ESTAR BIEN, Y MIRAR CON QUIEN "If you feel out,
we'll in you", tranquiliza la tercera de las diez
reglas que impone Periplo a quienes lo abordan. El
bar, cuya puerta de madera sostiene el nombre en
letras de bronce, admite una fisgona mirada desde
el exterior. Quien lo haga, verá señores muy
trajeados, porque, aunque no está prohibido, nadie
encontrará el paso libre si viste remera. "Acá,
el día empieza a eso de las 11, cuando alguien
llega para tomar el desayuno", se acuerda uno de
los ocho dueños de la confitería Del Pilar (Alvear
1923). No hay límites generacionales, allí, en el
sector femenino: "La familia Zavalía viene en
pleno; Mercedes y Anita toman café, con un plato
de palitos". Los hombres llegan, conversan, se
dejan estar. Hablan de carreras, negocios, algo de
fútbol, de hombres o de mujeres. Por la noche,
conviven la ropa sport y la de gala, en una maraña
azarosa, pero soportable. Está en la esquina de
Posadas y Ayacucho: La Rambla, paradójicamente,
nace cuando algo concluye: los agotados
saltimbanquis —emergidos de Bwana, Snob y Afrika—
suelen descolgarse hasta el sitio, para contar lo
que no se pudo, descansar un rato, equivaler —con
un lomito— tamaño ajetreo. Los tres lugares,
como otros de tono similar, añoran, velan, ansían
la llegada de su gente. Los propietarios, empero,
saben que ese público singular, esquivo o
estacionario,, hipersensible o complaciente, les
impide competir por su favor: va donde quiere, por
razones que nadie podría relatar, con la certeza
de que una singular intuición lo aposentará en
donde se encuentre cómodo. Alfredo Fernando
Giesso y Jorge Sueldo Piñeyro quisieron, para
Periplo, un ambiente inglés Victoriano; se logró
con paredes completamente tapizadas en cuero y
madera. La iluminación, de un amarillo con
reflejos amarronados, tenue, intensifica la
calidez que dispersa una araña de bronce, con
tulipas de cristal. Dos grabados ingleses, de
1895, y otras reproducciones del impresionista
Raoul Duffy ("Costaron como si fueran originales")
acunan las visitas de Enrique Grüneisen, Benedicto
Bianchi, Julio y Ricardo Pueyrredón, Susy Aczel, y
hasta Julio Alsogaray, quien se dio una vuelta por
allí, con su cabeza luciendo la secuela del
atentado. "Es gente que acostumbra tomar scotch,
con la seguridad de que encuentra un momento de
relax. Uno de ellos me dijo que él le agregaría
música a Periplo: es que la graduamos tanto, que
ni se había dado cuenta", se divierte Giesso. A
mediodía, habitantes del Plaza Hotel cruzan para
atreverse con el buffet froid, un tentempié
refinado. La copa —el whisky, 450 nacionales—
siempre es escoltada por bocaditos de caviar y
castañas de cajú. La extracción turística orientó
un breakfast suculento, aunque el modismo nativo
obligará a que una soup a l'oignion aguarde, a
partir de medianoche, a los noctámbulos que
prefieren una escala, antes de zambullirse en el
lecho. Máximo Mackinlay Zapiola, además de
lidiar con su Alvear Palace, sabe escapar hasta la
confitería Del Pilar. "Viene unas veinte veces
por día", exageró uno de los dueños. Por la
mañana, lee Clarín y, como sufre por River Plate,
mientras acierta con la sacarina que endulza
varios cafés, discute con un mozo, simpatizante de
San Lorenzo. A la tardecita, un whisky lo espera
siempre en la misma mesa, cerca de la entrada:
mientras enciende cigarrillos importados y
conversa con amigos, inevitablemente, ve pasar a
Catalina Acevedo Díaz de Lanús, 22, quien se acoda
en la barra, recibe su café cortado, habla de su
hijo Gustavo, 1, o de su marido Jimmy, siempre
ocupado con esas cosas de industriales. Cuando un
estrépito caduca en la violenta frenada, no quedan
dudas: allí está Ezequiel Anchorena, 31.
"Enseguida miramos si vino en el Mercedes Benz, en
el Rambler o en qué coche, porque tiene tantos ...
", se escandaliza un mozo. Anchorena se encuentra
con gente, come traviatas de pavita, toma Old
Smuggler con agua mineral y, cuando tiene ganas.
se va. No es tan formalista como ese grupo en el
que destacan Ricardo El Colorado Polledo y el ex
Embajador Julio Amoedo: hablan y hablan, hasta
que, por fin, cada uno paga su cuenta, en una
especie de pacto ineludible. Lugares de reunión
inexcusable en Buenos Aires, allí nadie se pierde,
todos pueden hacer nada, u organizar una idea
genial que alguien alumbró. Puede gestarse un
matrimonio, consolidarse una amistad, o,
simplemente, encontrar la accesible manera de que
un rato en blanco pierda su vaciedad.
DRUGSTORE CASI UN TRANVIA, PERO SIN TROLEY
Casi alcanzando una de las esquinas, en L'Etoile,
el Drugstore de los Champs Élisées ocupa
suficientes añoran, zas en los argentinos que
regresan de París; hay otro, en Saint Germain des
Pres. Entre ambos, reducen los antojos comestibles
de parisinos o turistas, en las 24 horas del día,
con platos simples y sabrosos; comida tipo snack,
la sirven con ensaladas que se menean en los bols
de madera. Recalar en uno de los Drugstores
permitirá recordar esas compras que no se
hicieron. Nada de golpearse la frente, imprecando
por el olvido: la farmacia, la boutique, la casa
de tabacos, una librería, un puesto de diarios, la
disquería y un selecto despacho de bombones
permiten, a los amnésicos, poner en orden sus
descuidos. La idea ("Aún en pañales",
confirmaría un amante de las frases hechas) llegó
a Buenos Aires, se encuentra estacionada en Junín
1747. Lo llamaron El Drugstore de la Recoleta, y
nadie pretende dudar de que su ambientación se
apoya en los antecesores franceses, y en el símil
que asienta en Nueva York: se remeda una estación
de ferrocarril —año 1900—, con estilo art nouveau.
En la zona del bien-estar, los entusiastas
gastadores de 100.000.000 de viejos pesos, sus
dueños (Carlos Gato Dumas, 34; José Luis Gallego
Fernández Bobadilla, 38; Martín Prats, 36; Héctor
Amorosi, 32; Iván Robredo, 32; Miguel Micky
González Moreno, 34; Cinthya Perkins, 37; Maggie
Garat, 32, y Enrique Martínez de Hoz, 37)
acometieron la empresa desde once días atrás.
Un enorme reloj, en cuyo curriculum figura el
viejo Parque Retiro, adorna el frente; para
mencionar el nombre, se eligieron frascos de
vidrio que, ordenadamente, sostienen, cada uno,
una letra del título. A la derecha, sobre la
entrada, Paner aguarda, al paso, con libros,
discos y revistas. Ernesto Bunge, Sonia Mihanovich
y Gustavo Chopitea, los dueños, son incontrables:
desvelan su tiempo en gestiones, intentan
conseguir permiso para vender diarios. Aseguran a
los cuatro vientos —aunque hay quienes todavía
dudan— que entregarán La Nación a las 0.30. "Eso
va a ser una verdadera primicia, y no las que se
atribuyen algunos diarios o revistas", vocean por
allí. Enfrente, sobre la izquierda, L' Interdit
no deja pasar a nadie sin mostrarle su bijouterie,
tabaquería, farmacopea y chocolatería. Superados
los dos trances iniciales, se está en el núcleo de
la formación: un enorme bar, revestido en listones
de parquet, vigila a los boxes, en distintos
niveles, donde ha de comer quien pueda encontrar
mesa libre, si llega después de las 21. Cuando los
asientos están forrados de personas, conviene
echar un vistazo al entrepiso: otra hilera de
mesas esconden su presencia al iniciado, y otorgan
la impunidad que toda persona bien nacida puede
necesitar, llegada la ocasión. El techo, a dos
aguas, vidriado, nutre de luz solar durante el
día, y se interrumpe a mitad de camino, para
compactarse. Ya más abajo, cuadriculados espejos
aceptan una nueva vía de comunicación visual entre
mesas y barra. Tal parece un garaje, pero,
obviamente, nadie se atreverá a entrar con el
coche. Semeja un tranvía, aunque no se le nota el
troley. El tono que priva es el naranja, mientras
los mozos se cubren con maxidelantales obscuros, y
los asientos con almohadones azules. Sobre éstos,
unos desagradables receptáculos metálicos (para
ropas, portafolios y carteras) muestran su
prescindibilidad estética. La milanesa de
chancho —por fin alguien se decidió a no usar el
vocablo cerdo, esa grosería— de la provincia (650
nacionales) es recomendable; por sabrosa, claro.
El resto de las opciones se halla en una elongada
carta, con una portada que decoró el arquitecto
Amorosi. También se puede escuchar música
importada, perdiendo 40 pesos en un tragamonedas
que permite elegir entre doscientos discos, y los
desparrama a través de dieciséis parlantes. Si
un chico lustrabotas, con uniforme, se acerca a la
mesa, bastará con cederle los pies, de a uno; ha
de retirarse, apenas saludando: la cuenta vendrá
incluida en la adición. Para después de las
compras y la comida, en los bajos del local,
dentro de 60 días, estará listo El Club del
Drugstore. Fernández Bobadilla lo analiza a
priori: "Va a ser un club privado, algo de lo que
carece Buenos Aires. Supongo que tendremos 500
asociados, que seleccionaremos entre los amigos;
el lugar tiene capacidad para 150 personas. La
copa será menos cara que en otros boliches; el
whisky, por ejemplo, que en Mau Mau cuesta 1.000
pesos, acá estará a 500. Para pagar, haremos una
tarjeta idéntica a la del Diners. Cada socio
tendrá su botella, identificada por una tarjeta:
cuando se vaya, la guarda, hasta la próxima
visita. En un libro del club figurará el nombre de
la persona invitada, y el del socio que lo trajo.
"Es un estilo europeo, moderno, con influencia del
arquitecto Alvar Aalto, que fue maestro de
Amorosi, en Finlandia. La moquette sube por las
paredes. La cabina del disc jockey —en plástico o
vidrio y aluminio— colgará del techo, a lo nave
espacial. Lámparas holandesas cambiarán los
colores de una pista de baile bastante amplia, y
también habrá una boutique que venda recuerdos:
llaveros, remeras, lápices." El informe de
Fernández Bobadilla parecía suficientemente claro.
Vuelto el tema al Drugstore, restaban dos
preguntas, fueron liquidadas: —Es un poco caro
comer allá. —No crea. Una persona puede gastar,
más o menos, unos 1500 pesos. Si no los tiene,
mejor que no venga. —¿Quiénes van,
habitualmente? —Y... no sé, mucha gente, usted
vio. Así, en el momento, me acuerdo de Tony Otero
Monsegur, Fernando Zavalía, Juan Reynal, Tito
Reynal y su mujer, Malena Blaquier, con sus hijas,
Raúl Peralta Ramos, Arturo Bullrich. No, artistas
no nos interesan: arrastran tipos que no tienen
plata, maricones y drogadictos. Queremos evitar
esos líos. 28/IX/71 • PRIMERA PLANA Nº 452
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