Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

El cierre del Pedemonte
Aquella torta de alcauciles...

A fin de esta semana, la piqueta municipal demolerá la esquina de Rivadavia y Florida, amenazada por el derrumbe. Con ella se va una gloria de la tertulia política y la buena mesa: el restaurante Pedemonte, fundado en 1890.
Dos redactores rastrearon la historia del lugar, hablaron con su dueño, reportearon a los clientes más notorios, comieron con el personal y lograron fotografías exclusivas de los tiempos de esplendor. Sin embargo, esto no es un nostálgico adiós: el Pedemonte volverá a abrir sus puertas

Aquella noche, la del 5 de enero de 1939, comió más que de costumbre. Tallarines y un bife jugoso. Lisandro de la Torre estaba solo: esa noche no dictó sus acostumbradas clases de política a sus discípulos Molinas, Thedy, Cantilo, Melo.
Luego del postre, se limpió prolijamente la tupida barba. Salió a la calle y desde la puerta del restaurante —Rivadavia 619— contempló Buenos Aires. Sería la última vez: treinta minutos. después se mataba de un balazo en la sien.
Desde entonces, cada vez que se evoca al restaurante Pedemonte, la anécdota surge inevitablemente. La última evocación fue la más triste: el lunes 15 de junio, Pedemonte cerró sus puertas después de erigirse —a lo larga de ochenta años— en uno de los lugares más distinguidos de Buenos Aires: una construcción lindera provocó un deslizamiento de tierra y la Municipalidad decidió demoler toda la esquina de Rivadavia y Florida. SEMANA entrevistó a José Manuel Pedemonte, 32, casado, tres hijos, uno de los actuales propietarios.
—Por favor, cuéntenos la historia del restaurante.
—Lo fundó mi abuelo —José Pedemonte— en 1890. Había venido de Europa a los 18 años, con los restos de una fortuna, a montar un restaurante. En el palacio del marqués de Palaviccini había aprendido lo que era la buena cocina. Estuvo un tiempo en el palacio sólo para aprender. Hay que tener en cuenta que en Europa un restaurante era una empresa difícil. Y claro... Buenos Aires estaba muy europeizada en aquella época y el abuelo vio el negocio. El único que funcionaba en ese entonces era el Sportsmen, de un francés llamado Pascal. Entre los platos que trajo el abuelo estaba la famosa torta de alcauciles, esa que exportamos a los Estados Unidos ... El abuelo José tuvo cuatro hijos: José Francisco, Julio (mi padre), Aída e Inés. Al morir se formó una sociedad familiar entre los hermanos, y papá se hizo cargo. Comenzaron a funcionar en el lote 615 de la calle Rivadavia. Era restaurante y salón de té. Entonces había una orquesta de señoritas. Tocaba en un balcón que todavía está sobre la barra: luego se llamó la victrolera. Pero no duraron mucho: apenas un mes. Había mala acústica y armaban un bochinche tremendo. En 1924 se hizo una refacción: se tomaron dos lotes más, hasta la medianera que hoy nos cuesta el desalojo. Se hizo en el mismo estilo, se continuó la boisserie y dejó de ser salón de té. El edificio es de 1860 y perteneció a la familia Devoto. La primera escritura está a nombre de Juana García de Devoto. Consta de 5 lotes: Florida 2, la armería de Rivadavia 611 y los tres lotes del restaurante. Tiene dos plantas altas: viviendas y oficinas. Los Pedemonte somos locatarios desde 1890.
—¿Por qué se convirtió en una gloria gastronómica?
—Bueno, eso tendrían que decirlo los clientes. Pero creo que fue la distinción, el buen gusto de los platos, el ambiente en sí. La boisserie, por ejemplo, es una joya. La hizo un ebanista alemán: Dickmann. Se desayunaba con cerveza y trabajaba borracho. Parece que el alcohol lo inspiró. Creí que no podríamos salvarla, pero un arquitecto amigo se puso a tocar tablitas y descubrió todo un sistema para desarmarla: tiene tornillos de acero de 3 pulgadas que ni siquiera están oxidados. Salen como si los hubieran puesto ayer. Además, los vitraux son obras de arte. Uno de ellos se llama Las Cernidoras (nombre con que se conoce a las cosechadoras de aceitunas). Ese fue también el nombre del aceite que se importaba de Italia hasta el año cuarenta.
—¿Esas joyas son rescatables?
—Claro. Si no, mi mujer me fusila ... Además, fueron parte del esplendor. Nosotros tuvimos siempre la mejor clientela de Buenos Aires. Mi padre —que murió a fines del año pasado— siempre decía que, salvo Perón, todos los presidentes fueron clientes nuestros. Y Perón no vino porque no se le habrá ocurrido. Hasta Onganía comió en la casa. Pero los más asiduos eran Ramírez y Guido. Algunas mesas se hicieron famosas, como la de Medrano, el de los grafodramas de La Nación. Y claro. Uno traía a otro, éste a un amigo, y al final el restaurante era un desfile de personalidades. Y la atención, no le cuento: los mozos eran de primera.
—¿Y el Petit Pedemonte, que estuvo en la misma cuadra?
—Bueno, esa historia ... Mire: Victorio Pedemonte era un sobrino segundo del abuelo José. Trabajó con él en el restaurante hasta que se peleó con el viejo. Entonces montó —casi en la esquina de Maipú— un restaurante que se llamó Petit. Como las ordenanzas obligaban a poner el nombre de los dueños, y para aprovechar la fama del auténtico, abajo decía, en letras destacadas, de Pedemonte y González. Pero nos sacó poco público: algunos turistas que entraban a Rivadavia por la esquina de Maipú. Veían Pedemonte y entraban. Más adelante, la casa Paul, propietaria del inmueble, les pidió el desalojo. En el transcurso murió Victorio y quedo González. Este vendió la llave con el lanzamiento ya decretado. El comprador, un tal Del Prete, puso una cantina: O sole mio. Y ocurrió lo previsible: Del Prete se fue endeudado. Los proveedores vinieron a contarme. Se agarraban la cabeza. No cobraron.
—Una de las famas del Pedemonte es la de haber sido importador y luego exportador. ¿Cómo fue?
—Muy sencillo. Hasta 1940 el abuelo —que murió en el 41— importaba vinos de Italia (Marqués de Barolo, entre otros), Francia, Alemania y España. Se fraccionaban aquí. También se trajeron oportos Osborne, de los que conservo aún etiquetas y cápsulas para fraccionamiento. Después nos dimos cuenta que los vinos argentinos eran muy buenos. Y la exportación fue por casualidad. O no, según se entienda. El vicepresidente de Pepsi Cola en la Argentina era cliente nuestro y un enamorado de la torta de alcauciles. Un día quiso llevarle de regalo a Joan Crawford esa torta. Y en los Estados Unidos gustó tanto que empezaron a pedirla. Llegamos a enviar basta veinte tortas por mes, a pedido.
—El restaurante estará lleno de anécdotas. . .
—Cómo no. La que más se recuerda es la de un viejo intendente radical. Era un hombre algo defectuoso que, como buen caudillo, usaba revólver en la cintura. En ese entonces había un mozo gallego que tomaba mucho y casi siempre lo atendía. Un día, el intendente leía el diario mientras esperaba. El mozo —bastante mareado— depositó el bife sobre la servilleta. El ex intendente se indignó: lo corrió con el revólver, a los gritos, por toda la casa. Se tuvo que dar una solución: desde entonces dejaba el revólver en la caja y se lo devolvíamos a la salida. Hubo miles de historias. Imagínese que Medrano hizo cerca de mil grafodramas en el Pedemonte. Uno que se llamaba Padrinos se debió a que en su mesa se suscitó una discusión política. Uno de los ofendidos comunicó que enviaría sus padrinos a su adversario. Este —algo tomado— le contestó que le mandara también a sus madrinas, pero que seguía pensando lo mismo. La última es de hace unos días: Guillermo Van Hatten, un antiguo habitué del restaurante, fue a buscar los vinos que guardaba en la bodega —una vieja costumbre de algunos clientes—, en conocimiento del desalojo. Se puso a llorar. Me contagió. Los mozos también. Fue un mar de lágrimas ...
La historia es interminable. Tanto como la que cuentan y contaron las paredes del viejo restaurante. Como las que cuentan los 36 empleados —11 mozos, 2 maîtres, 2 soumelliers, 3 jefes de partidas (un fiambrero, uno de entradas, el tercero de minutas), 18 dependientes y peones—. Todos un pequeño ejército para atender 65 mesas. Es que los 525 metros cuadrados del local —el salón tenía 225 y era de 15 metros por 15; el resto del metraje se distribuía entre el sótano habilitado, la bodega, el pequeño primer piso y dependencias— albergó a buena parte de la historia argentina desde la última década del siglo pasado.

_______________________
El dibujante Luis J. Medrano, 54 "que no parecen", casado, 3 hijos, habló de su mesa —la número 46—, quizá la más particular aunque no la más antigua.
—¿Sabe qué pasa? El Pedemonte estaba cerca de todo. En el año 43 ó 44 yo tenia una oficina en Diagonal Norte y empecé a ir sin darme cuenta. Hice amigos; a otros los llevé yo. Y nació una mesa de catorce a dieciocho tipos que siempre nos reuníamos. Pero era un desfile. La cabecera estaba a cargo del pelado Bartolomé Podestá, un escribano ya fallecido. Era un hombre extraordinario. Fue mi personaje en más de mil cuatrocientos dibujos. También venían Thedy, Molinas, el escribano Carreras, Manolo Ordóñez, Carlos Facio. La mesa duró hasta 1960, año en que une casé. Parece que mi matrimonio fue la muerte de la mesa. Se colaba gente extraña. Aparecían tipos que nadie conocía. A veces venía alguno a felicitarme por los grafodramas. Yo lo invitaba a comer y después ya no dejaba de venir. Se llamó el rincón de Medrano, pero debió llamarse el rincón de Podestá. Don Julio Pedemonte —gran amigo y gran tanguero— nos la adjudicó: nadie la ocupaba aunque no fuéramos. Generalmente almorzábamos. Pero en un tiempo también íbamos de noche porque después entrábamos gratis al Luna Park: Carlos 'Chorri' Mujica era director municipal de box ... Siempre nos atendía el mismo mozo: Virgilio Guateo, un italiano macanudo. El plato predilecto y unánime era el Brandad de bacalao. Pero nunca faltaba el amarrete que pedía una tirita de asado ... La mesa era heterogénea. Un día se agregó uno —Antonio Medina— que era alto empleado de la tienda La Favorita. Con el tiempo nos echábamos la culpa de haberlo traído. "Fuiste vos." "No, fuiste vos," "No, fue aquél." Lo lindo es que lo hablábamos delante de Medina. Pero él no se hacía problemas: creía que lo decíamos en broma.
—¿Usted dibujaba en el restaurante?
—No. Sólo algunas caricaturas. Pero me guardaba de memoria las escenas. Y después salían los grafodramas. Don Julio llegó a tapar parte de la boisserie con recortes que ponía en cuadros. Los empleados lo llamaban Pechito, a escondidas. Y cuando ganaron el campeonato de fútbol de los gastronómicos le hice un grafodrama: Pechito con sus jugadores. Se llamó Alma Mater. Don Julio y Podestá fueron los personajes centrales de mis dibujos.
—¿Sabia que el restaurante estaba en peligro?
—No. Pero Osvaldo, uno de los somelliers, me pidió vez; pasada que hiciera un grafodrama de José Manuel Pedemonte porque lanzaba imprecaciones contra la obra de al lado. Lo anoté y pensé hacerlo. Pero perdí el papel. Hubiera sido una premonición. Y hubo otra: Resulta que don Julio no quería saber nada con poner acondicionadores de aire. Entonces lo traicionábamos con el City Hotel. Una tarde salimos del City con 43 grados. (Estábamos indignados con Julio. Le íbamos a hacer un planteo porque José Manuel necesitaba apoyo para convencerlo. Este verano conseguimos que pusiera los aparatos. Pero trajeron mala suerte.
—¿Qué anécdotas le recuerda el Pedemonte?
—Dos. Una que me contaron y otra que viví. El día que lo enterraron a Yrigoyen, Lisandro de la Torre almorzaba en su mesa de siempre. Las columnas del pueblo acompañaban al cortejo por Avenida de Mayo. De pronto irrumpió en el salón un tipo y se dirigió a don Lisandro: "Doctor —lo invitó—, por qué no se une a las columnas". De la Torre —servilleta en mano— lo corrió como a un gato. "Zape, zape", gritaba. Y a mí me tocó una inolvidable. Un día leo en un diario que había muerto Luis María de la Torre, un viejo integrante de la mesa. Al día siguiente fui al entierro, en la Recoleta. Me llamó la atención que no estuviera ningún conocido. Sólo un tipo que me debía doscientos pesos y me disparaba. En un momento faltó gente para llevar el ataúd. Compungido, tomé la primera manija. Al terminar, me fui al Pedemonte a ver a los muchachos. Cuando llegué, Luis María de la Torre comía tranquilamente. Fue pirandelliano: el error de estar vivo o la alegría de no estar muerto. El otro día, Luis María de la Torne cumplió 80 años. Le mandé un telegrama. Como no tenía su dirección me fijé en la guía. Tampoco era él. Todavía le debo la felicitación ...

____________
Mariano Mores, que en estos días viaja a los Estados Unidos para dar un concierto en el Lincoln Center, era otro de los clientes del restaurante, aunque no habitué.
—Es que allí iba de todo —recuerda—, desde gente de apellido y patriarcas hasta malandras. Comencé a frecuentarlo en 1964, cuando conocí en el Luna Park a don Julio Pedemonte, tanguero y gran bailarín. La nuestra era más una amistad personal que gastronómica. Siempre pedí un plato determinado: mondongo a la no sé cuánto. La atención de los mozos era increíble. Tremenda, maravillosa. Para cerrar un negocio, el Pedemonte era el lugar ideal. Aunque justo allí me hicieron el cuento del tío. Una noche llegué cuando estaban por cerrar. Don Julio me convidó con un whisky mientras charlábamos en el mostrador. A mi lado había un tipo que vestía en forma impresionante. De sombrero orión y con una pinta de magnate que rajaba. Parecía el gordo Villanueva. Fue venme y empezar con que era admirador mío: que yo era su ídolo, que quería un disco y todo el resto de camelo empalagoso. Me lo saqué de encima como pude y me fui. A las dos semanas, vuelvo y me lo encuentro otra vez. Esa noche no pude zafarme: me envolvió en tal forma que terminé llevándolo en coche hasta un lujosísimo hotel donde dijo que vivía. ¿Me dejó una tarjeta y tuve que darle la mía. Decía que estaba muy vinculado a políticos y militares y que me quería tanto que me iba a hacer entrar en un gran negocio. Como a los quince días me llamó y me dijo: "Mariano (ya me llamaba por el nombre de pila el desgraciado), tengo cualquier cantidad de mercaderías importadas; conservas, whisky, cigarros Montecristo y Partagás (¡justo mis marcas!), que se las consigo casi regaladas". Hasta me prometió un Mercedes Benz libre de impuestos a un precio increíble. Me citó en Leandro Alem y Charcas "con la plata". Como le dije que no iba a largar un peso hasta no ver la mercadería, se hizo el ofendido y todo: ¡Pero Mariano, estamos entre caballeros! Me hizo quedar en el coche y el entró en la embajada de Dinamarca. Bajó al rato y se acercó diciéndome: ¿Tiene sesenta mil pesos encima? Es para señar la mercadería y poder traerle algunas cosas al coche para que las vea. Aún desconfiando, se los di. Vi que entraba de nuevo al edificio y momentos después salía y se metía en un negocio de al lado, que hace esquina. Estuve como una hora esperándolo hasta que entré en sospechas. Fui hasta el negocio ¡y tenia otra salida! Se había hecho humo. A la noche, lleno de bronca, fui a verlo a don Julio. Riendo, me contó que por ahí no iba más. El personaje le debía unos pesos que le pidió para viajar urgente a la estancia donde moría su viejita ...

_____________
Álvaro Alsogaray posiblemente esté más ocupado ahora que cuando ejercía la función pública. Negocios, reuniones, visitas, cubre todo su tiempo. Sin embargo, recibió a SEMANA para rememorar el viejo restaurante donde comió en los últimos 25 años.
—Me gustaría que lo reconstruyeran —se esperanzó—. Es que el cierre del Pedemonte me llenó de tristeza; se va con él un pedazo de Buenos Arres. Yo comencé a frecuentarlo allá por 1946 (cuando me retiré de la Aeronáutica como capitán ingeniero. Fundé entonces una empresa aérea, Zonda, que tenía sus oficinas en Florida y Rivadavia. Así me acostumbré a ir a almorzar al Pedemonte. Luego me cautivó y desde entonces fui otro de sus habitués. Mi plato preferido era la torta pascualina fría, un verdadero manjar. Anécdotas tengo muchas, pero posiblemente la más graciosa y simpática se la debo a Luis J. Medrano: ¡por su culpa tuve que pasar un invierno sin probar carne! Resulta que yo era ¡ministro de Economía. A fin de que el país pudiera aumentar sus saldos exportables y obtener más divisas para equilibrar la balanza económica, decidí restringir el consumo de carne vacuna. ¡Todos se deben acordar de mis charlas por televisión!: aconsejaba entonces comer menos carne para aumentar la exportación. Medrano hizo un grafodrama que luego don Julio puso en un cuadro. En él aparecía yo comiendo un bife grandote y jugoso mientras el resto de los comensales me miraban con ojos de pocos amigos al tiempo que en todos sus platos aparecían tallarines y fideos. Como chiste era muy bueno. Lo malo fue que mi señora, para dar el ejemplo, dejó de comprar carne. Nada de que el carnicero y los vecinos pensaran aquello de "haz lo que yo digo pero no lo que yo hago". Y el ejemplo casero cundió: en todo almuerzo, cena y agasajo al que me tocaba asistir, suprimían la carne. Así pasé un invierno famélico y con un antojo de comer carne que no le digo ...
El doctor Julio Emilio Álvarez, ex ministro de Bienestar Social, es otro de los hombres que desfilaron por la rica historia del Pedemonte, una historia que SEMANA rescata de las piquetas. Álvarez recuerda:
—Me acostumbré a ir porque estaba cerca de todo. Y me cautivó porque era un remanso ideal para reanudar una linda costumbre perdida: la sobremesa. Reunía todo: limpio, no demasiado caro y con un ambiente especial. Casero, pero con dignidad y señorío. Una suerte de viejo restaurante provincianamente porteño. Allí se hablaba del país; el país vivía en el Pedemonte. No era lugar para negocios; sí para política. Aunque se discrepara, uno sabía que todos los que estaban tenían el país como preocupación. Algo así como El Tropezón por las noches. Tenía un aire de club de hombres, de club londinense. Iban pocas mujeres y muy pocos niños. La comida, sensacional: el mejor salmón grillé, la famosa torta de alcauciles, pucheros, sopas (hasta de tortuga). Y los postres, extraordinarios. El alfajor había que reservarlo. El mozo se acercaba y me decía: ¿Le guardo un poco de alfajor, doctor? Y entonces uno sabía qué tenia para el final. Era extraño que se tomara café. Lo hacían, pero no era costumbre tomarlo allí. Si comer es un medio y no un fin, el Pedemonte cumplía esa fundón. No era un comedero. Nadie iba a comer (mucho... Era un rito que vamos a extrañar. Hoy en día, ¿quién no extraña un remanso... ?




LA NOTICIA

El lunes 15 de junio, los dueños del Pedemonte cerraron las puertas del decano de los restaurantes porteños. Inaugurado en 1890, desfilaron por sus mesas las más altas personalidades argentinas. Una semana después del cierre, por disposición municipal, debían comenzar los trabajos de demolición: los viejos muros que supieron del esplendor y de las luces, de borsseries y vitraux importados, de distinción y paladares satisfechos, de los momentos previos al suicidio de Lisandro de la Torre, del humor mordaz de Luis J. Medrano, de los diálogos de todos los presidentes argentinos menos Perón, no soportaron más. La construcción —en terreno lindero— de un garaje de cinco pisos provocó el desastre: se quebraron los cimientos. Un deslizamiento de tierra amenazó la seguridad del edificio, levantado en 1860. El clima desatado por el derrumbe de Montes de Oca 680 aceleró la decisión de las autoridades comunales. Ofrecieron a la familia Pedemonte usufructuar parte del solar histórico de Alsina y Defensa, donde funciona la farmacia La Estrella, otro retazo de la tradición porteña.

COMER EN OTRA MESA
SEMANA estuvo también con el personal del Pedemonte. Almorzó con su staff en un restaurante vecino del cerrada local el sábado 27. Manuel Mañas, 52, soltero, fiambrero de la casa desde hace ocho años, dijo que "el Pedemonte fue lo mejor que tuve en mi casa después de mis viejos. Don Julio era un padre para nosotros. Gaucho y recto. Hasta nos adelantaba dinero cuando lo necesitábamos. Recuerdo cómo se alegró cuando salimos campeones gastronómicos de fútbol. Puso la copa —que era enorme— junto a sus mejores recuerdos. Y vea que eran muchos. Incluso algunos de ellos regalados por ex presidentes..."
Todos quieren contar su anécdota: que Jorge Luis Borges comía siempre lo mismo: sopa, tallarines y soda; que el vitraux de la entrada lo rompió Lisandro de la Torre. Según unos fue un puñetazo que dio un día que estaba nervioso; la mayoría se inclina por atribuirlo al bastonazo que le tiró al que vino a invitarlo al entierro de Yrigoyen; y la que nadie cree dice que atropello la puerta sin querer, de puro distraído que era. Otro recordó los elogios del embajador norteamericano Lodge a los claritos que bebía ("son los mejores del mundo") con su almuerzo. El maître Ernesto Corral añora aquella época en que era cajero y guardaba el arma de un ex intendente junto al cambio; que José María Guido y Costa Méndez comían seguido; que Carlos Perette, otro habitué, era el más goloso; que Hugo del Carril canturreaba tangos mientras esperaba los platos. Que Tato Bores, que Tita Merello, que Palmero, que Allende, que Alsogaray. Las evocaciones a Medrano se tornan cariñosas. Ninguno piensa en buscar otro trabajo. Hay una sed de desquite que tiene mucho que ver con la promesa del actual propietario, José Manuel Pedemonte.
La Municipalidad nos ofreció un local en la calle Defensa, pero creo que no sirve. Es casi seguro que consigamos un local en la misma zona y con las mismas dimensiones. Por eso se rescata tocto: boisserie, vitraux, cuadros. Y cuando lo reabra será para alquilar balcones. ¡Palabra de Pedemonte!

Revista Semana Gráfica
03.07.1970

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba