Volver al Indice

crónicas del siglo pasado

REVISTERO

Stravinsky
Arder sin consumirse

Durante casi sesenta años Igor Stravinsky fue figura polémica. Se lo comenzó a discutir la noche del 29 de mayo de 1913, cuando Pierre Monteux dirigió la orquesta para los ballets rusos de Diaghilev, en el descomunal escándalo de La consagración de la primavera, y cada nueva promoción de músicos lo sigue discutiendo hoy.
De pocos artistas del siglo XX se ha escrito tanto como de Stravinsky. Los panegíricos se podrían reunir en gruesos volúmenes, en competencia con los no menos voluminosos que podrían compilar los escritos que van desde la dura crítica a la difamación, la calumnia, el brulote. Y como si esto fuera poco, están los propios textos del compositor, el Diario de su vida, su Poética musical, sus Conversaciones con Robert Craft, donde atacó sin piedad a sus críticos, donde mostró su extraordinaria cultura y agudeza intelectual, donde buscó otras veces, afanosamente, desconcertar o sorprender al neófito.

Revista Panorama
abril 1971

 

 

Una cosa es cierta en Stravinsky, y es su personalidad proteica, única en la historia de la música. Como Picasso, ha buscado renovarse incesantemente. Un mundo de distancia separa sus obras llamadas del período ruso (El pájaro de fuego, Petroushka, La consagración de la primavera, Las bodas), de aquellas de la breve etapa de primera posguerra (Renard, La historia del soldado, Rag-time). Un verdadero abismo se abre entre las composiciones de sus treinta años de neoclasicismo y las de ese serialismo que se inicia en 1953 con el Septuor y se prolonga casi hasta su muerte.
Sin embargo, otra cosa hay muy cierta, y es que esa supuesta versatilidad sólo se da en el terreno de las técnicas empleadas. Del modalismo a la organización serial no ha quedado un sólo procedimiento de composición que el músico no haya explorado hasta sus últimas consecuencias. Es el lenguaje, el modo de decir lo que modifica. En cambio, hay un pensamiento inmutable que vertebra su producción. Y ahí sí Stravinsky es uno sólo. La preocupación exclusiva de su vida de creador fue la de devolver al lenguaje sonoro a sus intrínsecas posibilidades musicales, liberándolas de la carga de literatura y trascendentalismo con que a su juicio la había desvirtuado el Romanticismo del siglo XIX. Su propósito evidente y confesado fue el reencuentro con la música pura, una música que exige ser juzgada sólo en relación con las leyes de composición y al margen de toda otra consideración subjetiva.

EL RESCATE DE LA MÚSICA. Lo que para Stravinsky había extraviado a la música romántica era el haberla usado para una exteriorización del ego, pretexto que para él ocupa el lugar de componer música, es decir ordenar según leyes precisas una materia concreta. En el fondo de su actitud antirromántica, estaba el propósito de crear un arte capaz de provocar una reacción emotiva, pero nunca expresarla, cosa que para él debió ser un despropósito.
Siendo esa su finalidad esencial, no parece extraño que haya mudado con tan aparente facilidad de procedimientos técnicos, sobre todo cuando en su audacia ilimitada llegaba a agotarlos. Cuando en 1953 el mundo se asombró con sus coqueteos ante el serialismo de filiación vienesa (particularmente el serialismo de Anton von Webern), tal vez no se haya advertido en ese momento que el nuevo método de composición le permitía, tanto como antes el lenguaje neoclásico, devolver al sonido su valor intrínseco, libre de simbolismo y exento de posibilidades extramusicales.
De la misma manera, pudo parecer contradictorio el hecho de que sus más resonantes triunfos estuvieran ligados al ballet. Sin embargo, una pequeña obra de 1917 habría de convertirse en la llave maestra para comprender toda la estética stravinskyana. En Renard, la acción está dada por bufones, bailarines, acróbatas o títeres, mientras los cantantes se encuentran distribuidos entre los músicos del reducido conjunto instrumental. Por ese camino, la escena y el foso presentan dos espacios netamente delimitados, el de la música y el de la acción mimada. Ninguna de las dos somete a la otra, corren independientemente. Y no otra cosa sucede con El pájaro de fuego, Petrushka, La consagración, Las bodas o Pulcinella. De ahí que su música para ballet haya hecho carrera en el concierto sinfónico, desde el momento que se rige por sus propias leyes de lógica musical y nada pierde sin la acción danzante para la cual nacieron.
Y si alguna obra escapó a aquella idea primera, Stravinsky sabía disculparse con su natural ingenio. Cuando su colaborador Robert Craft le preguntó hace pocos años cuál era su impresión actual acerca del empleo de la música como acompañamiento del recitado (el caso de Persephone), el músico respondió: "No me lo pregunte. Los pecados no pueden anularse; sólo es posible perdonarlos".
De esa incapacidad de perdón surge la mayor parte de los ataques a su estética. Desde la torpeza y estupidez de Antoine Goléa (Esthétiue de la musique contemporaine, París, 1954), hasta la sagacidad filosófica de Theodor Adorno '(Phüosophie der Neuen Musik, Francfurt, 1958), el hombre, su obra y su pensamiento han sido desmenuzados hasta la impudicia. Pero en última instancia, los tres vértices de la polémica (compositor-detractores-apologistas) sólo confirman la palpitante vitalidad de su arte.

LAS FECHAS Y LA ETERNIDAD. Igor Stravinsky (88) ha muerto el martes 6, en su departamento neoyorquino de la Quinta Avenida. Había nacido en Oranienbaum (cerca de San Petersburgo, actual Leningrado) en junio de 1882, hijo de un cantante de la Opera Imperial. A los 20 años de edad tiene su primer contacto con Rimsky-Korsakov, su maestro. Según sus memorias, "casi todos los días de 1903, 1904 y 1905, estuve en su casa... fue un profesor excepcional". Al finalizar casi la primera década del siglo, Stravinsky es descubierto desde Francia por Sergio Diaghilev, el hombre que por encima de toda política consigue aliar el zarismo ruso con la democracia francesa; el empresario que atisba como nadie a todo gran compositor en germen; el aficionado de asombroso talento que se resume estéticamente en una sola palabra: modernismo.
Con Diaghilev, Stravinsky desquicia a París, centro neurálgico del modernismo europeo, ya en 1910 con El pájaro de fuego. Es el año de "L'enterrement" de Chagall, de "La mandoliniste" de Picasso y de las primeras obras abstractas de Kandinsky. Inmediatamente, siempre con el cheque en blanco que le derrocha Diaghilev, llegan Petrushka y La consagración de la primavera, la obra con la cual el músico, de sólo treinta años, se siente proclamado genio.
En 1914, Stravinsky se establece en Suiza. Con la guerra, tiemblan las finanzas de Diaghilev y el músico debe buscar otras salidas. Entonces se limita; dispone apenas de un pobre escenario rodante y escasos instrumentistas, pero entrega otra obra maestra: La historia del soldado. "En la limitación, dijo, está mi fuerza. Mi libertad será tanto más grande y profunda cuanto más estrechamente limite mi campo de acción y me imponga más obstáculos".

stravinsky01.jpg (36449 bytes)
Igor Stravinsky en 1970 (foto arriba)
Cocteau, Picasso, Olga Picasso, Igor Stravinsky en 1926

stravinsky02.jpg (39630 bytes)
con Charles Chaplin en Hollywood en 1937
retorno a Rusia en 1964

Pero otra vez Diaghilev lo lleva a una nueva elección de caminos. Por pedido del empresario, debe componer una obra inspirada en Pergolesi. Es la oportunidad para acercarse cada vez más a un estilo universal, por medio de un lenguaje puramente sonoro. Antes de iniciar la composición se encuentra ante esta encrucijada: ¿Concebirá su nueva obra bajo la forma de arreglo, de pastiche o de composición personal; con respeto o con amor, en purista o en creador? Y no vacila largo tiempo. "No se hacen niños con el respeto", es el amor, la posesión, lo que permite crear. Y entonces tratará la temática de Pergolesi (en Le baiser de la fée) como si fuera de materia concreta de una obra personal. El camino de su neoclasicismo está iniciado.
En 1934, Stravinsky adopta la ciudadanía francesa, pero sólo por doce años. En 1946 se hace ciudadano de los Estados Unidos. En 1964, tras ausencia de 48 años, vuelve a Rusia, donde es recibido triunfalmente. Han quedado atrás las acusaciones de Stalin, que llamó a su música burguesa y decadente. Y después, otra vez los Estados Unidos, donde el compositor siguió viviendo hasta la semana pasada con todos los honores que puede tributar una sociedad capitalista al hombre que llena con su genio todo lo que va del siglo XX musical. Pero aquí no terminan sus andanzas. De América, según expresa determinación, sus restos deberán ser llevados a Venecia, ciudad ligada a varios estrenos de sus obras, para descansar finalmente en ese cementerio de San Michele que invariablemente turba, por su extraña sugestión, al viajero.
Stravinsky deja un centenar de composiciones. Algunas —muchas— son obra del oficio, del dominio técnico. Y para este músico "la técnica es el hombre en su totalidad", lo cual significa que afirmar aquello no es peyorativo para quien; además, componer era una necesidad fisiológica. Pero hay con todo un grupo exclusivo de partituras que son obra de iluminado. El pájaro de fuego, Petrushka, La consagración, Las bodas, La historia del soldado o la Sinfonía de los salmos llevan el sello de eternidad. O al menos de aquello que los hombres miden como eterno desde su humano metro microcósmico.
Pola Suárez Urtubey

Stravinsky en Buenos Aires

Con las visitas de los ballets rusos de Diaghilev (1913 y 1917) se empezó a conocer la obra de Stravinsky en Buenos Aires. Pero fue en la década del 20 cuando se difundió su música a través de los conciertos de Ernest Ansermet. Juan José Castro fue luego el gran intérprete del músico ruso en la Argentina. Por eso cuando Stravinsky llegó por primera vez a Buenos Aires, en 1936, la recepción fue sensacional. Y apenas si pudo darse el gusto de estrenar su Persephone, con Victoria Ocampo como recitante y el tenor Carlos Rodríguez. Todas sus grandes partituras ya habían sido estrenadas con anterioridad por Ansermet y Castro. Pero él las reeditó dirigiendo la Orquesta Estable del Colón, tanto en conciertos como en espectáculos de ballet.
Por entonces, era el hombre, el creador y el intérprete en plenitud. Seis años antes, apenas, había dado al mundo una de las glorias del arte musical de todos los tiempos, su Sinfonía de los salmos.
En 1960 retornó Stravinsky a Buenos Aires. Y también dirigió cuatro obras propias en el Colón. Pero ya era sólo un símbolo.

 

Google
Web www.magicasaruinas.com.ar