Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

PORTEÑA JAZZ BAND
Música de antes para gente de hoy
Tres esposas y una novia deberán concurrir en marzo a los estudios ION de Buenos Aires, donde la Porteña Jazz Band grabará su cuarto disco LP. Es habitual que sigan a sus seres queridos en una cadena de ocupaciones nocturnas, que comprenden ensayos en subsuelos, conciertos en el centro o en San Isidro y hasta viajes a Mar del Plata o provincias lejanas. No podrán perderse la ocasión histórica de una sesión de grabación, que suele estar amenizada por contratiempos, pausas, afinaciones, pifias, demoras y cervezas. Allí renovarán la amistad que suele nacer y crecer entre las damas que esperan, así sea en el dentista. A través de la persistencia, les ha llegado a gustar el jazz, lo que en señoras y señoritas resulta menos frecuente de lo deseable.
Para la propia Porteña, el cuarto LP será un subrayado a su creciente importancia como orquesta, porque ningún otro conjunto de jazz argentino ha pasado del primer LP, si es que ha llegado hasta allí. Y para el sello discográfico Trova, que fue empresario de los tres primeros discos (1966-1968) y que lo será del cuarto, la continuidad de las grabaciones ratificará su cálculo inicial. No sólo ha logrado vender un millar de unidades de cada disco, sino que el primero y el segundo se colocan todavía con facilidad, aun después de la aparición del tercero.
En opinión de Alfredo Radoszynski, ejecutivo principal de Trova y promotor adicional de la orquesta, esa propuesta comercial podría aun mejorarse con leves retoques en el repertorio. Más de una vez propuso a la Porteña que se incluyeran ciertos temas de moda ocasional, como la música de Los Beatles o la del film "Bonnie and Clyde", subrayando que no pedía una modificación de estilo jazzístico sino una adaptación de aquellas melodías al lenguaje habitual de la orquesta. Razonaba que una conducta similar fue seguida en Estados Unidos, hace cuarenta años, por los conjuntos de jazz que aspiraban a ser populares y que terminaron por convertir temas de moda en clásicos del género. Pero en cada oportunidad su propuesta fue rechazada por la Porteña. Hubo una vez en que intentaron adaptar The Man I Love, la más célebre composición de Gershwin, que bajo el título traducido de "El hombre que amo" llega a ser tarareada en los más ocultos rincones argentinos. Pero lo que salía correctamente de algunos instrumentos contrastaba con las variantes demasiado modernas a las que resbalaba inevitablemente un saxofonista. "Le vino el ataque de Lester Young", comentó hace poco uno de sus compañeros, insinuando que el saxofonista norteamericano está dejando una influencia.
Después de ese intento, como antes de él, todo el repertorio de la Porteña se mantuvo sin concesiones en la música negra del período 1920-30 e incluye obras aun anteriores. Casi toda pieza de la Porteña tiene detrás una versión ya grabada por algún famoso conjunto norteamericano, pero según Radoszynski esto no alcanza para acercar hasta la orquesta a un vasto público juvenil.

Dineros del sacristán
Al fondo de ese problema de repertorio hay una difícil elección entre las ventajas y los inconvenientes de la popularidad. Los diez integrantes de la Porteña, igual que quienes les precedieron en sus puestos, no han conseguido vivir de la orquesta y se mantienen mediante empleos comerciales, cobranzas, cine publicitario, negocios inmobiliarios y actividades afines, sin perjuicio de que algunos lleguen a tocar música en géneros mejor remunerados que el "hot jazz", pero menos afines a su vocación.
"Si tocáramos en boítes podríamos vivir de la orquesta", señaló hace poco el trombonista Sergio Tamburri, con una mezcla de esperanza y de protesta. Durante 1968 la Porteña no ha rendido a sus integrantes más de $ 15.000 mensuales por persona, a pesar de que las actuaciones públicas se han intensificado. Su ambición colectiva es así la de ingresar en el profesionalismo y ser pagados por hacer lo que les gusta, deseo que por otra parte también sufren muchos pintores, actores, escritores y otros vocacionales del mundo entero. Para ese propósito el público argentino no es tan abundante. Puede llenar el Gran Rex cuando el Mozarteum trae a Duke Ellington, que cobra precios altos porque arrastra cuarenta años de fama, pero sólo aparecen unos cientos de espectadores cuando la Porteña sube al escenario de Cine Arte, en alguna función trasnoche de los viernes. La sala más grande, el horario más temprano, la publicidad más intensiva, son operaciones ya estudiadas y desechadas por la Porteña, porque simplemente cuestan mucho dinero. La Operación Boíte resulta en cambio muy posible, pero siempre que se acceda a un empresario que cree saber lo que necesita su público, con lo cual el precio se paga en calidad musical.
Así la fórmula del profesionalismo es hasta ahora la de la esforzada supervivencia, con tres ensayos nocturnos por semana, unos veinte conciertos en el año, un poco de dinero que cubre apenas la inversión en instrumentos trasportes y frugales comidas en el bar más cercano. No es gran cosa como nivel profesional. Si alguna vez hay que elegir entre ese plan y otro que incluya por ejemplo estudiar arquitectura, trabajar en un estudio y mantener dos hijos, se explica que un músico deje la música. En 1967 lo hizo Horacio Schere, un notable intérprete de saxo soprano, que dejó la Porteña después de pensarlo mucho.
No fue el único caso. De los diez músicos de la Porteña, fotografiados en 1966 para la tapa del primer LP, sólo tres permanecen en la orquesta actual, después de varios cambios que obligaron incluso a acondicionar la composición instrumental. Y resulta difícil encontrar en Buenos Aires a quienes toquen "hot jazz", o sea personas contagiadas tempranamente por un especial microbio. Un conjunto folklórico suele encontrar quien toque la guitarra o el bombo, pero una orquesta de jazz no se satisface siquiera con un trombonista o un clarinetista de buena preparación técnica. Necesita sólo a quienes tengan un ¡preciso lenguaje ¡musical y no sepan vivir sin él. Entre esas y otras dificultades, la Porteña hace cuestión de tocar el jazz de 1928, como una vocación y no como un medio de vida. Si de allí no surgen la popularidad y el dinero, prefieren resignarse a ser impopulares, cumpliendo aquello de "serás lo que debes ser y si no no serás nada".
Para reproducir el sonido de los conjuntos de hace cuarenta años la Porteña no usa trompetas sino cornetas, no usa guitarra sino banjo, no usa contrabajo sino tuba. Por otros conceptos, no se propone copiar a aquellas orquestas en versiones idénticas, sino retomar sus temas bajo distintos arreglos, intercalando fragmentos dé improvisación. La mera imitación sería musicalmente insensata, primero porque exige algunos extremos de virtuosismo (otro Armstrong no se encuentra) y después porque termina en un fruto que ya existe en otro lado. Más criterioso y constructivo es dominar el lenguaje y aplicarlo a creaciones nuevas: si Armstrong hizo Melancholy Blues con un largo solo de trompeta, la Porteña lo vierte en un largo solo de saxo alto, a cargo del virtuoso Alfredo Espinoza, lo que modifica enteramente el fraseo, aparte de agregar variantes melódicas y armónicas.
Ese plan lleva, con todo rigor, a escuchar discos para luego olvidarse de ellos, ratificando el principio de que "la cultura es lo que queda cuando uno olvida lo que aprendió". Nunca hay un tocadiscos en la sala de ensayos, porque supondría tentaciones a reprimir, incluyendo la de no ensayar. Así fue como en una sesión informal de 1965 dos músicos de la Porteña procuraron reconstruir de memoria un disco de King Oliver titulado Just Gone grabado en el sello Gennett (1923) a 78 r.p.m., pero sólo consiguieron recordar una línea melódica aproximada. Elaboraron sobre ésta, llegaron a un arreglo instrumental e incorporaron una pieza más al repertorio. Después Just Gone integró su primer LP, y cuando más tarde reapareció la versión de Oliver (ahora contenida en una recopilación de Philips), todos pudieron comprobar que el antecedente y la nueva versión tienen poco que ver entre sí.

Instrucciones para saltar
Los arreglos constituyen en la actualidad la etapa más importante en el trabajo de la orquesta. No lo eran antes, porque los modelos de conjuntos negros chicos (especialmente King Oliver, Jeny Roll Morton, Johnny Dodds), que fueron inspiración inicial para los músicos de la Porteña, requerían más del aporte individual que del colectivo. Con el tiempo, y siguiendo la evolución del propio jazz, la Porteña comenzó a ser atraída por las grandes orquestas negras, de las que Duke Ellington y Fletcher Henderson fueron ejemplos americanos principales. Los arreglos se convierten entonces en necesarios, porque su alternativa es un caos de muchos músicos dispersos, que no tocan por turno sino en líneas paralelas.
Pero a su vez los arreglos se constituyen en una rica fuente musical, donde caben infinitas combinaciones, desde colocar calculados tríos de clarinetes como fondo de sucesivos solos de trombón y corneta (Livery Stable Blues, Patrol Wagon Blues), a solos dobles en que se entrecruzan dos cornetas (Cushion Foot Stomp), sin contar las innumerables frases que aparecen repartidas entre varios instrumentos, en diversas formas de la colaboración y el contrapunto. El objetivo es que la orquesta toque como orquesta y no como fondo neutro a un solista destacado, mientras por otro lado cada pieza deberá surgir como una creación entera y armónica. Esto supone en todos los músicos no sólo una vocación jazzística sino también una competencia profesional para regular sus entradas y combinaciones, como lo hacen los integrantes de una sinfónica. Cuando sólo existe la disciplina musical el resultado suele llamarse "orquesta comercial" y no pasa a la historia, pero la mezcla de inspiración y disciplina llega en cambio a constituir un arte singular, con el que Duke Ellington construyó discos que luego llegaron a ser clásicos. Esa misma sabiduría sirvió entre otros al arreglador Don Redman en la orquesta de Fletcher Henderson, cuyo período más brillante (1923-1931) sirve de reciente modelo a la Porteña y le aporta varios títulos para el repertorio (The Chant, Livery Stable Blues, Stampede).
Solamente tres de los integrantes de la Porteña estudiaron música con profesores y solamente cuatro son capaces de leer partituras. Todos tienen, en cambio, una memoria formidable para retener melodías, arreglos y fugaces intervenciones de pocas notas, en todo lo cual no está permitido equivocarse ni por fracción de segundo. Quien asista ahora a uno de los ensayos en algún subsuelo dé Buenos Aires llegará a estimar el vigor con que el pianista Ignacio Romero impone la sinuosa línea de una adaptación o detecta una nota falsa que escapa a otros oídos. También llega a sentirse abrumado por la paciencia de horas con que Alfredo Espinoza y Ubaldo González Lanuza (perfeccionan doce compases de un trío de cañas, que luego habrán de servir como fondo a un solo de corneta todavía imprevisible. Si un arreglo funciona en un ensayo total, obteniendo no sólo la precisión sino algunas sutilezas de ritmo y de acento, es habitual que se escuche la frase "Qué me cuenta, don Pancho...", un slogan interno, utilizado para denominar a lo que sale bien (en caso contrario se escuchan las palabras "¡Qué asco!", dichas con desgano). Entre repeticiones de frases y acordes, los ensayos terminan por resultar aburridos para el oyente ajeno a la vocación, pero no se supone que el oyente deba estar allí.

El arte de enhebrar
Cuando el resultado llega al público o al disco el efecto de esa paciencia es en cambio el entusiasmo. En la noche del 9 de julio de 1966 la Porteña debió cumplir un compromiso de fecha patria en un baile de Junín, ciudad provinciana donde el jazz no se había hecho muy famoso. Otra orquesta se ocupó de los tangos y una segunda orquesta de las cumbias, para mayor expansión. En la tercera entrada, algunas parejas comenzaron a bailar con la Porteña, a los pocos minutos lo hacía toda la sala y de pronto el público dejó de bailar y rodeó a la orquesta con el más puro afán por escucharla, hasta que los músicos consiguieron fugar a las 5 de la mañana.
Un entusiasmo similar se produce cada vez que el público ha sido convocado por otros motivos sociables y descubre a la Porteña sin advertencia previa, como ocurrió reiteradamente en la Botica del Ángel durante 1968. Si la Porteña advierte ese eco emocional, no sólo la música sale más brillante, con mayor calor en cada solo y un juego más espontáneo en cada instrumento, sino que las piezas se prolongan con variaciones y la orquesta puede tocar High Society durante diez mimitos, enhebrando un coro tras otro, mientras los espectadores se paran
con la misteriosa intención de ver mejor. La búsqueda de esa respuesta cálida llevó a organizar el tercer LP (enero 1968) como un concierto con público selecto, aunque la sala fue simplemente la de los estudios ION. Esa vez tres esposas y una novia estuvieron acompañadas por padres, primos, periodistas y admiradores.
Los más severos oyentes de la Porteña saben que tras esos entusiasmos se esconden algunos peligros. El más rápido es tropezar con un público epidérmico, que sigue el ritmo con pataleos, no parece disfrutar esencias musicales más sutiles y molesta a los introvertidos cercanos. Un ciudadano habitualmente molesto resulta ser el cornetista Martin Muller, que maldice por lo bajo cuando el público festeja frases musicales que no le gustan, así sean frases propias. Otro peligro más profundo es alterar el producto para conquistar el favor de la gente, lo que conduce por igual al profesionalismo y a la mediocridad. La historia de la música demuestra que el público tiende a desmayarse cuando escucha los armónicos superiores y las notas sostenidas, enfermedad sonora que tentó al propio Armstrong y a trompetistas menos talentosos, como Harry James. Cuando esas concesiones son hechas por una orquesta grande y no por un solista, adoptan una forma distinta. Las frases que se reiteran en tonos más agudos, con aumento del ritmo, a cargo de un trío de clarinetes o de trompetas, comienzan el camino desde el sentido "hot jazz" a las fórmulas más calculadas y manoseadas del "swing", como lo probó el mismo Fletcher Henderson durante el último período de su orquesta propia y durante su inmediata colaboración en los arreglos para la de Benny Goodman. Algunos ejemplos de su propia obra (una mitad del Coal Cart Blues, en el segundo LP) dejan a la Porteña muy consciente de que el exceso de arreglos brillantes la lleva a arriesgar un cambio
de estilo. Y como ese camino conduce también a la mayor aprobación popular y al deseado profesionalismo, los arreglos se convierten en peligro demasiado cercano.

La caja de cambios
Desde su fundación hasta fines de 1968, el cornetista Norberto Gandini fue reconocido por los oyentes más enterados como el genio de la orquesta, un músico capaz de solos luminosos que no sólo brillan por sí mismos sino que parecen empujar al conjunto hacia adelante, como se prueba acabadamente en High Society (primer LP), Weary Blues (segundo LP), Clarinet Marmalade (tercer LP) y muchos otros ejemplos. Un cornetista dé tanta vitalidad y tantas ideas musicales no se escuchó antes en Buenos Aires, hasta el extremo de la perfecta compenetración con la orquesta y la variadísima colaboración en fondos y compases de contrapunto a otros instrumentos. A través de tres años de fervores y contratiempos, Gandini descubrió pausadamente que no podía seguir conviviendo con la Porteña y partió en noviembre 1968 a Europa. Algunas noticias lo ubican en Barcelona, dentro de un calculado ocio, y otras lo presentan como promotor de otra orquesta de jazz en las islas Baleares. Quien crea que esto es raro no conoce a Gandini, hombre capaz de raptos musicales geniales y capaz también de olvidar su corneta en un ómnibus, como le ocurrió hace pocos meses. Se compró otra.
Cuando Gandini se fue, ese alejamiento alarmó a los amigos de la orquesta, temerosos ante un vacío mayor. Pero no alarmó en cambio a la propia Porteña, que en diciembre 1968 probó que el equipo restante sigue funcionando con tantas ideas como bríos. La ausencia de Gandini sirvió para revelar notables progresos en Martin Muller, ahora convertido en primer cornetista, y para aumentar la colaboración entre todos. La orquesta agregó a José A. Méndez como segundo cornetista, aumentó su instrumental con un saxo tenor y un saxo barítono, amplió su repertorio y ahora toca Charleston Is the Best Dance After All, que exhala un penetrante perfume a "twenties". El cuarto LP deberá dejar testimonio de esa nueva era, para satisfacción propia y del sello grabador.
Fuera del disco, la Porteña ha comenzado a encarar su apariencia pública, que es buen síntoma de profesionalismo. Alguna vez reticentes espectadores de Mendoza se sorprendieron ante músicos de apariencia bohemia, donde ropas normales alternaban con alguna melena, algún saco Mao, quizás bigotes enormes, quizás calcetines rojos, pero hay que entender esas ocasionales detonancias como un síntoma de escaso conformismo. Con el mismo espíritu, la Porteña se resistió (con éxito) a la idea de vestir smoking para cumplir sus compromisos de Carnaval en el Hotel Provincial de Mar del Plata. La forma adecuada de transar es un liviano uniforme veraniego, que se corresponde por dentro y por fuera con el espíritu "hot", que permita tocar con el brío habitual y después salir de madrugada con la señora o la novia, si la hubiere. H. A. T.
Revista Panorama
24.12.1968

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba