Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

EL APOGEO DE LOS BOLOS
¿A esta hora? Ni soñar. Anótense y vuelvan dentro de un rato, o esperen en el bar; a lo mejor alguna cancha se desocupa."
Decepcionada, la pareja dio media vuelta y se arrellanó en los sillones del snack bar; noventa minutos después, por fin, fueron avisados. Se calzaron los zapatos especiales con suelas de goma y subieron a la pedana para voltear la decena de palos tiesos que aguardaba el encontronazo.
Ella, una estilizada muchacha, tiró primero y pifió: la canaleta es inevitable en todo bautismo. "Por lo menos —suspiró su acompañante, que posaba de ducho— no hizo picar la bola." Esa es una súplica que figura en todos los carteles (el peso de la bola es de 9 kilos) de las canchas. La chica se acicaló e intentó otra arremetida, pero sus músculos estaban tensos y no alcanzaban para arrojarla a lo largo de los 17 metros que la separaban del looping. "Querido, decididamente esto no es para mí", refunfuñó.
No era la primera vez que el bowling, un deporte que desembarcó con furia en Buenos Aires en la década del treinta (La Richmond, El Boston y El Galeón fueron los pioneros), sorprendía a los principiantes; es que despatarrar con una bola algunos palotes exige una técnica y un arte a los que sólo se accede con una costosa práctica diaria. La pareja había jugado tres líneas sin marcar un strike, ni siquiera con medio golpe, y eso era un precio duro.
Días antes, en la segunda quincena de agosto, cuando en Santa Fe al 3500 inauguraba sus canchas Juan Boliche, otra pareja (Tichi, 19 y Upa, 24) desencadenó un desastre: la chica, que se jactaba de tener alguna experiencia, cargó una bola demasiado pesada y apenas tuvo tiempo de impulsar su brazo hacia atrás; la mano espantó el aire y en los segundos que duró el gesto cayeron destrozadas dos vitrinas, una mesa y varias botellas.
Su compañero prefirió escabullirse olvidándose del cambio de zapatos: todo el percance se debió a que los debutantes no eligieron bolas chicas (2 kilos). Con todo, semejantes riesgos no son más que una de las tantas posibilidades que ofrece el juego para sus adictos; lo principal, y allí comienza la travesía por el pequeño submundo, es una escalada por la élite que se proyecta en las confiterías, en el snack; en ese podio se arraciman muchachos y padres de familia, actores y ejecutivos que se contentan con un vagabundeo fugaz; allí se practican, sin formalidades, relaciones públicas. Para otros, es apenas un jalón antes de enfrentar avatares nocturnos más complicados.
Los locales de onda, "que tienen todo lo que hay que tener", proliferan; pocos hubieran imaginado veinte años atrás que el entretenimiento no sólo se transformaría en un medio para el relax sino en una actividad, que, como el fútbol o el turf, aglutinaría a toda una industria, con millones detrás.
Aquella avanzada, abatida en 1960 por una huelga de los pinboys (los chicos que enderezan los palos), evolucionaría hasta la automatización de hoy y el negocio de lujo. La andanada, apiñada primero en la zona céntrica, hoy ya no reconoce fronteras; jugar es tan reconfortante como engullir algunas hamburguesas, trasegar unas copas y regodearse junto a un montón de minifalderas al borde de la línea del foul; para algunos, un deporte de yapa.

CRECED Y MULTIPLICAOS
Hasta hace un par de años se podían contar con los dedos: no pasaban de una veintena. En la segunda quincena de agosto la empresa Wylmar, encargada de importar los juegos desde USA, preparó nueve locales, todo un record si se tiene en cuenta que cada uno dispone de un mínimo de tres canchas profesionales (2 millones viejos cada una) y máximo de once, como las que ostenta Center, monstruo en San Pedrito y Rivadavia (Flores).
Las variantes son tres: el automático familiar (Il Salotto, en Santa Fe y Cerrito; Bola Loca, Maipú al 900); el profesional automático (Bowling Bar, Avenida Libertador al 13000, Martínez, que con máquinas, únicas en el país, reemplaza a los pinboys) y el profesional artesanal, sistema con más adeptos (Rex, Broadway, Boston, Center, Juan Boliche, en Ciudadela, Uno, en Ramos Mejía); los artesanales posibilitan el juego con palos y bolas grandes, pero se utilizan chicas.
Los palos, completamente astillados, suelen cambiarse cada 15 días, después de unas 500 líneas (cada línea, 30 tiros en palos chicos) ; sin embargo, no cuestan demasiado: 13.000 viejos la decena; una bola chica, en cambio, no baja de los nueve mil, pero esos no son los únicos gastos, desde luego.
El par de zapatos especiales para bailotear por la pista de guatambú estacionado de casi 10 centímetros de alto por 3 de ancho y recubierto con 8 manos de barniz, demanda un monto de 5.800, que se multiplica por cien pares, mínimo necesario para el arsenal de cada reducto.
Claro que, bajo el prisma de los números, los 20 minutos que demora cada línea estropearían los bolsillos de cualquiera; no obstante, los 250 nacionales que los comerciantes han establecido como tope, dan un margen de utilidades de casi el 70 por ciento, lo que incluye los 25 pesos para el pinboy y los implementos deteriorados.
"Es muy claro —relata Enrique Manzi, 26, encargado del Rex, Corrientes al 700—, porque cada cancha se alquila cincuenta veces al día; por supuesto. los fines de semana el público aumenta." Para Agob Geronian, 26, propietario de Juan Boliche, la cosa no está clara: "Este es un buen negocio, pero para los que recién nos largamos la dificultad está en los días de semana; hasta que un bowling no se hace de clientes hay que esperar los domingos".
Los automáticos familiares encienden el desdén de los acólitos. "Para mí son tragamonedas de lujo", sentencia Hugo González, 23, un maníaco del deporte, en Morón. "Acá la gente viene a coloquiar", opina Gerónimo Martínez, gerente de La Bola Loca. (Martínez no quiso confesar la edad "porque si no las chicas que vienen aquí se van a dar cuenta que me tiño el pelo".)
Para el pelilargo Geronian "en el Buenos Aires de hoy no hay mejor entretenimiento para la pareja que el bowling"; otros entusiastas creen que los bolos hubieran cautivado a los grupos familiares de no mediar un Decreto del Intendente Manuel Iricíbar, del 5 de agosto último, por el cual se impide la presencia de menores de 18 en el bar y en las pistas. A partir de esa barrera sólo los domingos, y gracias a que los encargados hacen la vista gorda, en algunos familiares un padre y su hijo cumplen la rutina semanal; François (65, encargado del Café París) sugiere que la Ordenanza no importa "porque al fin y al cabo los chicos no tienen guita".

ESTAR EN EL RUIDO
Cada bar-bowling cuenta con un club que lo representa en los torneos oficiales con equipos de habitúes o desocupados; los propietarios del local, por supuesto, los apañan. La Asociación Argentina de Bowling, que capitanea Mario Nicolini, 62, vio engrosar en los últimos tiempos su caudal societario; hoy suman 2.200 los jugadores aficionados, un camino que todo practicante puede transitar con solo ser cliente de un reducto. Aníbal Russo, 28, un inquieto despachante de Aduana, devoto de las bolas, ni siquiera puede memorar cómo ascendió hasta la Comisión Directiva; sabe, sí, que para aprender gastó 4.000 diarios durante mucho tiempo en el Rex, por supuesto, una locura.
Otro, el uruguayo Walter Altieri, 34, tiene una explicación distinta: "Es una salvada. Yo ahora me pregunto, cuando termino de laburar, qué hago; pues, voy al bowling, donde hay ruido, minas, amigos . . . ¿qué más?"'
La vorágine no la hubieran podido anticipar, tampoco, los comerciantes británicos que en 1880 introdujeron el deporte en Argentina, aunque los orígenes todavía son más remotos (5.200 años antes de Cristo, en Egipto; las figuras que se derrumbaban eran de piedra); en Inglaterra su presentación en sociedad data del siglo XV y actualmente en USA se fatigan con los bolos unos 90 millones de personas a lo largo de 100.000 canchas.
Los avances han hecho retroceder también a la carambola,' que conserva sus adictos entre la generación con 50 años encima, por lo menos. "Acá tenemos diez mesas de billar y trabajan
todas", pontificó José Poschera, socio de Los 36 Billares, de Avenida de Mayo al 1200; olvidó a las 26 desaparecidas. "Tanto el billar como los dados se nutren de gente grande, que no sabe de esos chirimbolos como el bowling o el minipul; acá vienen los sin melena, sin minifaldas ... ¿Dónde vio que en una sala de juegos haya mujeres?"
Al Café París lo siguen otros locales que expresan la convicción de que el negocio camina "y el billar va al muere"; que a las nuevas importaciones que tanto atrapan a la juventud melenuda, beat o no, las reciba un alud de gruñidos que condenan su frivolidad, importa poco o nada. Es un hecho.
Para el consecuente Poschera, nada ha pasado. Sin embargo, forzoso es reconocer que el tragamonedas. el metegol, el billar-gol y el autoservice de los carameleros son una reliquia, igual que el vernáculo juego del sapo.
8/IX/70 • PRIMERA PLANA Nº 397 • 35

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