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Como en los días de Marco Polo,
muchas de las noticias de China proceden de viajeros. Algunos de esos viajeros sólo
llegan a Hong-Kong, desde donde su mirada de águila se explaya hasta la remota
altiplanicie de Lop Nor o intuye lo que sucede en las fábricas de Mu Tan Chiang. Otros no
se toman siquiera ese trabajo. Los gobernantes chinos, por su parte, tienen un concepto
peculiar de la información. Sus diarios y sus radios no sólo ignoran olímpicamente el
descenso del hombre (norteamericano) en la Luna, sino que demoran incluso el anuncio de
sus propias hazañas espaciales. Desde 1959 no publican datos sobre la marcha de su
economía. Las cifras de su producción no figuran en los anuarios de las Naciones Unidas,
a las que por otra parte no pertenecen. A un aislamiento impuesto por el absurdo, China ha
respondido con un silencio respaldado en la astucia. De ese modo algunas de sus conquistas
han podido aparecer como completas sorpresas en el cuadro político y militar del mundo.
Uno de los pocos viajeros que suelen recibir noticias auténticas de los asuntos
chinos es un menudo y canoso periodista norteamericano, Edgar Snow, Su elección es
también irónica; Snow no pertenece a ninguno de los grandes diarios estadounidenses,
sino que escribe, corrige y publica él solo una modesta "Carta Semanal" de
circulación casi privada. Pero sus interlocutores se llaman Mao Tse-tung, Lin Piao, Chu
En-lai. En su última incursión a China Snow recogió del primer ministro algunos de los
escasos datos de que se dispone sobre la "construcción del socialismo" en el
gigante asiático. Curiosamente, esas cifras plantean tantas incógnitas como las que
resuelven.
Tres veces más extensa que la Argentina, y 33 veces más poblada, coexisten en
China sistemas medievales de producción con las más refinadas tecnologías; desde el
arado de bueyes hasta el sincrotrón. La producción de acero en el último lustro
promedió los 14 millones de toneladas, lo que equivale a 18 kilogramos por habitante,
cifra baja si se compara con la de Estados Unidos (700 kilogramos) o Japón (600). La
producción de petróleo en 1970 ascendió a 20 millones de toneladas, cifra inferior a la
de nuestro país, pero que según Chu En-lai asegura el autoabastecimiento de China, lo
que indica la escasez de parque automotor. Falta sin embargo el dato principal: la
producción de carbón, que hace años se hacía ascender a 200 millones de toneladas,
pero debe tenerse en cuenta que la red ferroviaria de 36 mil kilómetros es también menos
extensa que la de Argentina y que las rutas asfaltadas cubren apenas la distancia entre
Buenos Aires y Salta. En cambio las vías de transporte fluvial ascienden a 160 mil
kilómetros.
Es en la agricultura donde la revolución china parece haber realizado mayores
progresos. La elaboración de fertilizantes químicos, que en 1966 era de 8 millones de
toneladas, trepó el año pasado a 14 millones, contribuyendo a una cosecha de granos
estabilizada alrededor de las 240 millones de toneladas. La industria textil, por otra
parte, elabora anualmente unos 11 metros de tela de algodón por habitante.
Estas cifras, modestas en comparación con las de países occidentales altamente
industrializados, son impresionantes en su verdadero contexto. En acero y petróleo la
China de Mao empezó literalmente de cero, con niveles comparables a los de Bolivia. La
industria pesada no existía. Millones de campesinos desfallecían de hambre en las malas
cosechas. El analfabetismo ascendía al 90 por ciento y la prostitución carcomía las
grandes ciudades "europeas". Actualmente sólo hay un televisor por cada 30 mil
habitantes y un automóvil cada 3 mil, pero los grandes flagelos primitivos han
desaparecido. Teóricamente, un obrero chino gana poco: alrededor de 200 pesos mensuales
de nuestra moneda. Pero esa suma equivale a 50 alquileres. La educación, los servicios
médicos, la ropa de trabajo, y hasta el cine y el peluquero son gratuitos. En este cambio
monumental, más que en el orgullo o en el fanatismo, debe verse la raíz de la adhesión
del pueblo chino, a sus dirigentes. |
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