Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

DERECHA, IZQUIERDA Y FRUSTRACION
Por SALVADOR FERLA
NO se sorprenderán demasiado si les digo que yo también fui joven, ni tampoco si añado que en mi juventud milité en un sector político preponderantemente juvenil que se ofrecía como opción revolucionaria: la Alianza Libertadora Nacionalista.
Esta agrupación era de derecha según un vocabulario convencional que rehúye los matices, pero los muchachos nacionalistas rechazábamos fastidiados esta denominación; pensábamos que derecha sólo se le puede llamar a la oligarquía, a los titulares de los intereses financieros, y al nacionalismo conservador del que nos queríamos diferenciar.
Éramos revolucionarios, porque impugnábamos en bloque al régimen demoliberal y aspirábamos a realizar transformaciones profundas de la sociedad y no mediante el ejercicio del sufragio, en el que no creímos, sino por la dictadura de los mejores. "Queremos una ordenación total de la patria, desde sus cimientos hasta su espíritu", decía en 1941 uno de nuestros mentores ideológicos Enrique P. Oses. Éramos nacionalistas revolucionarios, un tanto neofascistas (no temo enfrentarme con los lugares comunes). En la época en que yo era nacionalista con estas características también lo eran, por propia confesión pública, monseñor Helder Cámara y Gamal Abdel Nasser. Y como mi mundo ideológico de entonces era también el de Perón (de entonces), vale la pena que lo describa un poco, tanto para perderle el miedo a la derecha, o tenérselo con exacto conocimiento de causa.
Nuestra principal pauta ideológica era el antiimperialismo, condensado en nuestra casi única consigna callejera: "Patria sí, colonia no". A través del revisionismo histórico habíamos descubierto antes que nadie nuestra situación de dependencia colonial —un hecho capital en nuestra historia política— y tratábamos de concientizar al país sobre ese problema. Contra esa dependencia insurreccionábamos haciendo la apología de Rosas que se había batido con las grandes potencias de su tiempo, y esgrimiendo un programa de nacionalizaciones de resortes fundamentales de la economía como los servicios públicos. Reivindicábamos a los caudillos, en especial a Facundo, el más folklórico de ellos, como un modo de reencontrarnos con esa esencia del ser nacional sepultada por la avalancha de la inmigración y de los capitales extranjeros. Simpatizábamos con el fascismo, no porque quisiéramos cambiar un amo por otro, sino porque creíamos que Italia, Alemania y España, "las naciones proletarias" de la jerga fascista, habían superado el nudo central de la problemática de nuestro tiempo, sin pasar por el apocalipsis, sin eliminar del mapa social a ninguna clase, sin romper bruscamente con su pasado; y se habían liberado, mediante el fascismo, de la asfixiante red del imperialismo financiero. "El fascismo es una actitud universal de vuelta hacia sí mismo", había pontificado nuestro admirado José Antonio Primo de Rivera. Por eso, con palabras del mártir español nos definíamos como "ni izquierda ni derecha: antipartido".
Entre los aliancistas, sólo bromeando hacíamos el saludo romano del brazo en alto. Otras agrupaciones nacionalistas que se decían más ortodoxas lo hacían en serio y merecían nuestra crítica pues nos parecía una imitación servil. Propugnábamos el estado nacional-sindicalista, designación un tanto eufemística del estado corporativo capaz de disciplinar a todas las clases sociales bajo su égida autoritaria. Éramos antioligárquicos. Por ser muchachos, que seguíamos con pasión admirativa las hazañas periodístico - judiciales de José Luis Torres contra la oligarquía; y también lo era alguno que otro dirigente nuestro, entre ellos el impetuoso e incisivo Ramón Dolí, tan lleno de talento. Leíamos con fervor de iniciados a Raúl Scalabrini Ortiz, y nos sentíamos poseedores del secreto sensacional de la falsificación de nuestra historia por los liberales. Al igual que el fascismo europeo, éramos anticomunistas. Tres zonas de nuestra sensibilidad política hería el comunismo de entonces. Nuestro fervor religioso con su ateísmo militante; nuestro patriotismo con su internacionalismo proletario, y nuestros propios sueños utópicos ofreciéndonos como único modelo de marxismo realizado al opaco y agobiante régimen soviético.
También éramos con mayor o menor énfasis, antisemitas. El dato sobre el cual lo fundábamos era el de que la mayoría de los titulares de empresas monopólicas y del capital financiero nacional e internacional, a los que impugnábamos, eran judíos. Nuestra ideología se podía dividir en estos capítulos: antiimperialismo. Total, sin contradicciones. Impugnación del demoliberalismo constitucional y proyecto corporativista como sustituto, "la representación en el estado por vía profesional". La premisa filosófica del corporativismo es la de recomponer la unidad de las fuerzas productivas quebrada por la modernidad. Proponíamos superarla mediante la intervención orgánica y permanente del estado en la actividad socioeconómica y la integración de capital y trabajo en un solo estamento social, en una unidad superior subordinada a la idea de nación. El marxismo apunta a lo mismo, pero convencido de que la contradicción entre capital y trabajo es absoluta, propone lograrla mediante la supresión lisa y llana de la propiedad privada, la "socialización de los medios de producción": una especie de tratamiento quirúrgico del problema, contrapuesto al nuestro que era un tratamiento clínico. Por otra parte apreciábamos, en base al régimen soviético, que el marxismo no había suprimido el capital sino que lo había transferido al Estado, había creado el '"capitalismo de Estado", un régimen donde los dueños de los medios de producción son los burócratas gubernamentales.

El "giro a la izquierda" de Mussolini
El curso de la Segunda Guerra Mundial se iba resolviendo en favor de los aliados —"las potencias plutocráticas" en el lenguaje fascista— cuando el fundador del fascismo y por lo tanto su principal ideólogo, fue liberado de su prisión en la alta cumbre del Gran Sasso, por un batallón de paracaidistas alemanes al mando de un teutón capaz de las hazañas más inverosímiles: Otto Skorzenv. Mussolini salió transformado del cautiverio, no solo físicamente al punto de que era difícil reconocerlo, sino también mentalmente. Puesto al frente de un gobierno creado en contra de las intenciones de los alemanes, para evitar que éstos convirtieran el norte de Italia en tierra arrasada, abandonó sus teatralerías características, reemplazó su uniforme de mariscal por uno de soldado, y en pocos meses hizo un sorprendente "giro a sinistra", mediante tres actos concretos y fundamentales: 1) Proclamación de la república, 2) ley de socialización de la industria, y 3) intento de traspasarle su gobierno al Partido Socialista. En uno de sus primeros discursos como gobernante, allá por 1924, Mussolini había advertido que quienes lo suponían un pararrayos de la burguesía se equivocaban. Con 20 años de retardo, incitado por la derrota y la humillación, el Duce intentaba tardíamente cumplimentar aquella advertencia. Es curioso, pero esta ley mussoliniana de socialización, que he vuelto a leer en estos días, tiene sustantivas analogías con la ley de comunidad industrial que está tratando de implementar nuestra hermana Revolución Peruana. El pensamiento directriz de ambas es agrandar a los trabajadores sin agrandar al Estado.
A su médico personal le confesó el caudillo italiano: "Como socialista entré en la vida política, y como socialista quiero morir". En el último reportaje periodístico que concedió antes de morir, vaticinó complacido la emancipación de los pueblos coloniales, y a un destacado socialista, Cario Silvestri, le propuso ante la inminencia del colapso definitivo por la derrota militar, el traspaso de su poder al Partido Socialista, cosa que con discutible criterio de intransigencia ética el socialismo no aceptó.
¿Por qué les cuento esto? Porque la mayoría de los muchachos nacionalistas además de ver en el enfrentamiento del Eje con Inglaterra una preciosa oportunidad de liberación nacional, estábamos respecto a Italia y Alemania en la misma relación de simpatía admirativa en que nuestros "muchachos de la patria socialista" están respecto a China y Cuba.

Morir en Berlín
Todo lo que allí ocurría nos conmovía hondamente. A tal punto que para muchos, exactamente para aquellos que saludaban con el brazo en alto en serio y no bromeando, la caída de Berlín en poder de las tropas aliadas significó el derrumbe violento y estrepitoso de todas sus ilusiones políticas. A 30 años de distancia, algunos de ellos todavía siguen gateando entre los escombros de la ex capital alemana. sin sobreponerse y sin explicarse cómo una causa tan argentina como la suya pudo haber sido derrotada en Europa.
Quienes no queríamos morir así, el 17 de octubre de 1945 estuvimos en Plaza de Mayo junto a los descamisados, aclamando y reclamando a Perón. Algunos por convicción, la mayoría por opción. Perón nos desconcertaba. Éramos demasiado independientes, demasiado dogmáticos para tener cabida en su partido único y vertical, por añadidura ¡tan plebeyo! Lleno de obreros con quien no estábamos familiarizados y que seguramente no entenderían nuestros planteos corporativistas y elitistas. No teníamos en la nueva era que se iniciaba un claro papel a cumplir, salvo el de aliados externos brindándole un apoyo crítico y condicional. Durante un tiempo estuvimos respecto al peronismo en la posición en que actualmente está el FIP de Abelardo Ramos. Perón nos desconcertaba. Contemporizaba con la democracia liberal, entraba en el sistema de los vencedores de la guerra, y no se rodeaba de virtuosos sino de oportunistas y adulones. Cuando firmó las Actas de Chapultepec lo queríamos matar. Pero lo peor que nos hacía era quitarnos el enemigo, único, fácilmente reconocible. Su régimen ni era el proyectado por nosotros ni tampoco el viejo régimen contra el cual dirigíamos nuestras imprecaciones ardorosas. La traviesa realidad se nos acomplejaba y se nos iba de las manos. ¡Qué joda!
¡Qué difícil es pelear cuando no hay un enemigo unánimemente
reconocido, un gobierno absolutamente ineficaz, impopular, opresor! Nos desbandamos. Algunos quisieron copar el peronismo por dentro y fracasaron; otros, los menos, se hicieron antiperonistas, otros peronistas perfectamente asimilados. Y otros se fueron a sus casas a meditar. Entre éstos estaba yo.

El examen retrospectivo
Me sentí frustrado políticamente, pero como no quería "morir en Berlín" y no sentía mayor entusiasmo por los místicos, los santones y el "orden natural" que según mis mentores ideológicos habría imperado en el mundo antes de que la Reforma Protestante y la Revolución Francesa lo echaran todo a perder, hice, no digo mi autocrítica porque yo había sido un militante anónimo y sin relevancia alguna, pero sí el análisis crítico retrospectivo de la colectividad política a la que había estado vinculado.
En primer lugar sentía cierto rencor hacia quienes habían , ido nuestros dirigentes por habernos hecho hacer durante años una gimnasia revolucionaria estéril. ¿Qué sentido tiene —me decía— practicar el activismo callejero, armar grescas, estallar petardos, agredir a grupos adversarios, si detrás de eso no hay un plan revolucionario razonable y serio? Crear un clima de agitación como preludio de un intento revolucionario tiene sentido, pero hacerlo porque sí, para probar si con eso se cae el régimen tan milagrosamente como las murallas de Jericó, es absoluto. Esta apreciación, un tanto exagerada me era inducida no sólo por el sentimiento de fracaso político, sino también y muy especialmente por la consternación que me causaban nuestros muchachos muertos que ya sumaban varias docenas. Si el objetivo era concientizar al país sobre nuestro estado de dependencia colonial —y sobre la falacia de nuestra democracia sin demos—, ese activismo exacerbado, ese milicianismo de importación no era el método más adecuado. En ese sentido nuestros compatriotas de FORJA con menos estridencia hicieron mucho más.
En oportunidad de realizar un desfile cívico por la calle Santa Fe, vi a un hombre bien vestido, que parecía tener autoridad sobre nosotros, dándonos indicaciones sobre la distancia y el ritmo del paso. Alguien que estaba a mi lado me susurró con unción: "Es el general Juan Bautista Molina, el jefe". Contesté: "Ah". Mi compañero añadió bajito: "Es el que va a hacer la revolución... No supe contestar otra cosa que un "Ahhhh" más largo. Con los años supe que lo único que podía hacer ese hombre era lo que le vi hacer ese día: guardar el orden en la fila.
Se me hacían evidentes la carencia de realismo político en nuestros dirigentes y serias deficiencias ideológicas. Desde que Adán fue expulsado del Paraíso, pensé, ya no hubo orden natural en el mundo sino conflictivo. La Modernidad quebró la unidad del mundo de la producción pero no porque la Cristiandad Medieval fuese el reino de los cielos. El sentido fáustico de la modernidad consiste en renovar con bríos y pasión desconocida la tentación de dominar la naturaleza y gozarla. Demoníaca es la aventura humana del conocimiento, y en ese sentido el problema no empezó cuando Cronwel le cortó la cabeza a Carlos I porque no le aguantaba la verticalidad, ni cuando Francia se sublevó contra el absolutismo de la nobleza para sustituirlo por el absolutismo de la burguesía, ni cuando Lutero sacudió al Vaticano pidiéndole explicaciones sobre la Biblia. Toda la Historia humana es conflictiva. heterodoxa, hereje, por lo menos a partir de ese curioso fenómeno llamado civilización. A los nacionalistas le hacía falta un poquito de Marx, les era preciso estudiarlo y no desentenderse de él con el recurso fácil del anatema.
Nuestros dirigentes carecían de un proyecto realizable. Supeditaban sus posibilidades de éxito al triunfo del Eje en la guerra, en la misma forma en que los hombres de mayo porteños supeditaban la guerra de la independencia al apoyo inglés. Cuando Perón, con visión de estadista trató de evitar a todo trance el quedar internacionalmente aislado en la posguerra, y ya con la certeza de la derrota alemana rompió relaciones primero, después declaró la guerra y por último se incorporó a las Naciones Unidas, les pareció una herejía y una suprema inmoralidad. Cuando eran pasos sensatos de adecuación a una nueva realidad mundial. ¿Qué revolución podíamos consumar en un país bloqueado
por las grandes potencias? ¿Cómo haríamos para satisfacer nuestras acumuladas necesidades de importación? ¿Cómo continuaríamos nuestro desarrollo industrial? Los aliados remitieron una circular a distintos gobiernos advirtiéndoles que quedarían fuera de la comunidad mundial en gestación si en un plazo que se fijaba no declaraban la guerra al Eje. Recuerdo que el gobierno turco al declararle la guerra a Alemania hacia quien había tenido una neutralidad benevolente, hizo explícita referencia a esa circular. La necesidad de esa adecuación a las circunstancias se nos escapaba y le oponíamos líricos conceptos de "dignidad" y "soberanía", como si estos valores nos obligaran a sacrificar estérilmente nuestro futuro o fueran contrapuestos a nuestras vitales necesidades de desarrollo. El Dr. Alberto Baldrich, camarada nuestro, en aquel entonces interventor federal en Tucumán y hoy peronista insospechable, en un gesto tan valiente como irreflexivo hizo flamear la bandera a media asta cuando se declaró la guerra a Alemania.
Nuestra posición antioligárquica era ambigua y declamatoria. Los muchachos la adoptábamos con sinceridad, pero nuestros "jefes" compartían el rechazo de la oligarquía con el culto del patriciado. que viene a ser el culto de la oligarquía misma. Era declamatoria, sí, porque nunca los llevó a formular un proyecto de reforma agraria que es el único paso efectivo que se puede dar para eliminarla. Nuestro antisemitismo era pura mimesis del antisemitismo alemán. En una Argentina recreada por la inmigración todo planteo racista es una aberración monstruosa. El financista y el monopolista deben ser combatidos por su función social, no por su religión o raza. Lo contrario es encender odios dirigibles contra cualquier hombre útil al incluirse en la misma categoría rechazada al laborioso israelita de clase media y a millares de jóvenes, sus hijos, que alimentan, como nosotros, fervorosos sueños de redención humana. Pero además de su carácter mimético el antisemitismo era una pantalla para distraer nuestra atención de la muy católica y muy hispánica oligarquía vernácula, principal artífice de nuestra sujeción colonial y principal responsable de nuestra frustración histórica. No eran judíos
los sarmientos, los alberdis y los mitres que nos inculcaron el dogma de nuestra inferioridad racial.
No valorábamos el sufragio como instrumento de soberanía popular, como medio imperfecto pero útil, defectuoso pero difícil de sustituir, del ejercicio de la soberanía por el pueblo. Ese esteticismo nuestro que idealizaba la función de las élites ignoraba los conflictos sociales, esas contradicciones que si bien la teorización marxista vuelve rígidas, constantes y absolutas, es peligroso ignorarlas. Si "los mejores" garantizan la idoneidad en la función pública, no garantizan la equidad y la representatividad del pueblo, y esto es indispensable para que en ese constante reparto de palos y producto bruto que se realiza en la comunidad, no se les vaya a asignar todos los palos a un solo sector, el más débil, y todo el ingreso per cápita a otro.
Nuestro revisionismo histórico era valioso y precursor, pero ingenuo. A pesar de lo mucho que nos enseñaba Scalabrini Ortiz en materia de realismo, todavía creíamos que Quiroga había desplegado la bandera "religión o muerte", porque era un católico ferviente y no porque con esa bandera quería soliviantar a la paisanada para impedir la entrega de las minas de Famatina a la The River Plate Minning Co. Además nuestros revisionismo era una manera de evadirnos de nuestra realidad colonial buscando una compensación que la superaba, para atrás. ¡A Rosas, macho!
La característica principal que conformaba nuestra conducta política era el anticomunismo combatiente. No nos faltaban razones en qué justificar esa postura. Las tres variantes de izquierda que existían entonces, anarquismo, socialismo y comunismo eran trasplantes europeos que no habían echado raíces en nuestro suelo, que no conocían la idiosincrasia de nuestro pueblo, y que al igual que nuestros prohombres del liberalismo miraban al país con una óptica extranjera. Por eso adoptaron con facilidad la cultura de la oligarquía extranjerizante y eran rivadavianos y mitristas. No obstante, nuestra estrategia frente a ellos era totalmente equivocada. Al enfrentarlos en forma activa, al convertirlos en el enemigo principal, los agrandábamos y les dábamos una jerarquía que jamás alcanzarían por sí solos, por su carácter sectario. Además es peligroso confundirse de enemigo. Aquí también funcionaba el mimetismo europeo, esa desgraciada constante nuestra engendrada por el puerto. Al combatir a la izquierda nos convertíamos a pesar de nuestra voluntad en gendarmes del régimen, al que no estábamos en condiciones de suplantar. No se nos ocurría entonces, influenciados como estábamos por el "Roma o Moscú" mussoliniano, que los grupos de izquierda podían ser nuestros aliados en una tarea común de liberación. A ellos, es bueno recordarlo, no se les ocurría tampoco, y como representaban a la Unión Soviética, o al anarquismo europeo, no veían en nosotros nada más que representantes del nazismo alemán. Por nuestra parte, a las sectas de izquierda le hacíamos de todo menos lo más inteligente que hubiese sido disputarle el ascendiente que ejercían sobre el activismo gremial. Nuestros dirigentes se habían vedado voluntariamente todo obrerismo al que consideraban —a pesar del sindicalismo nacional al que decían adherir— algo inherente a la demagogia y al comunismo. A los obreros sólo le ofrecíamos disciplina, a cambio de la cual le prometíamos metros y kilómetros de bandera azul y blanca.

El mundo gira a la izquierda
La derrota dramática de los países fascistas es, en algunos aspectos, un azar histórico como cualquier otro. Durante la contienda y a su fin, hubo vencedores y vencidos y quienes habían arrojado infinidad de artefactos "cazabobos" en ciudades italianas y habían borrado del mapa en unos minutos a dos ciudades japonesas, se creyeron con autoridad moral para juzgar y ahorcar a los generales alemanes. Olvidando la amarga experiencia del vapuleado Tratado de Versalles, las potencias vencedoras se repartieron el mundo en zonas de influencia con total desaprensión y fueron aún más lejos. Aquel pacto aborrecido amputaba territorios y creaba naciones artificiales. Estos acuerdos dividían naciones enteras en mitades enfrentadas. Dos Alemanias, dos Berlín, dos Coreas, dos Vietnam, dos Palestina. No obstante había algo en lo cual la derrota fascista era legítima. Lo era en su condición de imperialismo, en el feroz racismo hitlerista, en el culto de las armas y de la fuerza, en el militarismo elevado a sistema de vida. Por eso el mismo vendaval que hundió al fascismo desmoronó al imperio inglés e hizo que el neocolonialismo norteamericano surgiera bajo el signo de la precariedad y se enfrentara "ab initio" con una enérgica resistencia. La polarización conflictiva de los dos grandes bloques no impidió, gracias a Dios, que se produjeran hechos positivos trascendentales. La emancipación de los pueblos coloniales, la revolución de la Iglesia Católica por la cual ésta ha clausurado su frente de lucha con los ateos y los judíos para abrir el nuevo frente de la liberación popular. La ruptura de Yugoslavia con el bloque soviético y su búsqueda de un modelo propio de socialismo, el milagro de la socialdemocracia sueca, donde conviven a "un mismo tiempo y armoniosamente'' la monarquía, la empresa privada, el socialismo, y el ascenso integral de la mujer.
La revolución china primero, y la cubana después, dieron una nueva imagen del socialismo e hicieron que el marxismo volviera a brillar como un humanismo, como un método de liberación total, haciendo resurgir la esperanza de un hombre liberado en una sociedad liberada, esperanza totalmente extinguida en el régimen soviético, y que encuentra de todos modos obstáculos difíciles de superar en la metodología marxista, tal como el problema del gigantismo estatal (correctamente planteado por el anarquismo aunque sin acertar a encontrar la solución), la gregarización absoluta que limita seriamente al individuo y su incapacidad para comprender el sentido profundo de la religión.
Ya no hay ejemplos revolucionarios fascistas en el mundo; los ejemplos son socialistas y es lógico que esa ejemplaridad le marque pautas concretas a la juventud. Ningún nacionalismo auténtico puede plantearse hoy en los términos fascistas de los años 30 y 40. El fascismo ha sido suplantado por la historia y todos los ensayos de resurrección son vergonzantes y coloniales, patronales y proimperialistas. En 1973 es posible definirse como nacionalista y en tal carácter diferenciarse del marxismo, pero nunca al punto de confundirlo con el enemigo. No hay otro enemigo más que la plutocracia mundial y sus socias menores, las oligarquías nacionales. Se puede en nombre del nacionalismo polemizar con el marxismo, pero no hacerlo objeto de un rechazo combatiente, no hacer lo que ya no hace la Iglesia Católica. Porque al marxismo, que es simplemente un método de análisis histórico-político, se lo puede vencer o modificar con argumentos, ya que no tiene bienes que defender. A la oligarquía y al imperialismo, que sí los tienen, no suelen bastarle los argumentos.
He querido contarles, porque me pareció oportuno, mi experiencia juvenil en una rama de la llamada derecha, y las reflexiones que me hice respecto a ella cuando empecé a madurar. Estoy convencido que si alguien de mi edad les contara con igual sinceridad su experiencia en la izquierda, les revelaría una historia asombrosamente parecida. Cuando en 1955 adherí al peronismo tuve conciencia de que había consumado mi giro a la izquierda, a la democracia y al país (esto último en el sentido de abandonar una óptica europea para observarlo). Había superado definitivamente mi apego al elitismo, y había descubierto, solito, que la base social de sustentación condiciona decisivamente la conducta política, y entonces más importante que la virtud moral del hombre público es saber qué intereses sirve y representa. Los marxistas suelen hacer obsesivas sus tesis; las manejan con rigidez, hacen generalizaciones o deducciones poco estudiadas, lo cual unido a su notoria incapacidad para valorar lo psicológico, lo afectivo y lo religioso, hace que algunas veces de la historia y la política por ellos interpretada resulten deformaciones groseras de la realidad. Pero del mismo modo, ignorando olímpicamente a Marx y sus enseñanzas se hace difícil cuando no imposible llegar a la verdad. Con su análisis eje la formación del capital, con su teoría de la plusvalía, con su materialismo histórico y dialéctico. Marx, que es sin duda alguna el pensador político más importante de la era moderna, nos ha inculcado incluso a quienes no adherimos incondicionalmente a él, una proficua inquietud investigativa.
Revista Redacción
12/1973

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