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crónicas del siglo pasado

Periodismo
La batalladora vejez de los colosos

Por fuera, La Prensa articula sobre la Avenida de Mayo de Buenos Aires su complicada decoración finisecular, que se atenúa apenas en la fachada posterior, sobre Rivadavia. La Nación, en cambio, alinea dos frentes modestos en la calle San Martín, y derrocha primores del barroco hispano-indígena sobre Florida. Por dentro, sin embargo, ambos edificios poseen una apariencia de solemne vetustez casi idéntica, aunque La Nación es un laberinto de construcciones de diversas épocas, zurcidas entre sí, y La Prensa ostente mayor homogeneidad.
Ambos diarios se aproximan al siglo de existencia: La Prensa es un año mayor que La Nación (1869 y 1870 son sus respectivas fechas de fundación). Con el desaparecido Diario de la Marina, de La Habana, y El Mercurio, de Chile, las empresas de los Mitre y los Paz se ubican en la primera fila del periodismo continental, y su trascendencia ha llegado a ser legendaria. Desde hace varios años, La Prensa figura en las listas internacionales de los primeros veinte diarios del mundo; este año se agregó a esa lista, por primera vez, La Nación, lo que hizo enarcar las cejas a sus rivales.
Esta situación competitiva no hace sino actualizarse; viene de lejos, repta subterráneamente de una publicación a otra, corroe la vinculación entre ambas (que es aparentemente cordial) y ha tenido a veces erupciones de sorprendente violencia. En la década del 30 hubo una ruptura entre los dos matutinos, cuando el entonces director de La Nación, Jorge Mitre, publicó triunfalmente las cifras de venta de su diario, precisando que eran superiores a las de La Prensa. "Fue una falta de ética —comentó la semana pasada un redactor jubilado del diario de Paz, aún resentido por aquella acción—, durante años no nos saludamos con los Mitre."
El posesivo utilizado por el anciano comentarista no es casual: es reflejo de una lealtad que ambos bandos ostentan como una antigua y austera virtud. Se trata de un sistema de virtudes, deberes y derechos casi patriarcales, donde cierta rígida severidad de las empresas nunca ha flaqueado. Se recuerda, por ejemplo, el caso del novelista Carlos Alberto Leumann, diestramente retirado de circulación por La Nación cuando una de sus colaboraciones en el suplemento dominical escandalizó, hace más de tres décadas, a damas de rígida intransigencia religiosa, quienes amenazaron con borrar sus patricios apellidos de la lista de suscriptores. El diario prefirió sacrificar a su redactor, como lo hizo cuando Raúl Scalabrini Ortiz se atrevió a dar opiniones propias, durante una gira europea, acerca de la actividad de las empresas británicas en el Plata.
Quizá La Prensa sea, para el visitante casual, el más imponente de los dos colosos. Los techos altos, a menudo ornamentados; las arañas de bronce, el silencio de las estancias, los sillones con el monograma del diario, esculturas y faroles, contrapuertas de cuero para ahogar sonidos; todo parece calculado para crear una imagen de áulica lejanía. Por eso sorprende hallar, dentro de este marco anacrónico, la figura del administrador, el arquitecto Máximo Gainza Castro (40 años, casado, una hija de 16 años), hijo del director Alberto Gainza Paz. El propio Maxi reconoce con humor el contraste: "Todos me miran como si supusieran que el administrador debiera usar barba y levita."
Gainza Castro no duda, ante la pregunta de PRIMERA PLANA, en testimoniar que existe una permanente tensión entre su diario y el de los Mitre, aunque en ambos diarios todos se apresuren a señalar que sólo se trata de una rivalidad entre caballeros. Lo mismo que entre las potencias mundiales, entre La Nación y La Prensa existe un furtivo —aunque notorio— status de activo espionaje. Cada empresa trata de saber qué mejoras va a introducir la otra, y esta historia sigilosa puede resultar tan amena como la del espionaje en grande.
Un ejemplo: cuando La Prensa compró sus últimas rotativas en los Estados Unidos, su colega de la calle San Martín se enteró "extraoficialmente" de todos los detalles y ordenó a un agente en Nueva York que comprara exactamente la misma maquinaria para el edificio que los Mitre planean inaugurar en 1966. La información carecía, no obstante, de un detalle: los cilindros de las máquinas son reversibles, imprimen en negro en una dirección y en color en otra, y el agente de La Nación ordenó la compra de rotativas sólo para imprimir en negro. Al mismo tiempo, como los Gainza tienen también espionaje en los demás diarios importantes (Clarín, La Razón), se habían enterado de que La Razón aspiraba a ser el primer rotativo que apareciera en colores; y así, sin publicidad previa, asestaron un doble golpe, anticipándose a La Razón en el color y dejando a La Nación con un encargo de maquinarias inferiores. Veinticuatro horas después de que La Prensa revistiera su nuevo indumento cromático, el director técnico del diario de los Mitre, el ingeniero Guillermo Klappenbach Caprile (casado con la escritora Luisa Mercedes Levinson) enviaba un cable urgente a USA, rectificando la compra: las rotativas debían tener cilindros reversibles para color (dato que anticipa la futura presentación del matutino).
Más allá de discrepancias de criterio, o estilísticas (La Prensa es más ortodoxa en su información, por momentos seca y aburrida; La Nación incurre a veces en cierta refinada cursilería), hay sutiles diferencias entre ambos matutinos, que los lectores habituales no están en condiciones de detectar. Estas distinciones aluden a instancias económico-financieras y, según Gainza Castro, se resumen en tres puntos:
•La Prensa tiene toda su publicidad pagada y no permite una sola línea sin cargo (ejecutivos de La Nación aseguraron a PRIMERA PLANA que su diario no sigue otra política, con la sola excepción de rebajas que se otorgan a unas pocas sociedades de beneficencia").
• La Prensa no tiene prácticamente departamento de relaciones públicas, aunque no hace mucho, por primera vez en su historia, llegó a difundir "jingles" por televisión para promocionar su sección de clasificados. La Nación, en cambio, ha advertido el peligro de que las nuevas generaciones se desinteresen de su a veces excesivo conservadorismo, o de su recamado estilo, y ha lanzado varias campañas promocionales de insólita modernidad.
•El sistema crediticio de La Prensa es de una severidad sin grietas, y los avisadores la consideran un baluarte insensible a cualquier influencia extraña.
La solidez económica de La Prensa sería entonces mayor que la de su rival, lo cual se advierte en el hecho simple de que los Gainza mantienen el precio de venta de cinco pesos el ejemplar, frente a los siete de La Nación y contra las presiones de Clarín, que quiere obligar a La Prensa a aumentar esa cifra. También el palacio de la Avenida de Mayo es menos accesible a las demandas, a veces imperiosas, de los avisadores que invaden otros terrenos. El ejemplo más notorio es el de la empresa Lococo, alejada de La Prensa durante largo tiempo por no haber tenido eco en algunas presiones ajenas a su especialidad, pero siempre benévolamente acogida en La Nación, donde hasta el urticante crítico de arte Manuel Mujica Láinez debió, finalmente, comentar una exposición de pintura de Clemente Lococo, hijo (aunque con inocultable ironía).
La información extranjera se vuelca sobre los dos diarios por vía de las agencias internacionales, con la diferencia de que La Prensa tiene contratado el servicio matutino exclusivo de United Press International, en tanto La Nación debe compartir las prestaciones de Associated Press con otros colegas (La Nación está, en realidad, asociada a AP, aunque no como accionista, porque es una entidad cooperativa que no da dividendos; los beneficios societarios se emplean en mejorar los servicios). La Prensa ha instalado teletipos que la conectan con Tucumán, Santa Fe, Rosario, Córdoba, Mendoza, Mar del Plata y La Plata; la red de La Nación abarca Córdoba, Rosario, Mar del Plata y La Plata, y tiene una estación de radio de onda corta por la que llegan parte de las noticias del exterior (la costosa instalación de teléfonos en los escasos vehículos del diario no fue eficaz). La Nación paga más de un millón y medio de pesos mensuales por el servicio de cables, a AP, France Presse, Comtelburo, Observer, F.N.S. y New York Times, y en ese mismo lapso se adquieren alrededor de un centenar de radio-fotos. Finalmente, La Nación cierra sus ediciones a la una de la madrugada y La Prensa a las dos y cuarto (el más tardío), lo cual le permite a ésta contar siempre con la última noticia.
La Prensa tira 250 mil ejemplares diarios (315 mil los domingos), contra 234 mil (o 240 mil, según el ingeniero Klappenbach) de La Nación. Sin embargo, es esta última la que viene ganando más lectores en los últimos meses; los redactores de los Mitre sienten que su diario es más liberal ("menos derechista", afirman) que La Prensa. La Nación sostuvo editorialmente, en 1932, la fórmula De La Torre-Repetto, contra la conservadora Justo-Roca; más cercanamente, se ha declamado en favor del Estado de Israel, de la independencia argelina, de la tolerancia racial. Algún domingo, en la última página del suplemento, aparecen inquietantes sugerencias de "cambios de estructura" social o económica, que no dejan de alarmar a las rígidas damas que forman el más sólido respaldo del diario. Si La Nación no avanza hacia una mayor liberalización —sugiere con cautela uno de sus redactores más conspicuos— es,, precisamente, porque el público que tradicionalmente la apoya y que presuntamente le transmitiría su lustre, se resiste a una evolución del estilo de vida.
La Prensa es el único diario en cuyas filas no aparece el rubro "cronistas". Para evitar problemas son todos redactores, la mitad de ellos "calificados", es decir, con doble sueldo. Esta acertada política no es compartida por La Nación (la familia Mitre es de tradicional parquedad. en sus gastos), aunque algunos de sus redactores reciben "remuneraciones especiales", según dijo Calisto. Los Gainza conducen a 1.400 empleados, más de un centenar de los cuales pertenecen a redacción; los Mitre tienen 1.200, con 146 en redacción y, de éstos, sólo 70 en calidad de redactores.
Hasta hace poco tiempo, los diarios "grandes" se contentaban con la información exterior de las agencias y, en el caso de acontecimientos insólitos, con algún comentario extra que difícilmente era exclusivo pues también precedía de emporios internacionales (una excepción: Fernando Ortiz Echagüe, largos años representante de La Nación en París, que se suicidó cuando los nazis entraron en esa ciudad). También La Prensa tenía y tiene un comentarista como José Antonio Mendía, quien desde Europa envía colaboraciones regulares pero referidas sólo a hechos artísticos, o como Germán Arciniegas, que ocasionalmente agrega a sus colaboraciones en el suplemento un recuadro en el cuerpo del diario.
El empuje de la competencia y la avidez de los argentinos por un periodismo vital, inquieto, que emane de la fuente de la noticia a través de alguna personalidad llamativa, ha guiado a La Nación a destacar a algunos "corresponsales" en Europa y los Estados Unidos: Luis Mario Bello en París, Haroldo Foulkes en Londres, Santiago Ferrari en Nueva York. Sin embargo, los resultados de esta política han sido magros, hasta ahora, para los lectores de La Nación.
Dos décadas atrás, publicar alguna colaboración en los suplementos dominicales de cualquiera dé los dos colosos era consagratorio para los neófitos. El de La Prensa (mejor impreso que el de su colega) se arrastra en la inopia desde hace mucho, perezosamente remolcado por Josué Santos Gollán; el de La Nación desciende verticalmente desde que lo abandonó Eduardo Mallea, y la constante mención de colaboradores ilustres del pasado no atenúa su melancólico crepúsculo. La parte informativa del suplemento de La Nación (a cargo de Ambrosio Vecino, desde la muerte de Augusto Mario Delfino) respira con un aire más actual.
Si el director de La Prensa, Alberto Gainza Paz, puede considerarse hoy el dueño casi absoluto del diario (a la muerte de su madre, Zelmira Paz, hija del fundador José C. Paz, Gainza ha heredado el quinto que a ella le correspondía en la sociedad, que se suma a la mitad del paquete accionario que el director ya poseía), La Nación debe repartir sus beneficios anuales entre la copiosa descendencia del general Mitre. 140 millones de pesos es su capital social; en el primer semestre de 1964 ha alcanzado 820.543 centímetros de publicidad. El nuevo edificio, en la zona de Catalinas Norte, en Puerto Nuevo, tendrá siete pisos y tres subsuelos, con un costo de 200 millones; a comienzos de 1965 llegarán las famosas máquinas de cilindros reversibles.
Gainza Castro declara sibilinamente que "es mejor, tener primero las máquinas y después el edificio moderno para recubrirlas", e informa con orgullo que el taller de su diario es el único de la Argentina con estructura total de acero (La Nación, La Razón y Clarín las tienen de hormigón armado. También de acero a prueba de balas y de otras violencias, son las ocultas puertas blindadas con que los Gainza y los Mitre protegen contra cualquier eventualidad, el haber físico de sus respectivos colosos; las de La Prensa fueron diseñadas especialmente por el propio arquitecto Gainza Castro, con su hermano el ingeniero.
Nacidas con la organización institucional de la República, vinculadas a sus clases dirigentes, hermanadas en la común lucha contra el peronismo, defensoras de algunos comunes principios de ordenamiento social, económico y político, La Nación y La Prensa comparten también una etapa de transición y enfrentan una sólida competencia de tono contemporáneo. Sus directivos no ignoran que sólo en la medida en que ambos colosos comprendan la necesidad de que a su casi centenaria experiencia se agreguen los jóvenes para mirar el mundo, serán aceptados por las nuevas generaciones.
PRIMERA PLANA
15 de setiembre de 1964

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