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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

EL FIN DEL TERCER REICH
ULTIMAS HORAS DE HITLER

El 28 de abril de 1945, el asedio de Berlín cobró proporciones espantosas. Se luchaba en todos los barrios de la ciudad, pero la resistencia cedía abruptamente y el cerco se estrechaba cada vez más en torno de la Cancillería. En esos mismos momentos, en su refugio subterráneo, Hitler, tras calarse los anteojos, intentaba leer sobre un mapa la supuesta marcha victoriosa del Ejército Wenck, su última esperanza.

 

 

EL ESCENARIO

En la superficie no había ningún signo de vida. Ni un ser humano,, ni un centinela para vigilar la nueva Cancillería. Era preciso alcanzar una puerta que daba acceso al "mundo enterrado". Entonces surgía de las penumbras un oficial SS, quien examinaba minuciosamente los papeles del visitante, y una vez satisfechos todos los requisitos del sésamo nacionalsocialista, lo conducía al interior del refugio, del portentoso bunker de hormigón armado donde Hitler iba a consumar su destino personal.
"Una veintena de soldados se alineaban a lo largo de la pared del extenso corredor —relata el entonces capitán Boldt, testigo y partícipe de esas jornadas finales—; algunos fumaban, otros charlaban, otros dormitaban acuclillados. El zumbido de los ventiladores sofocaba el barullo de sus conversaciones. Las habitaciones que atravesamos tenían un aspecto desnudo y hostil. Se respiraba ese olor a moho, característico de las construcciones flamantes. Pasadizos y delgadas puertas de acero comunicaban entre sí un dédalo de piezas menores, cincuenta aproximadamente; el laberinto concluía en diez salidas: tres al aire libre y las restantes a la planta baja de la Cancillería. Muchas de esas piezas estaban abarrotadas de provisiones y dificultaban la circulación. Por todos lados el mismo espectáculo: los soldados, jóvenes, altos y vigorosos en su mayoría, daban la impresión de sentirse pasivamente resignados a su destino, sin demostrar una combatividad especial. Ese sentimiento fue ganando poco a poco hasta a los mismos oficiales y jefes superiores."
Para llegar al refugio del Führer había que bajar treinta y siete escalones, después salvar los obstáculos de una tortuosa red de corredores, apenas iluminados. "Abajo se encuentra un espacio apretado cerrado por tres puertas herméticas contra el aire y el agua —precisó Trevor Roper, quien también ayudó a reconstruir aquellos acontecimientos—; una da acceso a la oficina del mayordomo. Por la segunda, a través de una escalera exterior, se desemboca en el jardín del Ministerio de Relaciones Exteriores. La tercera da a dos departamentos muy diferenciados del refugio. En el primero, hay doce cuartos (no mucho más grandes que un gran placard), seis a cada lado de un corredor central, para alojar al personal de servicio, incluida la cocina donde se preparaba el menú vegetariano de Hitler, y depositar trastos varios. Al final de ese pasillo, que servía de comedor a los habitantes del bunker, hay una escalera de caracol, que lleva al segundo departamento del refugio, más profundo aún y un poco más amplio. Los pocos privilegiados que eran admitidos se hallaban por fin en el Führer-bunker, el refugio personal de Hitler, que sería el escenario de la tragedia final."
Aquí hay dieciocho cuartos "pequeños, irregulares, incómodos y un corredor central", partido por un tabique, que separaba una sala de espera general y diversas habitaciones utilitarias con lavabos, piezas de guardias, conmutador telefónico de emergencia y sala de máquinas. Más allá del tabique estaba el sancta sanctorum. El corredor central se convertía allí en sala de conferencias, donde Hitler presidía cotidianamente la reunión de Estado Mayor. A la izquierda se abría una puerta que comunicaba con los departamentos privados de Hitler y de Eva Braun, seis en total. Ella tenía un dormitorio-salón, un baño y un tocador; Hitler, un dormitorio y un gabinete de trabajo. La sexta habitación era una antecámara.
Dos puertas más, también a la izquierda, se abren sobre un estrecho "cuarto de mapas", utilizado para pequeñas reuniones, y sobre una especie de alacena denominada Hundebunker [cucha), que era el lugar de descanso de los guardaespaldas del Führer. Al fondo de esta última, una escalerita de acceso a la torre de observación, jamás terminada. Sobre la derecha del corredor, las habitaciones de los médicos y una enfermería, y en el fondo una antecámara que servía de vestuario. Desde allí, "subiendo cuatro pisos con escaleras de hormigón armado", se llega al jardín de la Cancillería. Era la salida de emergencia.

"ESTAMOS PERDIDOS"

"¿Dónde está el Ejército Wenck?" En el fondo de su bunker, el 28 de abril de 1945, la preocupación del Führer se tornaba obsesiva. El cuartel general del mariscal Keitel permanecía extrañamente silencioso y Hitler le envió entonces un mensaje que traducía la angustia que poco a poco lo iba asfixiando: Ordeno que se auxilie a Berlín de inmediato. ¿Dónde está Heinrici? ¿Qué hace el Ejército de Wenck? ¿Qué pasa con el noveno ejército? ¿Cuándo efectuarán su enlace Wenck y Busse?
Keitel no respondió, y con razón, por lo cual desencadenó una de las célebres cóleras hitlerianas. Después el Führer se calló. Permaneció en silencio, sumido toda la tarde en una especie de ensueño, en una apatía que asustó a sus circunstantes, mucho más que su rabia extinguida. A las siete de la tarde, Bormann telegrafió desesperadamente al almirante Donitz. En vez de animar a las tropas y exhortarlas a la lucha a ultranza, los generales se quedan mudos. Por doquier la traición parece haber reemplazado a la fidelidad y al honor. Permanecemos aquí. La Cancillería ya está en ruinas.
Hacia las ocho llegó la muy esperada respuesta al Comando Supremo (pero sin la firma de Keitel), anunciando que el Ejército Wenk había dejado de existir. Hitler no hizo comentario alguno. Tras leer el mensaje que aniquilaba sus últimas esperanzas, se retiró a su habitación. Sin decir palabra, Goebbels, Bormann y el general Krebs lo siguieron con la vista; todos tenían la garganta apretada, en medio de un silencio total. Le faltaba conocer todavía la defección de su fieles Goring y Himmler. A las nueve y media, ya enterado, ordenó que se fusilara al adjunto de Himmler, Fegelein, prisionero en la Cancillería después de un frustrado intento de evasión, quien estaba casado con una hermana de Eva Braun.

EL CASAMIENTO

En esas últimas horas, cuando todo le rehuía, Hitler tuvo a su lado dos fidelidades sin desmayo: Eva Braun, morena, dulce y calma, su compañera desde hacía trece años, y el oficial de ordenanza Heinz Linge, un gigante de metro noventa, que pesaba 120 kilos y que era depositario de toda su confianza. De aceptarse sus propias declaraciones. Linge fue quien sugirió, el 27 de abril, el casamiento de Hitler con Eva Braun. El Führer no había respondido en principio, pero el 28, al anochecer, hizo llamar a Linge porque había resuelto seguir su consejo. Goebbels se apresuró entonces a buscar un funcionario apto para celebrar el matrimonio y trajo a un tal Walter Wagner, quien llegó al bunker sin Imaginar lo que se pretendía hacer.
La ceremonia se llevó a cabo tres cuartos de hora después de la ejecución de Fegelein, en la madrugada del 29 de abril. Su brevedad fue acompasada por el estampido de los proyectiles que hacían impacto en el bunker. Conforme a la ley, Wagner preguntó a Hitler, ruborizándose, si era de origen ario. Con gran seriedad, Hitler respondió afirmativamente. Lo mismo hizo Eva Braun. Se intercambiaron los "sí", se firmó el registro y cuando llegó el turno de la desposada, comenzó a escribir Eva B..., pero se detuvo, sonrió, corrigió borrando la B y estampó: Eva Hitler, nacida Braun.
En las horas siguientes, Hitler dictó su testamento a una de sus secretarias. Frente a la muerte, no renegaba un ápice de su ideología, y tras justificar su posición pacifista previa al conflicto mundial, volvía a anatematizar al "judaísmo internacional". La redacción del testamento se interrumpió para organizar una pequeña recepción: ¿acaso no era un recién casado? Linge estaba muy ufano porque había descubierto algunos saquitos de té, la bebida preferida del Führer. Además, en el bunker no faltaba champaña. La sala de los mapas fue el lugar de reunión: se hallaban presentes Goebbels, Bormann, Arthur Axmann, jefe de la Juventud Hitleriana, las dos secretarias, los generales Krebs, Burgdorf, Von Below y Helnz Linge.
"Cada uno —cuenta Linge— felicitó a Eva. El champaña le dio algunos colores pasajeros y ella pareció olvidar así lo trágico de la situación. Hitler estaba muy frío, más bien un poco ausente." En el momento de despedirse, dijo con cierta brusquedad:
—El nacionalsocialismo está muerto. Perdimos la partida y ahora sólo nos queda morir dignamente.
"Hablaba con voz calma y reposada", testimonió después Linge. Una de las secretarias no aguantó más y escapó llorando de la pieza.
A las cuatro de la mañana, Hitler se retiró a descansar. En adelante, todo iba a ser muy claro: había decidido acabar con su vida. Pero ¿cuándo?

BAILE FINAL

"No tengo Intención de dejarme capturar por los rusos para que me exhiban como una pieza de museo", dijo Hitler esa madrugada. Sin embargo, para estupor de los habitantes del bunker, el 29 a la mañana se levantó como si nada hubiese ocurrido. Durante el mediodía, según su costumbre, mantuvo una conferencia sobre la situación militar. ¡Y otra más a las veintidós, teniendo a los rusos a trescientos metros de la Cancillería! En la actividad del personal no se notaron cambios: todos continuaron escribiendo a máquina, cocinando, vigilando las instalaciones eléctricas. Pero el clima era de una espera intolerable. Finalmente, al caer la noche, Hitler ordenó a su ayudante de campo que reuniera en el comedor a todas las mujeres del bunker: secretarlas, cocineras, mucamas. Las recibió junto a algunos oficiales hacia las dos de la mañana.
Hitler recorrió el pasillo en silencio y estrechó todas las manos, con mirada distraída, huraña. "Parecían temblarle algunas lágrimas", testimoniaron los sobrevivientes. Algunos le hablaron, pero no respondió; apenas murmuraba palabras Ininteligibles. Después se alejó, había comenzado la jornada del 30 de abril.
La noticia de los adioses —esta vez aparentemente definitivos— circuló por las habitaciones. Entonces, nadie quiso dormir y todos se soltaron audazmente a bailar en la cantina de la Cancillería. Cuando anunciaron la muerte inminente de Hitler, nadie dejó de bailar. Los discos rechinaron aún más en los fonógrafos, saltaron varios tapones de botellas y el humo de tabaco espesó un poco más la atmósfera. La baronesa de Varo, testigo indiscutiblemente objetivo, declaró que "con excepción de Goebbels y su mujer", a nadie había oído lamentarse por la suerte de Adolf Hitler. Sin embargo, allí había hitlerianos fanáticos. Pero la muerte del Führer significaba el final de la guerra, y todos parecían saludar con alborozo la paz. Los reclusos del refugio hicieron tanto alboroto que desde el Führerbunker fueron a decirles que "estuviesen más tranquilos". Y el baile continuó como si nada.

HAY QUE MORIR

Linge cuenta lo que ocurrió después: "Hitler pasó su última noche terrena deambulando por el bunker, entre su cuarto, la sala de conferencias y mi cuarto". Poco después de la ceremonia de los adioses, se le había aparecido a Linge, completamente vestido. "No puedo dormir, me dijo. Volvió a salir enseguida, con un dedo sobre los labios para indicarme que no despertara a las personas que dormían por donde él pasaba. Eva estaba en su cuarto y no apareció."
A las seis de la mañana, Hitler llamó a Krüger, secretarlo de Bormann, y le ordenó:
—Pruebe el veneno sobre Blondi.
Era su ovejero alemán favorito. Krüger le ofreció al perro una albóndiga que contenía cianuro. El animal se la devoró, tuvo una breve convulsión, y se quedó rígido. Estaba muerto. Tardó segundos en morirse. Entonces Hitler volvió a su cuarto.
Linge recuerda que esa noche él se quedó postrado en un sofá, junto con Bormann, Krebs y Burgdorf. "Hitler apareció a eso de las diez de la mañana —dice—, vestido con un uniforme nuevo donde brillaban su insignia de oro del partido, la cruz de hierro y una medalla honorífica por haber sido herido en la Primera Guerra Mundial. Sus primeras palabras fueron para mí; Linge, vaya al conmutador a pedir las últimas noticias. Fui. Estaba el general Mencke en el teléfono. La cosa Iba muy mal. De vuelta, anuncié a Hitler: Toda resistencia ha cesado. El torniquete ruso alrededor de Berlín es infranqueable. Mañana, a más tardar, estarán acá los rusos. Hitler meneó la cabeza sin decir nada, estaba resignado." Pero, de repente, Axmann saltó de su sofá y se aproximó al Führer:
—Me quedan doscientos chicos de la Juventud Hitleriana —dijo— y un tanque. Déjenos intentar hacerlos salir de aquí.
Hitler rehusó con una mueca. Linge, que estaba al lado suyo, le oyó decir con toda claridad:
—No, no, es inútil. Hay que morir. En otras confidencias, años después de su cautiverio en Rusia y con mayor prolijidad, el ex oficial de ordenanza completaría aquella escena: "Fue en vano que alegáramos por turno. Yo sabía que era inútil, y hablando en último lugar, le dije simplemente: Al menos déjenos morir con usted. Se rehusó muy firmemente y me dijo: No, Linge, hay que vivir... vivir para un nuevo Führer que algún día vendrá..."

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LA DESPEDIDA

Linge, contrariamente a Trevor Roper, afirma que el Führer almorzó con Eva Braun. "Almorzaron frugalmente, pues los víveres escaseaban. Después de comer, el Führer volvió a salir de su departamento para el adiós final. Todos estábamos allí, desde el mayor hasta el más humilde de sus colaboradores. Charló un rato con Borman y Goebbels, y al llegar frente a la mujer de éste, muy conmovido, le expresó toda su admiración por su coraje, su fervor y el atroz sacrificio de haberse decidido a hacer morir a sus seis hijos, antes de suicidarse. Desenganchó su insignia de oro del partido y la abrochó al vestido de Frau Goebbels con un espaldarazo. Fue el momento de mayor emoción, A mí, con voz muy firme, me dijo: Adiós, Linge, quizás nadie en el mundo me conoce tan bien como usted: ¿no ha sido mi sombra desde 1935? Quiero que viva, pero va a oír atrocidades sobre mí. Los vencedores no tendrán piedad de mi memoria y harán cualquier cosa por deshonrarla. Pero pasará la tormenta y dentro de una, dos generaciones, se me haré justicia. Realmente quedé conmovido."
Por última vez, Linge saludó con la diestra tendida a quien iba a morir. Eva Braun se le acercó:
—Hasta siempre, Linge. Gracias por todo.
Estaba muy pálida, pero alcanzó a decirle otra cosa:
—Quiero pedirle un favor más. Si sale de aquí y encuentra a mi hermana, no le diga que fusilaron a su marido. Diga que lo mataron los rusos.
Hitler y su mujer se retiraron a su departamento. "Siguiendo sus instrucciones —dice Linge—, yo había puesto allí dos pistolas cargadas. Una, Walther P.P. 7,65, modelo policial. Otra, de menor calibre, 6,35, destinada a Eva Braun o a reemplazar a la primera si ésta se trababa. Súbitamente, oímos un tiro. Eran las tres y media de la tarde, más o menos. No hubo segundo disparo, y cuando estuve seguro, un cuarto de hora más tarde, entré al departamento. El Führer estaba sentado sobre el diván. Se había disparado una bala de 7,65 en la sien derecha, y no en la boca como tantas veces se contó. La pistola había caído a sus pies y la sangre chorreado por la alfombra. A su lado, sobre el sofá, medio acostada, Eva Braun estaba también inmóvil: ella había preferido el veneno."
Diversos testimonios de los sobrevivientes corroborarían la veracidad de esta versión y darían por tierra con la probabilidad de una eventual fuga de Hitler.
Un Informe dado a conocer por los rusos veinte años después de estos hechos, consigna un detalle sorprendente: Hitler se habría envenenado con cianuro. "Trozos de una ampolla de vidrio aplastados en su boca..."; "Olor a almendras amargas que salía del cuerpo..."; "Examen médico de los órganos internos, donde se ha descubierto cianuro"; éstas fueron las constataciones logradas. El efecto fulmíneo del tóxico por una parte, y por la otra el disparo escuchado por varios habitantes del bunker parecerían irreconciliables. Sin embargo, la explicación proporcionada por un historiador ruso acomoda ambos factores, modificando la versión de Linge: éste habría entrado en la pieza y hallado los cadáveres de Hitler y de Eva Braun. En ese momento, obedeciendo las órdenes impartidas por su amo, habría dado al Führer el tiro de gracia.

¡A INCINERARLOS!

Allí, sobre el canapé, estaban los dos cadáveres. La voluntad de Hitler había sido claramente expresada: su cuerpo no debía caer en manos de los rusos. Linge insiste aún en que el mismo Führer le había ordenado reunir una gran cantidad de nafta, para quemar su cadáver y el de Eva Braun.
Desde las primeras horas de la mañana del 30, el ayudante de campo Guensche hizo saber a Bormann que tenía la misión de "preparar la incineración de ambos cuerpos". Para eso telefoneó a Erick Kempka, chofer del Führer y jefe del servicio automotor de la Cancillería. Kempka también dejó un relato muy detallado de sus actos en el curso de la jornada del día 30, bajo un título evocador; Ich habe Hitler verbrannt (Yo quemé a Hitler). En ese testimonio se lee este diálogo:
—Necesito que me procures lo más rápidamente posible doscientos litros de nafta —dijo Guensche.
—¿Para qué? —respondió Kempka.
—No puedo decírtelo por teléfono. Pero los necesito con toda urgencia.
—Aquí no me queda ni una gota. Habría que ir a desenterrar las reservas escondidas en el Zoológico.
—Arréglate como puedas, pero tráeme esos doscientos litros antes de mediodía. Los dejarás delante de la salida de emergencia.
Kempka, intrigado pero dócil, comenzó a retirar algunos litros de nafta que quedaban en los tanques de los vehículos dañados por los bombardeos, en las proximidades de la Cancillería. Le llevó mucho tiempo, y con alguna dificultad consiguió reunir 180 litros, a las 12 del mediodía. Cuando llegó al bunker, con todo su cargamento y sus disculpas, se enteró de que el Jefe (así lo llamaban a Hitler sus empleados de servicio, secretarios y ayudantes de campo) se había suicidado. Por excepción, podría decirse, se mostró trastornado, y no la ocultó. "Yo lo quería mucho a mi Führer —escribió—, quien me estimaba como a un amigo."
Kempka corrió después al departamento de Hitler. Allí estaba Axmann, meditando junto a los cadáveres. Vio a Linge y a un agente de la Gestapo —el doctor Stumpfegger, médico del bunker— envolver el cuerpo de Hitler con una frazada, y ocultar como mejor podían su cabeza rota, sangrante. Ambos alzaron el cuerpo y se lo llevaron. Bormann se hizo cargo del cadáver de Eva Braun, vestida de negro y calzada con los zapatos de cabritilla que estrenara el día anterior, para la boda...
"Lentamente —dice Linge— subí los cuarenta escalones que conducen a la puerta blindada del bunker." Kempka, a su vez, recuerda que Eva Braun detestaba cordialmente a Bormann: "¡Y ahora éste la lleva en sus brazos!", se dijo para sí. El chofer intervino entonces brutalmente, y dijo a Guensche:
—Ocúpate del Jefe, yo me encargo de Eva.
Bormann le entregó el cadáver y Kempka, al levantar a la mujer de Hitler, descubrió que "todo el costado izquierdo del cuerpo estaba mojado". Pero no era sangre, como creyó al principio, sino agua. En medio de los escalones, Kempka debió detenerse, ya sin aliento, y Guensche acudió en su auxilio. Cuando ambos desembocaron en el jardín, creyeron haber llegado al infierno; jamás había sido tan violento un bombardeo. Un verdadero desenfreno. A cada Instante, las esquirlas de obús acribillaban la tierra. Stumpfeffer y Linge, después de depositar el cuerpo de Hitler a tres metros de la entrada, se habían ido a toda prisa hacia la entrada del refugio. Guensche y Kempka, en cambio, sin preocuparse demasiado por los proyectiles, llevaron el cadáver de Eva junto al otro. "Entonces —cuenta Linge— el Sturmbahnführer Kempka juntó los bidones de nafta que tanto trabajo le habían dado, y juntos los vaciamos uno por uno sobre los cuerpos. Cuando acabó esa tarea, nos resultó imposible prenderles fuego. Las explosiones de los obuses soviéticos y los incendios provocados por las bombas de fósforo habían creado gigantescos vacíos de aire. Volví de nuevo al bunker, y sólo al abrigo de la puerta blindada pude encender un trozo de papel impregnado en nafta."
Linge lanzó esa tea sobre los cadáveres y éstos ardieron enseguida, despidiendo enormes llamaradas de dos o tres metros de altura. Bormann, Goebbels, Stumpfegger, Guensche, Linge y Kempka, tiesos, hicieron el último saludo nazi a esos despojos chirriantes que el fuego devoraba por los cuatro costados. Para Guensche, ése sería "el momento más espantoso" de su vida. Para el nazismo se trataba de algo peor aún: el cuerpo de su jefe empezaba a consumirse lenta, pero definitivamente.

 

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