Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

VIDA EN EL UNIVERSO
N = nxfxPxVxl
No hace mucho, hacia abril de 1965, una multitud de curiosos invadió los viejos claustros de la Facultad de Ciencias Exactas, en la calle Perú, para escuchar a un joven científico que proponía un tema espectacular: la posibilidad de vida en el Universo. Muchos de los concurrentes esperaban una suerte de conferencia magistral, donde el disertante los recreara con las especulaciones más fantásticas y las afirmaciones más excitantes. Pero se chasquearon, justamente porque quien ocupaba el estrado era un hombre de ciencia: en vez de lanzarse a divagar, hizo lo que era su costumbre y su profesión, partió una tiza y se puso a hacer números sobre la pizarra.
Ahora, a tres años largos de aquella conferencia, el radioastrónomo y astrofísico Carlos Varsavsky sigue fiel a esa tradición de la ciencia moderna: prefiere el cálculo a la teoría irreflexiva. A los 35 años, se apresta a conmover una vez más a colegas y curiosos —a quienes ya asombró con sus trabajos de radioastronomía, ampliamente conocidos— con un estudio sobre la posibilidad de vida en el Universo, un libro que posiblemente lleve ese nombre ("La vida en el Universo"), y que la editorial Carlos Pérez se dispone a lanzar en las próximas semanas.
Ex profesor titular de Física en la Facultad de Ciencias Exactas de Buenos Aires, desde 1960 a 1966, y actualmente director del Instituto Argentino de Radioastronomía, es, sin dudas, su cargo de presidente de la Asociación Física Argentina una presentación suficiente que invita a escuchar sus puntos de vista con atención. Máxime si se observa que en
el plano mundial no son muchas las publicaciones que hayan tocado el tema de la vida en el Universo con rigor científico. De todos modos, la severidad autocrítica es, con mucho, el mayor mérito de la obra de Varsavsky: pulveriza minuciosamente varios supuestos que lo hubieran ayudado a sostener sus propias tesis, y no trepida, por ejemplo, en restar importancia a los platos voladores, aun cuando él mismo cree firmemente en la existencia de vida extraterrestre.

La fórmula de la vida
El libro trata cuatro temas principales, que giran en torno de una misma cuestión, anticipada desde el prefacio. En esa introducción, Varsavsky comienza por recordar que el antropocentrismo, esa actitud filosófica que tendía a considerar al hombre como centro de todo cuanto ocurre, ha sido duramente castigada por la ciencia en los tiempos modernos: si la Tierra no es el centro del Universo, y ni siquiera nuestra estrella, el Sol, lo es, ¿por qué empecinarse en pensar que la especie humana es la única dotada de inteligencia? Tras esa reflexión, el autor plantea su famosa "ecuación de la vida", un intento serio de cuantificar las posibilidades de existencia de seres inteligentes más allá de la civilización humana. Los capítulos siguientes se ocupan de analizar qué valores deben tener las partes de la ecuación, lo que en términos corrientes significa indagar cómo surgió la vida en la Tierra, qué planetas existen en el Universo que puedan albergar formas vivientes, y qué posibilidades de comunicación con esas presuntas criaturas pueden considerarse posibles desde el punto de vista de la ciencia (terráquea) actual.
La Ecuación de la Vida es de una simplicidad que asombra, y sin embargo es uno de los primeros intentos de poner en números una cuestión tan resbaladiza, tan firme candidata al devaneo fantástico y la especulación hueca. Su enunciado es: N = nxfxPxVxl, es decir un producto de cinco factores. La N inicial es la cantidad de comunidades inteligentes que probablemente haya en el Universo, y los índices del segundo miembro son:
n: número total de estrellas existentes;
f: fracción de estrellas que pueden tener planetas a su alrededor;
P: número promedio de planetas que tiene cada estrella (o sea que n x f X P da la cantidad total de planetas en el Universo);
V: es la fracción de planetas en las que puede haberse desarrollado la vida
l: fracción de planetas en los que la vida pueda haber dado origen a ciertas formas de inteligencia y civilización.
Como aclara el autor, de esos cinco factores el primero es el que mejor pueden conocer los físicos y los astrónomos; los restantes son progresivamente más difíciles de evaluar, y cada uno es en sí un enigma. Pero Varsavsky sabe que cuestiones más complicadas han sido resueltas con el método que da el pensamiento científico, y durante toda la obra aporta una cantidad de datos que permiten, si no calcular, al menos estimar "grosso modo" la dimensión de esos valores.

El Universo en que vivimos
Es en la primera parte de la obra destinada a describir el Universo desde un punto de vista astronómico, en la que el físico se mueve con mayor soltura. Explica que el Sol pertenece a una de las galaxias más grandes que se conocen —que reúne a unos cien mil millones de estrellas— y cuál es la ubicación y distancia de las otras galaxias conocidas. Algunas apreciaciones acerca del tamaño medio del Universo conocido, y otros cálculos bastante claros, le permiten suponer con algún fundamento el primer factor (n) de la ecuación, es decir la cantidad total de estrellas: es una cifra inmensa, del orden de los 100 trillones.
El resto del cálculo de planetas probables es más sofisticado. Decidir desde la Tierra qué estrellas tienen planetas en torno suyo y cuáles no los tienen no es tarea fácil. Pero Varsavsky apela en esta parte a un ingenioso ardid: sucede que la rotación de las estrellas sobre su propio eje, y el hecho de que tengan o no planetas, están íntimamente relacionados, de acuerdo con ciertas leyes físicas relacionadas con el "impulso angular". Como también hay que tener en cuenta que sólo durante un "corto" lapso de su vida las estrellas se encuentran en una pacífica situación de estabilidad termonuclear —el resto del tiempo lo usan en contraerse violentamente, en estallar como una bomba de hidrógeno, o bien se achican y enfrían—, la cantidad de estrellas "aptas" se reduce considerablemente.
En conclusión, y aceptando una estimación pesimista, Varsavsky determina que sólo una décima parte de las estrellas pueden tener planetas durante bastante tiempo como para que en ellos pase
algo. Es decir, de acuerdo con su ecuación, f = 0,1. El factor P (cantidad de planetas en cada estrella que los tenga), es tomado como igual a 1, por razones de pesimismo metódico. A esa altura del libro, la cantidad de planetas sospechosos es todavía increíblemente grande.

Tiempo de vivir
La discusión se espesa cuando se trata de ver cuántos planetas pueden albergar vida. Ante todo, si se tiene en cuenta la experiencia terrestre, conviene exigirles que convivan en paz con sus planetas, sin erupciones extrañas ni otros cataclismos, durante mil millones de años, el tiempo necesario para que se forme vida. Ello implica que el clima no cambie abruptamente, por ejemplo. La temperatura media, por otra parte, debe ser más o menos templada, si es que se piensa en formas de vida similares a las terrestres. Por último, es indispensable que el planeta en cuestión tenga atmósfera, ya que de otro modo estaría demasiado sujeto a radiaciones fuertes, como sucede, por ejemplo, en nuestra Luna. El factor V de la ecuación fundamental, entonces, se reduce a 0,01, es decir que sólo uno de cada cien planetas cumple con los requisitos básicos de la vida. A pesar de esas restricciones, la cantidad de astros en los que podría haber vida supera los 10 mil billones.

Los humanos no existen
Avanzando un poco más en su análisis, la obra se plantea qué posibilidades de enterarse tendría el hombre, si en otra parte del Universo hubiera vida inteligente. Con cierta agudeza, empieza por formular la pregunta al revés: ¿podría un marciano, por ejemplo, enterarse de que en la Tierra hay vida, y para colmo vida inteligente (es un decir)? La respuesta es bastante sorprendente: sólo en condiciones muy especiales. Por de pronto, hace 50 años en la Tierra no había radios, y dentro de algunos años más —quizás otro medio siglo— las emisiones estarán tan eficientemente controladas que no habrá "pérdidas" de energía que se larguen al espacio. Moraleja: por el lado de la radio, un astrónomo marciano, por ejemplo, tendría que haber estado muy atento durante el siglo XX para advertir algo; si sus observaciones fueran anteriores o posteriores a ese lapso, no percibiría nada.
Pero entonces, ¿nuestras grandes ciudades no se ven desde muy lejos? Claro que no. El poder de resolución de los mejores telescopios es tal que a semejante distancia solamente objetos de varios kilómetros de ancho pueden ser detectados; Buenos Aires sería apenas un punto en una fotografía tomada desde Marte. Se puede pensar que de noche la cosa cambia: después de todo, una gran ciudad entonces se vería como un punto inexplicablemente iluminado. Pero Varsavsky también deja ese argumento sin cabeza: al tiempo que crecen, las ciudades originan cada vez más niebla y humo en su atmósfera, la cantidad justa como para que desde lejos no se vea ni medio, pese a todas sus bombitas y fluorescentes. De todas maneras, los marcianos se habrían enterado, dice el autor, gracias a que en los últimos 20 años las antenas de televisión han estado lanzando al éter una energía mucho mayor que la que nuestro planeta podría emitir espontáneamente.

Final semioptimista
El libro se cierra con un estudio particularizado de las condiciones en los planetas más próximos, es decir, los del sistema solar: en general, sus probabilidades de albergar vida parecen bastante remotas. En cambio, Varsavsky se divierte dejando pensar a sus lectores sí será cierta la teoría del astrónomo ruso Shklovsky, un hombre de ciencia que opina que los dos satélites de Marte, llamados Fobos y Deimos, podrían ser artificiales, al menos Fobos. La teoría puede parecer extravagante, pero sucede que Fobos se está frenando en su período en torno de Marte; como la atmósfera de ese planeta es muy poco densa, la única explicación posible es que Fobos sea muy liviano, es decir ¡hueco! Lógicamente, no hay satélites naturales huecos, y a él le parece más probable que se trate de un artefacto artificial, de alrededor de 16 kilómetros de diámetro.
Venus y Marte, favoritos de la ciencia ficción, no parecen, por su parte, alojar vida: los canales marcianos no son tales, como se descubrió con los modernos telescopios, y en cuanto a Venus, tiene una temperatura en la superficie de casi 400 grados. Podría haber vida en Venus, aclara Varsavsky, pero a condición de que colgara de las nubes, única zona de temperatura potable. Los meteoritos y asteroides podrían ser sospechosos, en cambio, así como la mayor de las lunas de Júpiter, llamada Ganímedes, aunque parece improbable la existencia de atmósfera en esos lugares.
Poco antes del final, Varsavsky calcula el valor del último factor de su ecuación, y afirma que 'l' debe valer 0,001: ese índice significa que, sin contar más que nuestra galaxia, y desechando el resto del Universo, habría un millón dé civilizaciones posibles. Comunicarse con ellas sería una manera —la única— de verificar esa teoría; Varsavsky llega a la conclusión de que ese intercambio sólo podría darse a través de mensajes radiales, ya que las posibilidades de viaje por el espacio interestelar no pasan por ahora de ser conjeturas que chocan de frente con nuestros conocimientos. Inclusive existe una muy definida frecuencia radial —la de 1.420 megaciclos— que tiene la particularidad de ser detectable de una punta a otra del Universo. "Puede parecer más bien estúpido esforzarse para trasmitir el valor de pi a 100 años luz de distanciaba individuos que de todos modos ya lo conocen —bromea Varsavsky—. Pero todo es empezar. Considerando que el mensaje tardará 100 años en llegar y la respuesta otros 100 en volver, en menos de un millón de años los intercambios podrían llegar a hacerse bastante más entretenidos."
PANORAMA, DICIEMBRE 24, 1968

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