Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Los hombres y las mujeres que he conocido:
PIETRO MASCAGNI
Especial para "Caras y Caretas". Por PITIGRILLI

UN nuevo pleito judicial de los herederos de Pietro Mascagni ha actualizado su siempre célebre nombre. El "film" que ilustra la vida del más amado de los autores musicales contemporáneos no ha sido del agrado de sus hijos, quienes exigen no solamente la cancelación y la substitución de algunas escenas, sino que se declaran disconformes del "tono" en el cual el "film" se halla inspirado; en substancia, critican la vulgaridad, la falta de criterio artístico en la dirección y la interpretación de algunos episodios sobresalientes y muy conocidos de la vida del maestro.
Quien ha tenido la suerte de conocer a Mascagni después de su consagración como gran artista, seguramente se ha aproximado a él en les lujosos salones del hotel Plaza de Roma donde él y la esposa ocupaban un confortable departamento: pero el maestro prefería permanecer después de la cena, en el espléndido vestíbulo rodeado de columnas de mármol; en un diván de cuero verde se alternaban los diversos amigos, que aceptaban los excelentes habanos ofrecidos por la cordial señora Mascagni. Frente a ellos, repantigado en una cómoda poltrona, luciendo su bella y espaciosa frente, llena de luz, sus ojos pletóricos de fuego y de bondadosa malicia, permanecía durante horas Mascagni, siempre listo a rebatir irónicamente las fragas festivas de los huéspedes. Muy rara vez, en efecto, el gran maestro era presa de la tristeza, y sus facciones mismas parecían continuamente adaptadas para una expresión de íntima alegría, a pesar de que la vida, hasta los veintiséis años de edad le deparó desengaños y amarguras profundos. Sólo una vez lo vi palidecer, cuando, al contarme un episodio dramático acontecido con Giuseppe Verdi, le parecía revivir el inolvidable encuentro.
—El gran Verdi se encontraba, durante un período de descanso en Busseto; yo me sentía entonces asediado por la música del "Rey Lear", que interpretaba —me dijo— en una apacible noche primaveral, mientras el salón del Plaza, casi desierto, sin luz eléctrica, era un sedante refugio, un oasis de tranquilidad en medio de la gran Roma elegante y bulliciosa. Y yo, encontrándome una hermosa mañana con Verdi en el parque de su villa, me confié con él: "Maestro, estoy poniendo música a mi "Rey Lear" que no me deja sosegar ni de día ni de noche." Y Verdi me contesto: "Yo tengo un abundante material de estudio para ese argumento, y me sentiría contento de verdad en entregárselo a usted." "Maestro, ¿por qué no le pone usted música al "Rey Lear"?". Verdi entrecerró los ojos, como para recordar, como para reconcentrarse. En ese momento hasta los pajarillos del bosque dejaron de cantar, y las facciones de nuestro máximo músico tuvieron la más intensa expresión de la belleza artística. Al cabo de un rato Verdi, con voz que no parecía la suya,
lentamente contestó: ''La escena en la cual el rey Lear se encuentra frente a la floresta me asustó." Yo me detuve, debía estar muy pálido, y un gran frío cundió en todo mi ser. Balbuceé: "Usted usted, el gigante del drama, se ha asustado... Y yo..., y yo que me estoy forjando ilusiones..." Han pasado años, y muchos, desde aquel día, pero le aseguro a usted que siempre que pienso en aquel diálogo casi dramático con Verdi me estremezco aún. Mi "Rey Lear" murió en aquel parque de Busseto.
Sin embargo la vida y la carrera de Mascagni se habían iniciado brillantemente después de sacrificios de toda clase había logrado hacerse nombrar como maestro de banda en Ceriñola, una pequeña ciudad de las Apulias. En el ínterin, el conocido editor Sonzoemo había organizado un concurso para la música de un drama: La "Caballería Rusticana". Mascagni quiso participar en esa justa musical. Pero era necesario llevar la partitura a Roma, y el viaje y la estada en la capital significaban un gasto que el modesto desconocido músico no podía sufragar; además, tenía otra preocupación: el nacimiento de una hija. Aconsejado también por su mujer, se abocó con el director del único banco de Ceriñola y le expuso su caso; el director le otorgó un crédito de trescientas liras luego de haberle hecho firmar una letra de cambio.
En una neblinosa mañana de enero, Mascagni sacó un boleto de tercera clase, y acompañado hasta el tren por los fieles músicos de su banda, emprendió el largo viaje. En Roma buscó la pensión más modesta, y su única preocupación fué entonces la de asistir a los ensayos de "Caballería Rusticana". Arrellenado silenciosamente en una butaca delantera, al lado de un amigo, apenas si respiraba. De cuando en cuando, decía en voz baja al vecino:
—Estos campases yo las quisiera ejecutados de manera diversa; pero en cuanto abra la boca, aquél se me arroja encima y me apabila.
"Aquél" era el terrible maestro Leopoldo Mugnone.
La noche de la primera representación de Caballería Rusticana", el teatro Costanzi se hallaba casi vacío. Pietro Mascagni, pálido y agitadísimo, avizoraba detrás del telón a través de una minúscula abertura la escualidez de la platea y los palcos casi vacíos; cada nueva persona que entraba le hacía renacer la esperanza, pero cuando el rico y pesado telón se levantó, un tramoyista se dirigió a Mascagni para decirle:
—¡Ay de nosotros, qué desierto! ¡Marcha mal!
El tramoyista erró en su profecía. En seguida, desde los primeros compases, se barruntó el éxito, y mientras proseguía la representación, el entusiasmo aumentó hasta trocarse en delirio: los espectadores, de pie, llamaron al autor al proscenio, y Pietro Mascagni fué proclamado maestro. Celebre y triunfador, el novel autor volvió a Ceriñola, donde lo esperaban en la estación, entre músicas, cantos y aplausos, el director del banco para pedirle un favor: él renunciaba a la devolución de la suma con tal de que Mascagni le dejara la letra de cambio con su firma, que conservaría como autógrafo.
Se sucedieron los éxitos, y la fama de Mascagni traspasó los confines de Italia y de Europa; volvióse popular por sus célebres melodías, por sus gracejos, por su forma de llevar los caballos. En el año 1919 el maestro se encontraba en Chicago para dirigir óperas italianas. Una mañana fué a una peluquería para que le cortasen los cabellos.
—¿Cómo los quiere usted?
—No sabría —contestó el maestro—; así como los tengo ahora. ¿No le parece a usted que así me sientan bien?
—No —dijo solemnemente el barbero—. Así como los lleva usted ahora no le sientan bien; no tienen un estilo, carecen de línea. Se los cortaré según la última moda: se los cortaré a lo Mascagni.
—Pero..., me parece que los tengo justamente a lo Mascagni; ¿no le parece?
—¡No, no! Usted tiene ganas de bromear; déjeme hacer a mí, y ya verá usted cómo son los cabellos a lo Mascagni.
La crítica no le ahorró sus estocadas: se le reprochaba su pasado de músico mediocre, su humilde posición en una extraviada localidad de provincia, se le predecía una rápida caída. Mascagni sufrió por esta falta de solidaridad, ese continuo zaherir de parte de intelectuales que hubieran debido comprender su esfuerzo.
En uno de, los momentos más amargos de su vida, Mascagni tuvo el consuelo de la comprensión de Verdi, quien le escribió: "Y bien, querido amigo, no se queje y no se atormente; para que lo estimen y quieran a uno por lo que vale, es necesario que llegue a viejo; en nuestro me dio, la juventud nunca fué aliada del éxito."
Pero para Mascagni, las satisfacciones fueron más numerosas y más intensas que las amarguras. Con su hermosa habla toscana, correcta y gramatical, y elegante en la forma, me describía una velada memorable, vivida en Turín la noche del estreno, en el teatro Regio, de "Caballería Rusticana".
—Si Roma es eterna e inigualable —decía—, Turín es de una exquisita e inconfundible elegancia: en el hermoso teatro, centelleante de oro, de carmesí y adornado de espléndidas arañas de cristal con miríadas de luces, se habían dado cita toda la aristocracia piamontesa y toda la burguesía "dorée" de la Italia del norte. Yo temblaba; aquella noche me hallaba singularmente nervioso, y no pude quedarme hasta el final del espectáculo. Algunos amigos míos me llevaron a un círculo privado. Luego de cierto tiempo sentí una magnífica voz de tenor que cantaba mi "Caballería". No, no me engañaba: el tenor era Tamagno, que cantó de memoria mi obra, desde la primera hasta la última nota. Mientras los que escuchaban en la otra sala prorrumpían en aplausos, alguien dijo a Tamagno que yo me hallaba presente.
— Tamagno, que había aprendido de memoria toda la ópera mientras la representaban en el Regio, me abrazó y me dijo: "¡Pero venga, maestro, venga a presenciar qué triunfo el de su música!" y abrió las ventanas del balcón que daba a la plaza. La muchedumbre, reclamada por el canto de Tamagno, se había aunado bajo las ventanas; en cuanto aparecimos, recomenzaron más atronadores y prolongados los aplausos, y Tamagno tuvo que repetir los trozos que la multitud pedía. En un marco de palacios aristocráticos del setecientos, entre una leve neblina iluminada por los últimos faroles de gas, la voz purísima del gran Tamagno cantó durante hora y media, hasta que el presidente del círculo que nos albergaba dijo al inmenso público: "Ya es la hora, señores; muchas gracias por la bella recepción hecha a Mascagni y a Tamagno, gloria de la buena música el uno, y del "bel canto" el otro. Retiraos a vuestras casas y dejadnos comer el "risotto" que desde hace hora y media nos está aguardando."
El film que no ha gustado a los herederos no tiene toda la culpa: el cinematógrafo tiene muchas posibilidades, pero aún no la de expresar, a través de las anécdotas, la luz del genio.
Revista Caras y Caretas
09/1954
 

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