Rosas si o Rosas no
LA LEGISLATURA DE BUENOS AIRES HA DEROGADO LA "LEY DE INFAMIA" QUE PESABA SOBRE LA MEMORIA DE JUAN MANUEL DE ROSAS DESDE 1857. INEVITABLEMENTE, EL HECHO VUELVE A PONER SOBRE EL TAPETE LA VIEJA CUESTION QUE DIVIDE A LOS ARGENTINOS: ¿ROSAS SI? ¿ROSAS NO? EN LA RESEÑA QUE SIGUE, "GENTE" CONFRONTARA LOS CARGOS QUE SUELEN FORMULARSE CONTRA EL RESTAURADOR Y LOS ASPECTOS POSITIVOS QUE ENCUENTRAN SUS PARTIDARIOS. PARA CERRAR ESTA RESEÑA, EL HISTORIADOR Y PERIODISTA FELIX LUNA NOS DA SU OPINION SOBRE EL PROCESO IDEOLOGICO Y POLITICO QUE HA POSIBILITADO EL REPLANTEO DEL JUICIO.

SI
Logró hacerse de una gran fortuna en plena juventud con su trabaje personal, promoviendo una industria —el saladero— que fue en su momento un factor de progreso. Intentó exportar sus productos con una flota mercante nacional
Apoyó la expedición de los 33 Orientales por la liberación de la Banda Oriental.
En 1829 intentó con los unitarios una solución conciliatoria. No buscó el gobierno y hasta 1832 lo ejerció con lenidad frente a sus opositores.
Decretó en 1834 la ley de aduanas que regiría de 1835 en adelante, primer instrumento protector de la producción nacional.
En 1836 disolvió el Banco Nacional, instrumento financiero del imperialismo británico y agente político de un sector mercantil porteño.
Defendió la soberanía nacional con admirable tenacidad frente a las agresiones de Francia (bloqueo de 1838/39, intervención militar de 1840), logrando un honorable acuerdo (tratado Mackau-Arana); de Francia y Gran Bretaña (intervención militar de 1844/46, batalla de Obligado), que concluyó con un tratado ampliamente satisfactorio de las exigencias argentinas.
Promovió un moderado desarrollo, controlado por los intereses nacionales. El orden que instauró atrajo a un razonable número de inmigrantes. Durante su gobierno se incrementó la riqueza ganadera fundada en la cría de ovejas y se inició un proceso de industrialización.
Protegió la religión católica y la moralidad de la población. Defendió el derecho del Estado a ejercer el Patronato. Protegió la libertad de cultos.
Dio publicidad permanente a los ingresos y egresos del Estado, ejerciendo un escrupuloso manejo de los dineros públicos. Habiendo sido uno de los hombres más ricos de Buenos Aires, debió recibir donaciones para subsistir en su exilio y murió en la pobreza.
Hizo conocer y respetar a la Confederación Argentina en Europa. El general San Martín brindó su adhesión a su política internacional y le legó su glorioso sable "como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla".
Las ejecuciones que ordenó no fueron excepciones a los usos de su tiempo: desde el fusilamiento de Liniers, en 1810, la liquidación física de los adversarios políticos formaba parte de las "reglas de juego". Hay que recordar, además, que fue víctima de un atentado con una "máquina infernal", que su asesinato se postulaba como una necesidad política y que un diario de los exiliados unitarios llegó a titularse: "Es acción santa matar a Rosas".
El poder que ejerció le fue conferido por decisión legal de la Legislatura de Buenos Aires y ratificado por un libérrimo plebiscito que arrojó una abrumadora mayoría por la concesión de las facultades extraordinarias y la suma del poder público a su persona. El encargo de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina le fue conferido por decisión de cada una de las provincias y su desempeño fue aprobado por éstas, a su requerimiento, en diversos momentos. En cuanto a la jefatura de la Confederación que de hecho ejerció, fue consecuencia de una decisión de la Comisión Representativa de Santa Fe, que a| disolverse le transfirió sus poderes.
Defendió la integridad territorial de la Confederación frente a las intenciones disgregatorias o separatistas de algunos de sus opositores (intentos separatistas de Jujuy, misión Florencio Varela, colusión de los unitarios con los franceses, de Corrientes con el Paraguay y de Entre Ríos y Corrientes con el Brasil).
Restauró la conciencia americanista existente en los días iniciales de la Independencia. Su sentido americanista lo llevó a negarse a reincorporar por la fuerza la antigua provincia argentina de Tarija, a no aprovechar la revolución "farrapa" de Río Grande do Sul, a no hostilizar comercialmente al Paraguay y a oponerse a los avances brasileños en la política rioplatense.
Creó una democracia elemental pero auténtica, estableciendo un igualitarismo que le valió la fervorosa adhesión de las clases humildes.
Usó de la coacción solamente para impedir movimientos internos contra su régimen o para castigar la complicidad de sus adversarios con las potencias europeas agresoras. En los últimos años de su régimen toleró gobiernos provinciales de dudosa filiación federal y no se opuso al regreso de muchos antiguos unitarios al país.
Significó la mejor fórmula posible de avenimiento entre Buenos Aires y el interior, aventando los viejos recelos antiporteños con su política aduanera, sus alianzas con los caudillos representativos de las provincias y las ayudas en dinero que eventualmente envió a algunas de ellas.
Sentó las bases de una cultura nacional profundamente original y criolla, reflejada en los cantares populares, la indumentaria, la música, el lenguaje y el estilo general de su época coloreada con el punzó que distinguía a la Santa Federación" en el marco de los candombes negros y las fiestas del paisanaje que más tarde recordaría el "Martín Fierro". Esto no pudieron entenderlo los intelectuales de la época, que despreciaban todo lo americano y —desde "Amalia'' hasta "Facundo", pasando por "El Matadero"— vincularon al régimen de la Federación con la "barbarie".
Formó con su esposa un hogar intachable. Después de enviudar, a los 45 años de edad, tuvo relaciones con una joven que vivía en su casa, que le dio varios hijos. Fuera de este affaire —que sólo trascendió muchos años después a pesar del venenoso espionaje que mantenían sus enemigos sobre su vida privada—, no se le conocieron amoríos ni devaneos.
Durante su prolongado exilio mantuvo una digna actitud. Se limitó a reclamar el desembargo de sus bienes, injustamente confiscados por los gobiernos posteriores a Caseros, y a protestar contra el juicio criminal que se le siguió en su ausencia.

NO
En 1807 no tomó parte en la lucha de los habitantes de Buenos Aires contra la segunda invasión inglesa. Pidió licencia en vísperas del combate decisivo.
Permaneció totalmente ajeno a las luchas por la independencia mientras muchos de sus compatriotas servían en los ejércitos patrios, dedicándose en esos años a acrecentar su fortuna.
Entre 1820 y 1826 perteneció de hecho al partido que fue llamado anteriormente "directorial", luego "ministerial" y finalmente "unitario", al que después perseguiría.
En 1828 retiró su apoyo a| gobierno de Dorrego, renunciando a la comandancia de campaña, Luego lo abandonó a su suerte tras la batalla de Navarro.
En 1829 incurrió en un grave acto contra la soberanía nacional, apoyando el bloqueo del almirante francés Venancourt y ofreciéndole víveres para facilitar su agresión contra Buenos Aires.
En 1832 hizo disolver la Comisión Representativa que funcionaba en Santa Fe, con lo que postergó indefinidamente la institucionalización del país.
En 1829/32 impuso la censura de prensa, confinó y desterró a numerosos unitarios o "federales tibios".
En 1833 se hizo pagar generosamente la expedición al desierto, que llevó a cabo para beneficio de los hacendados bonaerenses; aceptó enormes extensiones de tierra en premio a la misma.
En 1833/34 saboteó a los gobiernos de Balcarce y Viamonte para crear un crónico estado de caos que hiciera imprescindible su reelección.
En 1835 atribuyó a los unitarios el asesinato de Quiroga, no ignorando que éstos fueron totalmente ajenos al episodio.
En 1835 se niega a aceptar el gobierno reiteradas veces hasta no obtener la concesión de las facultades extraordinarias y la suma del poder público.
Impone, desde 1835 en adelante, un estado permanente de coacción que en algunos momentos llega al terror sistemático contra sus opositores. Cancela la libertad de prensa; aprisiona, confina, destierra y ejecuta sin juicio previo a centenares de enemigos políticos. Concede un margen de acción irrestricto a la Sociedad Popular Restauradora, su "policía política". Organiza un asfixiante sistema de delación doméstica. Confisca y embarga propiedades de sus opositores. Obliga al uso del lema "mueran los salvajes unitarios". Impone el uso de la divisa punzó como virtualmente obligatorio en hombres y mujeres, excluyendo el color celeste de toda manifestación de la vida colectiva. Sustituye la bandera creada por Belgrano por un remedo color azul marino y blanca, con las divisas federales impresas en letras negras. Entre las ejecuciones más notorias se recuerdan las de siete militares y un niño, provenientes de San Luis por capitulación (San Nicolás. 1831); las de 110 indios (plaza del Retiro, 1836); la de quince prisioneros del Quebracho (Santos Lugares, 1842); las de quince prisioneros de Arroyo del Medio (Santos Lugares, 1842); los degüellos de ciudadanos en las calles de Buenos Aires en octubre de 1840 y abril de 1842; el fusilamiento de Domingo Cullen (Arroyo del Medio, 1839), de| coronel Ramón Maza (1839) y el asesinato de su padre, el Dr. Manuel Vicente Maza.
Robusteció la estructura latifundista de Buenos Aires. Privilegió excesivamente a los comercian, es ingleses, que monopolizaron de hecho la exportación e importación.
Regó fondos para la subsistencia de la Universidad; no se preocupó por la enseñanza primaria; no estimuló ninguna expresión cultural.
Instigó (infructuosamente) a Estanislao López para que fusilara al general Paz, su prisionero.
Aprobó expresa o tácitamente las ejecuciones perpetradas por los ejércitos federales que marcharon sobre e| interior en diversas campañas.
En 1843 expulsó de Buenos Aires a los jesuitas por impartir una doctrina que no incluía el odio a "los salvajes unitarios".
Se negó a reconocer la independencia del Paraguay. Intervino permanentemente en los asuntos internos del Uruguay. Declaró la guerra a Bolivia. No reaccionó frente a la ocupación del estrecho de Magallanes por los chilenos. Instruyó a su ministro en Londres para que ofreciera las islas Malvinas a Gran Bretaña a cambio de la condonación de la deuda del empréstito Baring Brothers.
E n 1850 no decretó honras fúnebres de ninguna clase en ocasión del fallecimiento del general San Martín.
Fue en sus tareas de gobierno, personalista, autoritario y desconfiado. No se rodeó de hombres capaces sino de mediocres y serviles. Fue un conservador que añoraba el orden de la época colonial. No tuvo confianza en su país ni supo actualizar su régimen y permaneció sordo a las exigencias de organización nacional que formulaban las provincias.
Utilizó políticamente a su esposa, haciendo de ella un contacto con delatores, activistas y agentes provocadores. Obstaculizó el noviazgo de fu hija, y cuando Manuelita contrajo matrimonio, le reprochó su "negra ingratitud". Sedujo a una pupila cuya tutoría ejercía por mandato testamentario.
En su exilio británico mendigó un subsidio a Urquiza, a quien había hecho llamar "loco, traidor, salvaje unitario" y al cual dirigió obsecuentes palabras de agradecimiento. Lloró miserias que en realidad no alcanzó a padecer. Estableció en plena campiña inglesa una chacra criolla que, naturalmente, fracasó como explotación productiva.
Titulándose federal, organizó el régimen más unitario y centralista que pueda concebirse. Nada ocurría en el país entero sin su aprobación. Depuso gobernadores de provincias por el delito de no pertenecer a su partido.

UNA LARGA
REVISION

Por FELIX LUNA
Cuando Rosas cayó, su imagen sufrió un proceso muy curioso, aunque también muy comprensible.
Los emigrados —los viejos unitarios o los opositores más recientes— dieron por sentado que Caseros había clausurado una tiranía tremenda: era la condición para justificar una actitud política cuyo reconocimiento les abriría el paso hacia la dirección del Estado. Les que habían estado en una posición neutral o "federal tibia" también adhirieron a aquella premisa y se unieron al coro de los que batían el parche de la tiranía: así justificaban su oportunismo y explicaban su no participación en los movimientos antirrosistas. Y los rosistas convictos, aquellos que con nombre y apellido habían apoyado al Restaurador, aplaudido su política, vestido chaleco punzó, vivado a su hija, maldecido a los "salvajes unitarios" y ofrecido sus vidas, haberes y fama al servicio de Rosas, éstos también recargaron las tintas de la tiranía porque, ¿cómo explicar de otro modo su complicidad con el régimen caído sino revelando que todos habían sido coaccionados, amenazados, oprimidos irresistiblemente?

De modo que el juicio de la opinión pública sobre el régimen de Rosas fue, en Buenos Aires, el producto de una gran complicidad. En las provincias, donde la transición fue menos drástica (la mayoría de los gobernadores rosistas subsistieron después de Caseros) y donde las modalidades más odiosas de la Federación habían llegado atenuada mente, ese juicio fue menos severo. Pero como Buenos Aires imponía (e impone) sus opiniones al resto del país, pronto se tuvo como un valor entendido indiscutible que todos los años de Rosas habían sido una negra noche de terror, sin ningún aspecto rescatable. Esta opinión no se elaboró en el plano de la historiografía: se dijo y repitió en las charlas familiares, en los discursos parlamentarios o de barricada, en la literatura diarística, en los novelones al uso de la época. Eran las memorias vivas de la comunidad, transmitidas oralmente o en letras menores. De aquellos diecisiete años subsistían sólo los momentos más terribles, en una generalización superficial y sensacionalista; y de allí fueron pasando a los libros de historia sin mayor examen, rodeados de prejuicios y lugares comunes.

Es hacia 1880 cuando se intenta una primera revisión orgánica sobre el juicio prevaleciente en torno de Rosas. La formula Adolfo Saldías, liberal y masón, al que ningún antecedente personal movía a simpatizar con el Restaurador y su sistema político. Pero Saldías, honradamente, valorizaba lo mejor de Rosas: su defensa de la soberanía, su sentido de la unidad nacional, su latido americano, el tono criollo y popular de su estilo de gobierno. ¡Más le hubiera valido no escribir! Desde Mitre, que proclamó "ser fiel a sus viejos odios" hasta la prensa, que silenció su ingente esfuerzo, todos los intereses políticos y familiares de la época, todo el establishment cultura! y periodístico volcó su repudio contra la "Historia de la Confederación Argentina''.

El tropezón de Saldías demoró varias décadas la revisión objetiva de la significación de Rosas. Las confrontaciones con la versión liberal predominante debieron llegar desde puntos marginales. Sin atacar el sacrosanto dogma de !a tiranía rosista, se revisaban aspectos tangenciales. Ernesto Quesada estudiaba las guerras civiles y las complicidades de los unitarios con los franceses; David Peña analizaba el papel de los caudillos; Juan Álvarez evidenciaba el factor económico inserto en las guerras civiles; Diego Luis Molinari desnudaba el mito de la "Anarquía del Año XX"; Emilio Ravignani historiaba la formación institucional argentina, en la que Rosas desempeñó un papel fundamental. A mediados de la década del 30 todo estaba preparado para un replanteo serio y profundo de la era rosista. Y es entonces cuando irrumpe el revisionismo nacionalista, tacuara en ristre, y la empresa se carga inesperadamente de contenido político. En esos tiempos —ya estamos sobre los años 40— Rosas era para esos esforzados paladines, el arquetipo del caudillo aristocrático que encabeza las masas en pos de un ideal autoritario, católico, tradicionalista y criollo. .. ¡Justo lo que andaban buscando los nacionalistas en esas vísperas del 43!

Entonces el pausado pero firme movimiento tendiente a reubicar serenamente a Rosas sufre una brusca detención. Ser rosista significa ahora ser nazi: "ergo", no puede transigirse con él. Menos aún después de 1946: ser rosista significa ser peronista. Y este "horror", claro está, no podían admitirlo historiadores como Ravignani o Busaniche, íntimamente simpatizantes con Rosas pero comprometidos en una neta militancia antiperonista. Una comisión que se formó hacia 1950 para repatriar al Restaurador se diluyó sin contar con el apoyo oficial; la Academia Nacional de la Historia dirigida por Ricardo Levene siguió siendo un baluarte de la historiografía liberal y no se alentó desde los organismos oficiales ninguna modificación a la enseñanza tradicional de la historia.

De todos modos, la revisión continuaba. A la biografía de Manuel Gálvez, de impresionante éxito de público, se agregaban los libros de Ricardo Font Ezcurra y José María Rosa, y luego los muy eruditos de Julio Irazusta, que enfrentarían a los autores antirrosistas más documentados, como Ernesto H. Celesia, Antonio Dellepiane y Enrique Barba.

Pero las cosas fueron cambiando. Desaparecido —salvo Rosas— el revisionismo nacionalista, enriquecido el movimiento historiográfico renovador con aportes que iban desde el marxismo hasta una visión menos comprometida con el liberalismo; caído Perón —cuya ausencia hizo posible un análisis del pasado menos condicionado a las preocupaciones políticas del momento; y fallecido Levene cuya talentosa, pero severa dictadura imprimió a la Academia un tono netamente antirrosista, vuelve a trabajarse en el tema con un propósito historiográfico puro. Y entonces van delineándose los valores señalables de Rosas y su época. Dejando aparte su autoritarismo y sus métodos represivos, bien criticables por cierto, crece la valoración de sus aportes a la formación nacional: Rosas hizo un país de aquellas catorce provincias desunidas; Rosas imprimió un sentido de dignidad nacional a estas tierras agredidas y expoliadas; Rosas se comprometió con un destino continental: Rosas formó un Estado, fuerte y respetado, con los retazos que pudo reunir.

Esto es lo que hoy aparece con toda evidencia. A mí no me gusta el degüello ni la mazorca. Pero me niego a enjuiciar a Rosas solamente por esto. No me parece sincero aplicar criterios contemporáneos a hechos del pasado, ni creo que valores como la vida humana o la libertad hayan sido considerados en la época de Rosas con los mismos patrones que hoy se les aplican.

Los historiadores contemporáneos ya no son rosistas o antirrosistas. Hay un país maduro que reclama su propia historia planteada con madurez. Y en ella no caben ni la imagen liberal de un "tirano sangriento" ni la versión angelical de los primitivos revisionistas. Al Restaurador se lo analiza como un fenómeno histórico que debe situarse en su contexto, Y en este marco resulta más fácil ir al fondo de la cuestión, es decir, si en esos tiempos pudo hacerse un país con otros métodos. Esto y el saldo final de su actuación son los temas que ahora interesan. Puede decirse que en la actualidad están publicados todos los documentos importantes de la época de Rosas y ya se han dicho y repetido todos los argumentos de uno y otro bando. Falta solamente que, sin presiones políticas ni chantajes ideológicos, los argentinos vayan formando serenamente su propio juicio sobre Rosas. Y sin duda, este juico, a más de un siglo de distancia, fallará en favor de quien, por sobre todo, tuvo una testarudez llamada Patria.

Revista Gente y la actualidad
8/11/1973

 

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