Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

El fenómeno Hippy

Nadie conocía a los "hippies" como fenómeno social hasta el 14 de enero de 1967. Ese día la atención mundial se estremeció. En un estadio de San Francisco, EE. UU., desde las 10 de la mañana, 40.000 barbudos colmaron el Golden Gate Park con plumas, flores, tamboriles, flautas, pandeiros. Nadie sabía de dónde habían salido tantos. El legendario poeta de la generación anterior, el "beatnik" Allen Ginsberg, desde los micrófonos, hizo delirar a la, multitud con una oda tierna, salvaje, desentonada, que culminó en un bochinche descomunal trasmitido por tres cadenas de radios de los Estados Unidos. De pronto, el mundo se hizo cargo: el fenómeno hippy había nacido. Ahora se estima que unos 500.000 jóvenes participan de un movimiento generacional que se extendió a Europa y América del Sur y que hoy, ratificando su absoluta falta de contenido político, comienza sin embargo a preocupar a estadistas y policías. Una moda hippy, una filosofía hippy, una música hippy, un género de vida hippy estallan en todas las grandes capitales. En muchos casos apenas se trata de caricaturas del estilo impuesto por los primitivos creadores de esta polémica modalidad de vida. Pero ¿quiénes son los auténticos hippies y qué se proponen?

UN BARRIO SIN HISTORIA
Haight Ashbury es un barrio de San Francisco que no tuvo historia y sólo algunas anécdotas algo siniestras solían enriquecer sus comisarías. Un barrio de negros pobres, con muchos delincuentes de poca monta, toxicómanos, borrachos. Nadie sabe cómo empezaron a llegar. Hoy, 60.000 hippies viven allí. La mayoría no trabaja pero come, se viste, duerme decentemente, consigue su ropa sin problemas.
Y ésta es la primera diferencia entre los hippies y sus imitadores de todo el mundo: no los mantiene ni el padre ni la madre. En un país tan descentralizado como los Estados Unidos, el origen de un hippy auténtico puede comenzar un fin de semana.
Un muchacho o chica de 16 a 23 años sale de su casa tal vez con una mochila exigua y sin un dólar en el bolsillo. Es posible que, para tranquilizar a su familia diga que va a comprar cigarrillos o que sale de "camping" hasta el lunes. Pero nadie vuelve a saber más de él. A la orilla de una carretera hace dedo, sube a un camión y recorre el "camino del oro" que probablemente algún antepasado suyo cruzó cien años atrás. Pero su abuelo iba a hacer fortuna.
¿Por qué esta huida del hogar? Los sociólogos que estudian el fenómeno responden con otra pregunta: ¿Cuál es el precio que se debe pagar para poseer cosas o para gozar de la fortuna heredada?
"El drama de la juventud norteamericana es que posee todas las cosas menos una, y ésa, la que falta, es la esencial." Esta declaración no la hizo Mao Tse-tung, sino el senador Robert Kennedy. Expresa la preocupación que provoca el hippismo. Y la sociología continúa explicando: "¿Qué puede aspirar un empleado que posee un Chevrolet, sino comprarse un Cadillac, y hasta qué punto el hijo del empleado, al volante de un coche de lujo, puede sentirse espiritualmente pleno en esas circunstancias? Entonces busca otra cosa".

DONDE TODO ES GRATUITO
En Haight Ashbury tres grandes comercios están abiertos día y noche. Grandes letreros informan: "El patrón es usted. Tome lo que necesite".
Media docena de famosas orquestas de estilo "beatle" y "ye-ye" ganan millones de dólares que se invierten en costear estos comercios. Dos restaurantes de autoservicio funcionan de la misma manera. En cambio, las tres peluquerías del barrio que ofrecieron cortes gratuitos para ponerse a tono están a punto de quebrar.
Casas de baños públicos funcionan en pleno centro y las colas de hippies con sus toallas al hombro suelen ocupar una cuadra. En un bar hay un cartel que dice: "Prohibida la entrada a perros y beatniks". Así demuestran los hippies su desprecio por un movimiento que los precedió en la década del 50 y muchos de cuyos miembros se dejaban la barba y profesaban el budismo zen como los hippies. Hoy, salvo los poetas Ginsberg y Ferlinghetti, los beatniks se integraron silenciosamente a la sociedad de los "normales".
Pero las comunidades hippies se extienden también por inaccesibles playas sobre el Pacífico y por inhóspitos parajes del desierto de Nuevo México. Los adeptos trabajan el cuero al estilo de los pieles rojas y cuando juntan dinero suficientemente dejan todo trabajo y se dedican a la meditación. Los automovilistas que cruzan entre las arenas, bajo el sol tropical de Nuevo México, pueden verlos sobre las dunas, cruzados de piernas, inmóviles durante horas o días, sentados como bonzos vietnamitas, como ídolos de piedra. También los camioneros que van al Sur los ven, con sus cabellos larguísimos, abstraídos mientras tocan la flauta, en cuclillas sobre las rocas, las barbas movidas por el viento. Pero, sin duda, Haight Ashbury es el corazón de los centenares de miles de hippies distribuidos por California. Los diarios de San Francisco publican miles de avisos como éste: "Jimmy, por lo menos háblanos por teléfono. Mamá". Los padres recorren el barrio, pero el respeto de la ley norteamericana por las libertades individuales impide realizar allanamientos. Las casas donde se refugian los hippies funcionan como hoteles. Cuando se produce el allanamiento, Jimmy hace tiempo que no está allí. Hay también familias enteras de hippies que construyen sus propias casas al borde del océano, como barcos, y allí viven con sus niños que van a escuelas hippies.
A toda hora muchos barbudos suelen descalzarse para entrar en los centros budistas, o en los templos hindúes de Krishna, donde monjes llegados especialmente de Japón y la India difunden sus doctrinas mientras en las paredes alternan curiosamente imágenes de Buda, Cristo y el jefe piel roja Gerónimo. Pero, ¿qué son los hippies, y qué opinan de sí mismos?
"Aquí todo es gratis pero no somos comunistas porque no confiscamos la libertad de ninguno", explica Emmet Grogan, uno de los jefes de la comunidad de San Francisco, que durante los violentos combates callejeros entre negros y blancos del año pasado puso un puesto de sándwiches en medio de un parque. Mientras los balazos sonaban por toda la ciudad y los incendios
enrojecían el cielo crepuscular, Grogan, sentado a lo bonzo, enarbolaba un banderín: "Agarren, todo es gratuito".
Los negros fabricaron miles de banderines similares y su lema se convirtió en impensada consigna de batalla en las refriegas raciales, cuando las principales tiendas de San Francisco fueron asaltadas y devastadas. Pero Grogan niega responsabilidad en esos hechos. "Somos pacifistas", aclara Marie-Mireille Bigorie, una estudiante de filosofía en Berkeley. "Estamos con la libertad, contra la autoridad, con la creación, contra la producción masiva, con la cooperación, contra la competencia".'
Marie-Mireille reclama el derecho a usar largas cabelleras como símbolo de rebelión, aunque admite: "Ser hippy es ser auténtico sin que importe la apariencia, la nacionalidad, la riqueza". Exalta el derecho a la felicidad. No importa cuál.
Los hippies se adjudican el éxito de una reciente manifestación de 200.000 personas ante el Capitolio en Washington en protesta contra la guerra de Vietnam. "Muchos nos preguntan —continúa Marie-Mireille— qué haríamos si los chinos desembarcaran en California o nos arrojaran la atómica. Si aprendemos a amarlos, si ellos comprenden que no somos belicistas, estoy seguro que no arrojarían la bomba. Es como en Vietnam. Debemos explicar que esa guerra sólo podemos sostenerla porque somos un país muy rico. Y precisamente la desdicha de los Estados Unidos es su riqueza, el sueño del Cadillac propio, de la refrigeradora último modelo. Creemos que hay otras razones más importantes que justifican la vida, mucho más que un lavarropas nuevo. Nuestra civilización occidental ha perdido su alma. La religión se convirtió en rito, la política en juego. No confundamos felicidad con confort. Nosotros buscamos nuevos valores espirituales. Claro que no los encontramos en el LSD. Éso fue sólo un instrumento, una manera de vivir con más intensidad, de conocer la esencia de las cosas con dolorosa precisión. Pero nosotros somos algo mucho más importante que el LSD. Marcamos el principio del fin de la civilización occidental".
Claro que los sociólogos objetan: hace 50 años que sucesivas generaciones anuncian ese fin. El formidable esfuerzo económico que significa sostener Haight Ashbury se mantiene sobre bases muy endebles. Basta que las orquestas de música "ye-ye" quiten su apoyo financiero o pasen de moda para que el sueño del paraíso hippy donde nadie vive para trabajar y todo es gratuito se haga trizas. Un hecho melancólico: grandes fábricas textiles de Nueva York ya comenzaron a popularizar las desafiantes y floreadas camisas hippies. Esta rebelión se está convirtiendo en otro buen negocio. Sin embargo lo que inquieta a los funcionarios es que un tercio de los jóvenes llamados a filas evitan su partida a Vietnam asesorados por médicos y abogados que ayudan a los hippies, quienes incidieron para que el 56 por ciento del estudiantado de 19 universidades estadounidenses se haya pronunciado contra el conflicto vietnamita. La causa de fondo la detectó sin duda Bob Kennedy al denunciar que los jóvenes de Estados Unidos lo tienen todo menos lo esencial. ¿Pero cómo darle un nuevo sentido al "american way of life"? He ahí un dilema para antihippies.
Revista Siete Días Ilustrados
06.02.1968
 

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