Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

IRLANDA
SANGRE, RENCOR Y LAGRIMAS
La lucha entre católicos y protestantes —en la que tercia Inglaterra— es sólo una pantalla que esconde razones políticas, económicas y sociales enraizadas en la historia de Irlanda

"Gracias a Dios, El Señor vigiló el Ulster". "No hubo sangre". "La muerte faltó a la cita". Los diarios ingleses del lunes 7 de febrero compitieron en demostrar su alivio, que era en suma el de casi todos los británicos. Es que, cercada por 5.000 hombres del Ejército inglés, la pequeña ciudad irlandesa de Newry —habitada por 15 mil personas— no se convirtió, el domingo 6, en el escenario mortal que se había temido durante toda la semana anterior.
Una vez que hubo terminado la gigantesca manifestación que convocó a 40.000 personas para repudiar la muerte de 13 manifestantes desarmados que habían sido acribillados una semana antes por paracaidistas británicos, en Londonderry, tanto los rebeldes como las autoridades militares se atribuyeron los méritos por la falta de bajas. "Nuestra demostración de fuerza impidió que los católicos llegaran al centro y cometieran desmanes", supuso un vocero del Ejército. "Burlamos a las tropas; las hicimos concentrar en una zona y cambiamos el rumbo de la manifestación", demostraron miembros del Movimiento por los Derechos Civiles, organizadores de la marcha. Lo cierto es que la manifestación del domingo 6, nutrida por maestros, pequeños comerciantes, empleados de oficinas y obreros y acompañada por intelectuales ingleses, camuflados jefes guerrilleros y compungidas mujeres que, por millares, portaban cruces de un metro o brazaletes con un ataúd negro y un número trece en el centro, resultó un punto en contra del premier británico, Edward Heath, y de su colega nordirlandés, Brian Faulkner. "Se pusieron de rodillas para pedirnos que suspendiéramos esta marcha —explicó la legisladora Bernadette Devlin (ver recuadro) refiriéndose a ellos—; pero seguiremos la lucha y aplastaremos a la camarilla protestante que de un frustrado intento independentista encabezado por el socialista John Connally y que culminó con su fusilamiento por parte de las tropas inglesas (el 30 de abril; la fecha pasó a la historia con el nombre de Pascuas de Sangre). El partido Sinn Fein —que núcleo a obreros y fuerzas nacionalistas— no aceptó entonces participar del Parlamento inglés y creó uno en Irlanda. El IRA se convirtió en ejército oficial del país, pero por poco tiempo: debió pasar a la lucha clandestina ante una nueva ofensiva inglesa. Finalmente, en 1921 Londres dividió a Irlanda: Por un lado en el Sur, un país formado por la mayoría católica; por otro, los 6 estados norteños (el Ulster), con la minoría protestante convertida en mayoría artificial y dispuesta a mantener su dependencia de Inglaterra. Si bien el Sinn Fein nunca aceptó tal partición, su ala moderada —el Fianna Fail— suscribió el desgajamiento y quedó a cargo del gobierno de Irlanda del Sur. Desde entonces, tanto el Sinn Fein como su brazo armado, el IRA, son ilegales en las dos Irlandas, a cuyo statu quo (deseado
por protestantes e ingleses) amenaza.
Esa es la lucha que hoy" brama en el Ulster. Un cruento conflicto, que no podrá ser solucionado mediante simple aumento de la represión y ante el cual los márgenes de maniobras de Faulkner y Heath se estrechan paulatinamente. Mientras los católicos cosechan un consenso creciente, la política de mano dura no parece bastar para frenarlos; sin embargo es lo que exigen los protestantes, que de lo contrario harían justicia "por propia mano", como suelen amenazar en tanto recuerdan los progroms que ellos mismos precipitaron en los años iniciales de la República de Irlanda del Norte. Dispuesto a encontrar alguna fórmula conciliatoria, Heath se mostraba la semana pasada con ánimo de buscar la manera de que, mediante una mayor participación católica en el Parlamento irlandés, "ambos bandos trabajen juntos en los asuntos de gobierno". Pero habría que preguntarse si eso basta para aventar una guerra civil —en rigor, una guerra social— cuyas raíces se profundizan diariamente.

BERNADETTE DEVLIN: LA FIERECILLA INDOMABLE
Con voz pausada, sin resabio alguno de emoción, el ministro del Interior, Reginald Maudling —que no es famoso, precisamente, por su dinamismo— proseguía, metódicamente, su defensa de los paracaidistas británicos. Todos sus colegas, menos uno, lo escuchaban gravemente. El tema les era conocido: lamentaban los incidentes ocurridos el día anterior, el 30 de enero.
—Se ha comprobado que nuestros soldados iniciaron el fuego después de haber sido alcanzados por los disparos de francotiradores, que se supone pertenecen al Ejército Republicano Irlandés. Además...
Bruscamente el espectáculo cambió de ritmo. Ante los ojos atónitos de los camaristas y la impotencia del speaker, Selwyn Lloyd —quien repetidamente le negara el derecho de interrumpir al ministro— la diminuta (pero no enclenque) representante de Mid Ulster se abalanzó sobre su colega, que la duplica en edad y tamaño, gritando:
—¡Hipócrita! ¡Asesino! ¡Mentiroso! ¡Tengo derecho a interrogarlo! ¡Soy la única que estuvo allí!
Todo sucedió tan rápidamente que hasta Edward Heath, el primer ministro, sentado junto a Maudling, pareció quedar envuelto en la refriega. Pero cuando por fin consiguieron reducir a la fierecilla, el único que tenía ensangrentada la cara era el ministro del Interior. Y también había mermado en algo su ya rala cabellera. Pero ni eso le hizo perder la flema; si le temblaba un poco el pulso al alisarse los cabellos, pasó inadvertido. Es que —como comentó luego—,"estaba acostumbrado a que mis nietos me tiren del pelo".
Un profundo estupor había convertido en estatuas a los espectadores. Bernadette Devlin acababa de protagonizar lo que sin duda constituye una primicia en la larga y no demasiada tranquila historia del Parlamento inglés. L'enfant terrible, la Juana de Arco irlandesa, la Fidel Castro con minifalda, volvió casi de inmediato a su lugar, aparentemente calmada. Pero apenas alguien, a sus espaldas, hizo escuchar su protesta por el "escandaloso'' incidente, se levantó nuevamente, como un resorte, apostrofándole: "¡Por lo menos no le pegué un tiro en la espalda!"
La candente réplica no podía haber sido más exacta: trece civiles habían muerto en el incidente del domingo 30 en Londonderry, "la capital de la injusticia", como la llama ella. Y de acuerdo al testimonio de Raymond Maclean (católico), que se desempeña como médico en la fábrica Dupont Corporation, de Londonderry, todos habían sido muertos por la espalda. Y todos estaban desarmados. "La mayoría presentaba heridas terribles. Deben haber sido alcanzados por las balas mientras trataban de huir", declaró.
Si bien los fueros parlamentarios protegen a la joven diputada socialista irlandesa (tiene 24 años), por poco que se le conozca no cabe suponer que tal cosa influya en lo más mínimo sobre su conducta. Apasionada y temeraria, nunca vaciló en actuar y evidentemente el destino le tiene reservado un singular papel: el de llamar la atención de todo el mundo respecto al problema irlandés. A veinticuatro horas de haber sido elegida miembro del Parlamento inglés, como diputada por Mid Ulster, su fotografía alcanzaba la primera plana de todos los diarios del mundo: con sus rollizas piernas al descubierto, con sus largos cabellos rubios y sus ojos Claros, aportaba una nueva versión del movimiento de liberación femenina, con ramificaciones en otros países de Occidente. Pero no era eso lo que le había puesto en actividad, ni tampoco la ambición de mejorar el record del legendario William Pitt, quien en 1781 fue elegido miembro de ese mismo Parlamento a la edad de 21 años (Bernadette cumplió 22 el mismo día en que asumió su banca en la Cámara de los Comunes). En realidad, es poco probable que la Devlin pueda explicar su curiosa trayectoria. Ella se siente "sólo una entre centenares de jóvenes de mi generación, que lamentamos haber nacido dentro de un sistema de vida injusto, pero que no estamos dispuestos a envejecer dentro del mismo.".
De origen muy humilde —su padre era carpintero— nació en Cookstown, condado de Tyrone, Irlanda del Norte, el 23 de abril de 1947 (día de San Jorge, patrono de Inglaterra; y también de la trágica rebelión de Pascua, de 1916). Desde chica conoció "las arbitrariedades del sistema": aunque nunca se le conocieron actividades políticas, su padre estaba sindicado como "sospechoso" y nunca pudo trabajar en Irlanda, sino que debía trasladarse a Inglaterra, de donde volvía periódicamente a visitar a su familia. A los 46 años, en uno de esos viajes murió repentinamente dejando seis hijos: cinco mujeres y un varón. Bernadette era la segunda y tenía entonces 9 años. Con penurias, pero también con dignidad, la madre consiguió llevar adelante la familia hasta que también murió ella, a la misma edad que su marido, en 1967. Bernadette tenía ya 20 años, había recibido una buena educación en el Colegio de Santa Brígida, a cargo de las Hermanas de la Misericordia, y cultivado debidamente la tradición y la rebeldía irlandesas. En octubre de 1965 ingresó a la Universidad de Queen's, en Belfast, provista de una buena idea básica: no hacer diferencias entre sus compañeros católicos y protestantes, a pesar de que durante sus años de colegio muy pocos sermones debió haber escuchado que predicaran la tolerancia, precisamente entre quienes piensan de distinta manera. Inicia su carrera dedicándose a los Estudios Célticos, pero al cabo de un año se pasa a Psicología. Sin embargo, no rompe vínculos con sus actividades anteriores: se halla particularmente dotada para el debate. El lema del primero de los debates en que participa resulta ahora curioso: "El amor libre es demasiado caro". Las chanzas de doble sentido que intercambian sus compañeros, sienta su propia teoría: mientras la sociedad siga adoptando la doble actitud de tolerar el amor libre pero no los hijos ilegítimos, el amor libre seguirá siendo demasiado caro.
Hacia 1968, a fin de no dejar solos a sus hermanos menores y seguir estudiando al mismo tiempo, comienza a viajar diariamente desde Cookstown a la Universidad de Belfast. En algún momento de la diaria peregrinación se da cuenta de que la rebeldía, floreciente en ella, bien tonificada por las lecturas y las compañías, no está bien dirigida: advierte que la idea de liberar los seis condados que constituyen Irlanda del Norte importa menos que la de mejorar la situación social de toda Irlanda. Su inquietud le crea problemas, ya que en esos momentos la consigna general seguía siendo callarse la boca, para no pasarlo peor. Pero la gente joven encuentra difícil adoptar esta postura y pronto se crea una corriente que en 1966 da nacimiento a la Asociación de Derechos Civiles. Contrariamente a la creencia general de que la división entre los dos grupos antagónicos en el Ulster se debe a razones religiosas y consecuentemente el desempleo (entre otras cosas) constituye el lógico precio, o castigo, que soporta el católico, Bernadette y sus compañeros comienzan a hacer ver que la desocupación se debe, en primer término, a la falta de trabajo. Y que ésta, a su vez, se origina en el hecho de que las inversiones se hacen en función de las ganancias y no de las necesidades de la población.
La Asociación de Derechos Civiles se hallaba interesada, precisamente, en tales derechos. Al principio se limitó a proceder en la forma tradicional, enviando cartas a los miembros del Parlamento. Por supuesto, esto no dio resultado alguno. El 24 de agosto de 1968 decidió cambiar de táctica y organizó una marcha. Bernadette se entusiasma con la idea y participa, junto con su hermano y un amigo. La atmósfera era festiva y la gente salía a la puerta de sus casas para ver pasar a esa especie de procesión laica, integrada en su mayoría por estudiantes, a los que se les había prohibido exhibir estandartes políticos. Al llegar a una localidad llamada Dungannon, encontraron el camino obstruido por la policía, que los intimó a cambiar de rumbo: a pesar de ser pacífica, la marcha debía pasar por el barrio católico, a fin de no irritar a los protestantes. Se produce entonces un conato de rebelión, pero ninguna violencia. La marcha termina con una serenata de canciones de protesta.
Pero algo nuevo había nacido: el espíritu de cuerpo, la satisfacción de marchar en grupo, de compartir y exteriorizar las mismas inquietudes. Al pronunciarse la segunda marcha, que debía tener lugar en Londonderry, el 5 de octubre del mismo año, la cantidad de interesados era ya mucho mayor, pero entonces el ministro del Interior —en ese momento William Craig— la prohibió. Londonderry (o Derry, como también se la llama) es un lugar explosivo, aparentemente dormido, pero en realidad expuesto a que la fricción entre católicos y protestantes estalle violentamente en cualquier momento, principalmente cada 12 de julio, cuando se conmemora el Sitio de Londonderry, de 1689, cuando los habitantes de la ciudad (protestantes) resistieron un asedio de 105 días por parte de los católicos, que epilogó con el triunfo de los primeros.
La marcha se organizó, de todos modos, pero no alcanzó a avanzar más de cien metros cuando fue interrumpida por la policía, numerosa y bien pertrechada. La atmósfera cambió de pronto. Entre los que estaban marchando había mucha gente sin trabajo y sin esperanza de conseguirlo. La irritación fermentó rápidamente. Uno de los líderes, Eamonn McCann, subió a una silla y arengó a la multitud, instándola a elegir uno de tres caminos: volver a casa, deliberar allí mismo o avanzar contra la policía. Pero la policía no les dio tiempo para decidir: cercó a los manifestantes y cargó contra ellos valiéndose de cachiporras, chorros de agua o simplemente puntapiés. Entre los manifestantes había un operador de televisión: el espectáculo se proyectó en todo el mundo.
En cierta forma, fue la policía quien dio impulso al movimiento de los derechos civiles, ya que de no haber mediado esa agresión se hubiera necesitado mucho más tiempo para ponerlo en marcha. Una de sus consecuencias fue que los estudiantes se aglutinaran en lo que dio en llamarse la Democracia del Pueblo. Sus fines eran cinco: un voto por persona, la justa determinación de los límites electorales, la libertad de palabra y de reunión, la derogación de la Ley de Poderes Especiales (que otorga a la policía autoridad de arresto y detención) y equitativa distribución de empleos y viviendas. Se crea un comité, esencialmente apolítico, llamado El Comité Sin Rostro y Bernadette Devlin es uno de sus miembros. De allí en más, por sus propias convicciones y porque puede disponer más deliberadamente de su tiempo —no olvidar que todo esto sucede en la conservadora Irlanda— su injerencia es cada vez más activa.
El 1º de enero de 1969 se inicia la larga marcha de cuatro días, desde Belfast a Londonderry. Esta vez contaban con el interés de la prensa escrita, la televisión y la radio. Y la amenaza de los adeptos del reverendo Ian Faisley, que nucleaba a los protestantes en pugna activa contra los católicos y, sobre todo, contra los socialistas. La carnicería de Burntollet Bridge es ya conocida: los partidarios del reverendo Paisley arremetieron contra los estudiantes armados de palos, botellas, garrotes. La policía, si intervino, lo hizo sólo para disponer de las víctimas. Pero de alguna manera, la marcha llegó hasta Londonderry. Y fue Bernadette quien la bautizó "la capital de la injusticia".
Esa marcha fue seguida de un mes de demostraciones, contrademostraciones, violencia, represalias. V de un llamado a elecciones, urdido en realidad para zanjar las dificultades que padecía el Partido Unionista (a favor de la unión con Inglaterra). De alguna manera, la Democracia del Pueblo (y desde luego el movimiento de derechos civiles), núcleo la oposición al Partido Unionista. Bernadette Devlin obtuvo casi el 30 por ciento de los votos. El 17 de abril de 1969, una elección parcial le dio la mayoría de 421 votos y la llevó a la Cámara de Comunes como representante del Mid Ulster. Como suele decirse ahora, ya estaba "en órbita". Lo que no le impidió, el 12 de agosto de 1969, participar en un nuevo y violento choque entre protestantes y católicos con motivo del tradicional Día del Aprendiz, otro de los nombres que suele darse a la conmemoración del famoso Sitio de Londonderry. La lucha duró cincuenta horas y de nuevo Bernadette Devlin fue noticia; en todas las pantallas televisivas, en la portada de todos los diarios importantes, se vio a la parlamentaria más joven de Westminster, en blue jeans y suéter, enseñando a mujeres y niños cómo fabricar bombas de petróleo y organizando grupos de ataque contra soldados y policías.
Su participación activa en los disturbios le valió una condena de seis meses, reducida a cuatro por buena conducta. A su modo de ver, el precio no fue demasiado alto: en Irlanda del Norte el gobierno unionista no volvería a imponerse impunemente. Así lo manifiesta ella en su autobiografía: "Lucharemos por la justicia. Trataremos de lograrla por medios pacíficos. Pero si es necesario, simplemente haremos imposible que un gobierno injusto nos someta". Pero, por sobre todas las cosas, su viejo deseo de destruir barreras entre protestantes y católicos sigue en pie: "Los unionistas pueden luchar todo lo que quieran para recuperar el apoyo de la clase obrera protestante, pero acabaremos por llegar también hasta "ella. Algún día comprenderán que no abrigamos odio hacia la gente que es protestante, como tampoco hacia los que son católicos. Comprenderán que nuestro único odio es hacia el gobierno del Partido Unionista. Durante medio siglo nos ha gobernado mal, pero sus días están contados. Estamos presenciando su agonía. Y con tradicional misericordia irlandesa, cuando ya esté en el suelo lo enterraremos a puntapiés".
Sea cual fuere la futura trayectoria de Bernadette Devlin, es innegable que su aparición en el panorama de Irlanda del Norte parece obedecer a un designio prefijado: atraer la atención del mundo entero hacia la cruel lucha que desangra su patria. Y para lograrlo no repara en medios: tanto le da recorrer Estados Unidos recolectando fondos para su causa como arañar maduros y flemáticos colegas parlamentarios. Es muy posible que, cumplido su ciclo, evolucione hacia otras etapas, aunque es poco probable que desaparezca del escenario político. Otros grandes nombres, sin embargo, escribirán las próximas páginas de la historia irlandesa: Gerry Fitt, John Hume, Ivan Cooper, Austin Curry, Padd,y Devlin. Pero la pequeña e indómita irlandesa habrá hecho algo más que dar pruebas de mal carácter y violencia: fue la mujer que en un determinado momento sintió que tenía una misión que cumplir y quiso cumplirla sin regateos. Y muy a pesar de sus colegas de! Parlamento, que hace rato dejaron de contemplarla con la indulgente sonrisa reservada a los niños a los que se deja jugar a ser adultos.

Revista Siete Días Ilustrados
14.02.1972

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