HACIA LA QUINTA GUERRA ARABE-ISRAELI
Por OSIRIS TROIANI
Por cuarta vez en un cuarto de siglo, los dos pueblos semitas han vuelto a cruzar sus armas. Para ser más exactos: las armas que les venden las superpotencias directamente interesadas en el Medio Oriente. Como en los casos anteriores, la guerra se libró no sólo en el terreno, sino también a la distancia, en inevitables negociaciones entre Washington y Moscú. El Consejo de Seguridad, por 14 votos y una abstención, que expresa el impotente despecho de China, no pudo sino endosar la resolución pacifista de Nixon y Brezhnev, sin cuyo concurso la guerra no hubiera estallado.

LO único que se sabe con alguna certeza es que habrá una quinta guerra árabe-israelí, en cinco o diez años más. Las guerras que no terminan con una victoria definitiva, de la que no pueda reponerse el enemigo, rebrotan, como los árboles en primavera. La diplomacia es útil para concertar treguas, no para resolver conflictos; sobre todo si implican cuestiones religiosas.
Pero esta campaña, como las anteriores, no podía rematar en una victoria definitiva. Los árabes nunca podrán desalojar de Palestina a los memoriosos hebreos: no lo permitiría la conciencia universal, y el día en que Israel pierda el apoyo norteamericano, si realmente su Estado corriera peligro de destrucción, hasta la URSS correría en su ayuda. A su vez, los judíos no pueden tomar más y más terreno árabe, porque Israel reventaría como un globo. El límite de su expansión territorial es su incapacidad demográfica para dominar a pueblos mucho más numerosos.
Este factor podría remediarse si los judíos de la diáspora aceptaran sustituir su sionismo ideal por un sionismo verdadero. Pero ellos miran a Israel como un último refugio; entre tanto, prefieren cohabitar con gentiles. Hitler hubo uno solo, y tan siniestro que el mundo no dejará surgir a otro.

Un desquite honroso
En 1967 Israel tenía objetivos territoriales. En 1973. sólo le interesaba destruir las fuerzas enemigas para asegurarse una nueva tregua, lo más prolongada posible. No deseaba ampliar sus fronteras actuales —fronteras de facto—, sin retener y legitimar una parte de sus conquistas anteriores. No podía seguir extendiendo sus líneas de comunicación. No disponía de tropas suficientes para ocupar Siria ni, mucho menos, el área metropolitana egipcia.
Por su parte, los dirigentes árabes ya no soñaban con "echar a mar" a la nación hebrea, cuya superioridad militar aún es incontrastable. Confiaban, apenas, en lograr algunos éxitos parciales que dieran a sus pueblos la impresión de un desquite honroso. Era la condición necesaria para prestarse; esas conversaciones de paz que su ultima derrota les impedía aceptar.
El presidente Anwar Sadat planteó el choque con Israel en condiciones radicalmente distintas a las de la Guerra de Seis Días. Entonces Nasser acaudilló una coalición de signo nacionalista que no podía esperar una actitud favorable de Washington. Ahora, en cambio, después de distanciarse del caudillo libio Muammar Gadhafi —que sigue empeñado en expulsar a las compañías petroleras occidentales, pero se negó a intervenir en una contienda con objetivo tan limitado—, Sadat había concertado su acción con el moderado presidente de Siria, Hafez Hassad, y sobre todo con el rey Feysal, de Arabia Saudita, tradicional enemigo de la Revolución egipcia de 1952.
Feysal había ofrecido a los Estados Unidos cubrir sus importaciones de petróleo durante una década, o más, a cambio de buenos precios y canon movible: a cambio de ello, exigía que se suspendiera la reposición de armas a Israel. El presidente Nixon no se resignaba a la extorsión del soberano Saudita; pero la gravedad de la crisis energética que padece Occidente, y sus inquietantes perspectivas, señalaban a influyentes círculos empresarios norteamericanos la conveniencia de reconsiderar las relaciones con el mundo árabe.
El contexto político presentaba, pues, algunos elementos favorables a la causa derrotada en las tres anteriores. También los planes militares han recibido, al parecer, una atención más cuidadosa. Como Jordania era el único país árabe donde Israel podría obtener nuevas ventajas territoriales, fue hábil, sin duda, mantener su no beligerancia en la primera fase de las operaciones. El pequeño pero valeroso ejército del rey Hussein sólo entraría en acción —en su propio frente— cuando Egipto y Siria lograsen imponer la defensiva al enemigo común.
Con todo, se podía deducir que las mayores ambiciones árabes tendían a la creación de una situación militar indecisa, con el fin de que Washington y Moscú hallasen el modo de forzar la retirada de las fuerzas de Israel, cuyas exigencias de seguridad serían satisfechas, acaso, con la interposición de un contingente de paz de las Naciones Unidas.
El problema de solución más difícil era el del status de Jerusalén. Ningún gobierno hebreo aceptará jamás la internacionalización de la ciudad sagrada, principio con el que está rígidamente comprometida la organización mundial.

El lugar ideal
El "teléfono rojo", sobre las mesas de Richard Nixon y Leonid Brezhnev, no sonó. Hacía 18 meses que los dos amigos decidieron — bajo las rutilantes arañas del Kremlin— aplicar compresas frías en cualquier punto del globo donde pudiera surgir un riesgo de "confrontación directa".
¿Esperaba cada uno que el otro fuera el primero en levantar el tubo? ¿O estaban absolutamente seguros de imponer su voluntad a los propios aliados?
Es que habían hallado el lugar ideal para una "confrontación indirecta" que les permitiría medir sus progresos —sin daños para sus respectivos pueblos— en materia de nuevas armas y de logística.
La URSS comenzó a reponer material bélico el día 10, los Estados Unidos el 14 (salvo algunos envíos clandestinos). El puente aéreo ruso aprovechó las facilidades otorgadas por el mariscal Tito, eminente luchador por la paz; el norteamericano se sirvió de las islas Azores, concedidas hace tiempo por Portugal a cambio de armas "made in USA" para reprimir a sus colonias africanas.
La hoz y el martillo, las barras y las estrellas, flameaban sobre dos que —cuidando de no molestarse—; dominan la cuenca oriental del Mediterráneo. Los aviones y los barcos de Nixon y Brezhnev depositaron cada día unas 2.000 toneladas de armamentos en Tierra Santa, donde hace 2.000 años se oyó el primer mensaje de paz.
Los bombarderos jets Phantom F 4 y los cazas Mig 23 compitieron brillantemente en el cielo. La superior habilidad de los pilotos israelíes fue compensada por la eficacia de los misiles antiaéreos Sam-5 y Sam-6, de fabricación rusa. Los tanques soviéticos T-55 y T-62 no fueron mejores que los Centurión adquiridos por Moshe Dayan en los últimos tiempos, a los norteamericanos.
Sin embargo, estos elementos se han concentrado en tal cantidad y se movieron tan ágilmente que los Tigre de Rommel y los Sherman de Montgomery —a los que conocemos por tantas películas sobre la guerra en el desierto—, ya no van a inspirarnos sino desprecio o, tal vez, ternura.
El terreno elegido es ideal. Completamente liso, evita que saque ventaja quien mejor lo conozca; los caminos son pocos, de modo que las emboscadas se reducen al mínimo. El desierto de Sinaí parece creado especialmente para ensayar tanques. Tierra sin hombres y sin ciudades, no hay necesidad de matar civiles ni destruir sus viviendas. Los blindados avanzan por los caminos en fila india, sin desplegarse en semicírculo —como enseñan los tratados escritos por los mariscales de Hitler y Stalin—, porque las arenas movedizas "absorben" sus orugas. De esta manera, el choque es frontal, decisivo; sobre todo en las encrucijadas, como el fatídico paso de Mitla, donde los tanques carbonizados han de formar una sola, humeante masa negra.
Para la lucha cuerpo a cuerpo se ha pensado en el Golán, una meseta rocosa en la que es imposible cavar trincheras, y festoneada por suaves colinas con esbeltos árboles, donde el infante puede esconderse un momento, pero no detenerse demasiado. Es también una comarca despoblada, lo cual ahorra inútiles matanzas, y su clima templado, su luminosidad, acrecientan la euforia de los combatientes. Tales son sus ventajas sobre el Sinaí. donde el sol y el viento deprimen los ánimos.
Pero el frente egipcio posee el Canal, que permite rápidas travesías a los grupos de comando. El arma de ingenieros tiende puentes y los aviadores los destruyen. Se trata de ver quién trabaja más rápido.

Política y estrategia
El 6 de octubre, al iniciarse las operaciones, los egipcios atravesaron el Canal de Suez. Superada la Línea Bar Lev, un imponente conjunto de casamatas, se internaron en el desierto de Sinaí. Entre tanto, los sirios fallaban en su intento de recobrar las alturas de Golán y debían replegarse detrás de las líneas de cese del fuego.
La diversa suerte de los árabes en los frentes norte y sur correspondía a sendas decisiones del alto mando israelí; en ambos, el factor estratégico y el político jugaban en el mismo sentido.
Frente a Egipto, Israel es como una isla. Antes de llegar a sus fronteras, el atacante debe cruzar dos vastos desiertos —primero el Sinaí, luego el Neguev—, y extender sus líneas de comunicación a 750 kilómetros de profundidad. Convenía a los defensores, en esa fase, hacer una guerra de posiciones y estabilizar las líneas: ceder espacio para ganar tiempo.
Pero, a la vez, el designio de congelar relativamente la lucha en Sinaí permitía explotar a fondo la disposición de Egipto a negociar, por primera vez desde 1948, un reajuste territorial que habría de costarle algunos sacrificios.
Israel y Siria están separados por un macizo rocoso de 96 kilómetros de largo por 35 de ancho. Es el Golán. Por un costado se desciende hacia los kibutz de Galilea (chacras de trabajadores cooperativistas) y por el otro, a través de una estrecha ruta asfaltada, hacia Damasco, la más vieja capital del mundo.
Los sirios no lograron romper la línea defensiva israelí, aun lanzando a la batalla buena parte de sus reservas. Por el contrario, los israelíes, después de un elástico repliegue inicial, emprendieron el avance sobre Damasco. La lucha fue durísima: ni siquiera en la Segunda Guerra Mundial, probablemente, se han concentrado tanto los elementos bélicos modernos. Irak apoyó a Siria con tanques y aviación. Jordania con una de sus mejores unidades.
Israel llevó la mejor parte, pero debe tenerse en cuenta que su costo en vidas humanas era proporcionalmente mayor. Egipto tiene más de 30 millones de habitantes, Siria 6.500.000; la población de Israel excede apenas los 3 millones y más de un tercio está formado por árabes, de dudosa lealtad al país que habitan. Aun cayendo un moldado judío por cada diez soldados árabes, finalmente Israel perdería la guerra.
Sin embargo, allí decidió el alto mando israelí jugar el todo por el todo. Aparentemente, tendía a ocupar Damasco: el eco político de esa hazaña sobrepasaría su valor militar. Moshe Dayan no podría distraer tropas en la ocupación de una ciudad de semejante magnitud; pero sí destruirla y retirarse.
El gobierno de Golda Meir tenía interés en un acuerdo con Sadat; en cambio, la derrota de Siria, donde gobierna el partido socialista llamado Baas, podría sellar el destino de ese régimen.
Los instructores rusos no pudieron, en Egipto, terminar su tarea: Sadat los expulsó hace un año. Aun en Siria, que los había tratado mejor, esperar que formasen combatientes a tono con el delicado material que se les confiaba era pedirles milagros. Sin embargo, se debe reconocer que los combatientes árabes de 1973 son netamente superiores a los de 1967, tanto en su entrenamiento como en su moral.
Menos afortunado fue el Ejército Rojo —de lejos, el mejor ejército del mundo— con los jefes y oficiales. Aunque el planeamiento estratégico fue obra del alto mando egipcio y del sirio, seguramente consultaron con sus colegas soviéticos. Ahora bien: el planeamiento adoleció de un infantilismo que se hizo patente en 48 horas. Dayan acertó al decir que sus adversarios demostraron escasa "imaginación militar".
El cruce del Canal fue una operación irreprochable: potente ablandamiento de artillería, cinco puentes tendidos con rapidez al norte y al sur del lago Amer, flujo constante de refuerzos previamente emboscados en Port Said e Ismailía, enlace inmediato entre las cabeceras de puente, impetuosa penetración de blindados en el campo atrincherado del enemigo. El ataque se lanzó a mediodía del sábado, para sorprender a los judíos en lleno recogimiento espiritual, de madrugada, la ventaja inicial hubiera sido algo menor; sin embargo, con una jornada más larga, quizá se habría logrado la rendición de un número mayor de casamatas. En todo caso, se confirmó que un cauce de 150 metros de ancho no detiene a una tropa equipada con todos los medios de la guerra moderna.
La irrupción en el Golán no careció de audacia, porque un fuego graneado diezmaba las columnas que treparon por las laderas. Los israelíes han tenido que abandonar las alturas en que se habían parapetado y, para volver a ellas, debieron, a su vez, sacrificar hombres y material.
Sin embargo, en ambos casos se hizo una guerra frontal y sucesiva, simple: mucha geografía y poca psicología. Los objetivos iniciales se alcanzaron, pero el enemigo logró embotar el choque y completar su movilización. Esos éxitos se agotaron en sí mismos.
La crítica militar señalará, probablemente, la necesidad de varias operaciones complementarias:
1. Dentro de lo posible, convenía enviar cientos de cazas-bombarderos sobre los aeropuertos militares y comerciales de Israel, para impedir, en el primer momento, que levantase vuelo la aviación enemiga
2. Se requería, igualmente, una operación anfibia en algún lugar situado entre el Canal y El Arish, para amenazar con el cerco a los defensores del segmento septentrional de la línea Bar Lev y, a la vez. con una embestida contra Gaza por el camino de la costa. No era difícil alcanzar uno de los dos objetivos.
3. Admitido que era razonable jugar ab initio la suerte de Jordania, se pudo lanzar paracaidistas sauditas en el puesto fortificado de Sharm El Sheik o, al menos, en el puerto de Eilath, contiguo a la jordana Akaba.
A través de territorio jordano se debió enviar, igualmente, una columna blindada en dirección a Haifa, amagando con cortar a Israel en dos y tomar por la espalda a los defensores del Golán.
Estas maniobras de distracción —desembarco en la costa, lanzamiento de paracaidistas en el golfo de Akaba— y el uso de la aviación táctica para inmovilizar durante las primeras horas los aeropuertos israelíes, hubieran multiplicado el vigor de los ataques egipcio y sirio. Sobre todo, hubieran desorganizado las defensas de Israel.
Ocurrió todo lo contrario. El general David Elazar hizo una brillante guerra defensiva, sin precedentes en los anales de Israel. "Absorbió" el ataque egipcio y devolvió golpe por golpe a los sirios, para luego, deteniendo el costoso avance sobre Damasco, atacar a los egipcios no ya en el Sinaí, donde habían avanzado unos 15 kilómetros promedio, sino, resueltamente, en su retaguardia.
Tendió tres puentes alrededor del lago Amer y situó en el territorio metropolitano egipcio una fuerza de choque con órdenes de destruir las bases de misiles, desbaratar todo el esquema de ataque, y aislar, en términos logísticos, a las fuerzas egipcias del Sinaí.

Tregua inestable
No es posible responder a todos los interrogantes a propósito de la quinta guerra árabe-israelí. Guerra inevitable porque la cuarta terminó empatada, aunque con ligeras ventajas para ambas partes relativamente a la situación anterior. Esas ventajas han sido pagadas cruelmente con la flor de su juventud.
Sin embargo, si la lógica de los acontecimientos permitía anticipar
esta campana de octubre 1973, también se puede acudir a ella para imaginarse lo que vendrá.
La renuencia con que ambas partes aceptaron el alto el fuego, tratando de mejorar sus posiciones para la nueva tregua, autoriza la suposición de que esta tregua será más inestable que la anterior. A menos que Washington y Moscú lleguen a un acuerdo para enviar destacamentos de sus propias fuerzas, un contingente de las Naciones Unidas no podrá impedir que los incidentes se renueven continuamente.
Téngase en cuenta que los egipcios instalados en Sinaí mantienen contacto con tropas israelíes, que los judíos trasladados al otro lado del Canal están rodeados por el enemigo y que, en el área ocupada por ellos —unos 1.200 kilómetros cuadrados, pretende el gobierno de Jerusalén—, quedan varios bolsones árabes a los cuales será necesario abastecer por aire.
En algún momento, uno de estos incidentes desencadenará acciones generalizadas en todo el frente del Sinaí y, a menos que las relaciones entre El Cairo y Damasco se deterioren gravemente, los sirios volverán a repechar en procura de las cumbres del Golán. reforzadas o no por otros países árabes.
Todo induce a suponer que el gobierno de Sadat sobrevivirá y que permanecerá al acceso de otra oportunidad para seguir extendiéndose en dirección al Neguev. No lo haría para destruir a Israel, sino, para lograr fronteras "seguras y reconocidas", según la expresión acuñada por la propaganda enemiga.
La oportunidad que espera Sadat no tardará, seguramente, otros seis años. Los árabes, descorazonados por su derrota anterior, ahora saben que la victoria es posible, siempre que se trate de una victoria parcial, que no pretenda anular la de Israel en 1967, total.

Una vez más
Pero todo depende, en última instancia, del estado de las relaciones entre las dos superpotencias que, sin perjuicio de sus intereses comunes, necesitan obtener la primacía en el Medio Oriente, para lo cual combaten entre sí por interpósitos países.
La gestiones de Kissinger en Moscú, las de Kossyguin en El Cairo y Damasco, la resolución con junta impuesta a las Naciones Unidas, sobrevinieron en momentos en que sus respectivos compromisos entraban en contradicción con sus intereses nacionales. Amenazaron a sus aliados con interrumpir la reposición del armamento si no acataban la orden de permanecer en sus posiciones. A su vez, Sadat y Dayan, aunque enfrentados, actuaron con la prudencia necesaria para obligar a sus protectores a tomar conciencia de la necesidad de no dejar indefinidamente en suspenso el conflicto del Medio Oriente.
El caudillo egipcio se ganó, ante sus compatriotas, el derecho a reconocer la existencia del Estado hebreo y aun el de hacerle ciertas concesiones territoriales. Pero le falta llevar su ejército hasta los umbrales del Neguev. Para ello necesita una nueva campaña. La preparación de esa campaña, por lo demás, le brinda las condiciones políticas para solicitar la renovación de la confianza popular.
Pero ni Brezhnev ni Nixon están libres de toda inquietud acerca de su propia situación interna. En el Politburó hay elementos que no dejarían de aprovechar un merma del prestigio internacional de la URSS para sustituir al secretario general y adoptar una conducta más rígida frente a los Estados Unidos. A su vez, después de la vergonzosa renuncia del Vicepresidente Agnew y de su propio allanamiento a enfrentar el juicio político del Congreso, Nixon no puede permitirse debilidades en su política exterior.
Ambos necesitan, por consiguiente, reforzar su control sobre los contendientes. Han logrado que establezcan contacto entre sí. Los combates no se reanudarán, probablemente, sino cuando se compruebe que ese primer contacto, aunque valioso, no conduce a la paz. La paz en el Medio Oriente aún necesita otra guerra, y de ello no debe culparse a nadie, sino a la irracionalidad, parte esencial del ser humano.
Revista Redacción
11/1973

Nota: acerca del autor ver este enlace https://fido.palermo.edu/servicios_dyc/publicacionesdc/vista/detalle_articulo.php?id_libro=655&id_articulo=13718


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