Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

PARA UNA HISTORIA DE ESPIAS
Por el Camarada X
Todo el delito consistía en enviar cartas en código, pero no se la pudo acusar de espionaje
Las muñecas de la señora DICKINSON

DURANTE la guerra de 1939, uno de los mayores fantasmas con que debieron luchar las potencias aliadas fué el de los sospechados de espionaje. Así como un enfermo que presenta síntomas de cáncer, los hombres del servicio secreto aliado hallaban a cada paso instituciones, personas y cosas aparentemente vinculadas a la traición, el sabotaje, la guerra fría y los malos hábitos de meter las narices donde a uno no le importa para vender secretos a buen precio a quienes les interesa demasiado.
Hubo quienes, con un peligroso sentido del humor, dedicaron aquellas horas amargas de la guerra a inventar claves para comunicarse con sus amigos de otras tierras. Otros que entregaron aquellas claves a las autoridades sintiéndose un tanto detectives y dando al pito un precio más elevado que el verdadero valor del pito. Otros, menos sagaces, se limitaron a concebir movimientos tácticos en un mapita de bolsillo, controlando y dirigiendo los ejércitos en lucha, hasta que un día perdieron el mapita en el colectivo y allí se les vino encima todo el FBI para ponerlos bajo la potente lámpara de las confesiones sin violencia.
Posiblemente, la señora Veivale Malvena Dickinson fué una víctima del buen humor yanqui. Seguramente fué una víctima del mal humor del FBI, que también es yanqui. Indudablemente, la señora Dickinson escribía en clave, y era, por lo tanto, un dignísimo fantasma del espionaje. Sobre todo si se piensa que sus cartas en clave pasaban al extranjero a través de la censura del infalible servicio secreto de los americanos del norte.
Para asomarnos a la idea exacta del motivo de su detención y de los elementos con que contó el jurado, que no pudo condenarla por espía, debemos establecer la diferencia que existe entre una carta en código y un mensaje cifrado. Estos mensajes se emplean generalmente sabiendo que han de caer algún día en manos del enemigo. Representan a veces una sucesión de números, o cifras, que corresponden exactamente a letras previstas por una clave en poder o conocimiento del destinatario. En cambio, la carta en código contiene las palabras completas, que leídas de acuerdo con un sistema preestablecido nos enteran de una situación o de un viaje y marchan ellas al compás de la correspondencia simple, pasando en casi todos los casos por las más sólidas censuras.
Durante la guerra civil española, cientos de peninsulares recibían en Buenos Aires cartas de sus familiares en las que leyendo, por ejemplo, la tercer palabra de cada renglón se enteraban de que en su aldea hacía tres meses que comían sin sal, o cosas por el estilo. Esto son las famosas cartas en código que tantos dolores de cabeza dieron a la señora Dickinson y a las autoridades de la censura estadounidense.
El caso de esta señora nunca pudo ser totalmente aclarado, aun teniendo en cuenta que ella ha sido condenada por violar las disposiciones de guerra sobre correspondencia supeditada a censura. Claro está que sus cartas estaban relacionadas con su comercio de muñecas, inocente medio de vida que la señora Dickinson tenía instalado en Nueva York. Claro debiera estar que las cartas no tenían nada de sorprendente y que el F B I no pudo dar terminantes pruebas a los miembros del jurado sobre la primera acusación de espionaje.
Según las informaciones cursadas en aquellos días sobre las actividades de la supuesta espía, decían que ella trataba de ocultar la verdadera finalidad de su correspondencia tras las inocentes muñecas, único motivo de sus mensajes. Al parecer, se hallaba en contacto directo con los vendedores de juguetes del Japón, de la India y, ríase usted, amigo lector, de "las casas importadoras de la Argentina".
Estados Unidos estaba en guerra por entonces sólo con el Japón y los países satélites del Eje. Pero sus cartas, retenidas por los funcionarios de la censura, hablaban de las 20.000 muñecas raras que esta señora había logrado reunir en extraña colección, un tanto ajena a su trabajo de simple vendedora. Aquellas 20.000 muñecas coincidían con otros tantos cañones enviados al frente. Entonces las autoridades le tendieron una trampa. Y la señora Dickinson cayó en la trampa.
Alguien, bien informado, le dió los detalles de un arma secreta inexistente. Y la buena señora contó aquello en una de sus cartas al extranjero. Entonces la señora era espía sin vuelta de hoja. Hubo que creer. La colección de muñecos raros pasó a formar parte de una sensacional historia de espías.
Malvena Dickinson pasó al banquillo de los acusados. Un criptógrafo al servicio del infalible FBI descubrió, entre otras cosas, que en una de las cartas era evidente el código, ya que en algunas oportunidades había trocado la "a" por la "w", y esa carta era dirigida al Japón.
Se la tuvo detenida y sometida a los sagaces interrogatorios de los no menos sagaces hombres del Federal Bureau of Investigation, sin que en definitiva la buena señora supiera decir algo digno de tomar nota. Así, mientras los espías reales, que no son siempre los espías del rey, se ocupaban seriamente del espionaje, esta californiana con cara de Gioconda, que dedicaba sus horas al tráfico inocente de muñequitos internacionales, era confundida en un mar de preguntas y repreguntas que terminarían en el comentario inteligente publicado
por el "The American Weekly, en octubre de 1944, en el que finaliza diciendo, más o menos, así: "Al fin de cuentas, y luego de todo lo indagado, Mrs. Dickinson parece ser realmente inocente".
Ese es el sarcástico final. El de parecer ser. Un final que no deja totalmente aclarado el caso de la señora Dickinson, y que deja como siempre en estas historias de espías, que tal vez no lo son, un toque de duda, o de suspenso, que las hace interesantes porque Nos dan algo que pensar, algo para poner de nuestra parte y completar la historia.
Las muñecas de la colección, que tuvieron también su historia de espías, parecen ser la única verdad de este caso. Como siempre, se tejió en derredor de los inanimados juguetes una tela de misterio. Misterio cinematográfico de corte hollywoodense, pero misterio al fin, del que sólo los hombres infalibles del infalible Bureau Federal conocen en esencia.
Revista PBT
12.06.1953

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