Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

EL FIN DEL EXISTENCIALISMO
Traición y Justificación de Juliette Gréco, Musa de Saint-Germain-des-Prés

PERO es hora de ir en busca de Juliette Gréco.
Pálida, severa, displicente, los ojos casi en las sienes, la encuentra en un pequeño bar contiguo al Olympia, la sala di espectáculos más conformista de París, frente a la cual los tubos de neón tartamudean el nombre de la que fué musa de Saint-Germain-des-Prés, ídolo de la juventud bohemia.
Justamente, sus camaradas llamaron "traición" cuando ella pasó de la orilla izquierda a la derecha. Para ellos, y no les falta razón, el Sena separa en París todo lo que es auténtico (desde lo popular hasta lo snob), de lo que es pasatista, vulgar.
—Mi canto —protesta Juliette— no es de ningún lugar. Aquí me siento tan cómoda como allá. Hicimos de aquella pobreza, de aquella suciedad, de nuestra bohemia, una bandera de combate. Queríamos renovar la canción, el cine, el arte todo, ajustarlo a un nuevo modo de vivir, implantarlo en la realidad. Y era necesario hundir los pies en el barro. Pero el combate está ganado, y no veo la razón para preferir por sistema lo que entonces soportábamos por necesidad.
La defensa no es hábil. Anne Marie Cazalis, su amiga de entonces y de hoy, está presente: y como no ha perdido el gusto por la filosofía (ella dactilografió las primeras novelas de Sartre), sabrá hallar, ya lo veremos, una justificación más inteligente. Este lenguaje práctico de Juliette enfurece naturalmente a la orilla izquierda, donde se responde que el barro sigue existiendo, aunque ella haya dejado de verlo. El asedio a la "tránsfuga" es, en este caso, particularmente enconado, porque proviene no de sus compañeros de generación, que en mayor o menor grado se hicieron las mismas concesiones, sino de los más implacables, los que tienen veinte años.
Para ellos, Gréco fué símbolo de independencia, de sinceridad, de valor.
SOLA EN PARIS
La madre de Juliette quería ser pintora y sus padres no se lo permitían: para marcharse a París se casó con un hombre que le llevaba casi cuarenta años.
Poco después, divorciados, se disputaban ásperamente las dos hijitas: Charlotte y Juliette. Fueron confiadas a las abuelos maternos, en Dordogne. Crecieron allí hasta que los abuelos murieron.
Juliette recuerda:
—A principios de 1943 vinimos a París. Mamá, capitana de la Resistencia, se quedó en la aldea para abastecer al maquis. Distribuía armas, municiones, artículos sanitarios que le enviaban en paracaídas desde Londres. Fué arrestada, y la Gestapo nos buscó a nosotras dos. Estuve tres semanas en la prisión de Fresnes. Una mañana supe que mamá y mi hermana habían sido llevadas al campo de concentración de Ravensbruck. A mí me pusieron en las manos un boleto de subterráneo y me echaron a la calle. Tenía dieciséis años.

SECUESTRO DEL VESTUARIO
En 1945, se alimentaba de sandwiches con mostaza. Sentada en la vereda del café de Flore, discutía sobre Racine con Michel de Ré, nieto del mariscal Gallieni. Michel de Ré es hoy el director del teatro más inquieto de París.
Juliette no hacía el papel de Fedra: era comparsa. Pero sus amigos habían leído a Antonin Artaud, poeta surrealista que luego moriría loco, y querían evolucionar el teatro. Cuando se preparaban a representar su primera obra de vanguardia, un acreedor impaciente confiscó los decorados y el vestuario.
—El vestido que mis compañeros me habían comprado para hacer mi papel era mi único vestido. Y ese tipo se lo llevó. Alguien me alcanzó un pantalón y una tricota, y tuve que salir así. La gente bien dijo que era por ser original, y me encontraba ridícula, pero todo el mundo empezó a vestir así.
Terminaba la guerra. Su madre y su hermana volvían del campo de concentración. Pero la capitana se marchaba a Indochina y Charlotte entraba en la Escuela de Ciencias Políticas. Juliette escuchaba, absorta, las discusiones de escritores y periodistas, apasionadas como nunca en aquellas circunstancias excepcionales. De pronto los jóvenes filósofos subían a un jeep y se iban a visitar a Martín Heidegger en su refugio de la Selva Negra. El filósofo del nazismo fumaba su pipa de porcelana diciéndoles: "La bomba atómica es la consecuencia lógica de Descartes". Y ellos volvían a seguir discutiendo, a escribir artículos, a bailar incansablemente

LA LOCURA DEL JAZZ
Sartre hablaba de libertad. Para ellos, libertad quería decir acostarse de madrugada.
Pero a la una todos los cafés cerraban.
—Hacia frío en las calles, y más frío en nuestros cuartos, dice Juliette. Nadie tenía nunca sueño. Una noche pasábamos con Anne Maríe por la calle Dauphine. Y descubrimos un local, el Tabou, que no cerraba en toda la noche, porque servía de cuartel general a los vendedores de diarios. Nos acostumbramos a esperar el día en el Tabón, que era verdaderamente un tugurio. Sus dueños, los Guyonnet. unos viejecitos de provincia, nos mostraron el sótano. Y para espantar el frío empezamos a cantar, a bailar. Los Guyonnet nunca terminaron de asombrarse de la boga insólita de su bar.
A las pocas semanas era el lugar más concurrido de París. Anne Marie bailaba, Juliette cantaba. Y por todas partes (pero siempre en la orilla izquierda), surgían como hongos locales semejantes a ése.
Entonces aparecieron Claude Luter, que sólo bajaba de su cuarto cuando podía rescatar su pantalón, empeñado en el Mont-de-Pitié: Alain Quercy, hijo del ministro socialista Christian Pineau, y Boris Vian. Los tres estaban locos por el Jazz.
—Tocaban en la veredas de los cafés, pero no se atrevían a pasar el platillo —me cuenta Juliette—. Por fortuna, encontramos a un amigo corso que se encargó de esa función, al fin y al cabo la más importante.
En octubre de 1944, los tres melómanos fundaron en la plaza de Saint-Germain-des-Prés el New Orleans Club. En ese mismo local, como recuerda una placa, los hermanos Lumiére habían convocado al público a una primera proyección cinematográfica.
A poca distancia de allí se abría el Lorientals.

LOS SOBREVIVIENTES
Los reflejos de los incendios que dejaban los alemanes en su retirada iluminaban toda una serie de novedades que se habían incubado en la sombra. El éxito de Sartre, de Camus, el de las novelas policiales, el del jazz, el del yudo, sólo asombraba a los burgueses, quienes descubrían que sus hijos de veinte años habían escrito el editorial político de los diarios que ellos leían (diarios de avanzada, porque no había otros).
Estos muchachos habían bailado el boogie, jugado a formar orquestas, y como, de pronto, eran mejores que los profesionales, los reemplazaban. Juliette enciende un cigarrillo :
—Por cincuenta francos, teníamos derecho a una naranjada y a bailar como poseídos. No íbamos a las "cuevas" a divertirnos: en esas austeras asambleas de Lorientals, del New Orleans, nunca se oía reír. En un agujero cálido y sombrío, una muchedumbre mística escuchaba jazz, la boca severa, el ojo ávido. Los fieles golpeaban con el pie y meneaban la cabeza durante horas.
Anne Marie bebe la menta del vaso de su amiga:
—La juventud se niega a verse como una edad: cree ser una especie, una especie que se extingue. Cada generación tiene su mito de la muerte joven y sus moribundos ejemplares. En el siglo pasado, se moría de amor, o tuberculosos; los surrealistas, en 1918, cantaban al suicidio. Nosotros no soñábamos con morir de languidez, aunque el hambre nos aproximaba bastante a ese extremo. Queríamos una muerte brusca y violenta. Boris Vian fué nuestro gran agonizante, porque aún siendo corpulento como un héroe de Peter Cheyney, una enfermedad del corazón lo hacía invulnerable. Todos, y él mismo, creíamos que moriría una noche soplando en su trompeta: su muerte imprimiría a nuestro rito un carácter definitivamente sagrado. Ha sobrevivido, por casualidad.
—Como todos nosotros.... murmura Juliette.
—¿Y el Tabou? Gréco reanuda su historia:
—Bueno, nadie se había ocupado de negociar con los dueños del negocio, ni siquiera para obtener una indemnización por el tocadiscos viejo que habíamos conseguido no sé donde. Chauvelot se encargó, porque había sido agregado de embajada. Fué eficacísimo. Por divertir a todo París hasta el alba, teníamos derecho a la comida. Nunca habíamos conocido tanta opulencia.
Jacques Prévert y Kosma —el poeta más admirado y el músico más fino del momento— escribieron canciones para Juliette. Y Christian Bérard dibujó para ella un pantalón maravilloso.
De 1947 a 1949 amó a alguien, que ha muerto. Entonces se mudó al Hotel de la Louisiane, donde Sartre había escrito "El Ser y la Nada": en el corredor del segundo piso, donde el filósofo solía dejar su bicicleta, ella se hizo instalar su baño, un lujo persa en París. Había comenzado a cantar en La Rose Rouge, y ganaba varios miles de francos por noche.
Hizo un papel en cine, con Cocteau. Viajó al Brasil, y a su descenso del avión supo que se había convertido en celebridad internacional. En un baile del Waldford Astoria, en Nueva York, Christian Dior la presentó como representante de la juventud francesa actual.
A su vuelta filmó "Quand tu liras cette léttre". Su galán era Philippe Lemaire. En 1933 se casaron. Tienen un hijo. Se han divorciado hace medio año.
Anne Marie Cazalis resume con destreza:
—No éramos desesperados los existencialistas. Todo lo contrario. Sin grandes sentimientos (los sentimientos son también un lujo), tratábamos, después del desastre que habla sumergido a nuestro país, a nuestras familias, a nuestro futuro, hacernos un lugar al sol. Los jóvenes de 1918 hicieron novelas, poemas. Nosotros escogimos artes que fueran al mismo tiempo oficios: jazz, danza, cine de 16 mm. Porque nadie nos pagaba la pensión... Y también porque el individualismo había muerto con su época, y los modos de expresión colectivos eran naturales entre gentes que lo hacían todo en común, que lo compartían todo: el rouge, las corbatas.
"Hasta que llegó el momento de aventurarse por los barrios chic.
"Al principio nos rechazaban, y nosotros nos fortificábamos en Saint-Germain-des-Prés. Después vino la indulgencia, el perdón. A Juliette la apedrearon un día en los Campos Elíseos. ¿Cómo quiere usted que no redobláramos nuestra insolencia? Era un reflejo defensivo. Pero si Juliette, como Claude Luter, se ha convertido en símbolo de la juventud existencialista, es porque nosotros mismos la habíamos elegido para representarnos ante nuestros propios ojos. En 1945, Francia era pobre; nosotros hicimos un snobismo de nuestra pobreza. Esa muchacha hermosa, desaliñada y sin dinero, pero que se negaba a despertar compasión, era inquietante. Les tocó el corazón. Entonces vinieron los adultos, los turistas, las gentes de pro, e invadieron nuestro barrio. Era el fin de la aventura. Juliette cambió de vestido, de peinado. Hizo bien: hoy sería una mascarada.
No es, por cierto, la primera vez que dice estas cosas. Pero las dice conmovida.
—Por lo demás, Juliette sigue siendo la misma. Los más jóvenes son intransigentes, y es justo. Pero nosotros la reconocemos. Es nuestra Juliette, nuestra juventud, la única imagen de una juventud que ya ha muerto.
César ALTAIDE
23.02.1956


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