SI
Logró hacerse de una
gran fortuna en plena juventud con su trabaje
personal, promoviendo una industria —el saladero—
que fue en su momento un factor de progreso.
Intentó exportar sus productos con una flota
mercante nacional
Apoyó la expedición de
los 33 Orientales por la liberación de la Banda
Oriental.
En 1829 intentó con
los unitarios una solución conciliatoria. No buscó
el gobierno y hasta 1832 lo ejerció con lenidad
frente a sus opositores.
Decretó en 1834 la ley
de aduanas que regiría de 1835 en adelante, primer
instrumento protector de la producción nacional.
En 1836 disolvió el
Banco Nacional, instrumento financiero del
imperialismo británico y agente político de un
sector mercantil porteño.
Defendió la soberanía
nacional con admirable tenacidad frente a las
agresiones de Francia (bloqueo de 1838/39,
intervención militar de 1840), logrando un
honorable acuerdo (tratado Mackau-Arana); de
Francia y Gran Bretaña (intervención militar de
1844/46, batalla de Obligado), que concluyó con un
tratado ampliamente satisfactorio de las
exigencias argentinas.
Promovió un moderado
desarrollo, controlado por los intereses
nacionales. El orden que instauró atrajo a un
razonable número de inmigrantes. Durante su
gobierno se incrementó la riqueza ganadera fundada
en la cría de ovejas y se inició un proceso de
industrialización.
Protegió la religión
católica y la moralidad de la población. Defendió
el derecho del Estado a ejercer el Patronato.
Protegió la libertad de cultos.
Dio publicidad
permanente a los ingresos y egresos del Estado,
ejerciendo un escrupuloso manejo de los dineros
públicos. Habiendo sido uno de los hombres más
ricos de Buenos Aires, debió recibir donaciones
para subsistir en su exilio y murió en la pobreza.
Hizo conocer y
respetar a la Confederación Argentina en Europa.
El general San Martín brindó su adhesión a su
política internacional y le legó su glorioso sable
"como una prueba de la satisfacción que como
argentino he tenido al ver la firmeza con que ha
sostenido el honor de la República contra las
injustas pretensiones de los extranjeros que
trataban de humillarla".
Las ejecuciones que
ordenó no fueron excepciones a los usos de su
tiempo: desde el fusilamiento de Liniers, en 1810,
la liquidación física de los adversarios políticos
formaba parte de las "reglas de juego". Hay que
recordar, además, que fue víctima de un atentado
con una "máquina infernal", que su asesinato se
postulaba como una necesidad política y que un
diario de los exiliados unitarios llegó a
titularse: "Es acción santa matar a Rosas".
El poder que ejerció
le fue conferido por decisión legal de la
Legislatura de Buenos Aires y ratificado por un
libérrimo plebiscito que arrojó una abrumadora
mayoría por la concesión de las facultades
extraordinarias y la suma del poder público a su
persona. El encargo de las Relaciones Exteriores
de la Confederación Argentina le fue conferido por
decisión de cada una de las provincias y su
desempeño fue aprobado por éstas, a su
requerimiento, en diversos momentos. En cuanto a
la jefatura de la Confederación que de hecho
ejerció, fue consecuencia de una decisión de la
Comisión Representativa de Santa Fe, que a|
disolverse le transfirió sus poderes.
Defendió la integridad
territorial de la Confederación frente a las
intenciones disgregatorias o separatistas de
algunos de sus opositores (intentos separatistas
de Jujuy, misión Florencio Varela, colusión de los
unitarios con los franceses, de Corrientes con el
Paraguay y de Entre Ríos y Corrientes con el
Brasil).
Restauró la conciencia
americanista existente en los días iniciales de la
Independencia. Su sentido americanista lo llevó a
negarse a reincorporar por la fuerza la antigua
provincia argentina de Tarija, a no aprovechar la
revolución "farrapa" de Río Grande do Sul, a no
hostilizar comercialmente al Paraguay y a oponerse
a los avances brasileños en la política
rioplatense.
Creó una democracia
elemental pero auténtica, estableciendo un
igualitarismo que le valió la fervorosa adhesión
de las clases humildes.
Usó de la coacción
solamente para impedir movimientos internos contra
su régimen o para castigar la complicidad de sus
adversarios con las potencias europeas agresoras.
En los últimos años de su régimen toleró gobiernos
provinciales de dudosa filiación federal y no se
opuso al regreso de muchos antiguos unitarios al
país.
Significó la mejor
fórmula posible de avenimiento entre Buenos Aires
y el interior, aventando los viejos recelos
antiporteños con su política aduanera, sus
alianzas con los caudillos representativos de las
provincias y las ayudas en dinero que
eventualmente envió a algunas de ellas.
Sentó las bases de una
cultura nacional profundamente original y criolla,
reflejada en los cantares populares, la
indumentaria, la música, el lenguaje y el estilo
general de su época coloreada con el punzó que
distinguía a la Santa Federación" en el marco de
los candombes negros y las fiestas del paisanaje
que más tarde recordaría el "Martín Fierro". Esto
no pudieron entenderlo los intelectuales de la
época, que despreciaban todo lo americano y —desde
"Amalia'' hasta "Facundo", pasando por "El
Matadero"— vincularon al régimen de la Federación
con la "barbarie".
Formó con su esposa un
hogar intachable. Después de enviudar, a los 45
años de edad, tuvo relaciones con una joven que
vivía en su casa, que le dio varios hijos. Fuera
de este affaire —que sólo trascendió muchos años
después a pesar del venenoso espionaje que
mantenían sus enemigos sobre su vida privada—, no
se le conocieron amoríos ni devaneos.
Durante su prolongado
exilio mantuvo una digna actitud. Se limitó a
reclamar el desembargo de sus bienes, injustamente
confiscados por los gobiernos posteriores a
Caseros, y a protestar contra el juicio criminal
que se le siguió en su ausencia.
NO
En 1807 no tomó parte
en la lucha de los habitantes de Buenos Aires
contra la segunda invasión inglesa. Pidió licencia
en vísperas del combate decisivo.
Permaneció totalmente
ajeno a las luchas por la independencia mientras
muchos de sus compatriotas servían en los
ejércitos patrios, dedicándose en esos años a
acrecentar su fortuna.
Entre 1820 y 1826
perteneció de hecho al partido que fue llamado
anteriormente "directorial", luego "ministerial" y
finalmente "unitario", al que después perseguiría.
En 1828 retiró su
apoyo a| gobierno de Dorrego, renunciando a la
comandancia de campaña, Luego lo abandonó a su
suerte tras la batalla de Navarro.
En 1829 incurrió en un
grave acto contra la soberanía nacional, apoyando
el bloqueo del almirante francés Venancourt y
ofreciéndole víveres para facilitar su agresión
contra Buenos Aires.
En 1832 hizo disolver
la Comisión Representativa que funcionaba en Santa
Fe, con lo que postergó indefinidamente la
institucionalización del país.
En 1829/32 impuso la
censura de prensa, confinó y desterró a numerosos
unitarios o "federales tibios".
En 1833 se hizo pagar
generosamente la expedición al desierto, que llevó
a cabo para beneficio de los hacendados
bonaerenses; aceptó enormes extensiones de tierra
en premio a la misma.
En 1833/34 saboteó a
los gobiernos de Balcarce y Viamonte para crear un
crónico estado de caos que hiciera imprescindible
su reelección.
En 1835 atribuyó a los
unitarios el asesinato de Quiroga, no ignorando
que éstos fueron totalmente ajenos al episodio.
En 1835 se niega a
aceptar el gobierno reiteradas veces hasta no
obtener la concesión de las facultades
extraordinarias y la suma del poder público.
Impone, desde 1835 en
adelante, un estado permanente de coacción que en
algunos momentos llega al terror sistemático
contra sus opositores. Cancela la libertad de
prensa; aprisiona, confina, destierra y ejecuta
sin juicio previo a centenares de enemigos
políticos. Concede un margen de acción irrestricto
a la Sociedad Popular Restauradora, su "policía
política". Organiza un asfixiante sistema de
delación doméstica. Confisca y embarga propiedades
de sus opositores. Obliga al uso del lema "mueran
los salvajes unitarios". Impone el uso de la
divisa punzó como virtualmente obligatorio en
hombres y mujeres, excluyendo el color celeste de
toda manifestación de la vida colectiva. Sustituye
la bandera creada por Belgrano por un remedo color
azul marino y blanca, con las divisas federales
impresas en letras negras. Entre las ejecuciones
más notorias se recuerdan las de siete militares y
un niño, provenientes de San Luis por capitulación
(San Nicolás. 1831); las de 110 indios (plaza del
Retiro, 1836); la de quince prisioneros del
Quebracho (Santos Lugares, 1842); las de quince
prisioneros de Arroyo del Medio (Santos Lugares,
1842); los degüellos de ciudadanos en las calles
de Buenos Aires en octubre de 1840 y abril de
1842; el fusilamiento de Domingo Cullen (Arroyo
del Medio, 1839), de| coronel Ramón Maza (1839) y
el asesinato de su padre, el Dr. Manuel Vicente
Maza.
Robusteció la
estructura latifundista de Buenos Aires.
Privilegió excesivamente a los comercian, es
ingleses, que monopolizaron de hecho la
exportación e importación.
Regó fondos para la
subsistencia de la Universidad; no se preocupó por
la enseñanza primaria; no estimuló ninguna
expresión cultural.
Instigó
(infructuosamente) a Estanislao López para que
fusilara al general Paz, su prisionero.
Aprobó expresa o
tácitamente las ejecuciones perpetradas por los
ejércitos federales que marcharon sobre e|
interior en diversas campañas.
En 1843 expulsó de
Buenos Aires a los jesuitas por impartir una
doctrina que no incluía el odio a "los salvajes
unitarios".
Se negó a reconocer
la independencia del Paraguay. Intervino
permanentemente en los asuntos internos del
Uruguay. Declaró la guerra a Bolivia. No reaccionó
frente a la ocupación del estrecho de Magallanes
por los chilenos. Instruyó a su ministro en
Londres para que ofreciera las islas Malvinas a
Gran Bretaña a cambio de la condonación de la
deuda del empréstito Baring Brothers.
E n 1850 no decretó
honras fúnebres de ninguna clase en ocasión del
fallecimiento del general San Martín.
Fue en sus tareas de
gobierno, personalista, autoritario y desconfiado.
No se rodeó de hombres capaces sino de mediocres y
serviles. Fue un conservador que añoraba el orden
de la época colonial. No tuvo confianza en su país
ni supo actualizar su régimen y permaneció sordo a
las exigencias de organización nacional que
formulaban las provincias.
Utilizó políticamente
a su esposa, haciendo de ella un contacto con
delatores, activistas y agentes provocadores.
Obstaculizó el noviazgo de fu hija, y cuando
Manuelita contrajo matrimonio, le reprochó su
"negra ingratitud". Sedujo a una pupila cuya
tutoría ejercía por mandato testamentario.
En su exilio británico
mendigó un subsidio a Urquiza, a quien había hecho
llamar "loco, traidor, salvaje unitario" y al cual
dirigió obsecuentes palabras de agradecimiento.
Lloró miserias que en realidad no alcanzó a
padecer. Estableció en plena campiña inglesa una
chacra criolla que, naturalmente, fracasó como
explotación productiva.
Titulándose federal,
organizó el régimen más unitario y centralista que
pueda concebirse. Nada ocurría en el país entero
sin su aprobación. Depuso gobernadores de
provincias por el delito de no pertenecer a su
partido.
UNA LARGA
REVISION
Por FELIX LUNA
Cuando Rosas cayó, su
imagen sufrió un proceso muy curioso, aunque
también muy comprensible.
Los emigrados —los
viejos unitarios o los opositores más recientes—
dieron por sentado que Caseros había clausurado
una tiranía tremenda: era la condición para
justificar una actitud política cuyo
reconocimiento les abriría el paso hacia la
dirección del Estado. Les que habían estado en una
posición neutral o "federal tibia" también
adhirieron a aquella premisa y se unieron al coro
de los que batían el parche de la tiranía: así
justificaban su oportunismo y explicaban su no
participación en los movimientos antirrosistas. Y
los rosistas convictos, aquellos que con nombre y
apellido habían apoyado al Restaurador, aplaudido
su política, vestido chaleco punzó, vivado a su
hija, maldecido a los "salvajes unitarios" y
ofrecido sus vidas, haberes y fama al servicio de
Rosas, éstos también recargaron las tintas de la
tiranía porque, ¿cómo explicar de otro modo su
complicidad con el régimen caído sino revelando
que todos habían sido coaccionados, amenazados,
oprimidos irresistiblemente?
De modo que el juicio
de la opinión pública sobre el régimen de Rosas
fue, en Buenos Aires, el producto de una gran
complicidad. En las provincias, donde la
transición fue menos drástica (la mayoría de los
gobernadores rosistas subsistieron después de
Caseros) y donde las modalidades más odiosas de la
Federación habían llegado atenuada mente, ese
juicio fue menos severo. Pero como Buenos Aires
imponía (e impone) sus opiniones al resto del
país, pronto se tuvo como un valor entendido
indiscutible que todos los años de Rosas habían
sido una negra noche de terror, sin ningún aspecto
rescatable. Esta opinión no se elaboró en el plano
de la historiografía: se dijo y repitió en las
charlas familiares, en los discursos
parlamentarios o de barricada, en la literatura
diarística, en los novelones al uso de la época.
Eran las memorias vivas de la comunidad,
transmitidas oralmente o en letras menores. De
aquellos diecisiete años subsistían sólo los
momentos más terribles, en una generalización
superficial y sensacionalista; y de allí fueron
pasando a los libros de historia sin mayor examen,
rodeados de prejuicios y lugares comunes.
Es hacia 1880 cuando
se intenta una primera revisión orgánica sobre el
juicio prevaleciente en torno de Rosas. La formula
Adolfo Saldías, liberal y masón, al que ningún
antecedente personal movía a simpatizar con el
Restaurador y su sistema político. Pero Saldías,
honradamente, valorizaba lo mejor de Rosas: su
defensa de la soberanía, su sentido de la unidad
nacional, su latido americano, el tono criollo y
popular de su estilo de gobierno. ¡Más le hubiera
valido no escribir! Desde Mitre, que proclamó "ser
fiel a sus viejos odios" hasta la prensa, que
silenció su ingente esfuerzo, todos los intereses
políticos y familiares de la época, todo el
establishment cultura! y periodístico volcó su
repudio contra la "Historia de la Confederación
Argentina''.
El tropezón de Saldías
demoró varias décadas la revisión objetiva de la
significación de Rosas. Las confrontaciones con la
versión liberal predominante debieron llegar desde
puntos marginales. Sin atacar el sacrosanto dogma
de !a tiranía rosista, se revisaban aspectos
tangenciales. Ernesto Quesada estudiaba las
guerras civiles y las complicidades de los
unitarios con los franceses; David Peña analizaba
el papel de los caudillos; Juan Álvarez
evidenciaba el factor económico inserto en las
guerras civiles; Diego Luis Molinari desnudaba el
mito de la "Anarquía del Año XX"; Emilio Ravignani
historiaba la formación institucional argentina,
en la que Rosas desempeñó un papel fundamental. A
mediados de la década del 30 todo estaba preparado
para un replanteo serio y profundo de la era
rosista. Y es entonces cuando irrumpe el
revisionismo nacionalista, tacuara en ristre, y la
empresa se carga inesperadamente de contenido
político. En esos tiempos —ya estamos sobre los
años 40— Rosas era para esos esforzados paladines,
el arquetipo del caudillo aristocrático que
encabeza las masas en pos de un ideal autoritario,
católico, tradicionalista y criollo. .. ¡Justo lo
que andaban buscando los nacionalistas en esas
vísperas del 43!
Entonces el pausado
pero firme movimiento tendiente a reubicar
serenamente a Rosas sufre una brusca detención.
Ser rosista significa ahora ser nazi: "ergo", no
puede transigirse con él. Menos aún después de
1946: ser rosista significa ser peronista. Y este
"horror", claro está, no podían admitirlo
historiadores como Ravignani o Busaniche,
íntimamente simpatizantes con Rosas pero
comprometidos en una neta militancia
antiperonista. Una comisión que se formó hacia
1950 para repatriar al Restaurador se diluyó sin
contar con el apoyo oficial; la Academia Nacional
de la Historia dirigida por Ricardo Levene siguió
siendo un baluarte de la historiografía liberal y
no se alentó desde los organismos oficiales
ninguna modificación a la enseñanza tradicional de
la historia.
De todos modos, la
revisión continuaba. A la biografía de Manuel
Gálvez, de impresionante éxito de público, se
agregaban los libros de Ricardo Font Ezcurra y
José María Rosa, y luego los muy eruditos de Julio
Irazusta, que enfrentarían a los autores
antirrosistas más documentados, como Ernesto H.
Celesia, Antonio Dellepiane y Enrique Barba.
Pero las cosas fueron
cambiando. Desaparecido —salvo Rosas— el
revisionismo nacionalista, enriquecido el
movimiento historiográfico renovador con aportes
que iban desde el marxismo hasta una visión menos
comprometida con el liberalismo; caído Perón —cuya
ausencia hizo posible un análisis del pasado menos
condicionado a las preocupaciones políticas del
momento; y fallecido Levene cuya talentosa, pero
severa dictadura imprimió a la Academia un tono
netamente antirrosista, vuelve a trabajarse en el
tema con un propósito historiográfico puro. Y
entonces van delineándose los valores señalables
de Rosas y su época. Dejando aparte su
autoritarismo y sus métodos represivos, bien
criticables por cierto, crece la valoración de sus
aportes a la formación nacional: Rosas hizo un
país de aquellas catorce provincias desunidas;
Rosas imprimió un sentido de dignidad nacional a
estas tierras agredidas y expoliadas; Rosas se
comprometió con un destino continental: Rosas
formó un Estado, fuerte y respetado, con los
retazos que pudo reunir.
Esto es lo que hoy
aparece con toda evidencia. A mí no me gusta el
degüello ni la mazorca. Pero me niego a enjuiciar
a Rosas solamente por esto. No me parece sincero
aplicar criterios contemporáneos a hechos del
pasado, ni creo que valores como la vida humana o
la libertad hayan sido considerados en la época de
Rosas con los mismos patrones que hoy se les
aplican.
Los historiadores
contemporáneos ya no son rosistas o antirrosistas.
Hay un país maduro que reclama su propia historia
planteada con madurez. Y en ella no caben ni la
imagen liberal de un "tirano sangriento" ni la
versión angelical de los primitivos revisionistas.
Al Restaurador se lo analiza como un fenómeno
histórico que debe situarse en su contexto, Y en
este marco resulta más fácil ir al fondo de la
cuestión, es decir, si en esos tiempos pudo
hacerse un país con otros métodos. Esto y el saldo
final de su actuación son los temas que ahora
interesan. Puede decirse que en la actualidad
están publicados todos los documentos importantes
de la época de Rosas y ya se han dicho y repetido
todos los argumentos de uno y otro bando. Falta
solamente que, sin presiones políticas ni
chantajes ideológicos, los argentinos vayan
formando serenamente su propio juicio sobre Rosas.
Y sin duda, este juico, a más de un siglo de
distancia, fallará en favor de quien, por sobre
todo, tuvo una testarudez llamada Patria.
Revista Gente y la
actualidad
8/11/1973
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