Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

LUIS LELOIR, PREMIO NOBEL:
AL MAESTRO CON CARIÑO

El martes 27 a las 9.30 —puntualmente, como todas las mañanas— descendió de su pequeño coche con un bolso en la mano, pasó inadvertido entre varios peatones y entró al deslucido edificio de cuatro plantas de la calle Obligado al 2400, en el barrio de Belgrano. Iba a trabajar al Instituto de Investigaciones Bioquímicas; una rutina que cumple desde hace 23 años. Sin embargo, ese día no lo dejaron repetir sus tranquilas costumbres: cuando el doctor Luis Federico Leloir (64, una hija), director de ese Instituto, trepaba una desvencijada escalera para ir a su despacho —un modesto laboratorio del primer piso (abajo, en el centro) que comparte con tres colaboradores— lo turbó un revuelo desusado. Casi todos los científicos que escudriñan junto a él el metabolismo de los hidratos de carbono y exploran el interior de las células para comprender sus comportamientos, lo esperaban para felicitarlo: "¡Dire, dire —lo aclamaban— le dieron el Premio Nobel, el Nobel de Química de este año es para usted!", se exaltaron.
Leloir, en cambio, conservaba la calma: sabía desde el domingo —un
periodista de una emisora sueca le dio la noticia extraoficialmente— que la Academia de Ciencias de Estocolmo lo había designado para que el 10 de diciembre reciba, de manos del rey Gustavo Adolfo, los honores de la distinción y los 80.000 dólares —32 millones de pesos viejos— que sazonan el premio. Pese a todo tuvo una pretensión ingenua: imaginó que si él no publicitaba el acontecimiento, podría pasar inadvertido, sin que la fama urticara la humildad de su figura. Las cosas, por supuesto, fueron muy distintas: poco después de que la noticia se deslizara por todo el país, una maraña de periodistas, camarógrafos y reporteros gráficos (derecha) llegó al Instituto, recorrió sus pasillos y hurgó en los salones para entrevistar al médico argentino (nació en París "de casualidad" y se nacionalizó en Buenos Aires).
Un redactor de SIETE DIAS pudo, entonces, comprobar que Leloir trabaja diariamente desde las 9.30 en un laboratorio muy simple, donde se codean una vieja Silla de paja atada con hilos, un balde común de plástico que integra un equipo de galvanización y una cacerola de aluminio que sirve de retorta. Baja a almorzar algo —otras veces se trae la comida de su casa en una bolsita—, conversa un rato con sus compañeros y después, siempre enfundado en un par de pantalones vaqueros y en un guardapolvo gris como los que tradicionalmente usan los ordenanzas, sigue trabajando hasta las 5.30 de la tarde.
Todos esos desvelos no son nuevos: viene trajinando los caminos de la investigación desde muy joven. Se recibió de médico a los 26 años y poco después, tras una corta práctica clínica, ingresó en la Escuela de Fisiología del doctor Bernardo Houssay, bajo cuya dirección estudió 10 años. Viajó luego a Estados Unidos y comenzó a delinear el campo de investigación que ahora lo consagró mundialmente: estudió el metabolismo de los hidratos de carbono en las universidades de Washington y de Columbia. Cuando en 1947 regresó a la Argentina ya había acreditado méritos suficientes como para que la Fundación Campomar lo eligiera para regentear el Instituto de Investigaciones Bioquímicas, que en ese entonces sostenía la familia del industrial textil Jaime Campomar y que ahora depende de la Facultad de Ciencias Médicas.
Entusiasmado con la tarea de develar los misterios del proceso que le permite a la glucosa trasformarse en glucógeno —los compuestos catalizadores que controlan ese proceso y lo hacen posible se llaman
enzimas— Leloir profundizó sus teorías, logró aislar algunas coenzimas y detectó fenómenos bioquímicos que hasta sus descubrimientos estaban vedados al conocimiento de los científicos. Eso le valió un lugar en la Academia Nacional de Ciencias y Medicina, otro en la Academia de Ciencias de los Estados Unidos, un sillón en la Academia Pontificia de Ciencias de Roma y los títulos honoris causa de las universidades de París, Granada (España), Tucumán y Córdoba. Cosechó, también, una larga lista de premios: en 1958 el de la Fundación Helen Hay Whitney de Estados Unidos —6.500 dólares que invirtió en libros y revistas para el Instituto—; en 1962 el de la Fundación Severo Vaccaro, Argentina; en 1965 el de Bunge y Born —un millón de pesos viejos—, Argentina; en 1966 el de la Fundación Gairdner, Canadá; en 1967 el de la Fundación Horwitz —25.000 dólares—, Estados Unidos; en 1968 el Benito Juárez —100.000 pesos mexicanos— y ahora la recompensa que le permite sumarse a los únicos cuatro latinoamericanos que comparten ese honor: el argentino Carlos Saavedra Lamas, premio Nobel de la Paz en 1936, la chilena Gabriela Mistral (de Literatura, en 1945), el argentino Bernardo Houssay (de Medicina, en 1947) y el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (de Literatura, en 1967).
Antes de que su actividad de enzimólogo lo absorbiera casi por completo, Leloir salpicaba sus tareas de laboratorio con la práctica del polo, pero en 1961 debió olvidarse para siempre del deporte. Ese año la ciencia le devolvió parte de lo mucho que él había hecho por ella: en el Methodist Hospital de Houston, Texas, le reemplazaron un tramo de una arteria enferma por un conducto de dacrón.
Claro que tanta sapiencia no necesita ostentación: "El profesor Leloir no es como muchos científicos, que lo primero que hacen es poner su despacho —confió a SIETE DIAS uno de sus colaboradores, el doctor en química Armando Parodi—. Es un hombre que odia todos los trabajos administrativos, no tiene escritorios ni sillones tapizados", admiró. El doctor Enrique Belocopitow, otro de los integrantes del grupo Leloir, contó por su parte, otras costumbres del científico laureado: "No gasta dinero inútilmente, en cosas superfluas —se alegró—; cuando hay una partida la dedica a comprar instrumentos. Su hobby es la investigación".
En medio del tráfago que el martes por la mañana acosaba a Luis Federico Leloir, SIETE DIAS logró aislarlo unos minutos y mantener con él un diálogo corto, intenso, que lo define en su dimensión de hombre y de científico:
—¿Cómo se enteró del premio?
—Tuve dos versiones el domingo, de un periodista y de un amigo que me llamó desde Santiago de Chile para anunciármelo. Después me llegaron varias noticias. La comunicación oficial la hizo el embajador sueco con un llamado telefónico.
—¿Piensa viajar a Estocolmo para recibir el premio?
—Pienso que sí, pero tengo que arreglarlo con mi familia. Se imagina que esa decisión no la voy a tomar solo (el doctor Leloir está casado con Amelia Zuberbühler y tiene una hija, Amelia, de 22 años. Vive con ellas en el tercer piso de un edificio de Palermo Chico).
—¿Por cuál de sus trabajos se le concedió el premio Nobel?
—Creo que por ninguno en especial. Hay que considerar los trabajos de toda mi vida. Mi campo de investigaciones ha sido siempre el metabolismo interno de los hidratos de carbono. Lo importante es que el lauro no me corresponde a mí sino a todos los colaboradores de este Instituto. No puedo callarme los nombres de Cardini, Caputto, Paladini, Trucco; las 33 personas que forman el grupo lo merecen. Ahora estoy un poco asustado por el despliegue de periodistas y temo olvidarme algún nombre importante.
—En otras oportunidades usted donó los premios que había recibido a la entidad que dirige. ¿Pensó lo que va a hacer esta vez con el monto de la recompensa?
—Todavía no lo he pensado.
—¿Cuál cree que es su trabajo más importante?
—A uno siempre le parece que es el que está haciendo ahora. De cualquier manera tal vez no sea yo el más indicado para decirlo. A juzgar por lo que se menciona en el premio Nobel, sería el del papel de los nucleótidos-azúcares en el metabolismo celular. No sé, ellos sabrán.
Revista Siete Días Ilustrados
02/11/1970

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