Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

BIAFRA
"COMO ESCAPE DEL INFIERNO"

Elaine Okonkwo es una madre biafrana de 28 años. Se diferencia de casi todas las mujeres que habitan ese desangrado territorio africano, pues su piel, ojos y cabellos son claros; pero se asemeja a ellas por su descarnado cuerpo, que exhibe las inconfundibles huellas del hambre. Elaine nació en Estados Unidos pero puede afirmar con derecho que la guerra recientemente concluida en Biafra ha sido, de alguna manera, "su" guerra: durante los dos años y medio que duró el conflicto padeció los mismos flagelos que laceraron a los compatriotas de su esposo, Al Okonkwo, un médico de 35 años (perteneciente al grupo tribal ibo) con quien se vinculó hace siete años en un hospital de Nueva York. En 1965 abandonaron EE.UU. rumbo a África; se casaron poco después en Lagos, capital de Nigeria. En ese país, y durante un año, Al ofició de médico del ejército federal. En 1966, tres acontecimientos conmovieron a la familia Okonkwo: el advenimiento de su primera hija —Nancy— y la sucesión de dos golpes de Estado. Las refriegas militares los obligaron a huir hacia Biafra, en 1967, justo cuando ésta proclamó su independencia; Al fue nombrado administrador militar de la región medio-occidental. Pero su permanencia en el cargo fue breve: a los pocos meses la zona fue recuperada por las tropas federales y los Okonkwo se vieron obligados a huir hacia Enugu, en esos momentos capital de Biafra. Desde entonces, y hasta la reciente capitulación de las fuerzas secesionistas, la vida de Elaine, Al y sus dos hijos —Daniel, el segundo, nació en 1968— fue un interminable tránsito al borde de la muerte. La última peripecia culminó la noche del sábado 10 de enero, cuando Elaine y sus dos hijos desembarcaron en el aeropuerto de la colonia portuguesa Santo Tomé (una isla vecina a las costas nigerianas), trasportados por un avión de la organización católica Caritas. La última etapa de esa fuga infernal fue relatada a SIETE DIAS por Elaine, quien ignora hasta el presente si su esposo vive o si su cadáver ha sido incluido en las estremecedoras estadísticas que la muerte confecciona a diario en el arrasado escenario de la guerra.

El jueves 8 de enero una sospechosa tensión flotaba en la zona donde vivíamos, una de las más apacibles de Biafra. Todos los habitantes del caserío experimentábamos una extraña sensación, mezcla de angustia y terror. Nadie hablaba, nadie reía; hasta los chicos percibieron esa atmósfera enrarecida: habían desaparecido de las calles, refugiándose en sus hogares.
Por la mañana, un oficial nigeriano recorrió el poblado, llevándose a cuatro vecinos. La visita era insólita. Sospeché que algo extraño estaba ocurriendo y traté de informarme, consultando a varios amigos. Me respondieron que el oficial conocía a esos hombres, que no había por qué preocuparse. Lo único que inquietaba a los pobladores era la presencia de tropas nigerianas a pocos kilómetros de distancia, que presionaban a lo largo del frente existente en esa región. Al parecer, el único riesgo que corríamos era el de quedar aislados del resto de Biafra. Por la tarde reapareció el oficial y nos anunció que los nigerianos habían hendido las líneas biafranas: estábamos aislados. La noticia me causó cierta extrañeza: la guerra me había enseñado que, por regla general, el avance de las tropas federales era precedido por el tronar de la artillería. Sin embargo, no se escuchaba rumor alguno. La incertidumbre no impidió que planeáramos huir. Escapar era la consigna, pero ¿hacia dónde? Nadie pudo responder: estábamos hambrientos, cansados, desalentados. Mi esposo se había marchado a Orlu, cerca de Owerri, para atender una cuestión que no tuvo tiempo de explicarme; nunca como en ese momento me sentí tan sola, tan distinta de la mujer que había sido hasta entonces.
Como disponíamos de un jeep Land Rover decidí enviar a mi suegra junto a mis dos hijos hacia Orlu: suponía que ese poblado ofrecería mayor seguridad a sus vidas. Yo permanecí en casa para reunir los artículos de primera necesidad (ya éramos prófugos) y aguardar durante un par de horas el desarrollo de los acontecimientos. Pero la tensión aumentaba segundo a segundo; todo el mundo abandonaba sus hogares; a mi alrededor crecía el vacío. Fue entonces cuando me espantó la idea de quedar separada de mis hijos para siempre.
Cuando retornó el chofer trepé al jeep sin vacilar y le ordené enfilar hacia Orlu. Ignoraba que allí la situación era aún más grave: los nigerianos marchaban sobre Owerri.
A lo largo del camino que transitábamos caravanas interminables avanzaban en sentido opuesto al que llevábamos. Los nativos caminaban, corrían, arrastraban despojos miserables de lo que habían sido sus hogares. La densidad de esas columnas de fugitivos me hizo recordar el tránsito que atiborra las calles de Nueva York los sábados por la noche. No resultaba difícil presumir que las autoridades habían decidido la evacuación de Owerri. El chofer me miró varias veces esperando mi orden de regresar, pero se quedó con las ganas.
Me reuní con mi familia en Orlu y allí pasamos la noche. Al despertar, el viernes 9 de enero, comprendimos que la situación era dramática; las tropas federales se aprestaban a ocupar el pueblo: de hecho, el gobierno biafrano había dejado de existir. "Retornen a casa —me aconsejó Al—, es la zona más segura de toda Biafra." Volví a amontonar trastos y ropas en las valijas y partimos de regreso esa misma noche. Pero no seguí las indicaciones de mi esposo: sin alimentos, dinero ni gasolina, no iríamos a ninguna parte. Pensé que sería mucho más prudente dejar a mi suegra y los chicos en casa de unos amigos radicados en Orlu y solicitar ayuda a la organización católica Caritas. Obtuve una respuesta bastante gratificante: un sacerdote me aseguró que nos albergaría por esa noche y que haría lo posible por evacuarnos de Biafra al día siguiente; la fuga se realizaría en avión: el aeropuerto de Uli estaba a veinte kilómetros de distancia.
No acudí a Caritas por casualidad: conocía al director y a una monja de la organización. En diciembre ellos posibilitaron mi viaje a los Estados Unidos, donde logré curarme de una enfermedad que soportaba desde hacía varios meses.
En la mañana del sábado 10 el director de Caritas me informó que no había podido obtener plazas en el avión que partía esa tarde hacia Santo Tomé. Yo había planeado trasladarme a la colonia portuguesa y, desde allí, tratar de volar a los Estados Unidos. La negativa del sacerdote acrecentó mi desesperación: no hallaba salida para escapar de ese infierno. Afortunadamente, una novedad me devolvió las esperanzas: al parecer, esa noche tres aparatos de Caritas tratarían de aterrizar en Uli. En uno de ellos había plazas suficiente para mi familia. Claro que no todo eran rosas: los miembros de Caritas me advirtieron que las posibilidades de viajar desde Santo Tomé a Estados Unidos eran bastante remotas. De todos modos, la colonia ofrecía mayores seguridades que Biafra.
Cuando tomé la decisión de embarcarme junto a los míos surgió un problema que había ignorado hasta ese instante: yo podía partir sin inconvenientes (para las autoridades biafranas no era más que una norteamericana, amparada por Caritas y gozando del derecho de evacuación otorgado a los extranjeros), pero mis dos hijos eran ciudadanos biafranos y necesitaban un permiso de salida para embarcarse; por supuesto, carecían de pasaporte. ¿A quién solicitar el permiso si las autoridades gubernamentales habían huido? Suponiendo que tratara de embarcar a Nancy y a Daniel sin documentación, ¿lo permitirían los oficiales de guardia que custodiaban el aeropuerto?
Buena parte del sábado 10 lo invertí en la búsqueda de esa documentación y en la engorrosa tarea de localizar a mi esposo. Para esto último me dirigí a Orlu con los chicos, a bordo del jeep y protegida por una escolta militar. Sin ella, jamás habría llegado al poblado. El camino estaba congestionado por muchedumbres que huían hacia cualquier parte. Avanzábamos centímetro a centímetro. Hombres, mujeres y niños, alineados como botellas, clavaban sus ojos en nosotros sin entender a qué grupo suicida pertenecíamos. Creo que ese trayecto no se borrará jamás de mi memoria: arrumbados al borde del camino observé a viejos y niños, flacos como huesos de pollo; algunos estaban muertos; otros agonizaban. La columna no reparaba en ellos: continuaba su camino sin detenerse por ninguna causa. Muchos de ellos transitaban su cuarto o quinto día de fuga ininterrumpida; casi todos iniciaron la marcha enfermos, hambrientos o moribundos. Cuando pregunté a un anciano hacia dónde se dirigían me respondió sin vacilar: "Mejor escapar, escapar durante un año . . ¿Pero cuántos de ellos podrían sobrevivir durante un año en esas condiciones? Enfermos por falta de proteínas (que tiñe de rojo los cabellos crespos de los africanos), tuberculosos, sacudidos por hepatitis, malaria ... Y sin una sola medicina. Aquel sábado comprendí que Biafra ya no respiraba. El silencio era la atmósfera común que rodeaba a la multitud, su característica más desesperante. Nadie hablaba, nadie lloraba, ni siquiera los chicos. Sobre nosotros los aviones nigerianos realizaban vuelos rasantes, pero nadie alzaba la cabeza, nadie buscaba refugio. De pronto, como coronación de ese tácito delirio, alguien gritó: "¡Estamos salvados, llegan los chinos, los hombres amarillos! Ellos nos protegerán". Siguió un murmullo anémico, luego el silencio.
Poco después de cambiar un neumático perforado llegamos a Orlu. Junto a mi marido encontré los permisos de salida. Al nos acompañó buena parte del trayecto, pero descendió del Land Rover antes de arribar al aeropuerto: no quería dar la impresión de que los hombres del gobierno biafrano escapaban subrepticiamente.
A cinco kilómetros de Uli el jeep se quedó sin nafta. Descendimos y continuamos a pie: Daniel en mis brazos y Nancy aferrada a mi mano. Mientras caminaba reflexioné sobre las dos alternativas que se me presentaban: partir y vivir o quedarnos y morir de hambre. Ingresamos al aeropuerto a las seis, poco antes que anocheciera. No era demasiado tarde: los sacerdotes de Caritas me aconsejaron llegar con cierta anticipación pues muchos extranjeros (todo el personal de las organizaciones de ayuda, menos algunos médicos de la Cruz Roja, tratarían de embarcarse esa misma noche). Los sacerdotes nos hicieron permanecer en un edificio del aeropuerto situado a prudente distancia de la pista de aterrizaje: los aviones nigerianos sobrevolaban de tanto en tanto la zona, bombardeando la pista para impedir cualquier posibilidad de abastecimiento militar para los biafranos.
La espera fue angustiante: sabíamos que las tropas nigerianas arribarían al aeropuerto en cualquier instante. ¿Llegarían primero nuestros aviones? En caso de que nuestra esperanza se cumpliera, ¿podrían aterrizar en una pista horadada por bombas y metralla? Los ataques consumados por los aviones federales, durante la tarde, habían inutilizado buena parte de la instalación eléctrica del aeropuerto: sólo una hilera de luces encendidas (en lugar de dos) delineaba la pista. Finalmente, entre las ocho y media y nueve de la noche (no estoy muy segura porque desde hacía varios meses el tiempo no significaba nada para mí) percibimos el rugir de un avión. Pero ese primer aparato no aterrizó; regresó a Santo Tomé. Poco después escuchamos el ronroneo de otros dos motores y vimos cómo las máquinas hacían piruetas extrañas para acomodar su aterrizaje a los desniveles de la pista.
Como las mujeres y los niños tenían prioridad sobre los demás, embarcamos entre los primeros. Pero recién abordamos el avión cuando los mismos pasajeros desalojaron de su interior las últimas cajas de alimentos y medicinas que llegaban a Biafra: el personal del aeropuerto se había marchado algunas horas antes. El aparato fue prácticamente asaltado por 65 personas, y como era un avión de carga tuvimos que acomodarnos a la buena de Dios: carecía de asientos y cinturones de seguridad.
El vuelo fue sumamente apacible: una hora y tres cuartos, aproximadamente. En Santo Tomé nos recibieron representantes de Caritas, quienes nos suministraron leche y alimentos en abundancia. Allí permanecí el domingo y él lunes, observando a la gente que corría presurosa tratando de obtener alguna información procedente de Biafra. La rendición se produjo el lunes 12, pero nosotros sabíamos con anticipación que los biafranos agonizaban y que las organizaciones de socorro nada podían hacer por ellos.
En Santo Tomé dispuse de bastante tiempo para pensar en los meses trascurridos en Biafra. Reflexionaba sobre si no hubiera sido mejor abandonar el territorio mucho tiempo antes, junto a los niños. Pero no me reprochaba haber permanecido junto a Al; Nancy y Daniel necesitaban a su padre. Además, pensar que dos chicos negros pueden gozar una vida fácil en los Estados Unidos es una necedad; y mucho más si se trata de negros africanos.
En Santo Tomé también recordé nuestra residencia en Biafra, en un complejo de edificios escolares. Nuestra casa, una de las reservadas a los maestros, carecía de electricidad y estaba plagada de cucarachas. Cuando llovía el techo se trasformaba en una ducha gigantesca. Como la bomba de agua no funcionaba casi nunca, Nancy me acompañaba hasta el arroyo que corría a cuatro kilómetros de casa; de allí volvíamos con dos baldes repletos que alcanzaban para todo el día.
Antes de que la situación se tornara insostenible Al solía entregarme 55 libras esterlinas mensuales; no alcanzaban para comprar los alimentos esenciales, pero completábamos la cuota con los aportes de las instituciones religiosas. La leche en polvo, por ejemplo, nunca nos faltó. Nuestra cuota de proteínas estaba cubierta por carne de merluza salada; claro que no siempre llegaba a tiempo. De cuando en cuando debíamos apelar a la carne enlatada ... En síntesis, mi mayor preocupación era sobrevivir y que sobrevivieran Nancy y Daniel. Ellos lo lograron mejor que yo: desde que llegué a Biafra hasta hoy perdí 20 kilos de peso.
Recuerdo el espíritu de colaboración que existía entre los vecinos. Si, por ejemplo, una familia encontraba sal (la sustancia más preciada) la compartía con las restantes. Eso no era todo: cuando enfermé durante cuatro días y el médico me ordenó recuperarme en un hospital los vecinos hicieron una colecta para adquirir en la bolsa negra diez litros de nafta y trasportarme en automóvil hasta el instituto médico.
El hecho de ser la única mujer blanca en un mundo negro jamás me acomplejó. Al estar casada con un biafrano me consideraban biafrana, a pesar del color de mi piel.
Ahora todo había terminado. En la noche del lunes 19 abandoné Santo Tomé rumbo a Estados Unidos. El avión (un aparato de carga de las organizaciones de socorro internacional) hizo escala en Las Palmas y permaneció allí durante toda la noche. Estábamos de regreso en la civilización: allí, en Las Palmas, el aparato fue equipado con asientos y cinturones de seguridad y el equipaje fue controlado según las reglas internacionales. En la mañana del martes partimos rumbo a Amsterdam (Holanda), donde nos esperaba un grupo de misioneros. No nos preguntaron quiénes éramos ni si contábamos con dinero: nos procuraron camas y pasajes para América. El viernes por la noche, Nancy, Daniel y yo estábamos en Nueva York.
No creo que se pueda vivir como yo viví en Biafra y regresar al país natal como si nada hubiera pasado. No es posible dejar de sorprenderse o espantarse ante una sociedad donde la electricidad, la heladera, el automóvil y el whisky son considerados como artículos de necesidad y no de lujo. Creo que ya no sé a ciencia cierta quién soy yo. En una época era una muchacha neoyorquina, educada en la fe de los ideales norteamericanos, y creía en el derecho a la vida y a la felicidad; creía que la fuerza no era la razón; estaba convencida de que los débiles tendrían justicia. Ahora la época de la ingenuidad toca a su fin. No sé qué haré mañana, qué debo hacer hoy, en qué mundo estoy viviendo, quiénes me rodean ... Todo es un espantoso interrogante al que no creo poder encontrar respuesta a corto plazo. La única certeza que sobrevuela mi memoria radica en un par de palabras que me susurró mi esposo al separarnos en el camino hacia el aeropuerto de Uli: "Yo te arrastré a este lío. Creo que valió la pena. Si no salgo de esto con vida dile a los chicos que Al era un hombre, que su papá era un hombre". Esas palabras me zumban en los oídos, me causan pánico. Tengo miedo de ser solamente una cosa: la madre de dos biafranos.
Revista Siete Días Ilustrados
9/2/1970

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba