LO único que se sabe con alguna certeza es que
habrá una quinta guerra árabe-israelí, en cinco o
diez años más. Las guerras que no terminan con una
victoria definitiva, de la que no pueda reponerse
el enemigo, rebrotan, como los árboles en
primavera. La diplomacia es útil para concertar
treguas, no para resolver conflictos; sobre todo
si implican cuestiones religiosas. Pero esta
campaña, como las anteriores, no podía rematar en
una victoria definitiva. Los árabes nunca podrán
desalojar de Palestina a los memoriosos hebreos:
no lo permitiría la conciencia universal, y el día
en que Israel pierda el apoyo norteamericano, si
realmente su Estado corriera peligro de
destrucción, hasta la URSS correría en su ayuda. A
su vez, los judíos no pueden tomar más y más
terreno árabe, porque Israel reventaría como un
globo. El límite de su expansión territorial es su
incapacidad demográfica para dominar a pueblos
mucho más numerosos. Este factor podría
remediarse si los judíos de la diáspora aceptaran
sustituir su sionismo ideal por un sionismo
verdadero. Pero ellos miran a Israel como un
último refugio; entre tanto, prefieren cohabitar
con gentiles. Hitler hubo uno solo, y tan
siniestro que el mundo no dejará surgir a otro.
Un desquite honroso En 1967 Israel tenía
objetivos territoriales. En 1973. sólo le
interesaba destruir las fuerzas enemigas para
asegurarse una nueva tregua, lo más prolongada
posible. No deseaba ampliar sus fronteras actuales
—fronteras de facto—, sin retener y legitimar una
parte de sus conquistas anteriores. No podía
seguir extendiendo sus líneas de comunicación. No
disponía de tropas suficientes para ocupar Siria
ni, mucho menos, el área metropolitana egipcia.
Por su parte, los dirigentes árabes ya no soñaban
con "echar a mar" a la nación hebrea, cuya superioridad militar aún es incontrastable.
Confiaban, apenas, en lograr algunos éxitos
parciales que dieran a sus pueblos la impresión de
un desquite honroso. Era la condición necesaria
para prestarse; esas conversaciones de paz que su
ultima derrota les impedía aceptar. El
presidente Anwar Sadat planteó el choque con
Israel en condiciones radicalmente distintas a las
de la Guerra de Seis Días. Entonces Nasser
acaudilló una coalición de signo nacionalista que
no podía esperar una actitud favorable de
Washington. Ahora, en cambio, después de
distanciarse del caudillo libio Muammar Gadhafi
—que sigue empeñado en expulsar a las compañías
petroleras occidentales, pero se negó a intervenir
en una contienda con objetivo tan limitado—, Sadat
había concertado su acción con el moderado
presidente de Siria, Hafez Hassad, y sobre todo
con el rey Feysal, de Arabia Saudita, tradicional
enemigo de la Revolución egipcia de 1952.
Feysal había ofrecido a los Estados Unidos cubrir
sus importaciones de petróleo durante una década,
o más, a cambio de buenos precios y canon movible:
a cambio de ello, exigía que se suspendiera la
reposición de armas a Israel. El presidente Nixon
no se resignaba a la extorsión del soberano
Saudita; pero la gravedad de la crisis energética
que padece Occidente, y sus inquietantes
perspectivas, señalaban a influyentes círculos
empresarios norteamericanos la conveniencia de
reconsiderar las relaciones con el mundo árabe.
El contexto político presentaba, pues, algunos
elementos favorables a la causa derrotada en las
tres anteriores. También los planes militares han
recibido, al parecer, una atención más cuidadosa.
Como Jordania era el único país árabe donde Israel
podría obtener nuevas ventajas territoriales, fue
hábil, sin duda, mantener su no beligerancia en la
primera fase de las operaciones. El pequeño pero
valeroso ejército del rey Hussein sólo entraría en
acción —en su propio frente— cuando Egipto y Siria
lograsen imponer la defensiva al enemigo común.
Con todo, se podía deducir que las mayores
ambiciones árabes tendían a la creación de una
situación militar indecisa, con el fin de que
Washington y Moscú hallasen el modo de forzar la
retirada de las fuerzas de Israel, cuyas
exigencias de seguridad serían satisfechas, acaso,
con la interposición de un contingente de paz de
las Naciones Unidas. El problema de solución
más difícil era el del status de Jerusalén. Ningún
gobierno hebreo aceptará jamás la
internacionalización de la ciudad sagrada,
principio con el que está rígidamente comprometida
la organización mundial.
El lugar ideal
El "teléfono rojo", sobre las mesas de Richard
Nixon y Leonid Brezhnev, no sonó. Hacía 18 meses
que los dos amigos decidieron — bajo las
rutilantes arañas del Kremlin— aplicar compresas
frías en cualquier punto del globo donde pudiera
surgir un riesgo de "confrontación directa".
¿Esperaba cada uno que el otro fuera el primero en
levantar el tubo? ¿O estaban absolutamente seguros
de imponer su voluntad a los propios aliados?
Es que habían hallado el lugar ideal para una
"confrontación indirecta" que les permitiría medir
sus progresos —sin daños para sus respectivos
pueblos— en materia de nuevas armas y de
logística. La URSS comenzó a reponer material
bélico el día 10, los Estados Unidos el 14 (salvo
algunos envíos clandestinos). El puente aéreo ruso
aprovechó las facilidades otorgadas por el
mariscal Tito, eminente luchador por la paz; el
norteamericano se sirvió de las islas Azores,
concedidas hace tiempo por Portugal a cambio de
armas "made in USA" para reprimir a sus colonias
africanas. La hoz y el martillo, las barras y
las estrellas, flameaban sobre dos que —cuidando
de no molestarse—; dominan la cuenca oriental del
Mediterráneo. Los aviones y los barcos de Nixon y
Brezhnev depositaron cada día unas 2.000 toneladas
de armamentos en Tierra Santa, donde hace 2.000
años se oyó el primer mensaje de paz. Los
bombarderos jets Phantom F 4 y los cazas Mig 23
compitieron brillantemente en el cielo. La superior habilidad de los pilotos israelíes fue
compensada por la eficacia de los misiles
antiaéreos Sam-5 y Sam-6, de fabricación rusa. Los
tanques soviéticos T-55 y T-62 no fueron mejores
que los Centurión adquiridos por Moshe Dayan en
los últimos tiempos, a los norteamericanos. Sin
embargo, estos elementos se han concentrado en tal
cantidad y se movieron tan ágilmente que los Tigre
de Rommel y los Sherman de Montgomery —a los que
conocemos por tantas películas sobre la guerra en
el desierto—, ya no van a inspirarnos sino
desprecio o, tal vez, ternura. El terreno
elegido es ideal. Completamente liso, evita que
saque ventaja quien mejor lo conozca; los caminos
son pocos, de modo que las emboscadas se reducen
al mínimo. El desierto de Sinaí parece creado
especialmente para ensayar tanques. Tierra sin
hombres y sin ciudades, no hay necesidad de matar
civiles ni destruir sus viviendas. Los blindados
avanzan por los caminos en fila india, sin
desplegarse en semicírculo —como enseñan los
tratados escritos por los mariscales de Hitler y
Stalin—, porque las arenas movedizas "absorben"
sus orugas. De esta manera, el choque es frontal,
decisivo; sobre todo en las encrucijadas, como el
fatídico paso de Mitla, donde los tanques
carbonizados han de formar una sola, humeante masa
negra. Para la lucha cuerpo a cuerpo se ha
pensado en el Golán, una meseta rocosa en la que
es imposible cavar trincheras, y festoneada por
suaves colinas con esbeltos árboles, donde el
infante puede esconderse un momento, pero no
detenerse demasiado. Es también una comarca
despoblada, lo cual ahorra inútiles matanzas, y su
clima templado, su luminosidad, acrecientan la
euforia de los combatientes. Tales son sus
ventajas sobre el Sinaí. donde el sol y el viento
deprimen los ánimos. Pero el frente egipcio
posee el Canal, que permite rápidas travesías a
los grupos de comando. El arma de ingenieros
tiende puentes y los aviadores los destruyen. Se
trata de ver quién trabaja más rápido.
Política y estrategia El 6 de octubre, al
iniciarse las operaciones, los egipcios
atravesaron el Canal de Suez. Superada la Línea
Bar Lev, un imponente conjunto de casamatas, se
internaron en el desierto de Sinaí. Entre tanto,
los sirios fallaban en su intento de recobrar las
alturas de Golán y debían replegarse detrás de las
líneas de cese del fuego. La diversa suerte de
los árabes en los frentes norte y sur correspondía
a sendas decisiones del alto mando israelí; en
ambos, el factor estratégico y el político jugaban
en el mismo sentido. Frente a Egipto, Israel es
como una isla. Antes de llegar a sus fronteras, el
atacante debe cruzar dos vastos desiertos —primero
el Sinaí, luego el Neguev—, y extender sus líneas
de comunicación a 750 kilómetros de profundidad.
Convenía a los defensores, en esa fase, hacer una
guerra de posiciones y estabilizar las líneas:
ceder espacio para ganar tiempo. Pero, a la
vez, el designio de congelar relativamente la
lucha en Sinaí permitía explotar a fondo la
disposición de Egipto a negociar, por primera vez
desde 1948, un reajuste territorial que habría de
costarle algunos sacrificios. Israel y Siria
están separados por un macizo rocoso de 96
kilómetros de largo por 35 de ancho. Es el Golán.
Por un costado se desciende hacia los kibutz de
Galilea (chacras de trabajadores cooperativistas)
y por el otro, a través de una estrecha ruta
asfaltada, hacia Damasco, la más vieja capital del
mundo. Los sirios no lograron romper la línea
defensiva israelí, aun lanzando a la batalla buena
parte de sus reservas. Por el contrario, los
israelíes, después de un elástico repliegue
inicial, emprendieron el avance sobre Damasco. La
lucha fue durísima: ni siquiera en la Segunda
Guerra Mundial, probablemente, se han concentrado
tanto los elementos bélicos modernos. Irak apoyó a
Siria con tanques y aviación. Jordania con una de
sus mejores unidades. Israel llevó la mejor
parte, pero debe tenerse en cuenta que su costo en vidas humanas era proporcionalmente mayor.
Egipto tiene más de 30 millones de habitantes,
Siria 6.500.000; la población de Israel excede
apenas los 3 millones y más de un tercio está
formado por árabes, de dudosa lealtad al país que
habitan. Aun cayendo un moldado judío por cada
diez soldados árabes, finalmente Israel perdería
la guerra. Sin embargo, allí decidió el alto
mando israelí jugar el todo por el todo.
Aparentemente, tendía a ocupar Damasco: el eco
político de esa hazaña sobrepasaría su valor
militar. Moshe Dayan no podría distraer tropas en
la ocupación de una ciudad de semejante magnitud;
pero sí destruirla y retirarse. El gobierno de
Golda Meir tenía interés en un acuerdo con Sadat;
en cambio, la derrota de Siria, donde gobierna el
partido socialista llamado Baas, podría sellar el
destino de ese régimen. Los instructores rusos
no pudieron, en Egipto, terminar su tarea: Sadat
los expulsó hace un año. Aun en Siria, que los
había tratado mejor, esperar que formasen
combatientes a tono con el delicado material que
se les confiaba era pedirles milagros. Sin
embargo, se debe reconocer que los combatientes
árabes de 1973 son netamente superiores a los de
1967, tanto en su entrenamiento como en su moral.
Menos afortunado fue el Ejército Rojo —de lejos,
el mejor ejército del mundo— con los jefes y
oficiales. Aunque el planeamiento estratégico fue
obra del alto mando egipcio y del sirio,
seguramente consultaron con sus colegas
soviéticos. Ahora bien: el planeamiento adoleció
de un infantilismo que se hizo patente en 48
horas. Dayan acertó al decir que sus adversarios
demostraron escasa "imaginación militar". El
cruce del Canal fue una operación irreprochable:
potente ablandamiento de artillería, cinco puentes
tendidos con rapidez al norte y al sur del lago
Amer, flujo constante de refuerzos previamente
emboscados en Port Said e Ismailía, enlace
inmediato entre las cabeceras de puente, impetuosa
penetración de blindados en el campo atrincherado
del enemigo. El ataque se lanzó a mediodía del
sábado, para sorprender a los judíos en lleno
recogimiento espiritual, de madrugada, la ventaja
inicial hubiera sido algo menor; sin embargo, con
una jornada más larga, quizá se habría logrado la
rendición de un número mayor de casamatas. En todo
caso, se confirmó que un cauce de 150 metros de
ancho no detiene a una tropa equipada con todos
los medios de la guerra moderna. La irrupción
en el Golán no careció de audacia, porque un
fuego graneado diezmaba las columnas que treparon
por las laderas. Los israelíes han tenido que
abandonar las alturas en que se habían parapetado
y, para volver a ellas, debieron, a su vez,
sacrificar hombres y material. Sin embargo, en
ambos casos se hizo una guerra frontal y sucesiva,
simple: mucha geografía y poca psicología. Los
objetivos iniciales se alcanzaron, pero el enemigo
logró embotar el choque y completar su
movilización. Esos éxitos se agotaron en sí
mismos. La crítica militar señalará, probablemente, la necesidad de varias operaciones
complementarias: 1. Dentro de lo posible,
convenía enviar cientos de cazas-bombarderos sobre
los aeropuertos militares y comerciales de Israel,
para impedir, en el primer momento, que levantase
vuelo la aviación enemiga 2. Se requería,
igualmente, una operación anfibia en algún lugar
situado entre el Canal y El Arish, para amenazar
con el cerco a los defensores del segmento
septentrional de la línea Bar Lev y, a la vez. con
una embestida contra Gaza por el camino de la
costa. No era difícil alcanzar uno de los dos
objetivos. 3. Admitido que era razonable jugar
ab initio la suerte de Jordania, se pudo lanzar
paracaidistas sauditas en el puesto fortificado de
Sharm El Sheik o, al menos, en el puerto de
Eilath, contiguo a la jordana Akaba. A través
de territorio jordano se debió enviar, igualmente,
una columna blindada en dirección a Haifa,
amagando con cortar a Israel en dos y tomar por la
espalda a los defensores del Golán. Estas
maniobras de distracción —desembarco en la costa,
lanzamiento de paracaidistas en el golfo de Akaba—
y el uso de la aviación táctica para inmovilizar
durante las primeras horas los aeropuertos
israelíes, hubieran multiplicado el vigor de los
ataques egipcio y sirio. Sobre todo, hubieran
desorganizado las defensas de Israel. Ocurrió
todo lo contrario. El general David Elazar hizo
una brillante guerra defensiva, sin precedentes en
los anales de Israel. "Absorbió" el ataque egipcio
y devolvió golpe por golpe a los sirios, para
luego, deteniendo el costoso avance sobre Damasco,
atacar a los egipcios no ya en el Sinaí, donde
habían avanzado unos 15 kilómetros promedio, sino,
resueltamente, en su retaguardia. Tendió tres
puentes alrededor del lago Amer y situó en el
territorio metropolitano egipcio una fuerza de
choque con órdenes de destruir las bases de
misiles, desbaratar todo el esquema de ataque, y
aislar, en términos logísticos, a las fuerzas
egipcias del Sinaí.
Tregua inestable No
es posible responder a todos los interrogantes a
propósito de la quinta guerra árabe-israelí.
Guerra inevitable porque la cuarta terminó
empatada, aunque con ligeras ventajas para ambas
partes relativamente a la situación anterior. Esas
ventajas han sido pagadas cruelmente con la flor
de su juventud. Sin embargo, si la lógica de
los acontecimientos permitía anticipar esta
campana de octubre 1973, también se puede acudir
a ella para imaginarse lo que vendrá. La
renuencia con que ambas partes aceptaron el alto
el fuego, tratando de mejorar sus posiciones para
la nueva tregua, autoriza la suposición de que
esta tregua será más inestable que la anterior. A
menos que Washington y Moscú lleguen a un acuerdo
para enviar destacamentos de sus propias fuerzas,
un contingente de las Naciones Unidas no podrá
impedir que los incidentes se renueven
continuamente. Téngase en cuenta que los
egipcios instalados en Sinaí mantienen contacto
con tropas israelíes, que los judíos trasladados
al otro lado del Canal están rodeados por el
enemigo y que, en el área ocupada por ellos —unos
1.200 kilómetros cuadrados, pretende el gobierno
de Jerusalén—, quedan varios bolsones árabes a los
cuales será necesario abastecer por aire. En
algún momento, uno de estos incidentes
desencadenará acciones generalizadas en todo el
frente del Sinaí y, a menos que las relaciones
entre El Cairo y Damasco se deterioren gravemente,
los sirios volverán a repechar en procura de las
cumbres del Golán. reforzadas o no por otros
países árabes. Todo induce a suponer que el
gobierno de Sadat sobrevivirá y que permanecerá al
acceso de otra oportunidad para seguir
extendiéndose en dirección al Neguev. No lo haría
para destruir a Israel, sino, para lograr
fronteras "seguras y reconocidas", según la
expresión acuñada por la propaganda enemiga. La
oportunidad que espera Sadat no tardará,
seguramente, otros seis años. Los árabes,
descorazonados por su derrota anterior, ahora
saben que la victoria es posible, siempre que se
trate de una victoria parcial, que no pretenda
anular la de Israel en 1967, total.
Una vez
más Pero todo depende, en última instancia, del
estado de las relaciones entre las dos
superpotencias que, sin perjuicio de sus intereses
comunes, necesitan obtener la primacía en el Medio
Oriente, para lo cual combaten entre sí por
interpósitos países. La gestiones de Kissinger
en Moscú, las de Kossyguin en El Cairo y Damasco,
la resolución con junta impuesta a las Naciones
Unidas, sobrevinieron en momentos en que sus
respectivos compromisos entraban en contradicción
con sus intereses nacionales. Amenazaron a sus
aliados con interrumpir la reposición del
armamento si no acataban la orden de permanecer en
sus posiciones. A su vez, Sadat y Dayan, aunque
enfrentados, actuaron con la prudencia necesaria
para obligar a sus protectores a tomar conciencia
de la necesidad de no dejar indefinidamente en
suspenso el conflicto del Medio Oriente. El
caudillo egipcio se ganó, ante sus compatriotas,
el derecho a reconocer la existencia del Estado
hebreo y aun el de hacerle ciertas concesiones
territoriales. Pero le falta llevar su ejército
hasta los umbrales del Neguev. Para ello necesita
una nueva campaña. La preparación de esa campaña,
por lo demás, le brinda las condiciones políticas
para solicitar la renovación de la confianza
popular. Pero ni Brezhnev ni Nixon están libres
de toda inquietud acerca de su propia situación
interna. En el Politburó hay elementos que no
dejarían de aprovechar un merma del prestigio
internacional de la URSS para sustituir al
secretario general y adoptar una conducta más
rígida frente a los Estados Unidos. A su vez,
después de la vergonzosa renuncia del
Vicepresidente Agnew y de su propio allanamiento a
enfrentar el juicio político del Congreso, Nixon
no puede permitirse debilidades en su política
exterior. Ambos necesitan, por consiguiente,
reforzar su control sobre los contendientes. Han
logrado que establezcan contacto entre sí. Los
combates no se reanudarán, probablemente, sino
cuando se compruebe que ese primer contacto,
aunque valioso, no conduce a la paz. La paz en el
Medio Oriente aún necesita otra guerra, y de ello
no debe culparse a nadie, sino a la
irracionalidad, parte esencial del ser humano.
Revista Redacción 11/1973
Nota: acerca del autor ver este enlace
https://fido.palermo.edu/servicios_dyc/publicacionesdc/vista/detalle_articulo.php?id_libro=655&id_articulo=13718
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