Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Los hombres y las mujeres que he conocido:
LYDA BORELLI
Especial para "Caras y Caretas". Por PITIGRILLI

SI en los tiempos de mi primera juventud se hubiesen instituido concursos de belleza entre las actrices, huelga decir que la elegida como reina absoluta hubiese sido Lyda Borelli. Recuerdo haberla visto como heroína en la "Salomé" de Oscar Wilde. El frío personaje, perverso, inconscientemente feroz, como si en sus adentros se despertaran exquisitas codicias: el amor morboso por el Bautista, amor que nace repentinamente y sé agiganta prepotente derribando los obstáculos que se le ponen por delante, eran interpretados por la joven actriz con una vehemencia y un estilo inimitables.
Lyda Borelli sabía ser artista y señora en la escena y fuera de la escena: en su camarín, que solía transformar en elegante y acogedor saloncillo, no se arrastraban batas por los sillones, ni había dijes ni polvorientas pantuflas con cisnes, ni tampoco pinturas para los labios, y menos polvos para la cara desparramados en las mesitas. Sólo un pequeño diván y dos sillones de damasco rojo, un inmenso espejo transportable, dos o tres preciosas miniaturas en las paredes y una espléndida alfombra de color rojo sanguinoso, un Bukhara auténtico, acogían al visitante: a poco aparecía Lyda Borelli, elegante y perfecta ama de casa quien tendía las dos manos con un afectuoso ademán, cordial, invitante. Y sabía una cosa que pocas mujeres saben realizar: sabía escuchar. Dejaba que su interlocutor terminara de exponer su pensamiento, expresase enteramente su concepto, desarrollara sus argumentos, y no interrumpía nunca. Y contestaba a las preguntas que se le dirigían, sin impacientarse, con esa su bella voz suave y clara: fresca voz que ciertamente obedecía a un enérgico mandamiento interior de no rebasar ese límite más allá del cual una voz acariciadora de mujer sé vuelve un estridente rumor.
En Lyda Borelli la elegancia no era sólo aparente: todos sus famosos trajes le llegaban del célebre modista francés Paquin: ha sido una de las primeras en ostentar en las amplias solapas: de las costosas pellizas las frescas orquídeas, y la única que haya amado en el tablado los delicados colores del pastel: los grises, los rosas los celestes, los violetas, fueron impuestos entre las elegantes italianas por esta árbitra de todas las elegancias. y
—Pocos están enterados de que yo quería profesar de monja —me dijo, sonriendo, una noche en que representaba triunfalmente "La hija de Yorio"—. Cuando lograba obtener el permiso de la Madre Superiora para ayudar a la Hermana de la capilla, lo olvidaba todo y corría hacia el altar como sí Alguien me aguardara; y durante mis años de colegio yo sabía que pasaban las estaciones no porque yo mirara al cielo v leyera las fechas en el almanaque: sabía que la primavera y el verano inundaban la capilla con el perfume de jazmines y de rosas. Y justamente en un mes de mayo yo había decidido pedir a la Superiora el permiso para considerarme Hermana lega, cuando mi madre, mujer muy inteligente y sabia, me aconsejó que aguardara hasta la otra primavera. "Si para entonces tienes la misma inclinación cuando lleves el año próximo el primer manojo de rosas al altar, ratificarás la promesa a la Virgen, y yo misma hablaré con la Superiora." A la sazón conocí a Virginia Reiter, y luego de dos o tres representaciones entré en la grande compañía de Virgilio Talli, Irma Gramática y Orestes Calabresi. Después fui actriz de Ruggero Ruggeri, primera actriz absoluta. Pero por cuanto adore el teatro, son las nuevas foranas artísticas las que me atraen y me proporcionan inquietudes y aspiraciones.
Efectivamente, aun hoy en Italia y en el mundo se recuerda a Lyda Borelli como a la primera artista célebre de la cinematografía. Yo he tenido la suerte de asistir en esos primeros años —en los que la cinematografía en cierne se asomaba al horizonte del mundo— a la repetición de un "film": todo se hacía con los pocos medios al alcance y ni caía en las mientes la organización científica que hoy pone al cinematógrafo en el ápice de las manifestaciones artísticas modernas.
—Cuando me llamaron para interpretar "La falena" —me decía Lyda Borelli—, pregunté en primer término dónde iba a desarrollarse la acción del "film"." "En las inmediaciones del parque de San Rossore", me contestaron. Acepté en seguida, aun antes de saber cuál papel iba yo a representar. Y en cuanto me vera libre de mi tarea, de un brinco subía a mi cabalgadura y me iba sola sin tropiezos a través del espléndido pinar. He presenciado más amaneceres en aquel período que en toda mi vida: ¡he saltado más cercos con mi caballo que todos los jinetes de San Siro durante el año!
El "film" "La falena" tuvo un éxito clamoroso; y hasta hoy, en este mundo cinematográfico "blase" disconforme, se recuerda aquel armonioso conjunto en el cual la nota más sobresaliente fué dada por la primera actriz, todavía tan joven.
Nada fácil era hacer cine mudo: los gestos, los ademanes debían expresar los sentimientos, y la acción debía substituir la palabra: en el momento más trágico, el ímpetu del actor o de la actriz podían en lugar de conmover al espectador, hacerlo estallar en una desconcertante carcajada o dejarlo en la más olímpica indiferencia. Pero cuando en la pantalla aparecía Lyda Borelli con sus ademanes medidos y armónicos, con sus miradas expresivas e intensas, el espectador sentía que aún sin palabras el artista puede desplegar y comunicar la condición de ánimo del personaje que representa.
He vuelto a ver muchos años después a Lyda Borelli, cuando va retirada del teatro y casada con un aristocrático y rico industrial italiano, había tomado ya el lugar de esposa y de madre que no quiere y no debe ya sobresalir como figura de primera línea. Pero le había quedado —y aún hoy se echa de ver— en sus ojos, aterciopelados aquella expresión firme y dulce de mujer que sabe lo que quiere, que sabe qué hay de bello en el mundo. Habiendo vivido en una Italia aún no atormentada por las guerras, por las luchas internas, por crisis políticas, problemas internacionales, su juventud ha podido saborear la literatura de nuestro comienzo de siglo y educarse en un ambiente artístico donde el sentido de las cosas bellas no era un ridículo o inútil atributo, sino el elemento regulador del cerebro.
Un día, estando Lyda en la rica biblioteca de su espléndida mansión en Roma, una joven actriz pidióle que le hiciera el honor de ser recibida por ella.
—Si sabes ser humilde y sacrificarte —le dijo Lyda Borelli—, quizá puedas triunfar. La vocación artística es una vocación de disciplina, de abnegación, de obediencia. El éxito no debe hacerte subir los humos, sino que te ha de aconsejar que estudies más, siempre más, medirte y que te mida quien es capaz de hacerlo. El público gran dominador, es exigente, y tiene harta razón: el débil aplauso o el aplauso inmerecido ofenden a veces al artista, pero el primero en ser fastidiado por el fracaso es el público, que acude al teatro con el deseo, con la sed de un paréntesis artístico en la gris monotonía de su vida cotidiana.
Aun hoy muchas horas de sus jornadas las ocupa en la lectura: no lee como quien lee para ocupar sus ocios, o por curiosidad, o por distracción, sino que cultiva su inteligencia y su elegancia mental con las hermosas obras poéticas que han llenado el horizonte exuberante de promesas, todas mantenidas por cuanto estribaba en ella.
Recientemente la vida ha querido herirla, lastimándola en el más grande, quizá, de sus afectos, y arrancándole al hijo. Pero Lyda Borelli, a fuer de enamorada de su arte la ha estudiado y vivido con pasión, y que bajo la experta guía del gran Talli aprendió a valorar hasta el menor pestañeo, ha estudiado y vivido con pasión también el misterio de la vida. Y sabe que no todo termina acá abajo.
Vuelvo a verla aún dieciochera, rubia, de trajecito cándido y un nutrido ramillete de violetas de Parma en la cintura, más elegante en su sencillez, que una emperatriz enjoyada. Está sola en el centro de la escena, ante una muchedumbre que la aplaude. Ella sonríe sin despegar los labios, los ojos fijos en un punto indefinible, llenos de dulzura y de ansia. ¿Quizá desde entonces esos ojos veían ya al hijo Jorge, fuerte, inteligente, bueno, que ha querido adelantársele a la madre en el gran viaje?
Revista Caras y Caretas
11/1953

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