Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Juan Carlos I de España
Por la gracia de Franco
El anuncio de Franco designando a su sucesor ha convulsionado a los medios políticos españoles y abre inciertas expectativas

Si el Generalísimo Francisco Franco es "Caudillo de España por la gracia de Dios", el príncipe Juan Carlos de Borbón (31, casado con Sofía de Grecia, tres hijos) será rey de España por la gracia de Franco, según anuncio oficial del martes 22. A partir de un referéndum votado en 1947, España vivió hasta hoy la ficción de ser una monarquía con el trono vacante. Dos ramas de sangre real se disputaban la corona: la carlista (de origen francés), cuyo retoño más joven es el príncipe Hugo Carlos de Borbón Parma, casado con la princesa Irene de Holanda, y la que desciende directamente del último rey de España, Alfonso XIII. De acuerdo con las estrictas leyes de la continuidad monárquica, el único heredero de Alfonso XIII en la actualidad es sin discusión su tercer hijo, Don Juan, conde de Barcelona.
Pero Don Juan siempre tuvo ribetes liberales y una personalidad independiente; nunca pareció convencido de que el rígido autoritarismo político de Franco estuviera avalado por la gracia divina. De allí la constante frialdad de sus relaciones con el Generalísimo. Sin embargo, en 1948, el astuto caudillo arrancó a Don Juan una importante concesión: que su hijo Juan Carlos se educara en España dentro de los moldes establecidos por Franco. Desde su palacio de Estoril, en Portugal, Don Juan no dejó nunca de pregonar sus derechos a ocupar el trono; a su hijo Juan Carlos lo consideraba como un simple intermediario entre el heredero legítimo —él mismo— y el gobierno franquista.
Durante muchos años, Juan Carlos se mostró sumiso ante la voluntad de su padre como pretendiente a la corona; pero el Generalísimo conocía muy bien lo maleable que era este rubio príncipe cuya educación vigiló siempre de cerca. A fines de 1968, Juan Carlos se declaró dispuesto a servir a España cuando y como su patria se lo reclamara, evidente confesión de que aceptaría sentarse en el trono de acuerdo con las indicaciones de Franco. Ya para ese entonces se habían tronchado las esperanzas dinásticas de Hugo Carlos de Borbón Parma, quien acababa de ser expulsado de España.
Es que Franco se acerca a los 77 años y quiere estar seguro de que el sistema implantado a través de treinta años de autocracia subsistirá después de su muerte. Considera que el método más efectivo es de contar desde ya con un rey meramente decorativo, estrechamente rodeado por los militares y civiles más seguros y confiables (el principal de todos ellos sería el almirante Luis Carrero Blanco). Por supuesto, mientras viva el Generalísimo, Juan Carlos no se sentará efectivamente en el trono de España, pero eso no le preocupa. Está muy cómodo en su palacio madrileño de La Zarzuela, o en playas aristocráticas. Practica deportes, sobre todo yachting y karate; luce, como su cuñado el exiliado rey Constantino de Grecia, el cinturón castaño que prueba su maestría en ese método de combate nipón. Como es disciplinado y de buena voluntad, no falta a las inauguraciones de hospitales y escuelas. Los problemas políticos no lo desvelan, y nunca pretendería más atribuciones de mando que las establecidas por Franco, es decir, prácticamente nulas.
Lo malo es que ningún grupo monárquico apoya a Juan Carlos: o son partidarios de la legitimidad de sangre que ostenta Don Juan, o defienden los derechos rivales de la rama carlista. Los falangistas no quieren a Juan Carlos; prefieren una república de élite, y en último caso transan con una regencia militar. En verdad, Franco no ha restaurado la monarquía en la persona de Juan Carlos; ha instaurado una nueva, al quebrantar las leyes dinásticas fundamentales, lo que por otra parte la hace nacer con vicios de fondo y forma, y desde ya debilitada.
El pretendiente Don Juan, desde su palacio de Estoril, hizo pública una carta (que ningún diario español pudo reproducir bajo pena de muy graves sanciones) en la cual no sólo enjuiciaba severamente la transgresión a las leyes de la herencia dinástica, sino que terminaba condenando todo el sistema autoritario franquista del que su hijo se hacía cómplice. Pero al mismo tiempo disolvía su secretaría y su consejo privado de cien importantísimas personalidades adictas. Es decir, por un lado hacía caer todo el peso de su condena moral sobre el "operativo Juan Carlos" montado por Franco y sobre el propio Generalísimo; por otro lado, se marginaba del proceso político: no tenía otra salida.
El diario ABC, siempre ferviente partidario de Don Juan, mostró el camino que seguirían muchísimos monárquicos al resignarse a que Juan Carlos ocupara el trono: los monárquicos carecen de fuerzas para oponerse al Caudillo. Tampoco los falangistas pueden impedir el "operativo Juan Carlos". Desde la década del cincuenta, en que el Generalísimo decidió un neto viraje neocapitalista, la Falange, ya debilitada, fue perdiendo rápidamente toda cohesión y todo poder real.
En cuanto al Opus Dei, no es un grupo compacto, sólido y articulado, sino que sus miembros tienen ciertas coincidencias básicas y muchísimas disidencias. El almirante Carrero Blanco, quien suele ser considerado como la eminencia gris del ya anciano Caudillo, pertenece al Opus Dei y apoya la solución de coronar a Juan Carlos; otros opusdeístas la combaten; algunos llegan a preconizar la implantación de un socialismo cristiano.
Desde el 14 de diciembre de 1966, el partido único en España es el amorfo y laxo Movimiento Nacional. En vez de partido, es en realidad un gran vacío político sustentado por un solo hombre, Francisco Franco. Cuando desaparezca, ¿podrá la borrosa e insustancial imagen de Juan Carlos —aun respaldado por los más firmes franquistas— impedir que el vacío político se convierta en abismo? Muchos españoles lo dudan, y agregan que el heredero del poder real de Franco, el almirante Carrero Blanco, nunca logrará asumir la indiscutible autoridad que emanaba del Caudillo.
Revista Siete Días Ilustrados
28/07/1969

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