En las últimas horas de la noche del miércoles
pasado, el Poder Ejecutivo Nacional sancionó la
ley 18.953 que incorpora —entre otras reformas— la
pena de muerte al Código Penal. La innovación, que
reajusta y amplía las ya existentes penalidades de
prisión, reclusión, inhabilitación y multa,
atiende especialmente a delitos vinculados con la
acción subversiva. Sin embargo, el rigor de la
sanción podría recaer también sobre la
delincuencia común en los casos de homicidio
agravado, extendiéndose así la amplitud de la pena
a los responsables, por ejemplo, de la
construcción deficiente de un edificio cuyo
derrumbe ocasionara la muerte de sus habitantes.
Naturalmente, queda exento de pena el homicidio en
legítima defensa. No se obvian, en las
reglamentaciones de la nueva codificación, las
formas que asumirá —para todos los casos— la
ejecución capital: "La pena de muerte será
cumplida —precisa el artículo 5 bis— por
fusilamiento y se ejecutará en el lugar y por
fuerzas de seguridad que el Poder Ejecutivo
designe, dentro de las 48 horas de encontrarse
firme la sentencia, salvo aplazamiento que él
podrá disponer siempre que no exceda un plazo de
diez días corridos". Curiosamente, el método es el
mismo que suscriben todos los países —no son
muchos— que en América Latina disponen de pena
capital. Ocho meses atrás, el martes 2 de junio
de 1970, Juan Carlos Onganía anunciaba sobre el
final de un discurso tenso —que los argentinos
siguieron en sus televisores— la implantación de
la pena de muerte. Hasta esa fecha, el sistema
penal argentino —enrolado en la corriente
abolicionista desde 1921— había desconocido, al
menos formalmente, la instancia capital. Bastó sin
embargo que las tentativas de diálogo se
frustraran agudizando la crisis de la Revolución
Argentina, para que la violencia accediera a
formas institucionales; se dijo entonces que la
última pena tendría facultades coercitivas e
intimidatorias, acaso un viejo error de
apreciación: desde ya, no llegó a aplicarse.
Paralelamente, los actos de terrorismo y
subversión aumentaron. Seis días más tarde, Juan
Carlos Onganía, inspirador de la ley 18.701, era
obligado a resignar el poder. La semana pasada,
entre los fragores de la convulsionada Córdoba y
las insólitas tropelías del encuentro Boca
Juniors-Sporting Cristal, la noticia de la reforma
penal dio la medida dramática de siete días
inquietantes. Con todo, nadie se alarmó demasiado;
el jueves Córdoba amanecía en pie de guerra y los
potenciales ajusticiados danzaban sobre la
amenaza; muchos se preguntaban si acaso creían en
ella; otros, menos dubitativos, preferían señalar
que no hay juez en la Argentina capaz de poner su
firma al pie de una sentencia capital. Desde ya,
semejante posición invalidaría, de hecho cualquier
ordenamiento legal, pero quizá previendo esas
consecuencias la penalidad se reviste de un
criterio opcional: en todos los casos la pena de
muerte va acompañada con la alternativa de
reclusión perpetua. Hay, entonces, respecto de
la ley 18.701, promulgada el año último, una merma
de drasticidad. Los ministros del presidente
Levingston decidieron que se trataba de una
sustancial diferencia. En el mensaje adjunto al
texto legal, hicieron constar otro aspecto de
disimilitud: "Los que suscriben este mensaje, sin
embargo, no pueden menos que esperar que un cambio
en las circunstancias actuales permita en un
futuro próximo la derogación de la pena de
muerte". Acaso el párrafo encierre el signo
inequívoco de una aprensión que traduce lo
desesperante de tales decisiones. Después de todo,
no siempre semejantes sanciones son irreversibles.
INTERROGANTES. Es habitual que los magistrados
se abstengan de hacer declaraciones públicas, y
ese silencio asume a veces el carácter de un voto
profesional. En la primera mitad de la semana
pasada, pocos conocían el proyecto del texto de
ley fechado el 17. Pero, de un modo u otro, los
tres jueces que conversaron con Panorama
permitieron traslucir sus criterios personales
alrededor del tema de la pena capital. Según
Víctor Guerrero Leconte (44), juez de sentencia en
primera instancia, la fuerza inhibitoria que se le
adjudica al máximo castigo dista de ser efectiva:
"Para el delincuente lo importante es el margen de
impunidad y no el monto de la pena. Innúmeros
casos ejemplificarían esta realidad: cuando en
1958 se agravaron las sanciones a fin de suprimir
los robos de automóviles el resultado fue
desalentador, porque, concretamente, los robos no
se redujeron. Inclusive, la misma pena de muerte
sancionada el año pasado demostró que no era
efectiva como amenaza". Nada más cierto, a partir
de la muerte de Pedro Eugenio Aramburu y de los
asaltos a La Calera y Garín, un tornado de
violencia se aplastó sobre la segunda mitad de
1970: los atentados contra José Alonso y Osvaldo
Sandoval, la concreta desaparición de Néstor
Martins y Nildo Zenteno, los reiterados
desvalijamientos de bancos e incursiones a
comisarías y cuarteles, parecen probar bien a las
claras la convicción del juez Leconte. Esa
misma preocupación, la validez del castigo
irreparable como correctivo de la violencia,
encontró distinto eco en el magistrado Héctor
Vallejo (50). Su entrevista fue un zarandeo de
preguntas respondidas con otras preguntas: "¿Acaso
no es repudiable la actitud —conjeturó— de los
intelectuales que defienden un humanismo a lo
Pilatos? Por mi formación cristiana no soy
partidario de la pena de muerte, pero si su
institución es inevitable seremos los jueces
quienes firmaremos las sentencia, porque de no ser
así, ¿quién tomaría en sus manos semejante
responsabilidad?". Otros aparatos, según observan
quienes frecuentan el mundo tribunalicio, se
arrogarían la justicia; el siniestro escuadrón de
la muerte, en Brasil, es un ejemplo que menudeó a
discreción. Esos modelos, sin embargo, amenazan
con servir de excusa viable para hacer de la
violencia un instituto cuyos mandos obedezcan al
poder legal. Peligrosa ingenuidad, sin duda,
puesto que olvida la facilidad con que las leyes
pueden entronar el más oscuro de los rigores.
Munido de un hermetismo sin fisuras, el juez
Martín Soto epilogó la cuestión descartando en
principio que la sociedad posea funciones
vindicativas: "No diré si estoy a favor o en
contra de la pena de muerte —adujo—, al respecto
tengo opinión tomada, pero lo que aquí cuenta es
determinar qué fin persigue una institución
semejante. Me pregunto entonces si habrán sido
observados los innumerables antecedentes que hay
en la materia. De paso, siempre conviene recordar
el caso Dreyfus".
LA PENA VIAJERA. A las
nueve de la mañana del 24 de diciembre de 1853,
dos mazorqueros, Francisco A. Alem y el ex
comandante Cuitiño, eran fusilados y
posteriormente colgados de la horca en la plaza
Concepción, de Buenos Aires. Seis mil personas
presenciaron la ejecución. Siete años más tarde,
Alem y Cuitiño probablemente se hubieran salvado:
la Constitución de 1853, por su reforma de 1860
declaró abolida para siempre la pena de muerte por
causas políticas. Sin embargo se siguió aplicando
en casos de delito común, a pesar de que en la
segunda mitad del siglo XIX las corrientes
humanísticas europeas hicieron prevalecer en
muchos estados el criterio abolicionista. Es que,
aunque resulte extraño, las dificultades para
arribar a un acuerdo sobre la implantación o no
del castigo máximo subsisten hoy todavía a los
estados modernos. Después de la Segunda Guerra
Mundial muchos países de Medio Oriente y algunos
de Europa en proceso de reorganización política y
económica la incorporaron a sus códigos, de modo
que la pugna sigue en pie. El Código Penal
argentino, articulado por primera vez en 1886,
admitía la sanción capital referida a delitos
comunes, pero muy pocas veces llegó a aplicarse:
tres casos en quince años —los primeros del siglo
XX— dan la medida de su ejecutividad, y los
entonces condenados —hijos de inmigrantes— eran
homicidas pasionales. En 1921, la reforma del
Código Penal suprime la pena de muerte en forma
que se creía entonces definitiva; curiosamente,
pocos meses después, en Santa Cruz, una veintena
de peones de campo levantados en huelga por
demanda de salarios mueren bajo el fuego militar.
Las ejecuciones eran capaces de ignorar el Código.
Sobre el filo del año 1930, los exegetas de
Proudhon, Bakunin, Malatesta y Fauré
capitalizarían para sí las iras del entonces
gobierno revolucionario: una intensa persecución
de anarquistas remeda la caza de brujas, y una vez
más retumban los fusiles en penitenciarías y
polígonos de tiros. Esa vez son Paulino Scarfó,
Severino Di Giovani y Penina, tres célebres
libertarios, quienes se derrumban ajusticiados por
la ley militar. Que la historia es cruel y
paradójica no lo duda nadie: durante su gobierno,
Perón sancionó la ley 14.117, que castigaba con la
pena máxima a los causantes políticos. Después de
septiembre de 1955, la Revolución Libertadora
sostuvo que esa legislación "es violatoria de
nuestras tradiciones constitucionales, que han
suprimido para siempre la pena de muerte por
causas políticas". Un año después, el gobierno de
Pedro Eugenio Aramburu ordenaba los fusilamientos
de los coroneles Cogorno e Ibazeta y del general
peronista Juan José Valle.
LA LEY EN JAQUE.
El viernes pasado, Carlos Sánchez Viamonte (79),
abogado y constitucionalista, desentrañó el
sentido que, a su juicio, se le ha conferido a la
incorporación penal del miércoles 17. Explicó a
Panorama que si la sanción máxima pretende
condenar el activismo político ("cosa que creo")
ha elegido un camino desacertado: "En principio
—dijo—, la medida es anticonstitucional, ya que el
artículo 21 de nuestra Constitución autoriza al
ciudadano a armarse a favor de ella. Además, sería
conveniente preguntarse si es justo denominar pena
capital a la sanción que actúa sobre causas
políticas cuando esas causas se traducen en un
homicidio comprobado. Por otra parte, todo el
sistema de las penalidades varía cuando están
sobre el tapete los llamados delitos políticos; yo
personalmente soy contrario a la pena de muerte
por delito común —y hasta me inclino a favor de la
víctima aunque haya sido un delincuente—, con más
razón lo soy cuando ésta atiende a delitos
políticos". Parecido criterio, aunque motivado
por intereses específicamente políticos y
sociales, esgrimió esa misma tarde el abogado
Ventura Mayoral (50), criminalista, abogado de
Perón y defensor del presbítero Alberto Carbone
durante el caso Aramburu. Para Mayoral la pena de
muerte fracasa en su efecto práctico por cuanto no
logra una retracción de los actos ilícitos
cometibles. "Fundamentalmente —expresó— entiendo
que no se analizaron las causas que motivaron la
decisión en las Fuerzas Armadas, y esas causas son
de origen socioeconómico, puesto que el
infra-desarrollo está a la vista de todos los
argentinos. De modo que lo apropiado es combatir
esas causas. Luego, aun imponiendo la pena de
muerte y suponiendo que esto signifique
coercitivamente la presunta disminución de los
delitos, ese criterio sigue un camino equivocado:
si permanecen las causas del mal y nos mostramos
indiferentes a romper el sistema imperante en el
país, los delitos que se buscan reprender
subsistirán naturalmente. No comparto la pena de
muerte, ni la reclusión perpetua porque no está en
mi espíritu formativo ni en mi conciencia aceptar
esos términos, y si tengo que opinar con respecto
a las consecuencias de esta medida, debo decir que
seguirá habiendo secuestros y asaltos, porque el
fin de esas actitudes tiene un objetivo que las
Fuerzas Armadas deben contemplar en forma
definitiva, requiriendo de una vez por todas
defender el patrimonio argentino." Acertadas o
no, las interpretaciones diversas abundan en
opiniones que en nada favorecen a la institución
penal. El escepticismo referido a la practicidad
de un método tan drástico es seguramente el menos
importante. Otras razones, afincadas en el valor
supremo de la vida, aparecen como portadoras de
argumentos más valederos: el mismo Estado, después
de todo, se arroga el derecho de suprimir o
permitir un bien sin el cual no podría existir.
Recuadros------------------- La pena
capital en el mundo A través de los siglos, el
hombre no tuvo escrúpulos en ejecutar a sus
semejantes y en agravar las penas capitales con
torturas y crueldades aberrantes. Las sentencias
de muerte abarcaban el amplio espectro de todos
los delitos conocidos, aunque lentamente se fueron
reduciendo a las faltas contra las deidades y la
disciplina del orden político. El pueblo judío,
desde su origen, penó con la muerte la idolatría,
la infidelidad, la pederastía o el homicidio,
lapidando o decapitando al culpable. "Si un hombre
comete adulterio con la mujer de su prójimo
—ordenaba el Levítico—, serán muertos sin
remisión, el adúltero y la adúltera." Mayor
importancia dieron los espartanos a las faltas
contra la seguridad del Estado y del individuo,
castigadas con severidad por las leyes de Licurgo
y de Dracón con la asfixia o la horca.
Posteriormente, Solón redujo el listado de los
delitos punibles con la muerte, pero aumentó la
variedad de los escarmientos. El crimen más
detestado por los romanos fue la traición interna
(perduellio) que se pagaba con la vida, de la
misma manera que la profanación, el sacrilegio,
las liviandades de las vestales o la irreverencia
hacia los dictados de los augures, aunque recién
después de promulgarse la Ley de las XII Tablas,
fue reglamentada la pena de muerte. Hacia el año
400 de la Era Cristiana, al afirmarse la invasión
eslavo-germánica en Europa central y meridional,
Roma se desmoronó y con ella su legislación penal,
vacío que llenó la Ley del Talión practicada por
los invasores. De esa manera, la pena de muerte
dejó de tener un contenido jurídico para
convertirse en una norma de aplicación caprichosa,
y debieron trascurrir casi ochocientos años para
que el derecho romano renaciera en Europa
reintegrando al Estado la función de dictar
sentencia. En España, el Fuero Juzgo implantó
el castigo de la muerte ya sea para los "delitos
enormes" o para los "pecados afrentosos", y así
como los espartanos prohibían anunciar las
ejecuciones (las realizaban de noche y en la misma
celda del condenado para evitar un sentimiento de
compasión de parte del pueblo), las sentencias del
Fuero, según lo prescribía su ley séptima
alentaban a los jueces a dar la mayor publicidad
posible, y de acuerdo donde se lo ejecutara, el
reo podía ser decapitado, ahorcado o despeñado.
También las Siete Partidas de Alfonso El Sabio,
legislaron sobre los delitos, especificando las
penas de hoguera, decapitación y horca, pero
aboliendo la crucifixión y el despeñamiento. En
la Edad Media se generalizaron cinco formas de
castigo: para nobles y militares, descabezamiento;
hoguera para los herejes; rueda y horca para los
delincuentes comunes, y descuartizamiento para
penar el crimen político. La América precolombina
tampoco fue ajena a la pena de muerte: la
severidad de los aztecas no deja dudas con
respecto al celo que demostraron al punir algunas
faltas como la seducción, el robo o el disfraz
femenino de los travestí.
LOS
ABOLICIONISTAS. Hacia el 1700 aparecieron en
Europa las primeras tentativas de hallar remedio
al sufrimiento que los condenados padecían en la
mayoría de las ejecuciones. Cesare Beccaria, un
humanista italiano, fue mucho más allá con su
libro Dei delitti e delle pene, publicado en 1764,
en el que propugnaba, lisa y llanamente, la
abolición de la pena de muerte por "inútil e
innecesaria". En realidad, en los siglos
anteriores no se discutió, doctrinariamente, sobre
si la pena de muerte era o no lícita. Platón, uno
de los primeros en considerarla, la justificó como
un medio para liberar a la sociedad de elementos
nocivos, sugerencia que Séneca recogió más tarde
en su obra De ira para llevarla "a un nivel más
elaborado. También Santo Tomás de Aquino, en el
siglo XIII, engarzó el tema en su frondosa Summa
Teologicae, teorizando sobre el mandato que Dios
le hubo conferido al poder público para aplicar
sanciones jurídicas sobre la eliminación de uno de
sus miembros para salvar a la comunidad. Por su
parte, Samuel Puffendorf, Hugo Groccio y Juan
Bodin, maestros de la escuela del Derecho Natural
sostuvieron, aunque con distintos argumentos, que
la pena de muerte es necesaria como elemento de
freno y de represión, donde existe un pacto social
entre un sinnúmero de individuos. Las
proposiciones formuladas por Beccaria rindieron
sus frutos en el siglo XX, creando una corriente
abolicionista de la pena de muerte en la
legislación penal ordinaria de Bélgica, Brasil,
Costa Rica, Alemania Occidental, Luxemburgo,
Holanda, Noruega, Grecia, Suiza, Portugal,
Rumania, Italia, Inglaterra, la Unión Soviética,
Mónaco, Uruguay y Venezuela. Francia por su parte
mantiene en suspenso la aplicación de las
sentencias, mientras que la Argentina ahora ha
ingresado al grupo no abolicionista compuesto,
entre otros, por los Estados Unidos, España,
Canadá, México, Turquía, Chile, Perú, casi todo el
grupo asiático y la mayor parte del bloque
africano. La ejecución varía de acuerdo al método
adoptado, Así, por ejemplo, en la totalidad de los
países europeos se recurre a la horca, salvo
Francia que en caso de aplicar la pena debe
desempolvar su famosa guillotina. La decapitación
se utiliza, todavía en el Asia, y el fusilamiento
en Sudamérica, mientras que en los Estados Unidos
se recurre a la silla eléctrica desde 1890, y en
algunos Estados a la cámara de gas, a partir de
1924. Para Beccaria, no existía ningún poder
terreno ni ultraterreno que otorgara a un hombre
la facultad de eliminar a otro. "¿Qué castigo
puede cumplir su función social —reflexiona a su
ves Juan Carlos Smith, penalista argentino—
después de extinguida la existencia? ¿Qué
corrección puede ser posible más allá de la vida
misma?".
EL CASTIGO IRREPARABLE
por
Antonio Quarracino Obispo de Avellaneda
Establecida la discusión sobre la pena de muerte
desde el punto de vista del derecho del Estado,
admitido que éste posee poderes que no los tiene
el individuo y que es función suya la custodia y
defensa de los intereses fundamentales de la
sociedad y de la persona humana, del bien común,
el pensamiento tradicional de los filósofos y
moralistas cristianos enseñó que el poder
coercitivo del Estado —innegable si no se quiere
una sociedad selvática o anárquica— llega hasta la
pena de muerte. Como suele suceder en tantas
cuestiones, lo que parece claro en el orden de la
doctrina abstracta se oscurece o complica cuando
hay que determinar los casos que caerían bajo esa
tremenda punición. Prácticamente no se bajó
nunca al campo de la "casuística", entendiendo que
ello correspondía a una legislación coherente con
las condiciones y situaciones de cada país. Lo que
siempre se dio por supuesto es que en tales casos
la justicia debería actuar con la rectitud,
libertad y claridad extremas que exige una
realidad en la que cualquier error es
absolutamente irreparable. Pero, sin embargo,
existe algo que no se puede dejar de reconocer.
Por un lado el hecho concreto de que los Estados
modernos fueron suprimiendo esa pena; por otro, es
indiscutible que la valoración positiva de la vida
humana ha ido evolucionando. En nuestro tiempo un
fusilamiento, por ejemplo, impacta con muchísima
más fuerza que en siglos anteriores. (Lo que no
impidió —dicho sea de paso— que en lo que va del
siglo actual haya existido un buen número de
aberraciones; piénsese en los hornos crematorios,
en las cámaras de gas, en las purgas políticas...)
Esto implica que cuando un Estado suprime de su
legislación la pena de muerte, en el consenso
general se considera que ha dado un paso adelante
en el orden de una justicia más humana y, por
consiguiente, más cristiana. Lo contrario aparece
como un retroceso. No deja de argumentarse
alguna vez con el ejemplo de que los dos grandes
"colosos" del mundo contemporáneo —USA y URSS— la
tienen y la mantienen. A mi vez respondería
brevísimamente con dos preguntas. En el primer
caso ¿es eficaz, vale decir, evita los males de
los que, con esa gravísima pena, se desea
preservar a la sociedad? En el segundo caso, ¿no
es lamentablemente lógico, tratándose de un Estado
totalitario, "patrón" de vida y muerte? La
moral cristiana tradicionalmente enseñó que el
hombre ha de esforzarse por apartar —o apartarse—
de las causas que lo inducen al pecado. De manera
análoga diría que un Estado debe interrogarse
seriamente y con lucidez por las causas que
originan las culpas o los males que se quiere
castigar o evitar con la pena capital, entendida
como ley, no como respuesta pasajera a una
gravísima y determinada emergencia, Si un
drogado mata o un resentido coloca una bomba, por
ejemplo, primera preocupación de los poderes
públicos debe ser la de arbitrar los medios para
poner fin a un infame comercio o a las condiciones
de un estado de cosas que han creado un
resentimiento tan radical. Pienso que siempre
tiene vigencia aquello de que "removidas las
causas se quitan los efectos" y que "más vale
prevenir que curar". Copyright Panorama, 1971
Revista Panorama 23.03.1971
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