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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

Moshé Dayan
el zorro del Sinaí

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Revista Siete Días Ilustrados
1967

 

 

Ahora deberá ganar la paz

Nasser no comprendió que el ingreso de Moshé Dayan en la plana mayor de gobierno de Tel Aviv significaba lisa y llanamente que Israel le declaraba la guerra. Tampoco comprendió que con la presencia de Dayan esa guerra aún no declarada ya estaba ganada. Pocos días después tuvo que comprenderlo dolorosamente, cuando Dayan, secundado por el general Rabin, repitió sus hazañas de 1948 y de 1956 y ganó la tercera guerra israelí contra los árabes. Así la atención mundial volvió a centrarse en la gallarda figura del general tuerto, tal vez el mayor genio militar en lo que va del siglo. Por eso hubo estupor cuando Dayan respondió recientemente a un periodista que lo entrevistaba: "¿Mis mayores entusiasmos? La agricultura científica y la arqueología". Y su joven asistente -uno de esos singulares soldados israelíes que tutean a los oficiales y conocen todos los secretos de la guerra ultramoderna- aumentó la sorpresa del periodista murmurando por lo bajo: "El general se olvida de su tercer gran entusiasmo: las damas..."
Es que la imagen bélica del mítico Moshé Dayan ha opacado todas las otras facetas de su impactante personalidad. El mundo entero conoce la historia guerrera de este "sabra", genuino producto de la tierra palestina, que pasó su niñez labrando la tierra de sus antepasados. Como el pequeño Moshé vivió siempre con la azada en una mano y el fusil en la otra, todos recuerdan al niño guerrero y olvidan al agricultor que se estremecía de gozo cuando un golpe de su azada hacía surgir de las entrañas de la tierra un resto arqueológico, testigo de la Israel milenaria. De Dayan la cronología sólo ha retenido los datos de un pasado violento.
A los 18 años adiestraba a comandos de la Haganah, la organización que núcleo a los judíos que se defendían contra el hostigamiento árabe mientras peleaban junto a los aliados en la Segunda Guerra Mundial. En 1941, luego de someter con un racimo de hombres el fuerte francés de Gouraud, en el Líbano, Moshé Dayan perdió un ojo y casi la vida. Un soldado somalí le disparó mientras oteaba el horizonte con su catalejo; la bala dio en el largavistas y una de las astillas le barrenó el ojo. Al terminar la guerra, la Haganah fue disuelta: el Imperio Británico, presionado por los árabes, pasó a una política de "mano dura" con los judíos cuyo poder expansivo perjudicaba los intereses inmediatos de la metrópoli en la región. Dayan no se amedrentó y pasó a luchar en la clandestinidad. Fue apresado por los ingleses, y conoció dos años de cárcel; al caer Berlín en 1945 llegó su indulto y volvió a Palestina para acelerar la independencia de su país. Tres años más tarde, en 1948, con la Haganah convertida en ejército regular israelí Dayan dejó de ser el aventurero francotirador del parche negro en un ojo para erigirse como el gran estratega, tal vez superior a Rommel, y como éste último apodado también: zorro. El nuevo zorro bélico, que daba lecciones a los generales del mundo, y que en 1956 y 1957 iba a obtener otras dos victorias fulminantes contra los árabes coaligados. Sin embargo, Dayan se jacta de una victoria que nadie recuerda: la de haber producido una variedad de tomate que lo resiste todo, un poco como su propio creador. Y mientras estuvo plasmando la fortaleza militar israelí, no abandonó sus trabajos de arqueología en los que ha logrado éxitos ocultos pero singulares.
Lo que sí recoge la crónica, como "la otra cara" del militar triunfante, es su capacidad de Don Juan al que ninguna mujer resiste, ni siquiera su propia esposa que ama y disculpa sin indagar nada. Dayan es el insólito general que tiene dos carteles para colgar en la puerta de su despacho: uno con el dibujo de una paloma, el otro con la imagen de un diván. El primero quiere decir: "Estoy en gira"; el segundo: "No molesten..." Los lances amorosos del bizarro tuerto son múltiples.
Hoy, desde el gobierno, Moshé Dayan ha ganado una guerra y debe ganar la paz. Pero el terreno de la diplomacia puede ser más arduo que las arenas movedizas del Sinaí. Israel, hasta de vivir con perenne riesgo, parece inclinada a mantener posiciones obtenidas con las armas para asegurarse una mejor protección, así como ampliar su territorio y recibir un aflujo inmigratorio que robustezca el cuerpo nacional. Esto no es tolerable ni para los árabes, ni para la Unión Soviética con el bloque comunista, ni tampoco para muchos países del Tercer Mundo que verían en la aceptación internacional de nuevas fronteras un precedente muy riesgoso con respecto a sus propias líneas demarcatorias. Francia se ha mantenido amiga de árabes e israelíes, pero ya deja entrever que no aceptará cambios de fronteras debido a la guerra. Los aliados más sólidos de Israel, como Gran Bretaña y otros países europeos, dependen mucho del petróleo del Levante y tal vez se inclinen a apaciguar a los árabes en desmedro del vencedor. En cuanto a los Estados Unidos, sin duda tratarán de salvar el acuerdo logrado con la Unión Soviética: un acuerdo que ha demostrado cómo la paz y la guerra dependen en última instancia del solitario diálogo secreto entre las dos superpotencias nucleares. La posición diplomática de Israel es delicada, y se prevén largas y feroces batallas en las Naciones Unidas y sobre todo en las trastiendas de las cancillerías.

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Moshé Dayan, héroe, arqueólogo y Don Juan

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la joven generación progresista y tecnificada que labró la victoria demuestra su alegría al haber recuperado a Jerusalén, cumpliendo el sueño de sus antepasados

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si después de cada victoria israelí, Moshé Dayan depuso las armas, hoy es figura fuerte en la mesa que negociará la paz o la continuación de la guerra

Lo más candente es el problema de los refugiados palestinos cuyo número se ha visto ahora violentamente incrementado: en esa solución deben participar por igual Israel y los países árabes.
Dayan lanzó la idea de una confederación árabe israelí que cooperase salvaguardando los aspectos nacionales. Parece un proyecto utópico. Sin embargo, la única solución durable residiría en un diálogo profundo y sincero entre árabes e israelíes: los primeros deben aceptar el hecho consumado de una nueva nación no islámica en la zona; los segundos deben evitar todo envanecimiento y aceptar que no están enclavados en occidente sino que pertenecen a una región oriental cuyos intereses básicos deben entender. Claro que lo previo sería una total reconciliación de los enconados enemigos. La desaparición de Nasser hubiera facilitado tal vez el diálogo. Pero en momentos tremendos para el ultraemotivo pueblo árabe, renunciar a un símbolo como Nasser hubiera sido mucho peor que renunciar a la victoria. De todos modos, la perduración de ese símbolo ya figurado parece difícil. Se dibujan dos posibilidades de reemplazo: una, que Boumedienne, cuya influencia se agiganta, tome el lugar del Rais egipcio, con lo que se esfumaría toda chance de paz sólida. La otra consistía en una improbable pero no imposible preeminencia de las posiciones moderadas como la de Bourguiba de Túnez que hace ya dos años pidió tratativas directas con Israel. Entonces los árabes aceptarían coexistir con el enemigo mientras libasen sus urgentes batallas por el desarrollo y por el aprovechamiento de sus enormes riquezas petrolíferas. En ese caso -una eventualidad que hoy parece apenas un sueño-, Moshé Dayan, que sabe que se pueden ganar cien guerras pero que no se puede pelear por los siglos de los siglos, se dedicaría, con un suspiro de alivio, a la agricultura, a la arqueología y a ese "juego de damas" en el que demuestra también insuperables calidades de estratega...

 

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