan paternal como cualquier blanco frente al indio". Parece cierto: en la reunión, los aplausos que premiaron las brillantes —a veces dificultosas— peroratas de los charlistas tenían más un sentido de piedad que de adhesión a una lucha. Una señora sesentona, de abundosos collares y pelo teñido, repetía sin cesar: "Pobres, pobres...". La piedad es, al fin, el origen de la beneficencia.
Nada de eso pedía Canuto Rodríguez, trepado a la tarima, frente al micrófono, en plena lucha con las palabras españolas que alguien le había escrito en una carilla tamaño oficio: "Parece que el hecho de que desaparezcamos es fundamental para algunos", conjeturó. Y luego: "Nos espera, a lo sumo, un destino de peones, los que proporcionan la mano de obra más barata de todo el país. Será por eso, para estafarnos mejor, que se nos niegan los documentos de ciudadanía, se nos relega a la condición de parias en una tierra que es nuestra, solamente nuestra". Por su parte, Magdalena Cayuqueo se resignó: "Ya no tomaremos las lanzas como nuestros antepasados, ahora la lucha es otra". Es cierto: pelear contra la burocracia, contra el olvido de quienes ganaron la tierra a punta de bayoneta y afilar de lápiz, es tan inútil como aceptar la piedad de unos pocos. Menos contemplativo, un cacique mataco advirtió en Tartagal, Salta: "¡Vamos a morir sí, pero vamos a morir peleando!". Unidos como en ninguna parte, los aborígenes que capitanea el peronista Alberto Abraham, un hortera lugareño, se levantaron el año pasado contra los monopolios almaceneros de la zona y los industriales madereros que pagaban sus magros salarios con vales de los almacenes Esper.
Los indios argentinos, cada vez menos, ven esfumarse sus tierras a manos de aprovechados colonos; no tienen escuelas ni hospitales a los que visitar y, como dijo uno de los capitanejos, "pronto no tendremos ni siquiera cementerios donde reposar". Su producción no alcanza casi para satisfacer necesidades mínimas y cada día retroceden más hacia tierras áridas, a las que arrancarles un bocado costaría un capital que ni sueñan contar. Víctimas de una violencia sorda, a la que contestan con la resignación y el temor, estos argentinos se mueren de a poco, como si la historia les hubiera reservado tan triste destino. José de San Martín dijo: "Si la historia la escribieran los indios sería muy distinta". No se equivocaba, pero hasta hoy ni siquiera se les ha concedido el privilegio de aprender a escribirla.
PANORAMA, ENERO 26, 1971

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